El astrónomo

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Mi nombre es Roy Arias. Soy astrónomo de la Corte del reino de Castilla y León, y afirmo que existen muchos mundos y que cada uno tiene sus propias leyes; también digo que sus problemas no les importan nada a sus vecinos, y que la naturaleza actuó con sabiduría cuando introdujo el orden en ellos, con sus fronteras casi invisibles e impenetrables, porque de este modo se obtiene la continuidad del universo; así pues, todo sigue su curso, y un desastre en uno es apenas percibido por los otros.

Mis maestros me enseñaron que las estrellas, el hombre, las plantas, los animales y Dios tienen sus propios mundos, y que es este último quien los une a todos y les da consistencia en forma de conciencia. También me instruyeron en los modelos conocidos, porque los animales y las plantas sirven al hombre, que está gobernado por el influjo de las estrellas, y todos están supeditados al amor y a la compasión de Dios.

La inercia de la razón humana obstaculiza la penetración en la sabiduría de los mundos, mientras que el conocimiento se desarrolla a través del progreso de los juicios conocidos mediante el salto de lo evidente a favor de algo enigmático y asombroso. Porque la pereza es enemiga de las artes.

Cuanto más alejados se encuentran los mundos, con mayor dificultad se desarrolla el arte de la astronomía, con más vehemencia deberá el astrónomo ser preciso en sus cálculos y sensato en el juicio de los cómputos exactos. Las operaciones matemáticas y astronómicas son complejas, pero en su base siempre se encuentra la misma condición, simple y de conocimiento general: todo movimiento es transformación, y el perdón y el amor de Dios son invariables a lo largo del tiempo.

Y los cálculos no son óptimos porque la perfección solo la tiene Nuestro Señor, aunque existen rendijas entre los mundos que un astrónomo ha de saber escrutar. Yo las he visto a través del conocimiento de la astronomía, la más digna de las siete artes. Y ahora, encadenado con argollas en manos y pies, muerto de hambre y de sed, me maravillo de ellas. La voluntad de Dios está tras la influencia de las estrellas, siendo que el arte de la astronomía, digan o piensen lo que quieran sabios y eclesiásticos, no va en contra de la religión. Porque si el astrolabio, la esfera armilar o el horóscopo señalan la insuficiencia de perdón o amor después de una transformación, eso nos dice que existen rendijas inadvertidas que se llevaron consigo esa carencia. Después entran en acción otras leyes que nos permiten averiguar quiénes o qué fueron los culpables de ese vacío.

Nunca las aplicaciones del sagrado arte fueron motivo de controversia alguna, como la influencia de los astros en el cuerpo humano o en el clima, y nadie puso reparos cuando utilicé la astronomía en la explicación de procesos curativos o en el vaticinio del tiempo. El problema surgió en la aceptación por los ministros de la Iglesia como forma de pronosticar —¡augurar, decían ellos!— la conducta. Fui acusado de gobernar los asuntos humanos, restringir su libre albedrío y sujetar la omnipotencia de Dios. Hicieron oídos sordos a mis explicaciones sobre que la astronomía predecía tendencias generales, no sucesos particulares, y que el libre albedrío del hombre podía anular la influencia de los astros si estaba protegido por el amor de Dios. Rechazaron las bases filosóficas y científicas de la astronomía, cosa que le daba una posición respetable entre la intelectualidad europea. Decían de mis estudios, traducciones y conocimientos que procedían de astrólogos árabes y judíos, que era un moro disfrazado de cristiano y un hereje, cuyo trabajo mostraba cómo la más perfecta pureza de los cuerpos celestes podía ejercer poder sobre los cuerpos más pequeños de la Tierra. Qué sabrán ellos del Almagesto y del Tetrabiblos, libros augustos de Tolomeo. ¡Qué sabrán ellos de los signos del zodíaco, que constituyen el camino que recorre el Sol a lo largo del año y son las estrellas más ilustres y virtuosas! ¿Por qué hablé de las maravillas del Octavo Cielo, de la Octava Esfera, sabiendo que ignorarían su nobleza, aunque esté más cerca de Dios que otras esferas, y que negarían la plenitud de astros mayores, medianos y menores, que nos enseñan todas las figuras que existen y pueden existir, cada una con la virtud que Dios les puso?

Y me pregunto por qué sus ojos son incapaces de observar las constelaciones de Río, Dragón y Perseo, cuando cualquier niño árabe, judío o cristiano puede verlas en una noche clara, en Salamanca, Toledo o Venecia. ¡Piensan que el ser humano ha de estar supeditado al temor de Dios, y no integrado en su amor!

Esos ministros quisieron lapidarme y quemarme vivo en el altar de la confusión y el obscurantismo, ignorantes de que cada piedra, cada antorcha que quisieran lanzarme estaba influenciada por una única estrella gobernada por la sabiduría de Dios en mi espíritu.

Pero todavía interesa la astronomía a ricos y nobles, a la realeza e incluso al Papa; no sienten el temor del populacho. Y fustigado por predicadores obtusos, el pueblo dice: «¡Roy Arias se ocupa de la astronomía, está ofendiendo a Dios!». Y el pobre astrónomo es considerado un hereje, su espíritu está encadenado y, si comete un error, es lapidado o quemado vivo, a menos que sea el propio rey quien ordene su muerte o encarcelación para ganarse el favor de la plebe y de la Iglesia. Con frecuencia, el rey, aconsejado por algunos ministros, celosos defensores de la ortodoxia cristiana y temerosos de la influencia de los astrónomos, manda destruir libros relativos a las materias que hacen referencia a la astronomía. ¡Pero si incluso se atreven a quemar libros de medicina, siendo este un medio para acercarse a los corazones de sus súbditos y promocionarse! Aunque, de manera oculta, siga cultivando la sagrada ciencia.

Sé bien que soy mortal, un chiquillo de un día, y si mis ojos y mi mente han sido capaces de observar y estudiar los serpenteantes caminos de las estrellas, entonces mis pies ya no pisan la tierra, sino que al lado de Dios me lleno de amor, el divino alimento del alma.

1. La túnica verde

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La túnica verde

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Roger Arias era un caballero de la Orden de Santiago cuando me encontró entre los escombros de la ciudad de Córdoba. Yo era muy niño y, en su fe, él pensó que se trataba de una señal de Dios. Acorde con ello, creyó que dejarme en manos de la Iglesia para que me protegiera como a uno de sus hijos era lo mejor. La mujer que me cuidó durante mi niñez, la abadesa Leonor, respetable anciana aquitana de familia acaudalada, estuvo encantada de tener otro niño en el convento. Le gustaban mucho los críos, era práctica y piadosa y pensaba que Dios la proveía cuando se trataba de alimentar una boca más.

Me bautizó como Roy Arias. El nombre lo debo a mi cabello negro y liso, porque le recordaba al de su hermano, un caballero cruzado que había muerto en las Navas, aunque siempre he pensado que deseaba aplacar la tristeza de su corazón. En cuanto al apellido, me lo puso en honor a Roger, el hombre que me encontró y me salvó la vida.

Nací durante el reinado de Ibn Hud, emir de Murcia y descendiente de una familia de abolengo que catalizó el sentimiento contra los almohades y resistió durante años los ataques de los reinos cristianos. Muchos reconocieron la soberanía de Ibn Hud, muy querido por el pueblo y considerado un libertador. Pero la presión cristiana era constante desde la derrota de las Navas y, en un descuido imperdonable, el ejército castellanoleonés, con el rey Fernando y las órdenes militares a la cabeza, se plantó de improviso ante Córdoba, la gran metrópoli andalusí. Y fue entonces, durante el asedio a la ciudad, cuando comenzó mi vida.

Los cristianos forzaron una de las puertas y saquearon los palacios a placer, sin encontrar verdadera oposición. Roger me encontró acurrucado detrás de un árbol, casi asfixiado, con una túnica verde enrollada alrededor del cuerpo, en el jardín de un palacete del barrio de los mercaderes. Me llevó a Alcolea, donde el ejército cristiano tenía su campamento, y allí me cuidó todo lo bien que supo. Tenía unos meses de vida, así que contrató los servicios de una mujer joven para que me diera el pecho, y un médico de la Orden de Santiago utilizó su saber para que yo no pereciese. Aunque no conozca sus nombres, les debo la vida. Después, la ciudad se rindió y Roger me llevó al convento de Sancti Spiritus, en Salamanca, ciudad donde vivía, para dejarme a cargo de las monjas.

Una de ellas abrió la puerta. Cogió el bulto que le dio Roger. Lo abrió. Vio que se trataba de un niño y comenzó a regañarle.

—¡Cállese, mujer! ¿No ve que va a despertar al nene? —dijo él.

La monja se sofocó y le echó una mirada envenenada, pero entró en el convento, me cubrió con una manta, encendió un buen fuego y empezó a preparar una papilla. Roger era un hombre con influencias y no tuvo dificultad para que me admitiesen como huérfano de familiar de freire, nombre dado a los caballeros de la orden, y ser nombrado mi tutor.

Cuando tuve edad suficiente, Roger me contó lo que sabía de mi nacimiento: dónde me encontró y cómo era la túnica de seda verde con dibujos extraños que cubría mi cuerpo y que la abadesa guardaba dentro de un cofre en la estantería más alta del armario de sus aposentos.

No era el único niño huérfano a causa de la guerra. Córdoba, con sus jardines, palacios y mezquitas, era una gran ciudad, y las casas y villas se agolpaban entre las fuentes y baños públicos. En la horrible noche del saqueo, muchos chiquillos quedaron huérfanos a merced de la soldadesca: musulmanes, judíos y también cristianos. Porque allí vivía gente de todas las religiones. El islam era tolerante y no imponía su fe, pero los invasores no hacían distinciones, se dedicaban a robar y matar. Me salvé por la bondad de un caballero que, quizá, quería compensar actos poco acordes con la ley de Dios. Y la piel morena y los cabellos negros indicaban que no era cristiano.

El convento se hallaba en la calle de Sancti Spiritus, cerca de la puerta del mismo nombre y de la plaza de San Martín, que se estaba convirtiendo en el centro de la ciudad en detrimento de la plaza de Azogue Viejo, próxima a la catedral. Las calles de la ciudad partían desde donde se habían asentado los repobladores hacia las puertas de la muralla o el recinto viejo, pero más aún a la plaza de San Martín, que servía de mercado, donde la red viaria tenía cierta organización central. Las calles, estrechas y tortuosas, estaban configuradas entre las iglesias, o entre estas y las murallas. Comercios y tabernas recibían a forasteros y extranjeros, mientras los ladrones les vaciaban los bolsillos o los secuestraban para pedir un rescate a sus familias. Lejos de iglesias y conventos se hallaban los prostíbulos, y allí iban a aliviar sus penas curas, soldados, villanos y libertinos. El convento era grande, a diferencia de los chamizos de barro y madera o de los edificios de piedra tosca que se reunían en torno a un corral o espacio abierto, y pertenecía a un barrio humilde donde vivían artesanos, mercaderes, soldados, pastores, agricultores y siervos de la Iglesia. La construcción era cuadrada y tenía una planta baja y dos pisos. La planta baja era dominio del hospital de redención de los cautivos y allí se intentaba convertir a los moros prisioneros al cristianismo. Luego estaban la cocina, las caballerizas, el almacén y la capilla. En el primero había las celdas de las monjas y la sala donde dormían los hijos de los freires que se hallaban de viaje, batallaban o habían muerto, y adyacente a aquella las celdas donde se alojaban sus mujeres, otros familiares y peregrinos. En cuanto al último piso, más pequeño, disponía de una biblioteca, el gabinete y los aposentos de la abadesa. También había un huerto, donde las monjas plantaban legumbres y hortalizas para consumo propio y, en la parte de atrás, media docena de olivos y un diminuto jardín alegraban el triste paisaje de las callejuelas. Recuerdo el pozo de la entrada, que se llenaba hasta el borde de agua con cada crecida del río Tormes, donde jugaba con los hijos de los artesanos y mercaderes. En este barrio inquieto, las monjas y los sacerdotes de la vecina iglesia de San Cristóbal apaciguaban las desgracias que acechaban a los más necesitados. El hambre y las enfermedades eran cosa común en aquel lugar donde la limpieza dejaba que desear. Pero la pobreza y la vida de casi esclavitud, ya fuera sometidos a un señor, a la Iglesia o a la tierra, no alteraban el ánimo alegre, despierto y ocupado de aquellas gentes sencillas.

Desde niño me enseñaron que el trabajo es una bendición de Dios. Leonor, cuyo carácter y humanidad eran motivo de controversia entre sus superiores, arrugaba los labios y me decía:

—El trabajo fortalece el espíritu del ser humano. Hemos de esforzarnos en hacer bien nuestras tareas.

Era un chiquillo y, en mi ignorancia, no entendía bien a la anciana abadesa. Hacía los trabajos que me decían e intentaba no contrariar a las monjas. Fue más adelante cuando comprendí la seguridad y amplitud de aquellas palabras.

Nos levantábamos muy pronto, casi de madrugada. Llevaba la ropa sucia al lavadero y hacía los camastros de mis compañeros. Después, almorzaba y acompañaba a la abadesa al mercado y a los comercios. Compraba lo imprescindible para el convento, nada más. Tampoco discutía el precio. Se adivinaba que sabía el precio de las cosas, y nadie intentaba engañarla, porque no era juicioso ir contra la Iglesia. Creo que, con estos actos, quería guiarme hacia una moral de justicia y rectitud.

Me susurraba:

—No nos hemos de contentar con poco. Debemos comer según el trabajo que hayamos hecho. Es justo que quien trabaje más se alimente más y quien trabaje menos coma menos.

Consideraba esas palabras una banalidad, pero mientras hablaba sus ojos observaban atentos alrededor. Sus manos, pálidas y agrietadas por el tiempo, sacaban unos panecillos y un poco de queso de la cesta colgada del brazo y daba de comer a los ciegos y lisiados que pedían limosna. La pobreza y la miseria también eran obra del Señor, según se decía a sí misma. Y mi corazón de niño se agitaba al ver a aquellos desgraciados hambrientos, que no eran culpables de ser así. Tampoco me hubiera atrevido a decirle que ninguno de ellos podía trabajar porque sus estómagos estaban vacíos. Más tarde entendí los actos que gobernaban el espíritu de la noble mujer.

La abadesa Leonor se consideraba a sí misma como una sierva de Dios, y como deseaba nuestro bien, sosegaba nuestros sueños leyéndonos los pasajes de la Biblia que le parecían más amenos o que, a sus ojos, podían enseñarnos alguna lección provechosa. Nos relataba las aventuras de Jonás en Nínive, los Hechos de los Apóstoles o las historias de los reyes de Israel y, en nuestra ingenuidad, imaginábamos ser David, Salomón, Acab o Noé. ¿Cuántas veces habré guerreado con almohadas con mis compañeros de habitación? Algunas monjas murmuraban cuando la escuchábamos fascinados y, a veces, la interrumpían con cualquier excusa. Creo que se trataba de envidia y carencia de amor verdadero. ¿Por qué ellas no contaban las narraciones que tanto nos gustaban? Pero, en cuanto acababa de hacer la tarea, volvía junto a nosotros para nuestro placer, relatando con más entusiasmo la historia que había dejado a medias. Me acuerdo de aquellas frías noches de invierno donde las paredes del convento congelaban mi cuerpo. Escuchando la dulce y apacible voz, mi imaginación volaba hacia el Gólgota o visitaba el palacio de Herodes el Grande, y compensaba la delgada manta y el fuego que ardía solitario en un extremo de la alcoba.

Siempre he creído que el propósito de sus narraciones era darnos testimonio de la gracia de Dios, y que su mensaje de salvación es para todos los seres humanos. A veces, cuando jugaba con otros niños en los arrabales de la ciudad, veía a caballeros dirigirse hacia una de las puertas y mi corazón se emocionaba al verlos galopar. Contemplaba sus espadas, las botas, las cotas de malla y los brillantes cascos de acero, y me preguntaba por qué no podía ser como ellos. Después, jugábamos a moros y cristianos. A causa de mi piel oscura, me tocaba ser moro, algo que odiaba.

Por la tarde, tomábamos las lecciones. Con paso apresurado, la abadesa Leonor atravesaba la biblioteca dirigiéndonos suaves regaños. Sentados en unos maltrechos taburetes, nos enseñaba los rudimentos de la lectura y la escritura. Como todos los niños, nos removíamos, bulliciosos, en contra de estas imposiciones que nos disgustaban. Mujer prudente, la abadesa callaba. Pero cuando el griterío había disminuido, decía:

—Unos niños malcriados son incapaces de ver a Dios. Cualquier otro de la calle estaría agradecido por tener un libro entre las manos.

Y también decía:

—He aquí que hay agua. ¿Qué os impide ser bautizados? No os toca saber ni los tiempos ni las ocasiones que el Señor dispuso para que supieseis leer y escribir. Pero recibiréis la sabiduría cuando el poder del Espíritu Santo descienda sobre vosotros y seréis testigos si crecéis un poco más.

A veces, alguno de nosotros escribía sin errores alguna frase de una epístola o proverbio. Mientras examinaba el escrito con admiración, hablaba con tono cariñoso:

—Cuidaos de juzgar con demasiada indulgencia a quienes no tengan vuestra sabiduría y os dirijan palabras aduladoras, porque su corazón es una piedra y su alma jamás verá a Dios.

Después de cada lección moral, mi corazón se agitaba y necesitaba creer en algo más allá de lo que mis sentidos decían. No sabía de qué se trataba, pero percibía detrás de todo algo superior, un movimiento de las cosas; estaba predestinado a comprender y hallar sus secretos.

Desde la infancia me han maravillado las estrellas. ¿Cuántas veces me habré escapado de la alcoba y quedado tendido en el jardín del convento, hechizado por su brillo inextinguible? Las monjas no aprobaban mi interés por la observación del cielo porque decían que este era la casa del Señor y los mortales podíamos acceder con penitencia y actos de buena voluntad. Pero un niño no entiende el significado de la palabra «muerte», porque está lleno de vida y solo la conoce al experimentar las lágrimas y el dolor. Observar los planetas y las estrellas era para mí algo sagrado. Hablaba a los otros niños del padre Sol y la hermana Luna, del maléfico Marte y del bondadoso Venus. ¿Qué puedo decir de las figuras que llenaban el firmamento? Cuando venía uno y me preguntaba qué futuro le deparaban las estrellas, le respondía con tono solemne:

—Has de saber, oh, criatura, que el Sol está unido a la suerte, y esta te será esquiva hasta que hayas aprendido humildad.

O bien le decía:

—Los astros han decretado tu fortuna cuando te redimas de tus sucios pecados y de tu maldad.

Entonces bajaban la cabeza y se volvían taciturnos por unos días. Suspiraba y me maravillaba por inventarme esas cosas. Pero no a todos les sobrecogía el temor ante mis pronósticos imaginarios. Algunas veces se juntaban tres o cuatro hijos de soldados y mercaderes y me insultaban y pegaban. Volvía magullado al convento, aunque no decía quién había sido. No suspiraba ni gemía delante de las monjas. Leonor tenía un sobresalto y me dirigía una mirada asustada. Cogía agua, jabón, vendas y me curaba. Después me daba de beber una purga que me revolvía el estómago. Y decía:

—Existen muchos males sobre la Tierra y hay enfermedades que sanan por la gracia de Dios, pero, mozalbete, la mejor cura para esta locura tuya de las estrellas es una buena limpia.

Mis labios permanecían sellados, incluso cuando Leonor insinuó que, si seguía por este camino de perdición, no tendría más remedio que decírselo a su superior, el padre David, el sacerdote adjunto al obispo.

2

A los once años terminó mi niñez. El padre David consideró que varios niños éramos demasiado mayores para estar en un convento y podíamos prestar otros servicios al Señor. Nos distribuyeron por las iglesias de Salamanca y Toledo. A mí me tocó la iglesia de San Benito, una de las más importantes de Castilla y León porque formaba parte del Estudio General, una institución educativa pública que manifestaba la diversidad de enseñanzas impartidas y la validez de sus títulos en toda la cristiandad. Se hallaba en el recinto viejo, una villa dentro de una villa con origen en una importante población romana que comunicaba el sur con el norte por el costado occidental de la meseta castellana, cerca de las plazas del Sol y Azogue Viejo y de la iglesia de San Sebastián. Las calles se apiñaban en torno a ella, y su recinto se encontraba protegido por altos muros; los atravesé y observé cómo una multitud de muchachos abordaban al padre David y le avasallaban con preguntas que no entendí. Nos alejamos y me llevó a ver las aulas, donde la riqueza expresiva de la voz tenía enorme importancia en la impartición de los estudios y el aprendizaje. El padre David me llamó la atención sobre los aprietos en que los maestros ponían a los alumnos al interrogar sobre una quaestio, que era una pregunta formulada a partir de los textos de estudio y dejada en el aire el día anterior, cosa que no me gustó. Los maestros vestían túnicas oscuras. La mayoría eran sacerdotes con la coronilla afeitada y cruces de plata colgando solitarias en sus cuellos estrechos. Una docena de alumnos se sentaba alrededor del maestro en pupitres de madera, tomando notas en tabletas de cera o trozos de pergamino. Me dediqué a observar las escalinatas y columnas del patio. Los estudiantes discutían a gritos y con gestos airados. Y no acerté a entender la mirada de admiración del sacerdote hacia aquellos muchachos al dirigirnos a su gabinete, donde, después de ordenar unos pergaminos, arrodillarse y rezar en un pequeño altar, puso sus manos sobre mis hombros y señaló una silla. Me ordenó sentarme. Habló de mi mocedad y sobre que debía estudiar y trabajar de firme para ser un hombre de Dios.

—Tengo casi doce. Y no quiero ser sacerdote, quiero ser caballero —afirmé.

Sus cejas se alzaron contrariadas y una mueca de disgusto se dibujó en su rostro. Yo había sido testigo de la vida de las monjas y no pretendía que la de los sacerdotes fuera diferente. Creía que se pasaban medio día rezando y el otro medio encerrados y leyendo la Biblia.

No me seducía ninguna de las dos cosas. Ya había estudiado bastante en el convento. Quería vivir aventuras en países lejanos, combatir al moro, rescatar doncellas en apuros y participar en torneos de justas.

El padre David era perspicaz y tenía un espíritu despierto. Con el paso de los años, había acumulado una vasta experiencia en el conocimiento de los seres humanos. No discutió. Tocó una campanilla. Se abrió la puerta y entró un muchacho no mucho mayor que yo.

—Tráeme un contrato de caballero, Gian.

El muchacho no pareció inmutarse. Con absoluta naturalidad, irrumpió con un manuscrito; se lo entregó y cerró la puerta.

Me sorprendía que fuera tan fácil. Aunque no había oído hablar de un contrato para ser caballero, desde luego tendrían que existir para que el nombramiento fuera legal. El padre David alargó un estilete y dijo que si ponía mi nombre en él llegaría a ser caballero. Pero aquellas palabras me parecieron estúpidas. Lo miré sorprendido, porque un niño de once años no podía ser nombrado caballero por un cura. ¿O tal vez sí? Cogí el manuscrito y puse mis ojos en él.

—Así que crees saber leer, ¿eh, muchacho? —Sonrió—. Créeme cuando te digo que la mayoría de los caballeros son ignorantes. La inteligencia escasea en sus cabezas de pájaro. Se dedican a guerrear. Matan y mueren por su señor o rey. Agarran lo que quieren y a quien quieren, y creen en Dios cuando un sacerdote les amenaza con el infierno. Su corazón es duro como el pedernal y sus sentimientos son tan volátiles como el polvo del camino. Esa es la vida de un caballero, Roy.

Volví la cabeza y lo miré, extrañado. Dije que quería ser un verdadero caballero: noble, valiente y decidido a defender al débil y ser hombre virtuoso, y no lo que él decía. Vivir en un castillo.

Comer y beber bien. Participar en torneos con una magnífica armadura y combatir al moro para defender la fe. Que las mujeres me adorasen.

El padre David apretó los labios; después señaló el pergamino.

—Escribe aquí tu nombre, muchacho, y serás un caballero de Cristo. Tu vida será un sinfín de hazañas gloriosas. ¿No deseas serlo? ¡Pues ponlo! —ordenó.

Sin embargo, ¿qué era un caballero de Cristo? Porque todos sabían qué era un caballero, pero ser uno de Cristo nunca lo había oído hasta aquel momento, y eso me infundió temor.

Entonces el sacerdote se levantó y señaló al cielo. Agarró el contrato y me fulminó con la mirada. Blasfemó por Dios y los santos y me golpeó el pecho con el dedo para que me diese por enterado.

—¿Es que no sabes nada, niño?

Sus ojos encendidos, la boca vociferante y el hábito negro, que le hacía parecer un cuervo del infierno, eran tan terroríficos que me quedé petrificado, sin poder pronunciar una palabra.

—¡Condenado muchacho! —exclamó, con tono conciliador—. ¿Acaso no sabes qué es ser un templario, un pobre caballero de Cristo? Protegen los Santos Lugares y a los peregrinos de rufianes y salteadores. Sin duda, tendrás la vida de aventuras que deseas, aunque antes tendrás que estudiar latín. No te vayas a creer que todo el mundo sabe castellano en Tierra Santa. Porque allí quieres ir, ¿verdad, pequeño truhan?

Bajé la cabeza porque tenía miedo de que me diera un coscorrón. Sabía de los templarios y su bravura, pero ignoraba que para ser uno de ellos era necesario agarrar los libros.

—Si quieres ser alguien en esta vida tendrás que estudiar —dijo muy serio—. La abadesa Leonor dice que eres un joven talentoso y con capacidad para el estudio. Que haces las tareas asignadas y no te quejas. No quiero engañarte. Por eso te digo que el oficio de caballero de Dios es el más noble y digno, aunque solo los escogidos pueden serlo.

Al decir estas palabras, sus ojos adquirieron un extraño fulgor. Se sentó y cruzó los brazos.

—Escúchame, muchacho. Este sacerdote ante tus ojos fue, hace muchos años, un caballero de la Orden del Temple. El propio gran maestre, hombre inteligente a la par que valiente y hábil en combate, Dios lo tenga en la gloria, me nombró. He estado en Tierra Santa, combatido en San Juan de Acre y en el cruel sitio de Damieta.

»Pero también he pasado hambre y fatigas. El calor del desierto ha torturado mi piel y la sed abrasado la garganta. Más de una flecha mora se ha clavado en mi cuerpo, y no quiero ni contarte el dolor causado por el hierro candente cuando el médico cura tus heridas. He matado a muchos hombres y, aunque lo hice defendiendo la fe cristiana, me he sentido mal al hacerlo, porque quien mata a un semejante quebranta la ley de Dios.

El sacerdote calló. Se le escapó un suspiro.

—¿Si no voy a Tierra Santa estudiaré latín? —aventuré a preguntar.

El sacerdote me reprendió con viveza y dijo que una casa no se construía con leña vieja, y por tener más madera no iba a construir un tejado mejor. Que llovería y me mojaría. Si deseaba viajar por el mundo cristiano tenía que aprender latín. Porque todo hombre que sabía leer y escribir en esa lengua antigua era tratado con respeto por sabios y poderosos. Y dijo que el conocimiento era poder. Así era y había sido siempre.

—¿Qué felicidad puede encontrar un hombre si no puede comunicarse con sus semejantes, muchacho? Estará perdido. Además, sé por la abadesa Leonor de tu afición por los astros. Si quieres, aquí podrás estudiar el arte de las estrellas.

3

Me mandaron a la escuela del padre John, situada en un edificio anexo a la iglesia de San Benito. Mis compañeros de pupitre eran hijos de caballeros, mercaderes y artesanos. Algunos de ellos eran pobres, pero sus familias deseaban ascender socialmente y los enviaban a la escuela para que llegaran a ser médicos, teólogos o letrados al servicio de la Iglesia, las órdenes militares, la nobleza o el rey. Gian también asistía a la escuela, y me alegré porque es agradable encontrar un rostro conocido en un lugar nuevo.

El padre John era inglés y había sido arcipreste de una ciudad de Normandía. Llegó a Toledo para estudiar y traducir libros en la Escuela de Traductores. Le gustó la ciudad y sus gentes y se quedó. Tiempo después, ya mayor, le ofrecieron un puesto de maestro de retórica en el Estudio General de Salamanca, que aceptó de buen grado. También instruía en lectura, escritura y latín a los niños que deseaban entrar en el Estudio. Creía que con sus enseñanzas mejoraba el mundo y la obra de Dios. Era un hombre serio y reservado, y cuando entraba en el aula y nos enseñaba la manera correcta de coger el estilete o poner la tablilla de cera, sus facciones se suavizaban y los ojos parecían brillarle.

La educación era gratuita, aunque las plazas de estudiantes eran limitadas, y los niños más inteligentes o pertenecientes a familias ricas o notables de la ciudad eran admitidos después de pasar una prueba de aptitud. Los padres estaban obligados a mantener el edificio, mobiliario y utensilios con que sus hijos aprendían.

El padre John no era un maestro tolerante y compasivo. Repetíamos hasta la saciedad las lecciones y versículos de la Biblia para leerlos y escribirlos a la perfección, y si alguno de nosotros se atrasaba con respecto a los otros o no hacía las tareas, no dudaba en castigarnos. Uno de los correctivos consistía en hacernos arrodillar con las palmas de las manos hacia arriba. Él nos pegaba con una vara de madera hasta hacernos sangrar. Había otros escarmientos más crueles. Mientras nos azotaba, se absolvía a sí mismo lanzándonos acusaciones sobre el pecado y el deber sagrado de obediencia a las leyes de Dios. Nosotros temblábamos de terror, porque si escribíamos mal una palabra, éramos los siguientes en sufrir la vara. Su disciplina tenía un propósito: así nos aleccionaba sobre el significado del orden y las normas. El infierno esperaba al pecador y el Cielo al bienaventurado que seguía el camino trazado por Jesús. Nada escapaba a la justicia de Dios, y este era compasivo siempre que se cumplieran las reglas establecidas por la Santa Iglesia.

Nos sermoneaba y amenazaba con aquel que traicionó a Dios y quiso ser su igual. Lo llamaba con diferentes nombres: Lucifer, Satán, el No Saciado de Almas; pero lo conocía como el demonio que fue echado del Reino de los Cielos. Nos miraba de reojo y decía:

—El Maligno acecha a las almas puras e inocentes. La salvación está en las Sagradas Escrituras y en las oraciones al Señor.

Y nos sobrecogíamos de miedo porque sabíamos que se refería a nosotros.

Nos hacía aprender de memoria las plegarias, narraba las tentaciones de Cristo en el desierto de Judea y las parábolas y profecías de los profetas, y si al día siguiente no lo recitábamos todo con exactitud se enfadaba terriblemente. Decía que era responsabilidad nuestra alcanzar la máxima perfección en este mundo para que a San Pedro no se le cayera la cara de vergüenza al abrirnos la puerta del Cielo.

Al cabo de un tiempo, me di cuenta de que el padre John me hacía leer y recitar más que a otros niños. Tenía un miedo terrible a la vara e intentaba aprender las lecciones lo mejor posible. Como apenas me castigaba y era un alumno recomendado por la Orden de Santiago, algunos de mis compañeros decían que era su favorito. Laurent me odiaba por ello. Su padre era francés, arquitecto reputado en su país. Había sido contratado para revisar los pilares que soportaban la bóveda de cañón y cambiar la terraza de la cubierta de la catedral. Era algo mayor y tenía desavenencias con su padre porque este quería que siguiera su profesión, mientras que él deseaba estudiar Teología y hacer carrera dentro de la Iglesia. El padre John lo castigaba con frecuencia, a veces sin ninguna razón. Creo que el motivo era que Francia e Inglaterra estaban enemistadas. Laurent aprendió con facilidad a leer y escribir, pero su timidez era un obstáculo. A veces, cuando leía en voz alta, se quedaba petrificado en medio del aula. Entonces, el padre John, rabioso, lo golpeaba. Fui el único que se dio cuenta de que, cuando recitaba determinados pasajes de la Biblia, no se quedaba bloqueado. Se trataba de las cartas a Iglesias Cristianas de Pablo y otros apóstoles. Su rostro se encendía cuando leía las epístolas a los corintios o la Carta a los Laodicenses, y me preguntaba qué tenían esos escritos para que desapareciese su vergüenza.

Una tarde, durante una clase y sin previo aviso, se puso a relatar el Apocalipsis y a describirnos el infierno, los seres oscuros que habitan en él y el mal que late en el corazón de los seres humanos. El padre John no lo castigó, cosa que nos extrañó a todos, aunque no le dimos la menor importancia. Más tarde supe que el alma negra de Laurent iba pareja con su fanatismo religioso.

Una vez, el padre John casi me mató. Lo recuerdo como si fuera ayer. Era una tarde de finales de octubre. Había nevado, los árboles parecían estatuas de mármol y una alondra cantaba una canción triste. Los campesinos iban al bosque a por leña mientras se preparaban para recibir el duro invierno castellano. Charlaba con Gian, de quien me había hecho amigo, cuando el padre John me llamó la atención:

—¡Estás muy distraído, Roy! —chilló—. ¿No crees que mis oídos hayan sufrido tu cháchara? Acércate y pon los brazos en cruz. Probarás la redención del Señor.

El castigo que todos temíamos había llegado. Inspiré hondo para calmar las palpitaciones del corazón, algo que le molestó sobremanera.

—Así que te burlas de mí, ¿eh, mequetrefe? Os he dicho mil veces que calléis ante el sufrimiento. Y este chiquillo cree que puede mofarse de la Santa Iglesia. ¡Atención! —dijo con los ojos encendidos como piras infernales.

Me arrodillé y puse los brazos en cruz. Apreté los dientes. Rechinaron. El padre John decía que el Señor ayudaba a los inocentes y que los malvados recibían un justo castigo. Empezó a flagelarme el cuerpo y las manos con la vara. Con cada azote nombraba a un santo. Ninguna queja salía de mis labios. Las palmas chorreaban sangre y sentía un terrible dolor en todo el cuerpo. Vomité, y él golpeó con más furia. Caí al suelo. Antes de desmayarme, oí un chillido histérico. Sentí cómo mis compañeros me cogían en volandas y me sacaban fuera de la escuela. Me dejaron tirado en la calle. Alguien me pateó, casi ni lo noté. Me desperté. El padre David estaba intentando reanimarme con unos cachetes. Era de noche. Olía muy mal. Alguien se me había orinado encima, un perro o algún mendigo. Estaba cansado y magullado y, a la vez, relajado. Gian estaba a mi lado, con el rostro desencajado por el frío y el miedo. Había avisado al sacerdote después de salir de la escuela y me había puesto una túnica. Me estremecía bajo la delgada prenda. Intenté hablar, pero mi boca estaba congelada.

—Si llegamos un poco más tarde, te mueres de frío —bromeó—. ¿Quién ha sido? Gian no ha querido decírmelo.

Nombré al padre John. El sacerdote lanzó un juramento y apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—Le dije que cuidara de ti —

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