El astrónomo

Enrique Cintora

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Mi nombre es Roy Arias. Soy astrónomo de la Corte del reino de Castilla y León, y afirmo que existen muchos mundos y que cada uno tiene sus propias leyes; también digo que sus problemas no les importan nada a sus vecinos, y que la naturaleza actuó con sabiduría cuando introdujo el orden en ellos, con sus fronteras casi invisibles e impenetrables, porque de este modo se obtiene la continuidad del universo; así pues, todo sigue su curso, y un desastre en uno es apenas percibido por los otros.

Mis maestros me enseñaron que las estrellas, el hombre, las plantas, los animales y Dios tienen sus propios mundos, y que es este último quien los une a todos y les da consistencia en forma de conciencia. También me instruyeron en los modelos conocidos, porque los animales y las plantas sirven al hombre, que está gobernado por el influjo de las estrellas, y todos están supeditados al amor y a la compasión de Dios.

La inercia de la razón humana obstaculiza la penetración en la sabiduría de los mundos, mientras que el conocimiento se desarrolla a través del progreso de los juicios conocidos mediante el salto de lo evidente a favor de algo enigmático y asombroso. Porque la pereza es enemiga de las artes.

Cuanto más alejados se encuentran los mundos, con mayor dificultad se desarrolla el arte de la astronomía, con más vehemencia deberá el astrónomo ser preciso en sus cálculos y sensato en el juicio de los cómputos exactos. Las operaciones matemáticas y astronómicas son complejas, pero en su base siempre se encuentra la misma condición, simple y de conocimiento general: todo movimiento es transformación, y el perdón y el amor de Dios son invariables a lo largo del tiempo.

Y los cálculos no son óptimos porque la perfección solo la tiene Nuestro Señor, aunque existen rendijas entre los mundos que un astrónomo ha de saber escrutar. Yo las he visto a través del conocimiento de la astronomía, la más digna de las siete artes. Y ahora, encadenado con argollas en manos y pies, muerto de hambre y de sed, me maravillo de ellas. La voluntad de Dios está tras la influencia de las estrellas, siendo que el arte de la astronomía, digan o piensen lo que quieran sabios y eclesiásticos, no va en contra de la religión. Porque si el astrolabio, la esfera armilar o el horóscopo señalan la insuficiencia de perdón o amor después de una transformación, eso nos dice que existen rendijas inadvertidas que se llevaron consigo esa carencia. Después entran en acción otras leyes que nos permiten averiguar quiénes o qué fueron los culpables de ese vacío.

Nunca las aplicaciones del sagrado arte fueron motivo de controversia alguna, como la influencia de los astros en el cuerpo humano o en el clima, y nadie puso reparos cuando utilicé la astronomía en la explicación de procesos curativos o en el vaticinio del tiempo. El problema surgió en la aceptación por los ministros de la Iglesia como forma de pronosticar —¡augurar, decían ellos!— la conducta. Fui acusado de gobernar los asuntos humanos, restringir su libre albedrío y sujetar la omnipotencia de Dios. Hicieron oídos sordos a mis explicaciones sobre que la astronomía predecía tendencias generales, no sucesos particulares, y que el libre albedrío del hombre podía anular la influencia de los astros si estaba protegido por el amor de Dios. Rechazaron las bases filosóficas y científicas de la astronomía, cosa que le daba una posición respetable entre la intelectualidad europea. Decían de mis estudios, traducciones y conocimientos que procedían de astrólogos árabes y judíos, que era un moro disfrazado de cristiano y un hereje, cuyo trabajo mostraba cómo la más perfecta pureza de los cuerpos celestes podía ejercer poder sobre los cuerpos más pequeños de la Tierra. Qué sabrán ellos del Almagesto y del Tetrabiblos, libros augustos de Tolomeo. ¡Qué sabrán ellos de los signos del zodíaco, que constituyen el camino que recorre el Sol a lo largo del año y son las estrellas más ilustres y virtuosas! ¿Por qué hablé de las maravillas del Octavo Cielo, de la Octava Esfera, sabiendo que ignorarían su nobleza, aunque esté más cerca de Dios que otras esferas, y que negarían la plenitud de astros mayores, medianos y menores, que nos enseñan todas las figuras que existen y pueden existir, cada una con la virtud que Dios les puso?

Y me pregunto por qué sus ojos son incapaces de observar las constelaciones de Río, Dragón y Perseo, cuando cualquier niño árabe, judío o cristiano puede verlas en una noche clara, en Salamanca, Toledo o Venecia. ¡Piensan que el ser humano ha de estar supeditado al temor de Dios, y no integrado en su amor!

Esos ministros quisieron lapidarme y quemarme vivo en el altar de la confusión y el obscurantismo, ignorantes de que cada piedra, cada antorcha que quisieran lanzarme estaba influenciada por una única estrella gobernada por la sabiduría de Dios en mi espíritu.

Pero todavía interesa la astronomía a ricos y nobles, a la realeza e incluso al Papa; no sienten el temor del populacho. Y fustigado por predicadores obtusos, el pueblo dice: «¡Roy Arias se ocupa de la astronomía, está ofendiendo a Dios!». Y el pobre astrónomo es considerado un hereje, su espíritu está encadenado y, si comete un error, es lapidado o quemado vivo, a menos que sea el propio rey quien ordene su muerte o encarcelación para ganarse el favor de la plebe y de la Iglesia. Con frecuencia, el rey, aconsejado por algunos ministros, celosos defensores de la ortodoxia cristiana y temerosos de la influencia de los astrónomos, manda destruir libros relativos a las materias que hacen referencia a la astronomía. ¡Pero si incluso se atreven a quemar libros de medicina, siendo este un medio para acercarse a los corazones de sus súbditos y promocionarse! Aunque, de manera oculta, siga cultivando la sagrada ciencia.

Sé bien que soy mortal, un chiquillo de un día, y si mis ojos y mi mente han sido capaces de observar y estudiar los serpenteantes caminos de las estrellas, entonces mis pies ya no pisan la tierra, sino que al lado de Dios me lleno de amor, el divino alimento del alma.

1. La túnica verde

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La túnica verde

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Roger Arias era un caballero de la Orden de Santiago cuando me encontró entre los escombros de la ciudad de Córdoba. Yo era muy niño y, en su fe, él pensó que se trataba de una señal de Dios. Ac

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