Spiculus

Juan Tranche

Fragmento

Capitulo I
I

Roma, 68 d. C.

Aunque el día había sido caluroso, el sol ya no brillaba con tanto vigor en la ansiada tarde y las escasas nubes empezaban a reflejar tonos anaranjados. El crepúsculo se acercaba, pero, aun así, ni un alma se movía de su asiento. Estaba a punto de comenzar el duelo más esperado de toda la jornada.

La fatiga empezaba a hacer mella en las gentes que abarrotaban el anfiteatro, cansadas de los espectáculos que habían tenido lugar durante todo el día, pero volvían a emocionarse ante el momento que estaba a punto de acontecer.

Su sed de sangre aún no estaba del todo satisfecha. Querían más, les faltaba saciar su gula con la del tenso duelo que iba a celebrarse. El público llevaba esperando desde hacía mucho tiempo un enfrentamiento así. «Toda una vida», aseguraban algunos. Muchos, especialmente los de la clase social más baja, tuvieron que hacer interminables y extenuantes colas a las puertas del anfiteatro durante largas jornadas para poder conseguir una entrada. Nadie en su sano juicio se lo quería perder.

El emperador Nerón, en su palco, intentaba mantenerse ajeno durante esa jornada a las conspiraciones que buscaban arrebatarle su cetro. Preguntaba a sus asesores cuánto tiempo faltaba para que diera comienzo el deseado combate, del que se había estado hablando durante días en todos los rincones del Imperio romano. Lo único que liberaba al césar de la presión de sus preocupaciones y lo mantenía ajeno de la pesadumbre que le recorría por un Imperio que podría estar a punto de perder era que el duelo entre el gladiador favorito del emperador y el gladiador preferido del pueblo estaba a punto de comenzar.

Las exaltadas almas que hacinaban las gradas empezaron a desgañitarse al oír el sonido de las tubas y los cornus[1] que anunciaban el combate. La algarabía de los miles de personas era ensordecedora. De repente, los nervios, los suspiros, las plegarias por su gladiador favorito hacían mella en los corazones de quienes habían tenido la fortuna de encontrarse allí.

Los odres comenzaron de nuevo a surtir de vino las gargantas. Las apuestas volvían a anunciarse y a gritarse, los sestercios cambiaban rápidamente de mano en mano. El júbilo y los nervios hacían que vibraran hasta las mismísimas columnas del anfiteatro.

Todo estaba dispuesto para que la tinta de los cronistas inmortalizara aquella jornada. Se hablaría durante años y se recordaría durante siglos.

El combate de Amicus contra Spiculus.

Abajo, en las entrañas del anfiteatro, los dos gladiadores más conocidos de todo el orbe esperaban, bañados en sudor, a que les dieran la orden de salir a la arena.

Ambos se miraron durante un eterno instante. Si había miedo en sus ojos, no lo mostraron; si había duda en sus rostros, no lo percibieron; si había temblor en sus manos, no lo apreciaron. Tomaron aire con fuerza antes de enfundarse el yelmo, ayudados por sendos esclavos. El aliento viciado del calor de los pulmones golpeó con fuerza en sus rostros al chocar con el metal, provocando un ruido enlatado al colocarse el casco. La presión del acero contra su cráneo y la sensación de respirar por la única abertura que se encontraba a la altura de sus ojos no los agobió más que la ansiedad que les provocaba volver a encontrarse.

Cerraron los ojos.

De repente, sus sentidos se aguzaron por la completa oscuridad. Las voces que abarrotaban las gradas cedieron para ambos y, a pesar de los miles de gargantas que gritaban sus nombres, sintieron una inmensa soledad. En ese momento, su propia respiración agitada y lacónica era el único sonido claro y nítido que llegaba a sus oídos. En el estómago empezó una vibración que se fue extendiendo por todo el cuerpo mientras el corazón bombeaba nervioso y agitado la sangre a los tensos y entumecidos músculos. Ninguno de los dos notaba ya el sentimiento que ambos se profesaban y que llevaba atenazándoles el alma durante mucho tiempo. Odio.

Habían sido entrenados para apartar de sus mentes cualquier atisbo de debilidad. En todos los combates que habían realizado durante años, aprendieron que la duda nunca debía cernirse sobre su brazo si tenían que matar a su rival. Pero aquel día era distinto.

Realizaron sus rituales justo antes de salir a la arena. Uno de ellos pronunció la frase que tanto valor le infundía. El otro giró la cabeza de un lado a otro para calentar los músculos del cuello.

De nuevo, el sonido de las trompetas anunciando que era el momento los devolvió a la realidad.

—¡Vuestro turno! —gritó el operario.

Observaron el oscuro pasillo que daba a la arena. Su cerebro dio la orden y empezaron a andar hacia la palestra.

El sol se encontraba bajo, sus rayos se colaron por las hendiduras del yelmo deslumbrando sus entornados ojos antes de salir, mientras subían los dos escalones que daban acceso al recinto. Había que tenerlo en cuenta para colocar al rival mirando al oeste. El aire era fresco, suave y no soplaba lo suficiente para considerarlo un problema. Sus mentes analizaron todos y cada uno de los detalles que podían desequilibrar el duelo.

Cuando ambos luchadores atravesaron la puerta Triumphalis, la puerta de la vida, el silencio se apoderó de todo el anfiteatro.

Los miles de personas aguantaron la respiración, mirando sin pestañear a los dos gladiadores que se dirigían con seguridad y determinación en su caminar al centro del óvalo donde esperaba el árbitro principal, el summa rudis. Únicamente se oía el sonido de sus pisadas al caminar por la arena recién peinada.

Un grito rompió la tensión:

—¡Spiculus, destrózale!

—¡Amicus, Fénix de los infiernos, manda allí a esa basura humana! —voceaba otro ante las risas de los que estaban al lado.

Los gritos de ánimo dieron paso a unas desenfrenadas ovaciones y, de nuevo, las almas se hicieron notar. Todos estaban nerviosos y expectantes, emocionados y extasiados.

El emperador, postrado en su diván, observó a su gladiador favorito y esperó a que, como siempre hacía, realizara una reverencia para dedicarle la victoria.

A escasos metros del césar, Publio Valerio cambió el gesto cuando vio el porte imponente de su hijo salir a combatir a la arena del anfiteatro. Suspiró. En su memoria seguía fresco y candente el recuerdo de la discusión que mantuvieron la última vez que se vieron. Sus vanas palabras no habían causado mella en el corazón de su vástago.

Se planteó abandonar la grada donde se encontraba, pero la tentación era mayor que el orgullo. Y el deseo de verle era más fuerte que el impulso que le empujaba a abandonar el anfiteatro.

En la arena, los dos gladiadores se encontraban ya frente a frente. Aún resonaba en sus mentes la breve conversación que habían mantenido justo antes de salir a escena.

Amicus colocó su cuerpo tras su parma[2] con el dibujo del ave fénix en posición. Levantó con la mano derecha su arma apunt

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