La plaga del cielo (Saga de los Fleury 4)

Daniel Wolf

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Agosto de 1331

SACRO IMPERIO ROMANO

El asesino acechaba en las tinieblas y escuchaba el aullido de los demonios.

Tenían que ser demonios: ninguna garganta humana habría estado en condiciones de proferir tales ruidos. Un griterío agudo penetraba en las mazmorras, una risa gutural, un gemido sollozante. Sin duda, en la noche bailaban las hordas de Lucifer.

«¿Han venido a buscarme?»

Dios tenía todos los motivos para arrojar su alma al infierno. El asesino había cometido un crimen e indignado al cielo. Pero aún seguía entre los vivos. Esperaba conocer al diablo cuando su cadáver se bamboleara en el patíbulo con el cuello roto. ¿Acaso Satán estaba impaciente y no quería esperar al verdugo?

El asesino apretó los dientes y se arrastró por la paja putrefacta. La mazmorra estaba mohosa y húmeda, y era tan baja que un hombre solo podía estar agachado en ella. A cada movimiento le dolía la espalda por las cicatrices de la tortura, bajo la que lo había confesado todo: sus verdaderos crímenes y unos cuantos inventados, para que la tortura cesara por fin. Las heridas curaban mal. Además, estaba débil. ¿Cuándo había comido por última vez? No se acordaba. A causa de la hambruna del invierno pasado, no se despilfarraba el valioso cereal en alguien consagrado a la muerte. Tan solo le daban un poco de agua de vez en cuando. Y hacía mucho tiempo que el guardián había llenado el cubo por última vez. El asesino estaba tan sediento que la respiración le ardía en la garganta.

Se arrastró hasta el único sitio en el que se podía estar de pie. Había un pozo encima de su cabeza, una ancha abertura en la roca, que llevaba en vertical dos brazas más arriba y terminaba en una oxidada reja de hierro que daba al patio del castillo. Durante el día, aquel pozo dejaba entrar una escasa luz en la mazmorra… y no solo luz. A veces, los hijos de la servidumbre orinaban en la reja, como el asesino había experimentado dolorosamente el primer día. Desde entonces dormía en el otro lado de la celda.

Se agarró al borde del muro y se incorporó gimiendo. El patio del castillo estaba bañado en luz de antorchas. Los aullidos y gemidos se hacían cada vez más fuertes. Muy cerca de la reja, una voz cuchicheó:

—Impuros. Son impuros, ¿no es verdad, polluelo mío? —Era el graznido de un demonio—. Sí, lo son. Nos hemos dado cuenta enseguida, tú y yo. No se nos escapa nada. Mi polluelo, mi pequeño y querido polluelo. Somos tan inteligentes, tan inteligentes… Nada que ver con esos campesinos. Esos necios apestosos y sin formación. Son impuros, impuros… —El demonio rio burlón.

El asesino tragó saliva. Cuando una sombra se movió a la luz de las antorchas, se agachó a toda prisa. Quizá si se mantenía callado los demonios no lo encontrasen allí.

Un pensamiento estúpido. Satán lo veía todo, lo oía todo, lo sabía todo. Lo rastrearía y se llevaría su alma al infierno.

El asesino se dejó caer en el suelo, con la espalda apoyada en la húmeda pared de piedra, incapaz de mover un solo dedo.

En algún momento oyó unos pasos torpes. Alguien bajó a trompicones las escaleras y chocó con la puerta de la mazmorra. El asesino resistió el deseo de encoger la cabeza y abrazarse las rodillas como un niño pequeño. Alguien metió con torpeza la llave en la cerradura y la puerta se abrió. El guardia estaba allí, con una antorcha en una mano y el cubo del agua en la otra. Miró al asesino como si lo viera por primera vez, inmóvil como una imagen de altar, hasta que de repente empezó a temblarle la mejilla. El guardia clavó la antorcha en el soporte de la pared, dio un paso dentro de la celda y siseó una maldición incomprensible. Luego dejó caer el cubo y se rascó los brazos y las piernas. Empezó a gemir, primero en voz baja y casi placentera, luego con estrépito y lleno de dolor, mientras se rascaba cada vez con más fuerza. Finalmente cayó de rodillas, luego de costado, y se revolcó en la paja presa de espasmos.

El asesino miró al poseído. El guardia se retorcía, pataleaba y golpeaba el suelo con los puños entre jadeos. Por fin se calmó. La saliva le caía en goterones de la boca abierta, su respiración era plana.

«Ayúdame», imploraba su turbia mirada.

El asesino cerró los ojos, volvió a abrirlos y miró la puerta abierta de la celda.

Entonces lo comprendió.

Satán no estaba allí para llevárselo.

Quería salvarlo.

El asesino se incorporó y se mantuvo lo más lejos posible del poseído mientras se escurría fuera de la celda. Paso a paso, apoyando ambas manos en la pared, forzó a su desollado cuerpo a subir los escalones. Entró en una sombría estancia; allí lo habían torturado, si su memoria no le engañaba. Siguió tambaleándose escaleras arriba, tan rápido como pudo, hasta una puerta que entreabrió.

Delante de él estaba el zaguán. Escudos de armas y cornamentas adornaban las paredes. A pocos pasos de él yacía un alguacil, y se comportaba como el poseído de la mazmorra, solo que sus espasmos eran aún peores. Se revolcaba en el suelo gruñendo y resoplando, cada músculo de su cuerpo parecía temblar incontroladamente.

El señor del castillo estaba sentado en medio de la mesa; con la espalda encorvada y las rodillas abiertas, al asesino le recordó a una grotesca gárgola. El hombre cogía pan, verdura y carne de las bandejas, se metía las viandas en la boca y las tragaba sin masticar. La grasa goteaba sobre sus vestiduras, los restos de comida se quedaban pegados a su barba. Su esposa estaba sentada en el banco con las piernas abiertas y se había rasgado el vestido, de modo que el asesino pudo ver sus pechos desnudos. Se rascaba los brazos y los hombros hasta hacerse sangre, y lloraba.

El asesino corrió agachado por el salón, manteniéndose en la sombra, hasta que comprendió que nadie advertía su presencia. El señor del castillo estaba incluso mirándolo fijamente mientras desgarraba con los dientes la carne de una pierna de ganso. Con cautela, el asesino se acercó a la mesa y encontró una jarra de cerveza llena, que vació de un trago.

Suspiró. ¿Había bebido alguna vez algo más refrescante?

Enseguida se sintió más fuerte. Cogió una salchicha y le dio un mordisco mientras arrastraba los pies hacia la salida.

El patio del castillo estaba lleno de gritos y sombras que sufrían convulsiones.

El guardia del adarve tiraba de su loriga como si tratara de descubrirse los brazos, que le picaban. Por fin, renunció y se frotó contra las almenas como un animal, con el rostro convertido en una mueca de dolor. Una joven criada salió tambaleándose de la cocina, se desplomó y se retorció entre espasmos. Junto al pozo estaba arrodillado el caballerizo, que metía una y otra vez la cabeza en el cubo del agua y gritaba:

—¡Arde, arde tanto! ¡Ayúdame, Señor! Haz que pare.

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