Espérame en el paraíso

Mayte Carrasco

Fragmento

cap-2

1

Omar me había contado la historia de su resurrección muchas veces, tantas que a menudo cambiaba los lugares o las frases a su antojo, pero a mí no me importaba. Me fascinaba escucharle una y otra vez saboreando el desbarajuste arbitrario de sus recuerdos. Arrancaba siempre con el anuncio de aquella tarde del mes de enero, cuando Alí el mukhabarat, agente secreto del régimen sirio, llamó a casa de Hakim para decirle que su hijo había fallecido y que urgía sacar sus despojos del centro penitenciario de Homs.

—Su hijo ha muerto —anunció Alí al otro lado del auricular.

El anciano enmudeció y cerró los ojos. No le hizo falta preguntar cuál de ellos, ya lo sabía. Hacía un par de meses que el más pequeño había desaparecido al término de la muzájara del viernes. Le había dicho miles de veces que no fuera a esas manifestaciones pero su hijo…

—Debe llevárselo enseguida —ordenó Alí—, no caben más.

—¿Dónde está? —preguntó el anciano ahogando un sollozo.

—Aquí, en la morgue de la cárcel.

Shukran —dijo el viejo—. Iré mañana temprano.

Hakim apenas pudo dormir aquella noche y, al despuntar el alba, cogió un sudario verde que había preparado su mujer, subió al coche y emprendió el viaje sin iniciar siquiera los preparativos del entierro. Aún no podía creer que su hijo hubiera fallecido. Tardó más de tres horas en recorrer la distancia que separaba su pueblo de la capital de provincia. La guerra había comenzado unos meses atrás y el país se hallaba sembrado de engorrosos controles militares del régimen repartidos en muchas vías, sobre todo en aquella autopista. Hakim iba a cumplir ochenta años, había vivido desde los setenta bajo la dictadura de los Assad y, por lo tanto, estaba acostumbrado al trato arisco de los soldados del gobierno, aunque ahora las cosas se estaban poniendo realmente feas, se decía. Muy feas. Más adelante se pondrían aún peor.

Al anciano le costaba concentrarse en la carretera y miraba al infinito mientras renegaba bajo la lluvia, pensando en todo el mal que se avecinaba, debatiéndose entre la felicidad de aquella llamada de Allah el Misericordioso a su hijo pequeño y el gran hueco que dejaba su partida. Con la mirada perdida entre los camiones repletos de jóvenes soldados imberbes, buscaba en su corazón una reacción adecuada a los ojos de Dios.

Esas cábalas me las contaría Hakim mucho más adelante, en una de esas maravillosas tertulias que mantuvimos en Siria y en las que comprendí muchas cosas sobre su modo de ver la vida y la muerte, el martirio y el dolor. Muchas más de las que habría querido comprender.

Aquel día entró en la ciudad en un estado de percepción tan extraño que le pareció haber caído en coma. Notó como si su cuerpo flotara y estuviera fuera de sí mismo, observándose desde lo alto en un viaje astral en el que no podía moverse salvo para pisar el pedal del freno o para girar el volante, absorto en su nostalgia. Al llegar a la cárcel, se obligó a salir del vehículo y, obviando el aguacero, se dirigió al guardia de la garita principal.

Salam Aleikum, hermano —saludó—. Me dijeron ayer que Alí, de la sección de los servicios secretos de esta cárcel, me está esperando. No sé su apellido, hijo…

Aleikum Salam. Deme su nombre, por favor —respondió el guardia antes de bajar la mirada hacia un atajo de papeles manoseados que tenía sobre la mesa.

Tras la comprobación y las indicaciones del camino, el anciano recorrió dos módulos, entró por un pasillo oscuro y llegó por fin a un despacho. Allí se encontró a un funcionario de unos cuarenta años vestido con una camisa blanca y un pantalón marrón claro, con el pelo castaño claro cortado a cepillo, la nariz chata y unas orejas grandes que parecían salir de la parte posterior del cráneo, tan afiladas y puntiagudas como las de un murciélago. Estaba sentado en medio de una sala amueblada con una sola mesa y una silla de madera en el centro. Su cuerpo, aterido por el frío, dibujaba una silueta negra encorvada a contraluz de la gran ventana que daba al patio desierto de la prisión, de modo que Hakim apenas podía ver la expresión de sus ojos.

Salam Aleikum —saludó respetuosamente el anciano, deteniéndose bajo el umbral.

El agente levantó la vista y no respondió.

—Vengo a buscar a mi hijo —anunció, tragándose la bola de orgullo y repulsión que le oprimía el esófago.

—Ya veo —respondió Alí con el semblante entre sombras—. Tu hijo está abajo, en la morgue. Firma aquí primero.

El hombre de Al Assad señaló un papel que había preparado encima de la mesa y le hizo gestos para que se aproximara. Hakim avanzó unos pasos, hizo lo que le había ordenado y, cuando terminó, levantó la vista por sorpresa tratando de escudriñar los ojos de Alí, pero no vio más que facciones desdibujadas entre una penumbra difusa.

—Sígame —pidió Alí levantándose y haciendo grandes esfuerzos para evitar la mirada del anciano.

Recorrieron juntos dos largos pasillos con las paredes grises y desconchadas, bajaron unas escaleras mal iluminadas por un foco blanquecino medio roto y al llegar al fondo de un tercer corredor Alí se detuvo frente a una puerta metálica sin cerradura y muy simple, de hierro negro y granuloso. De pronto, Hakim sintió la necesidad acuciante de no abrirla, de dejar cerrada aquella puerta tan negra como el más oscuro de los presagios y que daba paso a un talud infernal al que se asomó levantando ligeramente los talones; lo que vio no le gustó, no le gustó en absoluto. Era la morada de Chibt y Tagut, de Satanás y de su fuego eterno.

—¡Qué mal lecho es! —se lamentó Hakim en voz alta.

—¿Qué dice? —preguntó Alí.

—Nada —respondió el anciano forzándose a bajar la mirada.

Y entonces Alí abrió la puerta y el olor a putrefacción golpeó con tanta fuerza a Hakim que tuvo que cubrirse la boca con el codo, entrecerró los ojos y contuvo las ganas de vomitar.

El funcionario encendió una luz que tiñó la estancia de un color ceniza y a Hakim le costó ver lo que había en el suelo: una larga hilera de cadáveres colocados en línea recta, varones de todas las edades con los cuerpos ensangrentados y sin cubrir, con las manos y los pies atados con un trozo de tela blanca, como se prepara a los difuntos en Siria en tiempos de guerra. Los había gordos y flacos, viejos y jóvenes, espigados y menudos, separados entre sí por apenas medio metro.

Avanzó varios pasos y enseguida lo vio. Ahí estaba su hijo sobre el cemento frío en el centro de la estancia, con la boca abierta, componiendo una mueca fea que le desfiguraba la cara con una expresión que había ido del pánico al abandono.

—¡Alabado sea Allah, el Misericordioso! —exclamó el anciano cuando me contó la historia—. Me habría gustado no haber tenido que pisar nunca ese lugar de no ser por lo que ocurrió después.

Observó de cerca el cadáver de su hijo. Su cuerpo le pareció más largo de lo que era en realidad, como si la muerte le hubiera estirado las piernas durante una de esas f

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