La Cadena del Profeta (Los buscadores 2)

Luis Montero Manglano

Fragmento

cap-2

 

Mi padre era un buen narrador. Sabía cómo engancharte con un argumento sin que resultara tedioso o sin que perdieras el hilo.

Por desgracia, sólo me contó una historia en su vida, una sola, sobre un rey, una bruja y una mesa con poderes divinos; y ni siquiera fue capaz de ofrecerme un final. Tuve que encontrarlo yo por mis propios medios.

Ésa también es una buena historia; podría contártela, si quieres, pero conozco una mejor.

Me gustaría poder relatarla del mismo modo que lo habría hecho mi padre. Ojalá hubiera pasado con él el tiempo suficiente como para aprender sus trucos de narrador, pero desapareció de mi vida demasiado pronto, por motivos que escaparon a su control. Ese relato también es muy bueno.

Pero, ya sabes, conozco uno mejor…

Voy a contarte sobre imperios y conquistadores.

Podría comenzar mi historia con alguna poderosa invocación literaria, algo sobre musas de fuego o millares de espíritus inmortales. Sin embargo, prefiero utilizar mis propias palabras: ésta ya es una historia demasiado grande como para adornarla.

Comienza con la familia Guevara. Una estirpe de moriscos toledanos que, según se decía, era tan antigua que cuando los visigodos llegaron a la península Ibérica, los Guevara ya los veían como extranjeros. De ellos poco más se sabe, salvo que en algún momento de su andadura decidieron convertirse al islam y que, hacia el siglo XV, recibieron como pago a su hospitalidad un libro de manos de un juez llamado Al Quti que huía de Toledo, perseguido por la Inquisición, en dirección al norte de África.

Si mi padre me hubiera contado esta historia, estoy seguro de que llegado a este punto yo le habría interrumpido, y le habría preguntado qué libro era ése. Él me hubiera mirado, sonreído de forma ladina y me hubiera dado una única respuesta:

—¿Quieres saberlo? Podría contártelo, desde luego, pero conozco una historia mejor.

Supongo que los vicios suelen heredarse. El de mi padre era contar las cosas sólo cuando él lo consideraba adecuado, cuando pensaba que podían aportar un mayor efecto a su narración.

Los Guevara guardaron aquel valioso libro y el secreto que Al Quti les reveló sobre él durante cien años, trasladándolos de padres a hijos. En el siglo XVI, un vástago de aquella familia llamado Diego escuchó el relato sobre el libro de labios de sus mayores. El propio Diego, siendo ya adulto, escribió en los márgenes de las páginas de aquel códice lo que había escuchado de niño.

«Hablaban sobre un gran secreto —eran sus propias palabras—, tan inmenso que nadie sabía darle forma. Era un tesoro, y, al mismo tiempo, era más que eso. Un legado sin nombre custodiado por emperadores, en el corazón del hogar de nuestros hermanos de fe.»

Cuando el niño Diego, abrasado por la curiosidad, interrogaba a sus mayores, éstos sólo le respondían con palabras crípticas, quizá porque ellos mismos no eran capaces de ser más específicos. ¿De qué tesoro se trataba? No lo sabían. ¿Dónde se encontraba? Lejos. Al sur, siguiendo un largo camino al que llamaban «la Cadena del Profeta». El profeta era Musa, aquel al que los infieles cristianos, caníbales devoradores de sangre y carne, conocían como Moisés. El camino de Musa se prolongaba a través de un gran río llamado Isa Ber, o bien Egerew n-igerewen. Lo que había al final, sólo Musa y Alá lo sabían.

El secreto de los emperadores.

Diego de Guevara creció al abrigo de aquellas leyendas que lo fascinaban. A veces pasaba horas leyendo el libro de Al Quti, escrutando entre sus líneas el mapa de un tesoro sin nombre, tan extraordinario como su propia imaginación quisiera dictarle. A menudo se quedaba embobado mirando hacia el sur, pensando en grandes ríos y en imperios lejanos. «Allí —se decía—, allí comienza la Cadena del Profeta, a los pies del mundo.» Ignoraba lo que se encontraba al final del camino, o si esa tal Cadena era algo tangible o sólo un concepto, pero sentía la irresistible necesidad de emprender aquella búsqueda. Llegó a desearlo más que al propio tesoro en sí.

Diego de Guevara tuvo alma de buscador. Quizá fue el primero de nosotros.

Tras la rebelión morisca de 1568, la familia Guevara abandonó las tierras castellanas y emigró a Almería. La España de Felipe II empezaba a ser un lugar hostil para los de su clase. El joven Diego de Guevara, junto con otros muchos moriscos, acabó por exiliarse en Marrakech, donde el sultán Abd el-Malik recibía con los brazos abiertos a sus hermanos de fe perseguidos por la implacable Casa de Austria.

Diego era un expatriado, pero no un inculto. Se había convertido en un hombre audaz y astuto, capaz de dominar tanto la pluma como la espada, sediento de ambición y de aventura. A pesar de que los hombres del Magreb solían despreciar a sus hermanos españoles, Diego pronto demostró su valía y supo ganarse el respeto de sus nuevos paisanos a fuerza de heroísmo.

En 1578, el rey don Sebastián de Portugal desembarcó en Marruecos al mando de un poderoso ejército. El joven y enfermizo monarca tenía delirios de grandeza, regados cuidadosamente por sus preceptores jesuitas. En ellos se veía como líder de una gran cruzada contra los musulmanes del norte de África. Marruecos era un reino dividido por luchas entre los pretendientes al trono, una deliciosa fruta madura para el apetito conquistador del rey de Portugal.

Moros y cristianos chocaron en Alcazarquivir, la batalla de los Tres Reyes, llamada así porque se enfrentaron dos sultanes y un monarca. Allá estaba el intrépido Diego de Guevara, dispuesto a teñir su alfanje de sangre portuguesa, pues, castellano viejo de nacimiento, si había algo en el mundo que Diego odiara más que a un infiel, eso era a un portugués.

Ninguno de los tres reyes vivió para ver el final de la batalla. Del joven don Sebastián jamás se volvió a saber: se esfumó entre montañas de arena, provocando el fin de su dinastía y el colapso de su reino, que al estar vacante se convirtió en una joya más engarzada en la corona de la Casa de Austria. Diego, en cambio, sí sobrevivió, cubierto de honores. Ahmad I, el nuevo sultán de Marruecos, lo nombró caíd de Marrakech como premio a su valor en el campo de batalla.

El buen sultán Ahmad, crecido sin duda por los laureles de Alcazarquivir, contempló las tierras que se extendían al sur de su reino y decidió convertirlas en el trampolín para su futuro imperio africano. Ahmad sabía que más allá de las montañas del Atlas existían ciudades fabulosas, ricas en oro y sal. Allí estaba Tombuctú, la puerta del Sáhara. Un antiguo proverbio decía que «el oro viene del sur, y la sal del norte, pero los cuentos maravillosos y la palabra de Dios sólo se encuentran en Tombuctú». Aún más lejos, la ciudad de Gao, capital del Imperio songhay y palacio de los soberanos de la dinastía Askia, desde donde gobernaron el estado más extenso de África Occidental.

La tierras de Malí, ricas y misteriosas, distribuidas a orillas del Río Grande, llamado Isa Ber por los songhay, Egerew n-igerewen por los tuareg (que en su lengua significa «el río de los ríos»).

El río Níger.

La emoción que Diego de Guevara experimentó al saber de aquel río fue inmensa. Los recuerdos de las viejas leyendas escuchadas en tierras castellanas bulleron en su cerebro como

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