1
Jueves, 17 de junio de 997
Edgar había descubierto que era muy difícil permanecer en vela durante toda una noche, aunque fuese la noche más importante de su vida.
Había extendido su capa sobre la estera de juncos del suelo y en ese momento yacía tumbado sobre ella, vestido con la túnica de lana de color pardo que le llegaba hasta las rodillas y que era lo único que llevaba en verano, día y noche. En invierno se arrebujaba con la capa y se acostaba junto al fuego, pero en esas fechas hacía calor: apenas quedaba una semana para el solsticio de verano, el día de San Juan.
Edgar siempre sabía qué día era. La mayoría de la gente tenía que preguntárselo a los clérigos, que eran quienes se ocupaban de los calendarios. El hermano mayor de Edgar, Erman, le había dicho en cierta ocasión: «¿Cómo es que sabes cuándo es el día de Pascua?», y él le había respondido: «Porque es el primer domingo tras la primera luna llena después del 21 de marzo, evidentemente». Añadir la apostilla de «evidentemente» había sido un error, porque Erman le había dado un puñetazo en el estómago, castigándolo por su sarcasmo. De eso hacía algunos años, cuando Edgar era pequeño. Ahora ya era mayor; cumpliría los dieciocho tres días después de la festividad de San Juan. Sus hermanos ya no le daban puñetazos.
Sacudió la cabeza. Aquellos pensamientos volátiles hacían que le entrara el sueño, y a punto estuvo de quedarse dormido, de modo que trató de ponerse lo más incómodo posible, apuntalándose sobre el puño para permanecer despierto.
Se preguntó cuánto tiempo más tendría que esperar aún.
Volvió la cabeza y miró alrededor, a la luz del fuego. Su casa era como casi todas las demás casas del pueblo de Combe: paredes hechas con tablones de madera de roble, una techumbre de paja y un suelo de tierra parcialmente cubierto con juncos de la ribera del río cercano. No había ventanas. En mitad del único espacio había un recuadro formado con piedras que rodeaba el hogar. Encima del fuego había un armazón de hierro triangular del que se podía colgar un puchero, y sus patas proyectaban sombras tentaculares sobre la parte inferior del techo. Por todas las paredes había clavijas de madera de las que colgaban prendas de ropa, utensilios de cocina y herramientas para la construcción de barcos.
Edgar no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, porque se había quedado adormilado, quizá más de una vez. Un rato antes había escuchado los ruidos propios del pueblo preparándose para la noche: las voces de un par de borrachos canturreando una tonada obscena, las amargas acusaciones de una disputa conyugal en una casa vecina, un portazo, los ladridos de un perro y, en algún lugar próximo, los sollozos de una mujer. Sin embargo, en ese momento no se oía más que la suave canción de cuna que entonaban las olas en una resguardada playa. Miró hacia la puerta, buscando alguna reveladora rendija de luz en sus bordes, pero solo vio oscuridad. Eso significaba que o bien la luna ya se había ocultado —por lo que era noche cerrada—, o bien el cielo estaba nublado, lo cual no le serviría de nada.
El resto de los miembros de su familia estaban desperdigados por la habitación, acostados cerca de las paredes, donde se respiraba menos humo. Padre y madre dormían dándose la espalda. A veces se despertaban en plena noche y se abrazaban, se hablaban en susurros y se movían al unísono, hasta que se separaban de pronto, jadeando; sin embargo, en ese instante se hallaban profundamente dormidos, acompañados por los ronquidos de padre. Erman, el hermano mayor, de veinte años, estaba tumbado cerca de Edgar, y Eadbald, el mediano, en el rincón. Edgar oía su respiración apacible y regular.
Por fin oyó el tañido de la campana de la iglesia.
Había un monasterio en las afueras del pueblo. Los monjes habían ideado un método para calcular las horas de noche: fabricaban velas graduadas que señalaban el tiempo a medida que iban consumiéndose. Una hora antes del alba, tocaban la campana y luego se levantaban para rezar el oficio de maitines.
Edgar permaneció inmóvil; puede que el sonido de la campana hubiese despertado a su madre, que tenía el sueño muy ligero. Dio tiempo a que esta volviera a sumirse en un profundo sueño y entonces Edgar se levantó.
Con gran sigilo, recogió del suelo su capa, sus zapatos y su cinto, donde llevaba envainado su puñal. Atravesó la estancia descalzo, esquivando el escaso mobiliario: una mesa, dos taburetes y un banco. La puerta se abrió sin hacer ruido, pues Edgar había engrasado las bisagras de madera el día anterior con una generosa cantidad de sebo de oveja.
Si algún miembro de su familia se despertaba en ese instante y le preguntaba qué hacía, le diría que iba afuera a orinar, rezando para que no se fijase en que llevaba los zapatos en la mano.
Eadbald soltó un gruñido y Edgar se quedó inmóvil. ¿Se habría despertado su hermano o simplemente había emitido aquel ruido en sueños? Imposible saberlo, pero Eadbald era el más pasivo de los tres, siempre reacio a crear conflictos, al igual que su madre. No armaría ningún alboroto.
Edgar salió de la casa y cerró la puerta a su espalda con sumo cuidado.
La luna había desaparecido, pero el cielo estaba sereno y la playa, cuajada de estrellas. Entre la casa y la marca de la pleamar había un pequeño astillero. Padre era constructor de barcos, y sus tres hijos trabajaban con él. Era un buen profesional y un mal comerciante, por lo que madre se encargaba de todas las decisiones relativas al dinero, en especial el difícil cálculo de saber qué precio pedir por algo tan complejo como una embarcación o una nave. Si algún cliente trataba de regatear, su padre siempre estaba dispuesto a ceder, pero su madre lo obligaba a mantenerse firme y a no dar su brazo a torcer.
Edgar miró al astillero mientras se ataba los cordones de los zapatos y se ceñía el cinto. Solo había un barco en construcción en esos momentos, una pequeña embarcación de remo para remontar el río. Junto a ella se apilaba una abundante y valiosa cantidad de madera, los troncos partidos por la mitad y en cuartos, listos para que les dieran forma y los amoldaran a las partes de un barco. Una vez al mes aproximadamente, la familia al completo se adentraba en el bosque y talaba un roble maduro. Empezaban su padre y Edgar, descargando hachazos de forma alterna con hachas de mango largo y arrancando una precisa cuña del tronco. Luego descansaban mientras Erman y Eadbald tomaban el relevo. Cuando el árbol caía al fin al suelo, lo cortaban en partes más pequeñas y luego enviaban la madera flotando río abajo hasta Combe. Tenían que pagar, por supuesto, pues el bosque pertenecía a Wigelm, el barón o thane, a quienes la mayoría de los habitantes de Combe pagaban su terrazgo, y este exigía doce peniques de plata por cada árbol.
Amén de la pila de madera, en el astillero había también un barril de brea, un rollo de cuerda y una piedra de afilar. Todo el material estaba custodiado por un mastín sujeto a unas cadenas llamado Grendel, negro y con el hocico gris, demasiado viejo para hacer algún daño a los ladrones pero capaz aún de dar la voz de alarma con sus ladridos. En ese momento Grendel estaba tranquilo, observando a Edgar con indiferencia y con la cabeza apoyada en las patas delanteras. Edgar se arrodilló junto a él y lo acarició.
—Adiós, viejo amigo —murmuró, y Grendel meneó la cola sin levantarse.
En el astillero había asimismo un barco ya terminado, y Edgar lo consideraba como propio; lo había construido él mismo a partir de un diseño original, basado en un barco vikingo. Lo cierto era que Edgar nunca había visto a ningún vikingo —no habían atacado el pueblo de Combe desde que él había nacido—, pero hacía dos años, los restos de una nave naufragada habían llegado a la orilla de la playa, vacía y renegrida por el fuego, con el mascarón de proa en forma de dragón medio destrozado, seguramente a consecuencia de una batalla. Edgar permaneció extasiado ante su belleza mutilada: las esbeltas curvas, la proa alargada y serpenteante y la elegancia del casco. Se había quedado tremendamente impresionado por la enorme quilla que, en saledizo, recorría la longitud de la nave y que —tal como descubrió después de pensarlo detenidamente— procuraba la estabilidad que permitía a los vikingos atravesar los mares. La embarcación de Edgar era una versión más rudimentaria, con dos remos y una vela pequeña y cuadrangular.
Edgar se sabía poseedor de un talento especial; ya era mejor constructor de barcos que sus hermanos mayores, y no tardaría demasiado en superar en pericia a su propio padre. Tenía un don intuitivo para determinar el modo de encajar distintas formas para componer una estructura estable. Unos años antes había oído por casualidad a padre decirle a madre: «Erman aprende despacio y Eadbald aprende rápido, pero es como si Edgar ya me entendiese antes incluso de que las palabras salgan de mi boca». Era verdad; había hombres capaces de tomar en sus manos un instrumento musical que no habían tocado en su vida, una flauta o una lira, y arrancarle una melodía apenas minutos después. Edgar poseía esa clase de instinto para los barcos, y también para las casas. De pronto decía: «Esa barca va a escorar a estribor», o bien: «Ese tejado va a tener goteras», y, efectivamente, siempre llevaba razón.
En esos momentos estaba soltando el amarre de su barca para empujarla por la playa. El chirrido del casco al arrastrarse por la arena se vio amortiguado por el sonido de las olas al romper en la orilla.
Lo sobresaltó una risa femenina. Bajo la luz de las estrellas vio a una mujer desnuda tumbada en la arena, y a un hombre recostado encima de ella. Seguramente Edgar los conocía a ambos, pero no podía ver con claridad sus rostros y desvió la vista rápidamente, pues no quería reconocerlos. Supuso que los había sorprendido en un encuentro ilícito; la mujer parecía joven y el hombre tal vez estaba casado. Los curas predicaban en contra de semejantes lances, pero la gente no siempre seguía las reglas. Edgar hizo caso omiso de la pareja y empujó su barca en el agua.
Echó la vista atrás para mirar a su casa, sintiendo una punzada de remordimiento, preguntándose si volvería a verla algún día. Era el único hogar que podía recordar. Sabía, porque se lo habían contado, que había nacido en otra localidad, Exeter, donde su padre había trabajado para un maestro constructor de barcos. Luego, la familia se había trasladado, cuando Edgar era aún un niño de pecho, y había establecido su nuevo hogar en Combe, donde su padre había inaugurado su propio negocio con un pedido para una barca de remos. Sin embargo, Edgar no recordaba nada de eso; aquel era el único hogar que conocía, e iba a abandonarlo para siempre.
Tenía suerte de haber encontrado empleo en otro lugar: el negocio se había resentido tras los renovados ataques vikingos en el sur de Inglaterra, cuando Edgar tenía nueve años. Tanto el comercio como la pesca eran actividades peligrosas cuando los invasores merodeaban cerca. Solo los más valientes compraban barcos.
A la luz de las estrellas, vio que en aquel instante había tres barcos en el puerto: dos arenqueros y un barco mercante de bandera franca. Varadas sobre la arena había un puñado de embarcaciones menores, costeras y fluviales. Edgar había ayudado a construir uno de los arenqueros, pero recordaba la época en que siempre había una docena o más de barcos atracados en el puerto.
Percibió la fresca brisa del viento del sudoeste, el viento predominante. Su barca contaba con una vela, pequeña, pues eran muy costosas: una mujer tardaba cuatro años largos en terminar de coser una vela completa para un barco de gran calado. Pese a ello, no merecía la pena desplegarla para la breve travesía por la bahía. Se dispuso a remar, algo que le requería muy poco esfuerzo. Edgar era robusto y muy musculoso, como un herrero, al igual que su padre y hermanos. Toda la jornada, seis días a la semana, trabajaban con el hacha, la barrena y la azuela, dando forma a las tracas de roble que componían el casco de los barcos. Era un trabajo duro y fortalecía a los hombres.
Sintió una dicha inmensa. Había conseguido irse de Combe sin ser visto e iba a reunirse con la mujer que amaba. Las estrellas brillaban con fuerza, la playa relucía con un blanco resplandeciente y, cuando sus remos quebraban la superficie del agua, la espuma rizada era como la melena de su amada cayéndole en cascada sobre los hombros.
Se llamaba Sungifu, aunque solían llamarla con el diminutivo de Sunni, y era una mujer excepcional en todos los sentidos.
Edgar observó el paisaje de la costa del pueblo, compuesto en su mayor parte por los cobertizos de los mercaderes y los pescadores: la forja de un hojalatero que hacía piezas inoxidables para barcos; la amplia atarazana en la que un cordelero tejía sus cuerdas, y el inmenso horno de un peguero que horneaba los troncos de madera de pino para producir el pegajoso líquido con que los constructores de barcos empecinaban sus naves para impermeabilizarlas. El pueblo siempre parecía más grande desde el agua; era el hogar de varios centenares de habitantes, cuyo medio de vida, ya fuese de forma directa o indirecta, era el mar.
Miró a través de la bahía hacia su destino. En la oscuridad no habría podido ver a Sunni aunque hubiese estado ahí, cosa que sabía que era imposible, puesto que habían acordado reunirse al despuntar el alba; sin embargo, no podía evitar mirar con anhelo al lugar donde ella no tardaría en aparecer.
Sunni tenía veintiún años, tres más que Edgar. Había llamado su atención un buen día que el chico estaba en la playa admirando el pecio vikingo. La conocía de vista, por supuesto —allí en el pueblo conocía a todo el mundo—, pero nunca se había fijado especialmente en ella ni recordaba nada sobre su familia. «¿Es que has llegado arrastrado hasta aquí con los restos del naufragio? —le había dicho ella—. Estabas tan quieto que te había tomado por un tablón de madera del barco naufragado.» Edgar se dio cuenta de que tenía que ser muy ingeniosa para que se le ocurriera decir tal cosa nada más verlo, que fuera eso lo primero que le había venido a la cabeza, y él le explicó lo que le fascinaba sobre la forma de la nave, seguro de que ella lo entendería. Estuvieron hablando una hora larga y él se enamoró de ella.
Luego Sunni le dijo que estaba casada, pero ya era demasiado tarde.
Su marido, Cyneric, tenía treinta años. Ella contaba catorce cuando se casó con él. Poseía un pequeño rebaño de vacas lecheras, y Sunni se encargaba de la vaquería. Era muy lista y ganaba mucho dinero para su marido. No tenían hijos.
Edgar había descubierto enseguida que Sunni odiaba a Cyneric. Cada noche, tras ordeñar a las vacas, él salía a una taberna llamada The Sailors y se emborrachaba. Mientras estaba ahí, Sunni podía escaparse al bosque y encontrarse con Edgar.
De ahora en adelante, en cambio, no tendrían que volver a esconderse nunca más. Ese día iban a escapar juntos o, para ser más precisos, iban a zarpar juntos. Edgar contaba con una oferta de empleo y con una casa en una aldea de pescadores a ochenta kilómetros de distancia, en la costa. Había tenido suerte de encontrar a un constructor de barcos que estuviese buscando gente. Edgar no tenía dinero; nunca tenía dinero. Madre decía que no le hacía ninguna falta, pero sus herramientas estaban en un armario en el interior de la barca. Empezarían una nueva vida.
En cuanto se diesen cuenta de que se habían ido, Cyneric se consideraría libre para casarse de nuevo, pues una esposa que se marchaba con otro hombre equivalía, en la práctica, a un divorcio: puede que a la Iglesia no le gustase, pero esa era la costumbre. Al cabo de unas semanas, dijo Sunni, Cyneric iría al campo y encontraría alguna familia pobre y desesperada con una hermosa hija de catorce años. Edgar se preguntó para qué querría aquel hombre una esposa: según Sunni, mostraba más bien un interés escaso por el sexo. «Quiere tener a alguien a quien dar órdenes y manejar a su antojo —le había dicho ella—. Mi problema fue que me hice mayor y empecé a odiarlo y a despreciarlo.»
Cyneric no saldría tras ellos, aunque averiguase dónde estaban, cosa poco probable, al menos por algún tiempo. «Y si nos equivocamos y Cyneric nos encuentra, le daré una paliza de muerte», había dicho Edgar. Por la expresión de Sunni, supo que a esta le parecía una amenaza estéril y estúpida, y él sabía que llevaba razón. A continuación, precipitadamente, añadió: «Pero lo más probable es que no lleguemos a ese extremo».
Alcanzó el lado opuesto de la bahía y luego atracó la barca en la playa y la amarró a una roca.
Oyó los cánticos de los monjes y sus oraciones. El monasterio estaba muy cerca, y la casa de Cyneric y Sunni, a unos pocos cientos de metros de este.
Se sentó en la arena, contemplando la oscuridad del mar y el cielo nocturno, pensando en Sunni. ¿Lograría escabullirse con la misma facilidad que él? ¿Y si Cyneric se despertaba y le impedía que se fuera? Tal vez habría una pelea; ella podía resultar herida. De pronto estuvo tentado de cambiar el plan, de irse de aquella playa y dirigirse a su casa a buscarla.
Reprimió aquel deseo con no poco esfuerzo. Ella se las apañaría mejor sola. Cyneric estaría durmiendo la mona y Sunni se levantaría con movimiento felino. Había planeado irse a la cama llevando al cuello su única joya, un medallón circular de plata con intrincados grabados colgado de un cordón de cuero. Llevaría aguja e hilo en su faltriquera, así como la diadema bordada de hilo que lucía en ocasiones especiales. Como Edgar, podía estar fuera de la casa en escasos y sigilosos segundos.
No tardaría en aparecer allí, con los ojos chispeantes de nervios y entusiasmo, su cuerpo ágil más que dispuesto para la aventura. Se abrazarían con fuerza y se besarían apasionadamente; luego ella se subiría a la barca, él la apartaría de la orilla y la empujaría con el remo hacia el agua y hacia la libertad. Remaría un poco más, mar adentro, y luego volvería a besarla, pensó. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que pudieran hacer el amor? Ella estaría igual de impaciente que él. Edgar remaría hasta rodear el cabo, arrojaría la piedra atada con la cuerda que utilizaba como ancla y podrían tumbarse en la cubierta, bajo la bancada; sería un poco embarazoso, pero ¿qué importaba eso? La barca se mecería con suavidad sobre las olas y sentirían la calidez del sol naciente sobre su piel desnuda.
Aunque tal vez fuese más prudente y sensato desplegar la vela y poner más distancia entre ellos y el pueblo antes de arriesgarse a que los detuviesen. Él pretendía estar bien lejos de allí para cuando fuese pleno día. Le costaría mucho resistirse a la tentación teniéndola tan cerca, viendo cómo lo miraba y le sonreía con cara de felicidad, pero era más importante asegurar el futuro de ambos.
Habían decidido que, cuando llegaran a su nuevo hogar, dirían que ya estaban casados. Hasta entonces nunca habían pasado una noche en la cama, pero a partir de ese día cenarían juntos todas las tardes, pasarían todas las noches en brazos del otro y se sonreirían con aire cómplice al despertar a la mañana siguiente.
Vio un destello de luz en el horizonte. Estaba a punto de amanecer. Sunni llegaría de un momento a otro.
Solo sentía tristeza al pensar en su familia. Podía vivir muy feliz sin sus hermanos, que aún lo trataban como a un crío estúpido y hacían como si no se hubiese hecho mayor y más listo que cualquiera de los otros dos. Echaría de menos a su padre, quien durante toda su vida le había dicho cosas que no olvidaría jamás, cosas tales como: «No importa lo bien que ensambles dos tablones, el ensamblaje siempre es la parte más débil». Además, la idea de abandonar a su madre hacía que se le saltasen las lágrimas. Era una mujer fuerte; cuando las cosas iban mal, no perdía tiempo lamentándose de su destino, sino que se arremangaba inmediatamente para tratar de solucionarlas. Hacía tres años, su padre había caído enfermo con unas fiebres y había estado a punto de morir, y su madre se había hecho cargo del astillero —dándoles órdenes a los tres chicos, cobrando deudas, asegurándose de que los clientes no cancelasen los pedidos— hasta que su padre se recuperó. Era una líder, y no solo de la familia. Su padre era uno de los doce miembros del consejo de jefes de Combe, pero era su madre quien había encabezado las protestas de la población contra Wigelm, el thane o barón de las tierras, cuando este había decidido incrementar las rentas de los habitantes del pueblo.
La idea de marcharse habría sido insoportable de no haber sido por la maravillosa perspectiva de un futuro con Sunni.
Bajo la exigua luz, Edgar vio algo extraño en el agua. Tenía un sentido de la vista magnífico, y estaba acostumbrado a divisar barcos a lo lejos desde mucha distancia, distinguiendo la forma de un casco de la de una ola de gran altura o una nube baja, pero en ese momento no estaba seguro de qué era lo que estaba viendo. Aguzó el oído para tratar de percibir algún sonido, pero lo único que oyó fue el ruido de las olas en la playa, justo delante de él.
El corazón le latió con fuerza cuando, al cabo de unos segundos, creyó ver la cabeza de un monstruo, y sintió un escalofrío de miedo. Recortadas contra el leve resplandor del cielo, le pareció ver unas orejas puntiagudas, unas fauces gigantescas y un cuello alargado.
Al cabo de un momento se dio cuenta de que estaba viendo algo peor que un monstruo: era un barco vikingo, con la cabeza de un dragón en el extremo de su proa curva y prolongada.
Otro barco se materializó ante sus ojos, y luego un tercero, y un cuarto. Las velas estaban henchidas y tensas por el vigoroso viento del sudoeste, y las ligeras naves se desplazaban con rapidez vertiginosa, deslizándose sobre las olas. Edgar se levantó de un salto.
Los vikingos eran ladrones, violadores y asesinos. Atacaban en la costa y también remontando los ríos; prendían fuego a pueblos enteros, robaban todo lo que pudiesen llevar consigo y mataban a todos salvo a mujeres y a hombres jóvenes, a quienes hacían prisioneros para venderlos como esclavos.
Edgar vaciló unos instantes.
En ese momento veía diez barcos, lo cual significaba que había al menos quinientos vikingos.
¿Estaba seguro de que eran barcos vikingos? Al fin y al cabo otros constructores habían hecho suyas sus innovaciones y copiado sus diseños, como el propio Edgar, pero sabía distinguir la diferencia: había una amenaza velada en los barcos escandinavos que ningún imitador había logrado reproducir.
Además, ¿quién sino ellos podría estar acercándose a la costa, en semejante número y al amanecer? No, no había ninguna duda.
Estaba a punto de desatarse un infierno sobre Combe.
Tenía que alertar a Sunni; si conseguía llegar hasta ella a tiempo, tal vez aún podrían escapar.
No sin remordimiento, reparó en que su primer pensamiento había sido para ella, en lugar de para su familia. Debía alertarlos a ellos también, pero estaban en el extremo opuesto del pueblo. Iría a buscar a Sunni primero.
Se volvió y echó a correr por la playa, examinando el camino para sortear posibles obstáculos ocultos. Al cabo de un minuto se detuvo y miró a la bahía; se quedó horrorizado al comprobar el rápido avance de los vikingos. Se veían las llamaradas de las antorchas acercándose velozmente, algunas reflejándose en la superficie cambiante del mar, y otras, al parecer, avanzando por la arena. ¡Ya estaban pisando tierra!
Sin embargo, no hacían ningún ruido. Edgar aún oía los rezos de los monjes, completamente ajenos al destino que se cernía sobre ellos. Debería alertarlos a ellos también… ¡pero no podía avisar a todo el mundo!
O tal vez sí. Al observar la silueta de la torre de la iglesia de los monjes recortada en el cielo del alba, vio un modo de alertar a Sunni, a su familia, a los monjes y al pueblo entero.
Se desvió hacia el monasterio. Una valla de escasa altura surgió de entre la oscuridad y Edgar saltó por encima de ella sin aminorar el ritmo. Aterrizó al otro lado, se tropezó, recobró el equilibrio y siguió corriendo.
Llegó a la puerta de la iglesia y miró por encima del hombro. El monasterio se alzaba sobre un discreto promontorio, y desde allí se divisaba la totalidad del pueblo y la bahía. Centenares de vikingos estaban abriéndose paso por la orilla para alcanzar la playa y encaminarse hacia el pueblo. Edgar vio arder en llamas un tejado de paja crepitante y reseca por el verano, y luego otro, y otro más. Conocía todas las casas del pueblo y a sus dueños, pero, bajo la escasa luz, no sabía cuál era cuál, y se preguntó con amargura si su propia casa estaría ya ardiendo.
Abrió de golpe la puerta de la iglesia. La nave central estaba iluminada por la titilante luz de las velas. Se produjo una oscilación en los cánticos de los monjes cuando algunos de ellos lo vieron correr a la base de la torre. Vio la cuerda, la sujetó con ambas manos y tiró de ella hacia abajo, pero, para su consternación, la campana no emitió ningún sonido.
Uno de los monjes se apartó del grupo y se dirigió con paso decidido hacia él. La coronilla rasurada de su cabeza estaba rodeada de rizos blancos, y Edgar reconoció al prior Ulfric.
—Sal de aquí, insensato —dijo el prior con indignación.
Edgar no podía pararse a dar explicaciones.
—¡Tengo que tocar la campana! —exclamó con desesperación—. ¿Qué le pasa?
El oficio divino se había interrumpido y todos los monjes estaban observándolo. Se les acercó otro monje, el cocinero, Maerwynn, un hombre más joven y no tan pretencioso como Ulfric.
—¿Qué pasa, Edgar? —preguntó.
—¡Vienen los vikingos! —gritó el muchacho, y volvió a tirar de la cuerda. Nunca había intentado tocar una campana de iglesia, y su peso le sorprendió.
—¡Oh, no! —exclamó el prior Ulfric. Su expresión pasó de la censura al miedo—. ¡Que el Señor nos asista!
—¿Estás seguro, Edgar? —dijo Maerwynn.
—¡Los he visto desde la playa!
Maerwynn corrió a la puerta y se asomó fuera. A su regreso, estaba muy pálido.
—Es verdad —dijo.
—¡Corred todos! —gritó Ulfric.
—¡Esperad! —dijo Maerwynn—. Edgar, sigue tirando de la cuerda. Hay que dar varios tirones para que empiece a sonar. Levanta los pies del suelo y cuélgate de ella. Los demás, tenemos unos pocos minutos antes de que lleguen; coged lo que podáis antes de huir: primero los relicarios con los restos de los santos, luego los objetos con joyas y piedras preciosas, luego los libros, y luego… corred hacia el bosque.
Sin soltar la cuerda, Edgar despegó su cuerpo del suelo y al cabo de un momento oyó el estruendo de la inmensa campana.
Ulfric cogió un crucifijo de plata y salió corriendo, y los otros monjes siguieron su ejemplo, algunos cogiendo con calma objetos de gran valor y otros gritando presas del pánico.
La campana empezó a oscilar y su tañido sonó repetidas veces. Edgar tiraba de la cuerda con gran ímpetu, utilizando todo el peso de su cuerpo. Quería que todo el mundo supiese al instante que no se trataba de una simple llamada a maitines para los monjes soñolientos, sino una voz de alarma dirigida al pueblo entero.
Al cabo de un minuto supo con seguridad que ya había hecho suficiente. Dejó la cuerda colgando y salió de la iglesia a todo correr.
El olor acre a paja quemada le escocía en los orificios nasales: el viento vivaz del sudoeste estaba propagando las llamas a una velocidad pavorosa. Al mismo tiempo, el día empezaba a clarear. En el pueblo la gente salía corriendo de sus casas con sus niños pequeños en brazos, sujetando a sus hijos y cualquier cosa valiosa para ellos, ya fuesen herramientas, gallinas y bolsas de cuero con monedas. Los más rápidos ya estaban atravesando los campos en dirección al bosque, y Edgar pensó que algunos lograrían escapar gracias a esa campana.
Fue contracorriente, esquivando a amigos y vecinos, en dirección a la casa de Sunni. Vio al panadero, quien sin duda habría estado temprano al pie de su horno: ahora salía corriendo de su casa con un saco de harina a la espalda. La taberna llamada The Sailors todavía estaba tranquila, sus ocupantes lentos en levantarse aun después de la alarma. Wyn el orfebre pasó por su lado a caballo, con un cofre atado a la espalda; el caballo galopaba presa del pánico y el hombre se aferraba a su cuello con desesperación. Un esclavo llamado Griff pasó cargado con una anciana, su ama. Edgar examinó todos los rostros que pasaban por su lado, por si el de Sunni estaba entre ellos, pero no la vio.
Entonces se topó con los vikingos.
La vanguardia de la fuerza estaba formada por una docena de hombretones y dos mujeres de aspecto terrorífico, todos vestidos con jubones de cuero y armados con lanzas y hachas. Edgar vio que no llevaban casco, y a medida que el miedo se agolpaba en su garganta como si fuera vómito, reparó en que no necesitaban protegerse de los débiles habitantes del pueblo. Algunos ya acarreaban su botín: una espada con la empuñadura engastada con piedras preciosas, fabricada sin duda para ser exhibida más que para librar batallas; una bolsa con dinero; un manto de pieles; una lujosa silla de montar con arneses de bronce dorado. Uno de ellos llevaba de las riendas un caballo blanco al que Edgar reconoció como perteneciente al dueño de un arenquero; otro cargaba a una muchacha encima del hombro, pero, por suerte, vio que no se trataba de Sunni.
Retrocedió unos pasos, pero los vikingos seguían avanzando, y no podía huir porque tenía que encontrar a Sunni.
Unos pocos valerosos hombres del pueblo resistían. Estaban de espaldas a Edgar, por lo que este no podía ver quiénes eran. Algunos empleaban hachas y dagas, y otros, arcos y flechas. Durante varios segundos Edgar se limitó a observar la escena con el corazón acelerado, paralizado por las imágenes de aquellas hojas afiladas que cercenaban la carne humana, el fragor de los hombres heridos, que aullaban como animales, el olor del pueblo en llamas. La única clase de violencia que había presenciado en su vida consistía en las peleas a puñetazos entre jóvenes agresivos o entre borrachos. Aquello era nuevo para él: chorros de sangre a borbotones, tripas deshechas y gritos de agonía y de terror. Estaba paralizado por el miedo.
Los mercaderes y los pescadores de Combe no eran rival para aquellos saqueadores, cuyo medio de vida era la violencia. Los lugareños quedaron reducidos a despojos humanos en cuestión de minutos, y los vikingos prosiguieron su avance, con tropas más numerosas por detrás de sus líderes.
Edgar se recobró de su estado de conmoción y corrió a refugiarse detrás de una casa. Tenía que huir de los vikingos, pero no estaba demasiado asustado para acordarse de Sunni.
Los atacantes se estaban desplazando por la calle mayor del pueblo, persiguiendo a los lugareños que huían por el mismo camino, pero no había vikingos detrás de las casas. Cada hogar disponía de media hectárea de tierra aproximadamente, donde la mayoría de los habitantes de Combe cultivaban hortalizas y disponían de árboles frutales, mientras que los más prósperos tenían allí un gallinero o una pocilga. Edgar iba corriendo de un jardín trasero al siguiente, buscando la casa de Sunni.
Cyneric y ella vivían en una casa como otra cualquiera salvo por la vaquería, una construcción tipo cobertizo hecha de una mezcla de arena, arcilla, paja y tierra, con un tejado de delgadas tejas de piedra, todo ello con el fin de mantener fresco el interior. El edificio se hallaba en la orilla de una pequeña extensión de campo donde pastaban las vacas.
Edgar llegó a la casa, abrió la puerta y entró precipitadamente en el interior.
Vio en el suelo a Cyneric, un hombre bajo y grueso con el pelo negro. La estera a su alrededor estaba empapada de sangre, y él se había quedado completamente inmóvil. Una herida abierta entre el cuello y el hombro había dejado ya de sangrar, y a Edgar no le cupo ninguna duda de que estaba muerto.
La perra de Sunni, Manchas, llamada así por su pelaje marrón con manchas blancas, se hallaba en un rincón, temblando y jadeando como hacen los perros cuando están aterrorizados.
Pero ¿dónde estaba ella?
En la parte de atrás de la casa había una puerta que daba a la vaquería. La puerta permanecía abierta, y cuando Edgar se encaminaba hacia ella, oyó gritar a Sunni.
Entró en la vaquería y vio la espalda de un vikingo muy alto con el pelo amarillo. Se había producido una pelea: en el suelo de losa se había derramado un balde de leche, y el pesebre alargado de donde comían las vacas estaba volcado en el suelo.
Una fracción de segundo más tarde, Edgar vio que el adversario del vikingo no era otro que Sunni: su cara bronceada estaba roja de furia, mostraba todos los dientes con la boca completamente abierta y tenía el pelo oscuro en movimiento. El vikingo blandía un hacha en una mano, pero no la estaba utilizando. Con la otra mano intentaba doblegar a Sunni y tirarla al suelo mientras ella le respondía amenazándolo con un enorme cuchillo de cocina. Era evidente que su intención era capturarla más que matarla, pues una mujer joven y sana tenía mucho valor como esclava.
Ninguno de los dos vio a Edgar.
Antes de que este pudiera hacer ningún movimiento, Sunni acuchilló al vikingo en plena cara y este lanzó un alarido de dolor mientras la sangre manaba a borbotones del corte en su mejilla. Fuera de sí, soltó el hacha, agarró a la mujer de los hombros y la tiró al suelo. Ella cayó aparatosamente y Edgar oyó un ruido estremecedor cuando la cabeza de Sunni dio contra el umbral de piedra. Su horror fue absoluto tan pronto se dio cuenta de que parecía haber perdido el conocimiento. El vikingo se hincó sobre una rodilla, hurgó en su jubón y extrajo un cordel de cuero, con la intención evidente de maniatarla.
Al volverse levemente, vio a Edgar.
Su rostro reflejó una expresión de alarma y buscó el hacha que había arrojado al suelo, pero era demasiado tarde: Edgar la recogió segundos antes de que el vikingo pudiera echarle la mano encima. Era muy parecida a la herramienta que usaba para talar los árboles. Asió el mango y, con un destello en un recoveco de su cerebro, advirtió que el mango y la hoja estaban en perfecto equilibrio. Dio un paso atrás, fuera del alcance del vikingo. El hombre hizo ademán de ponerse en pie.
Edgar levantó el hacha trazando un amplio círculo.
La llevó hacia atrás, la alzó por encima de su cabeza y, finalmente, la descargó sobre el hombre, con un movimiento rápido, duro y certero, dibujando una curva perfecta. La afilada hoja aterrizó justo en lo alto de la cabeza del vikingo y atravesó el pelo, el cuero cabelludo y el cráneo, de modo que los sesos quedaron al descubierto.
Edgar vio horrorizado que el vikingo no caía inmediatamente fulminado al suelo, sino que pareció, por un momento, como si siguiera luchando por mantenerse de pie; acto seguido, su vida se apagó como se extingue la luz de una vela tras un soplo de aire, y cayó al suelo en una maraña de miembros deslavazados.
Edgar soltó el hacha y se arrodilló junto a Sunni, quien tenía los ojos muy abiertos, desorbitados. Él murmuró su nombre.
—Háblame —le dijo.
Le tomó la mano y le levantó el brazo. Estaba inerte. La besó en la boca y advirtió que no respiraba. Le palpó el corazón, justo debajo de la curva del suave pecho que tanto adoraba. Dejó la mano allí, esperando contra toda esperanza percibir algún latido, y prorrumpió en sollozos cuando se dio cuenta de que no iba a ser así. Había muerto, y su corazón no volvería a latir nunca más.
Siguió mirándola con incredulidad durante largo rato y, a continuación, con infinita ternura, le tocó los párpados con las yemas de los dedos, muy delicadamente, como si tuviera miedo de hacerle daño, y le cerró los ojos.
Inclinó el cuerpo hacia delante muy despacio hasta apoyar la cabeza encima de su pecho, y sus lágrimas empaparon la lana marrón de su vestido de hilo.
Al cabo de un momento sintió que una ira enloquecida hacia el hombre que había acabado con su vida se apoderaba de todo su cuerpo. Se levantó de un salto, empuñó el hacha y empezó a descargar golpes sobre el rostro muerto del vikingo, destrozándole la frente, desgarrándole los ojos, rajándole la barbilla.
El arrebato apenas le duró unos minutos, hasta que se dio cuenta de la espantosa inutilidad de lo que estaba haciendo. Cuando se detuvo, oyó a alguien gritando algo en una lengua que era muy parecida a la suya, pero no exactamente igual. Aquello lo devolvió de golpe a la situación de peligro en que se hallaba. Puede que incluso a las puertas de la muerte.
«No me importa, moriré», pensó, pero ese estado de ánimo duró apenas unos segundos. Si se topaba con otro vikingo, era muy posible que su propia cabeza acabase tan destrozada como la del hombre que yacía a sus pies. Roto de dolor como estaba, aún sentía terror ante la idea de que lo matasen a hachazos.
Pero ¿qué podía hacer? Tenía miedo de que lo encontrasen en el interior de la vaquería, con el cadáver de su víctima clamando venganza; pero si salía al exterior, sin duda lo capturarían y lo matarían. Miró desesperadamente a su alrededor: ¿dónde podía esconderse? De pronto reparó en el pesebre volcado en el suelo, una rudimentaria estructura de madera. Así, vuelto del revés, el interior parecía lo bastante grande para meterse dentro y esconderse allí.
Se tumbó en el suelo de piedra y se cubrió con la pieza de madera. Inmediatamente, se acordó del hacha, volvió a levantar el borde y la escondió consigo a su lado.
Por las rendijas del pesebre se colaba algo de luz. Permaneció inmóvil, aguzando el oído. La madera amortiguaba a medias cualquier ruido, pero seguía oyendo los gritos y los alaridos del exterior. Esperó, muerto de miedo; en cualquier momento podía entrar un vikingo y sentir la curiosidad de levantar el pesebre y descubrir qué había debajo. Edgar decidió que, si eso sucedía, intentaría matar al hombre inmediatamente con el hacha, pero estaría en gran desventaja, allí tumbado en el suelo con su enemigo cerniéndose sobre él.
Oyó el gañido de un perro y comprendió que Manchas debía de estar junto al pesebre volcado.
—Vete —le susurró, pero el sonido de su voz no hizo sino alentar al animal, y la perra gimió con más fuerza.
Edgar maldijo en voz alta y, a continuación, levantó el borde del pesebre, alargó la mano y metió a la perra consigo en el interior. Manchas se tumbó con él y se quedó en silencio.
Edgar esperó, escuchando los terribles sonidos de la muerte y la destrucción.
Manchas empezó a lamer los restos de los sesos del vikingo de la hoja del hacha.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí dentro. Empezó a sentir calor y supuso que el sol debía de haberse encaramado ya a lo alto del cielo. Al final el ruido del exterior había ido haciéndose menos intenso, pero no podía estar seguro de que los vikingos se hubiesen marchado, y cada vez que se planteaba asomarse a mirar, decidía no arriesgar aún su vida. Entonces volvía a pensar en Sunni y se echaba a llorar de nuevo.
Manchas dormitaba a su lado, pero de vez en cuando el animal gemía y temblaba en sueños. Edgar se preguntó si los perros tendrían pesadillas.
Él tenía pesadillas a veces: soñaba que estaba a bordo de un barco que se hundía, o que un roble se caía en su camino y no podía sortearlo, o que huía de un incendio en el bosque. Cuando despertaba de esas pesadillas, experimentaba una sensación de alivio tan intensa que le daban ganas de llorar. En ese momento no dejaba de pensar que el ataque vikingo podía tratarse de una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento y descubriría que Sunni estaba viva aún. Pero no despertó.
Por fin escuchó unas voces que hablaban claramente en el idioma anglosajón. Aun así, dudó. Los que hablaban parecían preocupados, pero no aterrorizados, sino que sus voces más bien dejaban traslucir tristeza y dolor, y no tuvo la impresión de que temieran por sus vidas. Llegó a la conclusión de que eso debía de significar que los vikingos se habían ido.
¿A cuántos de sus amigos se habrían llevado para venderlos como esclavos? ¿Cuántos cadáveres de sus vecinos habrían dejado atrás? ¿Todavía tenía una familia?
Manchas arrancó un ruido esperanzado de su garganta e intentó ponerse de pie. No podía incorporarse en el reducido espacio, pero era evidente que la perra creía que ahora era seguro moverse.
Edgar alzó a pulso el pesebre y Manchas salió inmediatamente. El joven se levantó rodando por el suelo, sin soltar el hacha vikinga, y dejó el comedero en su sitio. Se puso de pie, con las extremidades doloridas por el prolongado confinamiento. Enganchó el hacha a su cinturón.
Luego se asomó a la puerta de la vaquería.
El pueblo había desaparecido.
Durante unos segundos se quedó absolutamente perplejo: ¿cómo podía haber desaparecido Combe? Pero sí sabía cómo, por supuesto: casi todas las casas habían ardido hasta quedar reducidas a cenizas y, de hecho, varias seguían ardiendo. Desperdigadas aquí y allá, algunas estructuras de obra permanecían en pie, y le llevó un tiempo identificarlas. El monasterio tenía dos edificios de piedra, la iglesia y un edificio de dos plantas con un refectorio en la planta baja y un dormitorio en el piso superior. Había otras dos iglesias de piedra. Le llevó más tiempo identificar la casa de Wyn, el orfebre, quien necesitaba reforzar con piedra su negocio para protegerse de los ladrones.
Las vacas de Cyneric habían sobrevivido, agrupándose con aire temeroso todas juntas en mitad de su pasto vallado: las vacas eran valiosas, pero demasiado voluminosas e irritables, razonó Edgar, para llevarlas a bordo del barco; como todos los ladrones, los vikingos preferirían dinero en efectivo o pequeños artículos de gran valía como joyas.
Los habitantes del pueblo contemplaban las ruinas con aire aturdido, casi sin hablar, pronunciando monosílabos de dolor, horror y perplejidad.
En la bahía seguían amarradas las mismas embarcaciones, pero los barcos vikingos se habían ido.
Edgar por fin se permitió mirar los cuerpos de la vaquería: la figura del vikingo era casi irreconocible como un ser humano. Se sintió extraño al pensar que él había sido el responsable de eso. Le parecía increíble.
El rostro de Sunni tenía una expresión asombrosamente apacible. No había ningún signo visible de la herida en la cabeza que la había matado. Tenía los ojos entreabiertos y Edgar se los cerró. Se arrodilló a su lado y volvió a buscar un latido, sabiendo que era absurdo; su cuerpo ya estaba frío.
¿Qué debía hacer? Tal vez podría ayudar a su alma a llegar al cielo. El monasterio seguía en pie. Tenía que llevarla a la iglesia de los monjes.
La tomó en brazos. Levantarla le resultó más difícil de lo que esperaba. Era una mujer delgada y él era fuerte, pero su cuerpo inerte lo desequilibraba y, mientras luchaba por mantenerse en pie, tenía que aplastarla contra su pecho con más fuerza de la que habría deseado. Abrazarla tan bruscamente, sabiendo que no iba a sentir ningún dolor, subrayaba aún más la realidad de su muerte, y le hizo llorar de nuevo.
Atravesó la casa, pasó por delante del cuerpo de Cyneric y salió por la puerta.
Manchas lo siguió.
Parecía media tarde, aunque era difícil saberlo con certeza: había cenizas en el aire, junto con el humo de los rescoldos, y un desagradable olor a carne humana quemada. Los supervivientes miraban a su alrededor con perplejidad, como si no pudieran asimilar lo que había sucedido. En ese momento había más supervivientes regresando del bosque, algunos guiando al ganado.
Edgar se dirigió al monasterio. El peso de Sunni empezaba a hacerle daño en los brazos, pero acogió el dolor con malsana resignación. Sin embargo, no había forma de que los ojos de la joven permaneciesen cerrados y, de algún modo, aquello lo angustiaba. Quería que pareciera como si estuviera dormida.
Nadie le prestaba mucha atención: todos tenían sus propias tragedias individuales. Edgar llegó a la iglesia y entró en ella.
No había sido el único en tener la misma idea: había cuerpos tendidos a lo largo de la nave, con gente arrodillada o de pie a su lado. El prior Ulfric se acercó a Edgar, con una mirada angustiada, y le preguntó con tono urgente:
—¿Viva o muerta?
—Es Sungifu; está muerta —respondió Edgar.
—Los muertos, en el extremo este —dijo Ulfric, demasiado ocupado para mostrarse delicado o amable—. Los heridos, en la nave.
—¿Rezaréis por su alma, por favor?
—Recibirá el mismo trato que los demás.
—Fui yo quien dio la alarma —protestó Edgar—. Tal vez salvé vuestra vida. Por favor, rezad por ella.
Ulfric se alejó apresuradamente, sin contestarle.
Edgar vio que el hermano Maerwynn estaba atendiendo a un hombre malherido, vendándole una pierna mientras el herido gemía de dolor. Cuando Maerwynn se levantó al fin, Edgar le dijo:
—¿Rezarás por el alma de Sunni, por favor?
—Sí, por supuesto —respondió Maerwynn, e hizo la señal de la cruz en la frente de Sunni.
—Gracias.
—De momento, déjala en el extremo este de la iglesia.
Edgar avanzó por la nave y dejó atrás el altar. En el extremo opuesto de la iglesia había veinte o treinta cadáveres distribuidos en hileras ordenadas, con parientes consumidos por el dolor llorando desconsoladamente a su lado. Edgar depositó a Sunni en el suelo con delicadeza. Le acomodó las piernas de forma que quedaran extendidas, le cruzó los brazos sobre el pecho y, a continuación, le atusó el pelo con los dedos. Deseó entonces que hubiese algún sacerdote a su lado para que pudiese ocuparse de su alma.
Permaneció así, arrodillado junto a ella, durante largo rato, observando su rostro inmóvil, tratando de asimilar la idea de que nunca más volvería a mirarlo con una sonrisa en los labios.
Al final los pensamientos sobre los vivos acabaron por imponerse en su mente. ¿Estarían vivos sus padres? ¿Se habrían llevado los vikingos a sus hermanos para convertirlos en esclavos? Apenas unas horas antes, había estado a punto de abandonarlos a todos para siempre; ahora, los necesitaba. Sin ellos, estaría solo en el mundo.
Siguió junto a Sunni un poco más y luego salió de la iglesia, seguido de Manchas.
Una vez fuera, se preguntó por dónde empezar. Decidió ir a su casa. Esta habría desaparecido, por supuesto, pero tal vez encontrase allí a su familia, o alguna indicación de qué les había ocurrido.
La manera más rápida de llegar hasta allí era por la playa. Mientras se encaminaba hacia el mar, esperaba encontrar su barca en la orilla. La había dejado a cierta distancia de las casas más cercanas, por lo que había muchas posibilidades de que no hubiese sido pasto de las llamas.
Antes de llegar al mar, se encontró con su madre, que se dirigía a pie hacia al pueblo desde el bosque. Al ver su expresión fuerte y resuelta, y sus andares decididos, se sintió súbitamente tan débil de puro alivio que estuvo a punto de caer al suelo. Su madre llevaba una cacerola de bronce, puede que lo único que había logrado rescatar de la casa. Tenía el rostro crispado de pena y dolor, pero su boca era una línea recta de sombría determinación.
Cuando vio a Edgar, su expresión se tornó en una exhibición de alegría absoluta. Le echó los brazos alrededor del cuello y enterró la cara en su pecho, sollozando:
—¡Ay, hijo mío! ¡Mi Eddie…! ¡Gracias a Dios!
Él la abrazó con los ojos cerrados, más agradecido de tenerla de lo que lo había estado en toda su vida.
Al cabo de un momento miró por encima de su hombro y vio a Erman, tan moreno como su madre pero con expresión terca en lugar de decidida; y también a Eadbald, de piel clara y con pecas. Sin embargo, no vio a su padre.
—¿Dónde está padre? —dijo.
—Nos dijo que huyéramos —contestó Erman—. Él se quedó atrás para salvar el astillero.
A Edgar le dieron ganas de echarle en cara que lo hubiesen dejado atrás, pero no era el momento de recriminaciones y, en cualquier caso, él también se había marchado.
Su madre lo soltó.
—Vamos a volver a la casa —dijo—. A lo que queda de ella.
Se dirigieron a la orilla de la playa. Su madre caminaba deprisa, impaciente por descubrir qué había pasado, ya fuese bueno o malo.
—Tú sí te largaste rápido, hermanito —dijo Erman en tono acusador—. ¿Por qué no nos despertaste?
—Sí os desperté —contestó Edgar—. Fui yo quien tocó la campana del monasterio.
—No es verdad.
Era muy propio de Erman comenzar una pelea en un momento como ese. Edgar apartó la mirada y no dijo nada. Le traía sin cuidado lo que pensase Erman.
Cuando llegaron a la playa, vio que su barca no estaba. Los vikingos se la habían llevado, naturalmente; nadie como ellos para saber reconocer una buena nave, y además les habría resultado muy fácil transportarla: se habrían limitado a amarrarla a la popa de uno de sus barcos y la habrían arrastrado.
Era una gran pérdida, pero nada comparable a la muerte de Sunni.
Caminando por la playa se toparon con el cadáver de la madre de un muchacho de la edad de Edgar, y este se preguntó si la habrían asesinado mientras intentaba detener a los vikingos para que no se llevaran a su hijo como esclavo.
Unos metros más adelante había otro cadáver, y otro un poco más lejos. Edgar se detuvo a comprobar la identidad de cada uno de ellos: eran todos amigos y vecinos, aunque su padre no se hallaba entre ellos, por lo que, con mucha cautela, empezó a hacerse ilusiones de que tal vez había sobrevivido pese a todo.
Llegaron a su casa. Lo único que quedaba intacto era el hogar, con su armazón de hierro aún de pie encima.
A un lado de las ruinas hallaron el cadáver del padre. Su madre lanzó un grito de horror y de pena, y cayó de rodillas en el suelo. Edgar se agachó junto a ella y rodeó con el brazo sus hombros temblorosos.
El brazo derecho de su padre había sido seccionado a la altura del hombro, seguramente con la hoja de un hacha, y todo apuntaba a que había muerto desangrado. Edgar pensó en la destreza y la fuerza que había reunido aquel brazo, y lloró lágrimas amargas de rabia e impotencia ante tamaña pérdida.
Oyó a Eadbald decir:
—Mirad el astillero.
Edgar se levantó y se secó los ojos. Al principio no estaba seguro de qué estaba viendo, y volvió a restregárselos.
El astillero había sido pasto de las llamas. El barco en construcción y las pilas de madera habían quedado reducidos a cenizas, junto con la brea y las cuerdas. Lo único que había sobrevivido era la piedra de afilar que utilizaban con sus herramientas. Entre las cenizas, Edgar distinguió unos huesos calcinados demasiado pequeños para ser humanos, y supuso que el pobre Grendel había muerto abrasado, atado aún al extremo de su cadena.
Todo cuanto poseía la familia estaba en ese astillero.
Edgar reparó en que no solo habían perdido el astillero, sino también su medio de vida. Aun cuando un cliente quisiese encargar la construcción de un barco a tres aprendices, no tenían madera con la que fabricarlo, ni herramientas para moldear las tablas, ni dinero para comprar nada de cuanto necesitaban.
Su madre probablemente tenía unos pocos peniques de plata en su bolsa, pero la familia nunca había guardado muchos ahorros, y su padre siempre había empleado cualquier excedente para comprar más madera. La madera buena era mejor que la plata, solía decir, porque era más difícil robarla.
—Nos hemos quedado sin nada, y tampoco tenemos forma de ganarnos la vida —dijo Edgar—. ¿Qué diantres vamos a hacer ahora?
2
Sábado, 19 de junio de 997
El obispo Wynstan de Shiring tiró de las riendas de su caballo para refrenarlo y se quedó contemplando a sus pies el pueblo de Combe. No quedaba gran cosa del lugar: el sol estival se proyectaba sobre una extensión gris y baldía.
—Es peor de lo que imaginaba —se lamentó el obispo.
En el puerto se veían algunas naves y pequeñas embarcaciones intactas; la única señal de esperanza.
Su hermano Wigelm se situó junto a él.
—Hasta el último vikingo debería ser abrasado vivo —declaró.
Ostentaba el título de thane, un barón miembro de la élite terrateniente. A sus treinta años, cinco más joven que Wynstan, era un hombre propenso a la ira.
Aunque, en esa ocasión, su hermano coincidía con él.
—Y a fuego lento —apostilló.
El medio hermano mayor de ambos los oyó. Tal como dictaba la costumbre, todos tenían nombres de fonética parecida. El de más edad, de cuarenta años, se llamaba Wilwulf, y solían llamarlo Wilf. Era el ealdorman o conde de Shiring, el gobernador de una parte del oeste de Inglaterra que incluía Combe.
—Jamás habéis visto un pueblo tras una incursión vikinga. Este es el aspecto que tiene —sentenció.
Entraron a caballo en la población arrasada, seguidos por un reducido séquito de hombres armados. Wynstan sabía que componían una visión imponente: tres hombres altos con caros ropajes y buenas monturas. Wilf vestía una túnica azul hasta las rodillas y botas de cuero; Wigelm, un atuendo similar, pero en color rojo. Wynstan iba ataviado con un sencillo hábito tobillero de color negro, como correspondía a su condición de sacerdote, aunque la urdimbre del tejido era muy delicada. Llevaba, además, un gran crucifijo de plata colgado al cuello con un cordón de cuero. Cada uno de los hermanos lucía un frondoso bigote de vello claro, aunque no barba, como era la moda entre los nobles ingleses. Wilf y Wigelm tenían cabellera abundante y rubia; Wynstan llevaba la cabeza rasurada con tonsura en la coronilla, como todos los religiosos. Parecían ricos e importantes, y lo eran.
Los habitantes del pueblo deambulaban desconsolados entre las ruinas, rebuscaban y escarbaban para formar tristes pilas con sus posesiones recuperadas: fragmentos de utensilios de cocina de hierro retorcido, peines de hueso ennegrecidos por el fuego, cacerolas agrietadas y herramientas inservibles. Las gallinas picoteaban y los cerdos orzaban, rebuscando cualquier cosa comestible. Había un hedor desagradable a fuegos extinguidos, y Wynstan se dio cuenta de que respiraba con dificultad.
A medida que los hermanos iban pasando por Combe, sus pobladores levantaban la mirada en dirección a ellos y su rostro se iluminaba con expresión esperanzada. Muchos los conocían de vista y aquellos que jamás los habían visto sabían por su aspecto que eran hombres poderosos. Algunos les daban la bienvenida a voz en cuello, otros los vitoreaban y aplaudían. Todos dejaban lo que estuvieran haciendo y los seguían. Sin duda alguna, las expresiones de esas personas reflejaban la pregunta de si unos seres tan imponentes tendrían alguna forma de salvarlos.
Los hermanos detuvieron sus caballos en una extensión de terreno diáfano entre la iglesia y el monasterio. Los muchachos se peleaban por sujetarles los animales mientras desmontaban. El prior Ulfric apareció para darles la bienvenida. Tenía la blanca cabellera manchada de hollín.
—Señores, la ciudad anhela vuestra ayuda con desesperación —dijo—. El pueblo…
—¡Esperad! —espetó Wynstan con un tono de voz que congregó a su alrededor a la multitud.
Sus hermanos no se sorprendieron: Wynstan ya les había advertido de sus intenciones de antemano.
Los habitantes de Combe callaron de golpe.
Wynstan se quitó el crucifijo del cuello y lo elevó por encima de su cabeza, se volvió y dio unos pasos lentos y ceremoniosos hacia la iglesia.
Sus hermanos le fueron a la zaga y, tras ellos, le siguieron todos los demás.
Entró en el templo y avanzó por el pasillo con parsimonia, fijándose en las hileras de heridos que yacían en el suelo, aunque no volvió la cabeza para mirarlos. Los que eran capaces le hacían una reverencia o se arrodillaban a su paso, mientras él seguía portando el crucifijo en alto. Identificó más cuerpos postrados hasta el mismo fondo del templo, pero ya eran cadáveres.
Cuando llegó al altar se tendió boca abajo y permaneció totalmente inmóvil, con la cara pegada al suelo de tierra y el brazo derecho extendido en dirección al altar, sujetando el crucifijo en alto.
Siguió así durante largo rato, mientras los presentes lo contemplaban en silencio. Entonces se incorporó y quedó arrodillado. Separó los brazos con gesto de súplica.
—¿Qué hemos hecho? —preguntó en voz alta.
La multitud emitió un sonido similar a un gemido colectivo.
—¿De qué manera hemos pecado? —declamó—. ¿Por qué nos merecemos esto? ¿Podemos ser perdonados?
Prosiguió en el mismo tono. Sus palabras componían un discurso entre plegaria y sermón. Necesitaba explicar a los feligreses que lo ocurrido era la voluntad de Dios. La incursión vikinga debía ser vista como un castigo divino por sus pecados.
No obstante, había tareas prácticas que realizar y eso no era más que una ceremonia preliminar, por lo que fue breve.
—Al emprender la labor de reconstruir nuestro pueblo, rogamos que se redoblen nuestros esfuerzos por ser cristianos devotos, humildes y temerosos de Dios —oró a modo de conclusión—. En el nombre de Jesucristo Nuestro Señor, amén.
—Amén —respondió la congregación a coro.
Wynstan se puso en pie y se volvió hacia la multitud para que viera su rostro empapado en lágrimas. Se colgó de nuevo el crucifijo al cuello.
—Y ahora, ante los ojos de Dios, solicito a mi hermano, el conde Wilwulf, que dé audiencia.
Wynstan y Wilf avanzaron en paralelo por la nave del templo, seguidos por Wigelm y Ulfric. Salieron al exterior y los habitantes de Combe los siguieron.
Wilf miró a su alrededor.
—Daré audiencia en este mismo lugar.
—Excelente, mi señor —dijo Ulfric. Chascó los dedos en dirección a un monje—. Trae el gran sitial. —Se volvió de nuevo hacia Wilf—. ¿Querréis tinta y pergamino, conde?
Wilf sabía leer, pero no escribir. Wynstan sabía leer y escribir, como la mayoría de los clérigos de jerarquía superior. Wigelm era analfabeto.
—Dudo que sea necesario escribir nada —advirtió Wilf.
Wynstan se distrajo mirando a una mujer esbelta de unos treinta años, ataviada con un vestido rojo hecho jirones. Era atractiva a pesar del hollín que le manchaba una mejilla. Habló entre susurros, pero el hombre percibió la desesperación en su tono de voz.
—Debéis ayudarme, mi señor obispo, os lo suplico —rogó.
—No me dirijas la palabra, ramera estúpida.
Wynstan sabía quién era. Se trataba de Meagenswith, más conocida como Mags. Vivía en una casa grande con otras diez o doce chicas —algunas esclavas, otras voluntariamente allí—; todas ellas mantenían relaciones sexuales con los hombres a cambio de dinero. Wynstan respondió sin mirarla.
—No puedes ser la primera persona de Combe de la que me apiade —afirmó hablando en voz baja pero con premura.
—¡Pero los vikingos se han llevado a todas mis chicas y todo mi dinero!
Wynstan pensó que las muchachas ya serían esclavas a esas alturas.
—Hablaré contigo más tarde —masculló. Después levantó la voz para que lo oyeran las personas más próximas a él—. ¡Aparta de mi vista, fornicadora inmunda!
La mujer retrocedió de inmediato.
Dos monjes llegaron transportando un enorme sitial de roble y lo situaron en el centro del espacio abierto. Wilf tomó asiento, Wigelm permaneció de pie a su izquierda y Wynstan, a su derecha.
Mientras los habitantes de Combe se congregaban a su alrededor, los hermanos mantenían una conversación preocupada en voz baja. Los tres recaudaban rentas del pueblo. Era la segunda población más importante del condado, después de la ciudad de Shiring. Todos los hogares pagaban una renta a Wigelm, quien repartía las ganancias con Wilf. El pueblo también satisfacía los diezmos eclesiásticos, que las iglesias compartían con el obispo Wynstan. Wilf recaudaba los aranceles de todas las mercancías que pasaban por el puerto. Wynstan percibía un salario del monasterio. Wigelm vendía la madera del bosque. Hacía dos días, todas esas fuentes de ingresos se habían agotado.
—Pasará mucho tiempo hasta que alguien pueda volver a pagar nada —comentó Wynstan con pesadumbre.
Tendría que reducir sus gastos. Shiring no era una diócesis rica. «Si fuera arzobispo de Canterbury, no volvería a preocuparme jamás: poseería el control de todas las riquezas de la Iglesia en el sur de Inglaterra», pensó. Sin embargo, como mero obispo de Shiring, se veía limitado. Se preguntó a qué privaciones debería someterse, pues detestaba renunciar a sus placeres.
Wigelm se expresó con desdén:
—Todas estas personas tienen dinero. Basta con abrirles la panza en canal para descubrirlo.
Wilf negó con la cabeza.
—No seas idiota. —Era algo que le decía a Wigelm a menudo—. La mayoría de ellos lo han perdido todo —prosiguió—: no tienen comida, ni dinero para comprarla, ni medios para ganarse la vida. Cuando llegue el invierno tendrán que salir a recoger bellotas para prepararlas en sopa. Los que hayan sobrevivido a los vikingos vivirán debilitados por el hambre. Los niños contraerán enfermedades y morirán; los viejos caerán y se fracturarán los huesos; los jóvenes y fuertes se marcharán.
Wigelm parecía irritado.
—Entonces ¿qué podemos hacer?
—Lo sabio sería reducir nuestras exigencias.
—¡No podemos permitir que vivan sin pagar las rentas!
—No seas idiota, los muertos no pagan rentas. Si unos cuantos supervivientes consiguen volver a pescar, producir cosas y venderlas, quizá sean capaces de retomar los pagos la primavera que viene.
Wynstan estuvo de acuerdo. Wigelm no, aunque no añadió nada más: Wilf era el mayor y lo superaba en jerarquía.
—Ahora, prior Ulfric, decidnos qué ha ocurrido.
El conde empezaba así a dar audiencia.
—Los vikingos llegaron hace dos días, con las primeras luces del alba, cuando todos dormían.
—¿Por qué no presentasteis batalla, cobardes? —imprecó Wigelm.
Wilf levantó una mano para pedir silencio.
—Vamos paso a paso —sugirió. Se volvió hacia Ulfric—. Si la memoria no me falla, esta es la primera vez que Combe sufre un ataque vikingo. ¿Sabéis de dónde procedía este grupo en particular?
—Yo no, mi señor. Tal vez alguno de los pescadores haya visto una flota vikinga durante sus travesías.
—No los habíamos visto jamás, señor —afirmó un hombre corpulento de barba canosa.
—Ese es Maccus —aclaró Wigelm, quien conocía a los aldeanos mejor que sus hermanos—. Es el propietario de la embarcación pesquera más grande del pueblo.
—Creemos que los vikingos atracaron del otro lado del Canal —prosiguió Maccus—. En Normandía. Dicen que allí recogieron su avituallamiento; luego cruzaron el cauce para atacarnos y regresaron para vender el botín a los normandos, que Dios condene sus almas inmortales.
—Eso es posible, pero no de gran ayuda —comentó Wilf—. Normandía tiene un litoral extenso. Supongo que Cherburgo debe de ser el puerto más próximo, ¿no es así?
—Eso creo —admitió Maccus—. Me han contado que hay un cabo alargado que se adentra en el canal. Yo no he estado allí nunca.
—Ni yo tampoco —coincidió Wilf—. ¿Alguien de Combe ha visitado el lugar?
—Tal vez en un tiempo pasado —intervino Maccus—. Hoy en día no nos aventuramos hasta tan lejos. Queremos evitar a los vikingos, no encontrarnos con ellos.
A Wigelm le impacientaba tanta cháchara.
—¡Deberíamos reunir una flota para navegar hasta Cherburgo y reducir el lugar a cenizas al igual que han incendiado Combe! —exclamó.
Algunos de los hombres jóvenes entre la multitud expresaron su aprobación a gritos.
—Cualquiera que pretenda atacar a los normandos no sabe nada sobre ellos —sentenció Wilf—. Recordad que son descendientes de los vikingos. Quizá sean civilizados, pero no son menos rudos. ¿Por qué creéis que los vikingos nos han atacado a nosotros y no a los normandos?
Wigelm adoptó una expresión de abatimiento.
—Ojalá supiera más sobre Cherburgo —se lamentó Wilf.
Un joven de entre la multitud se animó a hablar:
—Yo visité Cherburgo en una ocasión.
Wynstan lo miró con interés.
—¿Y tú quién eres?
—Edgar, hijo del constructor de barcos, mi señor obispo.
Wynstan miró con detenimiento al muchacho. Era de estatura media, pero musculoso, como solían ser los constructores de embarcaciones. Tenía el pelo castaño claro y una perilla hirsuta. Hablaba con educación, pero sin miedo; resultaba evidente que no se sentía intimidado por la noble condición de los hombres a quienes se dirigía.
—¿Qué circunstancias te llevaron a Cherburgo? —preguntó Wynstan.
—Me llevó mi padre. Tenía que entregar un barco que había construido. Pero eso fue hace cinco años. El lugar puede haber cambiado.
—Mejor poca información que ninguna —comentó Wilf—. ¿Qué recuerdas?
—Tienen un buen puerto, es amplio, con espacio para varias embarcaciones grandes y barcos más pequeños. El conde Hubert era el señor del lugar y seguramente sigue en el poder, pues no era viejo.
—¿Algo más?
—Recuerdo a la hija del conde, Ragna. Tenía el cabello pelirrojo.
—Un muchacho no olvida algo así —apostilló Wilf.
Todos rieron, y Edgar se ruborizó.
—Y había una torre de piedra —añadió el joven alzando la voz para hacerse oír a pesar de las risas.
—¿Qué te había dicho? —le dijo Wilf a Wigelm—. No es fácil atacar una población con fortificaciones de piedra.
—Quizá pueda hacer una sugerencia —replicó Wynstan.
—Por supuesto —concedió su hermano.
—¿Y si trabamos amistad con el conde Hubert? Podríamos convencerlo de que los cristianos normandos y los cristianos ingleses colaboren para vencer a esos vikingos asesinos adoradores de Odín. —En términos generales los vikingos que se habían asentado en el norte y el este de Inglaterra se habían convertido al cristianismo, Wynstan lo sabía, pero los hombres de mar seguían fieles a su creencia en los dioses paganos—. Tú sabes ser muy convincente cuando quieres algo, Wilf —comentó sonriendo, y estaba en lo cierto: Wilf poseía un encanto especial.
—No estoy seguro de que funcione —protestó Wilf.
—Ya sé en qué estás pensando —replicó Wynstan enseguida. Prosiguió en voz más baja para hablar de cuestiones que escapaban al entendimiento de los habitantes del pueblo—: Te preguntas qué opinará el rey Etelredo de ello. Las relaciones entre distintos países son una prerrogativa real.
—Exacto.
—Déjalo en mis manos. Yo convenceré al rey.
—Debo hacer algo antes de que esos vikingos arruinen mi condado —advirtió Wilf—. Y esta es la primera sugerencia práctica que he escuchado.
Los presentes se removían en el sitio y empezaban a murmurar. Wynstan opinaba que hablar sobre la posibilidad de aliarse con los normandos era algo demasiado teórico. Los habitantes de Combe necesitaban ayuda ese mismo día y esperaban que los tres hermanos se la proporcionaran. La nobleza tenía el deber de proteger al pueblo —era lo que justificaba su posición social y sus riquezas—, y los tres hermanos no habían logrado mantener a salvo la población. En ese momento se esperaba de ellos que hicieran algo al respecto.
Wilf tenía la misma impresión.
—Vayamos a las cuestiones de orden práctico —dijo—. Prior Ulfric, ¿cómo está alimentándose el pueblo?
—Gracias a la despensa del monasterio, que no fue saqueada —respondió Ulfric—. Los vikingos despreciaron el pescado y las legumbres de los monjes y prefirieron robar el oro y la plata.
—¿Y dónde duerme la gente?
—En la nave de la iglesia, donde yacen los heridos.
—¿Y los muertos?
—En el ala este del templo.
—¿Puedo intervenir, Wilf? —preguntó Wynstan.
Su hermano asintió con la cabeza.
—Gracias. —Wynstan alzó la voz para que todos lo oyeran—. Hoy, antes del ocaso, oficiaré un servicio colectivo para las almas de todos los muertos y autorizaré la excavación de una fosa común. Con este tiempo tan cálido existe el peligro de que los cadáveres causen algún brote de enfermedad, por lo que quiero todos los cuerpos bajo tierra antes de que finalice el día de mañana.
—Así se hará, mi señor obispo —dijo Ulfric.
—Aquí debe de haber unas mil personas —comentó Wilf mirando a la multitud y frunciendo el ceño—. La mitad de la población ha sobrevivido. ¿Cómo ha conseguido tanta gente escapar de los vikingos?
—Un muchacho que se había levantado temprano los vio venir y corrió hacia el monasterio para alertarnos —respondió Ulfric—, y tañimos la campana.
—Eso fue algo inteligente —alabó Wilf—. ¿Quién fue ese muchacho?
—Edgar, el que acaba de hablar sobre Cherburgo. Es el más joven de los tres hijos del constructor de barcos.
«Un muchacho listo», pensó Wynstan.
—Hiciste bien, Edgar —lo felicitó Wilf.
—Gracias.
—¿Qué haréis ahora tu familia y tú?
Edgar intentaba parecer valiente, pero Wynstan percibió que el futuro lo atemorizaba.
—No lo sabemos —respondió el muchacho—. Han matado a mi padre y hemos perdido nuestras herramientas y toda la madera almacenada.
—No podemos empezar a discutir la situación personal de cada familia —dijo Wigelm impaciente—. Debemos decidir el porvenir de todo el pueblo.
Wilf asintió con la cabeza.
—Los habitantes de Combe deben intentar reconstruir sus casas antes de que llegue el invierno —dijo Wilf—. Wigelm, renunciaréis a las rentas que deben pagarse el día de San Juan.
Las rentas normalmente se pagaban cuatro veces al año, en las fechas que marcaban el cambio de estación: el día de San Juan, 24 de junio; la fiesta de San Miguel, 29 de septiembre; Navidad, 25 de diciembre; y el día de la Anunciación, 25 de marzo.
Wynstan se quedó mirando fijamente a Wigelm. Parecía contrariado, pero no dijo nada. Era una estupidez por su parte enfadarse por eso: los habitantes de Combe no tenían medios con los que satisfacer sus rentas, así que Wilf no estaba renunciando a nada.
—¡Y las rentas de las fiestas de San Miguel, por favor, señor! —exclamó una mujer de entre la multitud.
Wynstan la miró. Era una mujer menuda y de aspecto rudo, de unos cuarenta años.
—Cuando lleguen las fiestas de San Miguel, ya veremos cómo os las vais arreglando —advirtió Wilf con prudencia.
—Necesitaremos madera para reconstruir nuestras casas —añadió la misma mujer—, pero no podemos pagarla.
—¿Quién es esa? —le preguntó Wilf a Wigelm sin que lo oyeran.
—Mildred, la esposa del constructor de barcos —respondió Wigelm—. Es una alborotadora.
A Wynstan lo asaltó una idea repentina.
—Podría librarte de ella, hermano —murmuró.
—Quizá sea una alborotadora, pero tiene razón —replicó Wilf en voz baja—. Wigelm deberá darles acceso a la madera sin pagar nada.
—Muy bien —accedió Wigelm a regañadientes. Levantando la voz, se dirigió hacia la multitud—: Madera sin coste alguno, pero solo para los habitantes de Combe, únicamente para reconstruir las casas y solo hasta las fiestas de San Miguel.
Wilf se levantó.
—Eso es todo cuanto podemos hacer, por ahora —anunció. Se volvió hacia Wigelm—. Habla con ese tal Maccus. Averigua si quiere llevarme hasta Cherburgo, qué pediría como pago, cuánto podría durar el viaje y esas cosas.
La multitud murmuraba descontenta. Estaban decepcionados. Esa era la desventaja del poder, pensó Wynstan; la gente esperaba que se obraran milagros. Varias personas se adelantaron para exigir algún tipo de tratamiento especial. Los hombres de armas se movilizaron a fin de mantener el orden.
Wynstan se alejó. Volvió a toparse con Mags en la puerta de la iglesia. La mujer había decidido cambiar de estrategia y, en lugar de actuar con desesperación, en ese momento se mostró persuasiva.
—¿Vamos por detrás de la iglesia y os chupo la verga? —le ofreció—. Siempre decís que lo hago mejor que las chicas jóvenes.
—No seas estúpida —espetó Wynstan. Tal vez a un marinero o a un pescador les trajera sin cuidado que los vieran recibiendo una felación, pero un obispo debía ser discreto—. Ve al grano —exigió—. ¿Cuánto necesitas?
—¿A qué os referís?
—Para sustituir a las chicas —aclaró Wynstan. Había pasado muy buenos ratos en la casa de Mags y esperaba volver a hacerlo—. ¿Cuánto dinero necesitas que te preste?
Mags estaba acostumbrada a reaccionar ante los rápidos cambios de humor masculinos y volvió a adaptar su actitud a un talante más comercial.
—Si son esclavas jóvenes y sin desflorar, cuestan una libra por cabeza en el mercado de Bristol.
Wynstan asintió en silencio. Había un importante mercado de esclavos en Bristol, a varios días de viaje desde Combe. El obispo tomó una decisión expeditiva, como siempre.
—Si hoy te presto diez libras, ¿podrás devolverme veinte dentro de un año a contar a partir de ahora mismo?
A ella se le encendió la mirada, aunque fingió sopesar la oferta.
—No sé si los clientes regresarán tan pronto.
—Siempre habrá marineros de visita. Y las chicas nuevas atraerán a más hombres. Tienes un oficio al que nunca le faltan clientes.
—Concededme dieciocho meses.
—Págame veinticinco libras en Navidad del año que viene.
—Está bien —accedió Mags, aunque con cara de preocupación.
Wynstan llamó a Cnebba, un hombretón con yelmo de hierro que era el custodio del dinero del obispo.
—Entrégale diez libras a esta mujer —ordenó.
—El cofre está en el monasterio —le dijo Cnebba a Mags—. Ven conmigo.
—Y no la engañes —advirtió Wynstan—. Puedes fornicar con ella si quieres, pero dale diez libras, ni una menos.
—Que Dios os bendiga, mi señor obispo —dijo ella.
Wynstan le tocó los labios con un dedo.
—Ya me lo agradecerás más tarde, cuando oscurezca.
Ella lo tomó de la mano y le chupó el dedo con lascivia.
—Estoy impaciente por hacerlo.
Wynstan se apartó antes de que alguien pudiera percatarse.
Miró con detenimiento a la multitud. Las personas que la formaban parecían desconsoladas y resentidas, pero no se podía hacer nada al respecto. Wynstan cruzó la mirada con el hijo del constructor de barcos y le hizo una señal con la cabeza para que se acercara. Edgar se dirigió hacia la puerta de la iglesia con una perra marrón y blanca pegada a los talones.
—Ve a buscar a tu madre —le ordenó Wynstan—. Y a tus hermanos. Es posible que pueda ayudaros.
—¡Gracias, señor! —exclamó Edgar con gran entusiasmo—. ¿Queréis que os construyamos un barco?
—No.
La expresión de Edgar se ensombreció.
—¿Qué queréis entonces?
—Ve a buscar a tu madre y os lo diré.
—Sí, señor.
Edgar se alejó y regresó con Mildred, quien miraba con recelo a Wynstan, y con dos jóvenes que a todas luces eran sus hermanos, ambos más corpulentos que Edgar pero sin su despierta mirada de inteligencia. Tres muchachos fuertes y una mujer vigorosa; era una buena combinación para los planes que Wynstan tenía en mente.
—Conozco una granja que está desocupada —anunció el obispo.
Le haría un favor a Wigelm si lograba deshacerse de la rebelde Mildred.
Edgar se mostró decepcionado.
—¡Somos constructores de barcos, no granjeros!
—¡Cállate la boca, Edgar! —ordenó su madre.
—¿Eres capaz de administrar una granja, viuda? —preguntó Wynstan.
—Nací en una granja.
—Esta se encuentra junto a un río.
—Pero ¿cuánto terreno tiene?
—Doce hectáreas. Por lo general se considera suficiente para alimentar a una familia.
—Eso depende del tipo de suelo.
—Y del tipo de familia.
—¿Cómo es el suelo? —Mildred no pensaba dejarse engatusar.
—Lo normal en estos casos: un poco pantanoso por la parte situada junto al río, más ligero y margoso ladera arriba. Además hay una plantación de avena en el terreno que en este momento empieza a echar brotes verdes. Lo único que tenéis que hacer es cosecharla y estaréis preparados para el invierno.
—¿Algún buey?
—No, pero no los necesitarás. Con esa tierra tan fina no se precisa un arado de grandes dimensiones.
Mildred lo miró con los ojos entornados.
—¿Por qué está desocupada la granja?
Una pregunta astuta. Lo cierto era que el último campesino había sido incapaz de cultivar lo suficiente en aquel terreno yermo para alimentar a los suyos. La esposa y sus tres hijos pequeños habían fallecido, y el aparcero había huido. Sin embargo, la familia de Mildred era distinta, pues contaba con tres buenos trabajadores y tenía solo cuatro bocas que alimentar. La situación seguiría constituyendo todo un desafío, pero Wynstan tenía el pálpito de que se las apañarían. No obstante, no pensaba decirles la verdad.
—El aparcero murió de unas fiebres y su mujer regresó a casa de su madre —mintió.
—Entonces es un lugar insalubre.
—Ni mucho menos. Es una pequeña aldea con una colegiata. Una iglesia atendida por una comunidad de sacerdotes que conviven, y…
—Ya sé lo que es una colegiata. Es como un monasterio, pero no tan estricto.
—Mi primo Degbert es el deán, además del señor de la aldea, incluida la granja.
—¿Qué edificaciones posee la granja?
—Una vivienda y un granero. Y el ocupante anterior dejó sus herramientas.
—¿A cuánto asciende la renta?
—Tendrás que entregar a Degbert cuatro lechones gordos en las festividades de San Miguel, para el tocino de los sacerdotes. ¡Y eso es todo!
—¿Por qué tan poco?
Wynstan sonrió. La mujer era terca como una mula.
—Porque mi primo es un hombre amable.
Mildred resopló con escepticismo.
Se hizo un silencio. Wynstan se quedó mirándola. La mujer no quería la granja, no le cabía duda; no confiaba en él. Sin embargo, el obispo percibía la desesperación en su mirada, porque no tenía nada más. Al final la aceptaría, tenía que hacerlo.
—¿Dónde está ese lugar? —preguntó Mildred.
—A un día y medio de jornada río arriba.
—¿Cómo se llama?
—Dreng’s Ferry.
3
Finales de junio de 997
Caminaron durante un día y medio, siguiendo un sendero apenas visible junto al río serpenteante; tres hombres jóvenes, su madre y una perra de pelaje marrón con manchas blancas.
Edgar estaba desorientado, desconcertado y nervioso. Había planeado una nueva vida para sí mismo, pero no aquella. El destino había dado un giro completamente imprevisto y él no había tenido tiempo de prepararse. En cualquier caso, Edgar y su familia no tenían la menor idea de lo que les deparaba aquella nueva vida; no sabían prácticamente nada de aquel lugar, Dreng’s Ferry, que significaba, literalmente, «la balsa de Dreng». ¿Cómo sería? ¿Recelarían sus habitantes de los forasteros o, por el contrario, los recibirían con los brazos abiertos? ¿Y la granja? ¿Sería la tierra un suelo fértil, apto para el cultivo, o, por el contrario, estaría formado por arcilla gruesa y dura? ¿Habría perales o gansos salvajes graznando sin cesar o ciervos asustadizos? La familia de Edgar creía en los planes; su padre repetía a menudo que había que construir el barco entero en la imaginación antes de levantar la primera plancha de madera.
Habría mucho trabajo que hacer para volver a poner en condiciones una granja abandonada, y a Edgar le costaba reunir el entusiasmo necesario. Aquel era el canto fúnebre de sus sueños y esperanzas; nunca tendría su propio astillero, nunca construiría barcos. Estaba seguro de que nunca llegaría a casarse.
Trató de sentir algún interés por cuanto le rodeaba. Nunca había caminado tanto ni tanta distancia. En una ocasión había viajado muchas millas marinas, hasta Cherburgo y de vuelta, pero en el trayecto solo había visto agua y más agua. Ahora, por vez primera, estaba descubriendo Inglaterra.
Había una gran cantidad de bosque, como aquel en que su familia había estado talando árboles desde que él tenía uso de razón. La zona boscosa quedaba interrumpida por la presencia de algunas aldeas y unas pocas fincas de gran extensión. El paisaje se hacía más ondulante a medida que se adentraban hacia el interior. La vegetación se volvía más espesa, pero aún había asentamientos y señales de actividad humana: una cabaña de caza, un pozo, una mina de estaño, el cobertizo de un cazador de caballos, una pequeña familia de carboneros, un viñedo en una ladera orientada hacia el sur, un rebaño de ovejas pastando en lo alto de una colina…
Por el camino se encontraron con otros viajeros: un sacerdote rollizo montado a lomos de un escuálido poni; un platero bien vestido acompañado de cuatro ceñudos escoltas; un granjero corpulento que llevaba una marrana grande y negra al mercado, y una anciana encorvada que portaba huevos morenos para venderlos. Se detuvieron a hablar con todos ellos e intercambiar información sobre el camino que tenían por delante.
Tuvieron que relatar el saqueo vikingo de Combe a todo aquel con quien se encontraban, pues así era como la gente se enteraba de las noticias, a través de los viajeros. La mayoría de las veces la madre de Edgar explicaba una versión abreviada, pero en las poblaciones más opulentas se sentaba y relataba la historia entera, y a los cuatro les ofrecían comida y bebida a cambio.
Saludaban a los barcos que pasaban. No había puentes, y tan solo un vado, en un lugar llamado Mudeford Crossing. Podrían haber pasado la noche en la posada de esa localidad, pero hacía bueno y la madre decidió que dormirían al raso y así ahorrarían dinero. Pese a todo, prepararon sus jergones a escasa distancia del edificio.
La madre dijo que el bosque podía ser peligroso y advirtió a los muchachos que estuviesen ojo avizor, lo que no hizo sino acrecentar la sensación de Edgar de que aquel era un mundo sin reglas. Salteadores de caminos y proscritos vivían allí y robaban a los viajeros. En aquella época del año esos hombres podían esconderse con facilidad entre la frondosa vegetación estival y aparecer brusca e inesperadamente.
Edgar y sus hermanos podían responder y defenderse a puñetazo limpio, se dijo. Aún llevaba consigo el hacha del vikingo que había asesinado a Sunni, y contaban con la perra; no es que Manchas fuese a ser muy útil en una pelea, como había demostrado durante el ataque vikingo, pero podía olfatear la presencia de un asaltante entre la maleza y lanzar una advertencia en forma de ladridos. Y lo que era más importante: saltaba a la vista que no merecía la pena robar a aquel miserable grupo de cuatro personas, pues no llevaban consigo ninguna pieza de ganado, ni ornamentadas espadas, ni ningún cofre de hierro que pudiese contener dinero. Nadie robaba a un pobre, pensó Edgar, pero ni siquiera estaba seguro de eso.
En la caminata era su madre quien imponía el ritmo. Era una mujer muy dura; pocas mujeres llegaban a su edad, los cuarenta años, ya que la mayoría morían a los pocos años de dar a luz a los primeros hijos, entre el matrimonio y los treinta y tantos. En los hombres era distinto. Su padre tenía cuarenta y cinco años cuando murió, y había muchísimos hombres mayores aún.
Su madre se hallaba en su elemento cuando había de bregar con problemas prácticos, cuando tenía que tomar decisiones y dar consejos, pero en las largas horas de caminata en silencio, Edgar se dio cuenta de que estaba consumida por el dolor y la pena. Cuando creía que nadie la veía, bajaba la guardia y su rostro dejaba traslucir una tristeza inmensa. Había estado con padre más de la mitad de su vida. A Edgar le costaba trabajo imaginar que hubiesen experimentado alguna vez el arrebato de la tórrida pasión que él y Sunni habían sentido el uno por el otro, pero suponía que así debía de haber sido. A fin de cuentas habían criado a tres hijos, y después de todos esos años, aún se despertaban para abrazarse en mitad de la noche.
Él ya nunca tendría esa relación con Sunni. Mientras su madre lloraba por lo que había perdido, Edgar lo hacía por lo que nunca llegaría a tener: nunca se casaría con Sunni, ni tendría hijos con ella, ni se despertaría en plena noche para tener relaciones sexuales en la mediana edad; nunca habría ya ocasión de que él y Sunni se acostumbrasen el uno al otro, de que cayesen en la rutina, de que diesen por sentado el amor del otro; y todo eso le entristecía tanto que casi no podía soportarlo. Había encontrado un auténtico tesoro, algo que valía más que todo el oro del mundo, y luego lo había perdido. Tenía toda una vida por delante, pero era una vida completamente vacía.
Durante la larga caminata, cuando su madre se sumía en el desconsuelo, a Edgar lo asaltaban recuerdos de la violencia extrema. Era como si la exuberante abundancia de hojas de roble y carpe blanco a su alrededor se desvaneciese de repente y, en su lugar, veía el tajo abierto en el cuello de Cyneric, como si fuera un trozo de carne en el taco de madera de un carnicero; percibía el cuerpo suave de Sunni enfriándose en la muerte, y se horrorizaba una vez más al recordar lo que le había hecho al vikingo, cuyo rostro nórdico de barba rubia era una amalgama de sangre, desfigurado por el mismísimo Edgar en un arrebato de odio incontrolable y enloquecido. Vio el campo de cenizas al que había quedado reducido el pueblo, los huesos calcinados del viejo mastín, Grendel, y el brazo cercenado de su padre en la playa, como los restos de un naufragio. Pensó en Sunni, enterrada ahora en una fosa común del cementerio de Combe. Aunque sabía que su alma estaba con Dios, seguía pareciéndole horrible que el cuerpo que tanto amaba estuviese bajo aquella tierra fría, revuelto con otros centenares de cadáveres más.
Al segundo día, cuando casualmente Edgar y su madre iban caminando juntos un poco por delante de los demás, ella le dijo con aire pensativo:
—Parece evidente que estabas bastante lejos de casa cuando avistaste los barcos vikingos.
Edgar esperaba aquello; Erman ya le había hecho preguntas, perplejo, y Eadbald había adivinado que tenía que estar relacionado con algo ilícito, pero Edgar no tenía por qué darles explicaciones. Con su madre, en cambio, era distinto.
Pese a todo, no estaba seguro de por dónde empezar, de modo que optó por una lacónica respuesta:
—Sí.
—Imagino que debías de ir al encuentro de alguna muchacha.
Edgar se sintió avergonzado.
Su madre siguió hablando:
—No veo ninguna otra razón por la que tuvieras que salir a escondidas de casa en plena noche.
Se encogió de hombros; siempre había sido difícil ocultarle algo a su madre.
—Pero ¿a qué venía tanto secreto? —preguntó, siguiendo la lógica de su pensamiento—. Ya eres lo bastante mayor para cortejar a una chica, no tienes de qué avergonzarte. —Hizo una pausa—. A menos que fuera una mujer casada…
Edgar no dijo nada, pero sintió que se le ruborizaban las mejillas.
—Adelante, ponte rojo de vergüenza —señaló ella—. Tienes motivos para estar avergonzado.
Su madre era estricta, igual que lo había sido su padre. Creían en la obediencia a las leyes de la Iglesia y del rey. Edgar también creía en ello, pero se había dicho a sí mismo que su relación con Sunni había sido algo excepcional.
—Ella odiaba a Cyneric —dijo él.
Mildred no iba a comulgar con aquello.
—Y entonces ¿qué crees? —dijo sarcásticamente—. ¿Que el mandamiento dice: «No cometerás adulterio, a no ser que la esposa odie a su marido»?
—Ya sé lo que dice el mandamiento. Lo quebranté.
Su madre hizo caso omiso de su confesión y siguió expresando sus pensamientos en voz alta.
—La mujer debió de morir durante el ataque —señaló—. De lo contrario, no habrías venido con nosotros.
Edgar asintió con la cabeza.
—Supongo que era la mujer del lechero. ¿Cómo se llamaba…? Sungifu.
Lo había adivinado todo. Edgar se sintió como un idiota, como un niño pillado en falta.
—¿Teníais planeado huir juntos esa noche?
—Sí.
Su madre lo cogió del brazo y su voz se dulcificó:
—Bueno, al menos supiste elegir, eso lo reconozco. Me gustaba Sunni; era una mujer inteligente y trabajadora. Siento mucho que haya muerto.
—Gracias.
—Era una buena mujer. —Mildred le soltó el brazo, y volvió a cambiarle el tono de voz—. Pero era la mujer de otro hombre.
—Lo sé.
Su madre no dijo nada más. La conciencia de Edgar se encargaría de juzgarlo, y ella lo sabía.
Hicieron un alto en el camino y se detuvieron junto a un arroyo a beber agua fresca y descansar un poco. Hacía horas desde la última vez que habían ingerido algún alimento, pero no tenían comida.
Erman, el hermano mayor, estaba tan deprimido como Edgar, pero carecía de la sensatez de callárselo.
—Yo soy un artesano, no un campesino ignorante —rezongó mientras reanudaban la caminata—. No sé por qué tengo que ir a esa granja.
Su madre ya no tenía paciencia para aguantar a los refunfuñones.
—¿Qué alternativa propones, entonces? —le espetó interrumpiendo sus lamentaciones—. ¿Qué habrías hecho si no te hubiese mandado embarcar en este viaje?
Erman no tenía respuesta para eso, naturalmente, de modo que masculló que habría esperado a ver qué pasaba más adelante.
—Ya te digo lo que habría pasado más adelante —continuó su madre—: la esclavitud. Esa es tu alternativa. Eso es lo que le sucede a la gente cuando no tiene qué llevarse a la boca.
Sus palabras iban dirigidas a Erman, pero fue Edgar quien se quedó más conmocionado. No se le había pasado por la cabeza la posibilidad de acabar convertido en esclavo, y la sola idea le resultaba extremadamente inquietante. ¿Era ese el destino que aguardaba a su familia si no conseguían hacer viable la granja?
—A mí nadie va a esclavizarme —dijo Erman con aire arrogante.
—No —repuso su madre—, tú te ofrecerías voluntario.
Edgar había oído hablar de personas que se ofrecían como esclavas, pero no conocía a nadie que hubiese llegado a hacerlo. Había conocido a muchos esclavos en Combe, por supuesto: uno de cada diez habitantes lo era. Muchachas y muchachos jóvenes y apuestos se convertían en divertimento de hombres ricos, mientras que el resto tiraban de un arado, recibían latigazos cuando se cansaban y pasaban las noches encadenados como perros. La mayoría de ellos eran britanos, gente de los salvajes confines occidentales de la civilización, Gales, Cornualles e Irlanda. De vez en cuando atacaban a los prósperos ingleses y les robaban el ganado, las gallinas y las armas, y, en represalia, los ingleses los castigaban atacándolos a ellos, quemando sus aldeas y convirtiéndolos en sus esclavos.
La esclavitud voluntaria era algo distinto. Había un ritual predeterminado, y su madre se lo describió a Erman con aire desdeñoso.
—Te arrodillarías ante un noble, ya fuese hombre o mujer, con la cabeza gacha a modo de súplica —dijo—. El noble podría rechazarte, por supuesto, pero si la persona apoya la mano sobre tu cabeza, serías su esclavo de por vida.
—Antes preferiría morir de hambre —repuso Erman en un intento de parecer desafiante.
—No, no es verdad —contestó Mildred—. Tú no has pasado hambre en toda tu vida, ni siquiera un día. Tu padre se aseguró de que así fuera, incluso cuando él y yo teníamos que privarnos de la comida para poder alimentaros a vosotros. Tú no sabes lo que es no comer nada durante una semana. Tú agacharías la cabeza en menos que canta un gallo, solo por ese plato de comida, pero entonces tendrías que trabajar el resto de tu vida a cambio únicamente de tu sustento.
Edgar no acababa de creer a su madre. Pensaba que él preferiría pasar hambre.
Erman habló con rabia desafiante:
—Pero la gente puede dejar de ser esclava.
—Sí, pero ¿te das cuenta de lo difícil que es eso? Puedes comprar tu libertad, sí, pero ¿de dónde sacarías el dinero? A veces la gente da propinas a los esclavos, pero no a menudo, y no mucho dinero. Como esclavo, tu única esperanza realista es que, en sus últimas voluntades, un amo bondadoso disponga que se te conceda la libertad, y entonces vuelves a estar como al principio, sin casa y en la miseria, solo que veinte años más viejo. Esa es la alternativa, cretino. Y ahora dime que no quieres ser granjero.
Eadbald, el hermano mediano, se detuvo de pronto, arrugó la frente salpicada de pecas y anunció:
—Creo que ya hemos llegado.
Edgar miró al otro lado del río. En la ribera norte había un edificio que parecía una posada: más alargada que una taberna normal, con una mesa y bancos en el exterior y una enorme extensión de hierba donde pacían una vaca y dos cabras. Había una rudimentaria barca amarrada en las inmediaciones. Un transitado sendero ascendía por la ladera junto a la posada. A la izquierda del camino había otras cinco casas de madera más, y a la derecha, una pequeña iglesia de piedra, otra casa grande y un par de estructuras que bien podían haber sido establos o graneros. Más allá, el camino desaparecía adentrándose en el bosque.
—Una balsa, una posada y una iglesia —dijo Edgar con creciente entusiasmo—. Creo que Eadbald tiene razón.
—Vamos a comprobarlo —dijo la madre—. Dales una voz, anda.
Eadbald tenía una voz muy potente. Hizo bocina con las manos alrededor de la boca y su grito reverberó por el agua.
—¡Eh! ¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¿Hola?
Aguardaron una respuesta.
Edgar miró río abajo y reparó en que el caudal se dividía en dos al llegar a una isla de unos cuatrocientos metros de largo. A pesar de la frondosidad del bosque, Edgar vislumbró, a través de los árboles, lo que parecía parte de un edificio de piedra. Se preguntó con viva curiosidad qué sería aquello.
—Vuelve a llamar —dijo su madre.
Eadbald gritó de nuevo.
La puerta de la posada se abrió y asomó una mujer. Desde el otro lado del río, Edgar calculó que debía de ser poco más que una niña, unos tres o cuatro años menor que él. La joven miró a la otra orilla del río a los recién llegados, pero no hizo ningún amago de saludarlos. Llevaba un balde de madera y se dirigió con parsimonia a la ribera del río, vació el balde en el agua, lo sacudió y luego regresó al interior de la taberna.
—Tendremos que atravesar el río a nado —dijo Erman.
—Yo no sé nadar —repuso su madre.
—Esa chica está diciéndonos algo —señaló Edgar—. Quiere que sepamos que es una persona superior, no una sirvienta. Traerá la barca hasta aquí cuando le venga en gana, y esperará que nos mostremos agradecidos.
Edgar tenía razón. La joven volvió a salir de la posada y esta vez se dirigió con la misma parsimonia de antes a donde estaba amarrada la balsa. Soltó el amarre, cogió un remo, se subió a la embarcación y la empujó para apartarse de la orilla. Fue alternando el movimiento con el remo a uno y otro lado de la balsa y se adentró en el río con maniobra experta y, aparentemente, sin hacer gran esfuerzo.
Edgar examinó la balsa con consternación. Estaba hecha con el tronco vaciado de un árbol y, por tanto, era muy inestable, aunque saltaba a la vista que la chica estaba más que acostumbrada.
A medida que iba acercándose, la examinó a ella: tenía un aspecto más bien anodino, con el pelo castaño y acné en la cara, pero no pudo evitar fijarse en su figura regordeta, y corrigió sus cálculos iniciales hasta decidir que debía de tener quince años.
La muchacha siguió remando hasta alcanzar la ribera sur del río y detuvo la balsa con mano experta a escasos metros de la orilla.
—¿Qué queréis? —preguntó.
La ma