Hierro y sangre

Santi Laganà

Fragmento

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CAPÍTULO I

1

Noviembre 960 A. D.

La mujer jadeaba en el fango, al borde del bosque, indiferente a la lluvia gélida y al viento cortante. Arañaba el suelo con desesperación, envuelta en una tosca capa de pelo, y de vez en cuando lanzaba gritos rabiosos que se perdían en la tormenta. Las manos le seguían sangrando bajo la lluvia torrencial, que al menos le limpiaba las heridas. Todo estaba oscuro; la única luz que la orientaba era una lumbre encendida a unos treinta pasos, apenas resguardada por un tejado de ramas y cañas entrelazadas, en un claro desolado entre dos o tres chozas de madera mezclada con barro y ladrillos. De una de ellas salía humo; en torno no había sino silencio, salvo por la lluvia y el constante ruido del viento, que por momentos resultaba ensordecedor.

Estaba tan absorta en su frenética actividad que no reparó en los cinco hombres que llegaron por el lado de la calzada aduanera, a un par de leguas de distancia. Solo uno de ellos montaba un caballo de dudosa calidad, los otros arrastraban con dificultad sus armas y armaduras en un cieno uniforme que los cubría casi hasta las pantorrillas.

El hombre a caballo fue el que rompió el silencio en la penumbra de la noche.

—¿Dónde estamos? —dijo y lanzó una tremenda blasfemia—. ¡Ya casi no se ve! ¿Estaremos en el sitio que buscamos?

Los ojos negros relampaguearon bajo un yelmo de hierro forjado. La barba era aún más negra.

La mujer paró de inmediato y se volvió asustada hacia aquella voz. Lo que vio la aterrorizó. Fijó la mirada en la choza de la que salía humo, pero se cuidó de avanzar. Por el contrario, siguiendo el instinto retrocedió un par de pasos con suma lentitud, buscando cobijo en el follaje. Los hombres no estaban lejos, pero con ese tiempo no corría peligro de que la vieran. Se agachó cuanto pudo, el cuerpo listo para salir corriendo ante la mínima señal. Detrás de ella, la espesa capa de bosque prometía ser su mejor aliada. La lluvia le limpió el rostro marcado por padecimientos recientes y sin duda duros y continuados, sacando a relucir unos rasgos jóvenes y muy agradables.

2

—Hemos llegado a algún sitio, valvasor, al menos hay chozas. Un refugio para pasar la noche.

El hombre que había hablado casi no tenía dientes, era flaco y andrajoso y no llevaba más armas que una hacheta oxidada que le colgaba de un costado y una pica con mango de madera.

—¡Veo con mis propios ojos lo que hay! —rugió el que mandaba al grupo.

—Si mis cálculos son correctos, debemos de haber llegado o estar muy cerca —intervino otro de los hombres armados, más alto pero también flaco y desastrado, con arco y aljaba sobre un chaleco de cuero reforzado y un cómico yelmo de piel con cuernos—. Dejamos la vía Consolare después de mediodía, en el trivio de la vía Aurelia, y la dirección me pareció la correcta... Nos habían dicho que eran unas tres leguas...

—¡Seguro! ¡Si con este tiempo no se ve a dos pasos! —La voz que se sumó era la de un soldado rollizo, calvo y lampiño, armado con un espadón casi más alto que él. Una mueca sarcástica le deformaba el rostro.

—De todas formas, pasaremos aquí la noche —sentenció con voz estentórea el jefe, desmontando con poca seguridad y hundiendo en el barro las botas por el peso de la armadura—. ¡Echad una ojeada a las chozas, tiene que haber alguien en este sitio de mierda!

Un perro muy flaco surgió de la oscuridad y se les acercó gañendo sumiso. Bastó la patada cruel que le propinó sonriendo y sin pronunciar palabra el hombre que cerraba el grupo para que comprendiera que ahí no era bien recibido.

Con las armas en la mano y divididos en parejas empezaron el reconocimiento. Como era de prever, no encontraron nada ni a nadie en las chozas sin humo. Fueron entonces hacia la única en la que había señales de vida.

Cuando irrumpieron por la puerta de vigas de madera colocadas y clavadas de cualquier manera, el espectáculo que vieron no los impresionó demasiado. Era semejante a muchos otros que habían contemplado.

En la única habitación, de suelo de tierra apisonada con un hogar en el centro sobre el que pendía un puchero de cobre, cinco figuras se apretujaban en el rincón más apartado: un hombre, un chico y tres niños de distintas edades. En el ambiente había un desagradable olor a cuerpos sucios, especias y tierra húmeda.

El hombre al que habían llamado «valvasor» miró de un lado a otro con gesto severo: en el lado opuesto de la habitación había mugrientas yacijas de paja y, diseminados por todas partes, harapos, herramientas agrícolas, toscos platos. La conclusión a la que llegó se manifestó en una mueca de asco: era excesivo incluso para alguien como él. Con premeditada lentitud envainó la pesada espada y por fin se dignó posar los ojos en el que debía de ser el cabeza de familia.

—Levántate, miserable, y acércate —tronó. Sus hombres habían entrado y se habían colocado detrás de él, evidentemente relajados ante la vista de ese grupo inofensivo.

El hombre obedeció temblando, desprendiéndose de los brazos de los más pequeños y dando unos pasos vacilantes hacia el hogar. A la luz titubeante se perfiló una figura atlética, sin duda forjada en el duro trabajo y aún no totalmente vencida por las privaciones de una vida inclemente. Aparentaba menos de cuarenta años. Una cabellera salpicada de canas y una barba rala enmarcaban un rostro que, pese a las apariencias, rebosaba miedo y humildad por todos los poros.

Ese contraste debió de chocar también al valvasor, porque se quedó evaluándolo en silencio largo rato, dudando sobre su juicio final.

—¿Dónde estamos? ¿Quiénes sois? —preguntó por fin con voz estentórea.

—Estamos en el territorio de Caere, mi señor. A dos leguas y media de la vía Aurelia y a la misma distancia de Caere Vetus —se apresuró a responder el hombre, esbozando una inclinación.

—¡Estamos bien! —sonrió satisfecho el hombre más alto, el del yelmo con cuernos.

El jefe asintió, sin dejar de mirar al otro.

—Sigue.

—Me llamo Rogelio. Esta es mi familia. —Señaló a las sombras que estaban detrás de él—. Vivimos de la agricultura y criamos algunas ovejas en un pedazo de tierra que nos ha concedido Su Excelencia el obispo. No tenemos nada que daros; somos muy pobres, señor.

—Ya se ve —comentó riendo el tipo gordo y calvo.

—¿No tienes mujer? —insistió el valvasor.

—Murió hace unos años. Aquí la vida es dura...

—¿Y ellos quiénes son?

—Mis hijos, señor.

—¿Qué edad tienen?

—El mayor, Martello, tiene catorce años. Los otros, diez, nueve y siete.

—Son muchas cuatro bocas que alimentar. —El comentario se le escapó al valvasor casi sin darse cuenta, era tan obvio. Por la expresión del rostro, de rasgos severos, con una profunda cicatriz en la mejilla derecha, se le notaba contrariado. Como si hubiese esperado otra respuesta—. ¿No vive nadie más en esta cloaca?

—No, señor. Ya no. Algunos han muerto, otros s

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