La villa de las telas (La villa de las telas 1)

Anne Jacobs

Fragmento

Capítulo 1

1

Cuando dejó atrás la puerta Jakober empezó a aminorar el paso. Las afueras al este de la ciudad eran otro mundo. Un mundo ruidoso y violento, muy alejado de la placidez y la angostura de los callejones de la ciudad baja. Las fábricas, como fortalezas medievales, se encontraban en los prados que había entre los riachuelos. Todas estaban rodeadas por un muro, para que nadie pudiera entrar sin autorización y ningún trabajador pudiera zafarse de la vigilancia. Dentro de esas fortificaciones, el ruido y las vibraciones no cesaban nunca, las chimeneas arrojaban humaredas negras hacia el cielo y las máquinas traqueteaban día y noche en las salas. Marie sabía por experiencia que quienes trabajaban ahí acababan convertidos en cantos rodados de color gris: sordos por el estrépito de la maquinaria, ciegos por el polvo y mudos por el vacío que acababa llenando su mente.

«¡Es tu última oportunidad!»

Marie se detuvo y pestañeó cuando miró hacia la fábrica de paños Melzer y el sol la cegó. Algunas ventanas refulgían bajo la luz de la mañana, como si tras ellas crepitara un incendio; las paredes, en cambio, eran grises y ensombrecían las salas, que casi parecían negras. Sin embargo, la mansión de paredes de ladrillo situada al otro lado resplandecía: era como un castillo de ensueño en medio de un parque otoñal.

«¡Es tu última oportunidad!» ¿Por qué ayer por la noche la señorita Pappert se lo repitió hasta tres veces? Daba la impresión de que, de ser expulsada de nuevo, a Marie solo le quedara la cárcel o la muerte. Contempló con atención el hermoso edificio, pero entonces la vista se le enturbió y esa imagen se mezcló con los prados y los árboles del parque. No era de extrañar: aún seguía débil por la hemorragia de tres semanas atrás; además, esa mañana apenas había comido a causa de los nervios.

«Bueno, al menos es una casa bonita y no tendré que coser, haré otras cosas», se dijo. «Y si me envían a la fábrica, me escapo y ya está. No volveré a pasar doce horas de pie con una máquina de coser llena de grasa a la que el hilo se le rompe cada dos por tres.»

Se recolocó el hatillo que llevaba al hombro y se acercó a la entrada del parque. La puerta de hierro antigua con motivos florales estaba abierta e invitaba a entrar. El camino de acceso serpenteaba a través del parque y terminaba en una plaza adoquinada en cuyo centro había un arriate semicircular de flores. No se veía a nadie, y de cerca la mansión resultaba aún más imponente, sobre todo el porche, que tenía la altura de dos pisos. Las columnas soportaban un balcón con barandilla de piedra. Seguramente el señor de la fábrica dirigía desde ahí los discursos a sus obreros en la víspera de Año Nuevo. Ellos lo mirarían con reverencia, y también a su esposa, que iría envuelta en pieles. Puede que en los días festivos los invitaran a aguardiente o cerveza, aunque seguro que a champán no, porque esa bebida estaba reservada al dueño de la fábrica y su familia.

En realidad, ella no quería trabajar allí. Cuando alzó la mirada hacia las nubes que se movían por el cielo le pareció como si ese edificio de ladrillo se le fuera a caer encima para aniquilarla. Pero aquella era su última oportunidad. Al parecer no le quedaba otra opción. Marie contempló la fachada. Situadas en los laterales derecho e izquierdo, había dos puertas que eran los accesos para el personal y los proveedores.

Mientras decidía hacia cuál dirigirse, oyó a sus espaldas el ruido de un automóvil. Una limusina oscura pasó con estrépito. Ella se asustó y dio un salto hacia un lado. Vislumbró la cara del chófer: aún era joven, y llevaba una gorra con visera y escarapela de color dorado.

«¡Ajá! Viene a recoger al amo de la fábrica para llevarlo a su oficina, y eso que la fábrica apenas está a unos pasos, como mucho son diez minutos a pie», se dijo. «Pero, claro, un hombre tan rico no puede ir andando porque se le ensuciarían los zapatos y el abrigo.»

Con curiosidad, clavó la mirada en la puerta que había bajo las columnas y que en ese momento se estaba abriendo. Vio a una doncella con vestido oscuro, delantal blanco y cofia blanca prendida en el cabello, que llevaba cuidadosamente recogido. Luego asomaron dos señoras embutidas en abrigos largos con cuello de pieles: el de una era de un tono rojo oscuro y el de la otra, verde claro. Ambas lucían unos sombreros de ensueño con flores y tules, y cuando subieron a la limusina vio que calzaban unos delicados botines de piel marrón. Las señoras salieron seguidas de un hombre. No. Ese no podía ser el director de la fábrica. Era demasiado joven. Quizá fuera el marido de una de las damas. ¿O tal vez el hijo de la casa? Llevaba un abrigo de viaje corto de color marrón y una bolsa de mano que arrojó con un pequeño impulso al techo del vehículo antes de tomar asiento. ¡Qué tonto parecía el chófer al rodear el coche a saltitos para abrir las puertas y ofrecer la mano a las damas! ¡Como si ellas no fueran capaces de acomodarse sin su ayuda en esos asientos tapizados! Aunque, por otra parte, esas mujeres eran como algodones de azúcar… un chaparrón las habría disuelto. ¡Qué lástima que no lloviera!

En cuanto todos ocuparon su sitio, el chófer arrancó y rodeó despacio el arriate cargado de asteres rojos, dalias rosas y brezo lila. Tras aquella maniobra de giro, enfiló de nuevo hacia el porche de la entrada. Pasó tan cerca de Marie que el estribo que sobresalía le rozó la falda, que se le agitaba con el aire. Unos ojos grises masculinos la escrutaron con una curiosidad no disimulada. El joven señor se había quitado el sombrero, dejando a la vista un pelo rizado de corte descuidado que, con el bigote, le daba la apariencia de un estudiante despreocupado. Tras dirigir una sonrisa a Marie, se inclinó para decir algo a la dama de rojo, que provocó las risas de todos. ¿Estarían haciendo mofa de una muchacha mal vestida con un hatillo al hombro? Marie sintió una punzada en el pecho y tuvo que resistir el impulso de darse la vuelta de inmediato y correr de regreso al orfanato. Pero no tenía opción.

La estela de humo que el automóvil dejó a su paso apestaba tanto a gasolina y a goma quemada que la hizo toser. Rodeó con paso decidido el arriate de flores, se dirigió hacia la entrada lateral izquierda y golpeó la aldaba. Fue un gesto inútil: seguramente todos estaban ocupados pues ya eran casi las diez. Después de llamar dos veces sin éxito, iba a abrir la puerta sin más cuando oyó unos pasos.

—¡Jesús bendito! Es la nueva. ¿Por qué nadie viene a abrir? Si no se atreve a entrar…

Era una voz joven y clara. Marie reconoció a la criada que antes había abierto la puerta de la entrada a las damas. Era una muchacha de tez sonrosada, rubia, fuerte y sana, con una sonrisa inocente en su rostro ancho. Tenía que ser de alguno de los pueblos de la zona; saltaba a la vista que no era una chica de ciudad.

—Pasa. No te dé vergüenza. Eres Marie, ¿verdad? Yo soy Auguste. Soy segunda doncella desde hace ya más de un año.

Parecía sentirse muy orgullosa de eso. ¡Vaya! ¡Tenían dos d

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