Arrebatos carnales

Francisco Martín Moreno

Fragmento

Arrebatos carnales 1

A Francisco Betancourt, el hombre generoso que obsequia palabras de aliento cuando más se necesitan.

Ven, ven, toma una silla, sí, aquella, la de bejuco, la que se encuentra al fondo, mi preferida, la de mis más felices recuerdos. Yo conservo una, la otra se perdió en la noche de los tiempos cuando Maximiliano abandonó para siempre su pequeño Trianón, mejor dicho, nuestro pequeño Trianón, construido en Acapatzingo, Morelos, en donde volvimos a vivir días de apasionado amor como en los felices años cuando éramos adolescentes y mi tío Enrique Bombelles nos educaba en los suntuosos palacios de Viena.

Ven, ven, te cuento, ¿sabías que Maximiliano de Habsburgo era nieto de Napoleón, sí, el emperador de los franceses y rey de Italia? ¿Sabías que Maximiliano era homosexual, pero que además disfrutaba compartir el lecho con mujeres? ¿Sabías que a partir de su llegada a México y varios años atrás, la pareja real nunca volvió a dormir en la misma cama y que las historias de amor respecto a su eterno idilio eran totalmente falsas? ¿Sabías que cuando Carlota abandonó México para no volver jamás y viajó por Europa movida supuestamente por el deseo de convencer a Napoleón III y al Papa Pío Nono de las consecuencias de abandonar a su suerte al Segundo Imperio Mexicano, en realidad la emperatriz huía del país para ocultar un embarazo, cuya paternidad era completamente ajena a Maximiliano, quien nunca reconoció al hijo bastardo que su esposa diera a luz el 21 de enero de 1867? ¿Sabías que la así llamada locura de Carlota no era sino una estrategia para excluirla y excluirse de la sociedad y esconder así su estado de gravidez? ¿Sabías que mientras Carlota negociaba en Francia la salida de las tropas francesas del territorio mexicano en el verano de 1866, la India Bonita, Concepción Sedano, una de las amantes de Maximiliano, daba a luz a un hijo de ambos en Cuernavaca? ¿Cuál fidelidad entre la famosa pareja real…? Sí, en efecto, cornudos ambos…

¿Sabías, sabías, sabías…?

Ven, ven, acércate, confía en mí, no te dejes impresionar por las terribles condiciones de miseria en las que vivo desde que el emperador Francisco José, medio hermano mayor de Maximiliano, me excluyó de la corte sin detenerse a considerar que me sepultaba en la pobreza. ¡Cómo olvidar cuando mi Maxi me nombró coronel comandante de la Guardia Palatina en el Segundo Imperio Mexicano o cuando, a mi regreso de México, el propio Francisco José me acogió para elevarme a la categoría de Gran Chambelán de la casa del archiduque Rodolfo! No, el agradecimiento no es un sentimiento que anide en la aristocracia.

Yo, Carlos Bombelles, el conde Carlos Bombelles, título de nobleza heredado de mi padre, escúchame bien, fui el primer hombre que besó a Maximiliano escondidos en cualquiera de los cuartos del Castillo de Schönbrunn en 1840, cuando ambos contábamos con tan solo ocho años de edad. Todo comenzó como una travesura sin que yo imaginara, por mi corta edad, la trascendencia de disfrutar semejantes relaciones con el heredero al trono austríaco, en el caso de que llegara a faltar Francisco José. En aquella feliz coyuntura que yo jamás olvidaré, intercambiamos besos esquivos y juguetones en la boca antes de reventar entre carcajadas sin que pudiéramos vernos a la cara congestionada por el rubor. Justo es reconocerlo, nuestra inocencia nos impidió llegar a las caricias y a la adopción de papeles propios del niño o de la niña, episodios que se darían después cuando la pasión y la madurez, la plena conciencia de los poderes ocultos de nuestros cuerpos, irrumpieran en nuestras vidas con la fuerza de un huracán.

Maxi y yo, al final niños, corríamos a lo largo de los interminables pasillos del castillo rompiendo con cualquier protocolo y sin tomar en cuenta que tal vez heríamos la memoria de María Teresa, Su Real Alteza Imperial, la archiduquesa de Austria y reina de Hungría y Bohemia, un siglo atrás. No, nada nos detenía: de la misma manera en que nos correteábamos en medio de un griterío ensordecedor por las galerías y salones, de cuyos techos colgaban enormes candiles decorados con miles de brillantes, auténticas arañas de vidrio, y retozábamos sobre inmensos tapetes persas sin percatarnos de la presencia de varios gobelinos descoloridos que contenían diversos pasajes heroicos de la historia del Sacro Imperio Romano Germánico, salíamos de golpe al jardín francés o al inglés o al botánico, hasta llegar al grito de “salchicha el último” a la glorieta en donde se encontraba el gran parterre. Nunca dejamos de sorprendernos por los extraños animales que alojaba el zoológico, extraídos, según las apariencias, de antiguas fábulas, ni nos explicábamos por qué a los mayores les llamaban tanto la atención las ruinas romanas ahí todavía existentes, o bien la fuente con un gran obelisco. Para nosotros, alegres chamacos, todo era diversión en aquellos exquisitos espacios construidos por generaciones de austríacos ilustres, ávidos de lujo, boato, bienestar y trascendencia política.

Nos cansamos de visitar las recámaras habitadas, en su momento, por Napoleón Bonaparte, el invicto general invasor, al igual que aquellas en las que fallecería su propio hijo, Napoleón Francisco José Carlos Bonaparte, mejor conocido como Franz, al cumplir tan solo 22 años de edad. Uno de los secretos mejor guardados en la corte austriaca fue, sin duda alguna, la relación que sostuvo la archiduquesa Sofía con el joven Bonaparte, Napoleón II, el Aguilucho, el rey de Roma, no solo por su físico, sino por su sensibilidad y talento, muy a pesar de estar casada de acuerdo con la ley y la Iglesia con Francisco Carlos, el Bombón o el Bonachón, un imbécil, incapaz de juntar ambas manos para producir un breve aplauso. Sofía de Baviera ya había sucumbido al poder de los intereses políticos impuestos por la realeza y había dado a luz a Francisco José, el futuro emperador austrohúngaro, en la inteligencia de que contraer nupcias con un Habsburgo de la más pura cepa, por más taras que este exhibiera, de ninguna manera constituía un objetivo menor…

Maximiliano, mi íntimo amigo de correrías infantiles, conocería mucho tiempo después la identidad de su propio padre, Napoleón II, quien había muerto de pulmonía agravada por una avanzada tuberculosis, 16 días después de que Maxi, mi Maxi, llegara a este mundo. Sofía no ocultó el profundo dolor que le produjo el precoz fallecimiento de su ilustre amante, el adorado Aguilucho, de cuyo lecho mortuorio solo pudo ser apartada cuando las contracciones del parto anunciaron el nacimiento de Maximiliano, obligándola a retirarse para dar a luz al real bastardo el 6 de julio de 1832.

Napoleón II, agonizante, sabiendo de sobra que se le escaparía la vida en cualquier suspiro prolongado, todavía contó con tiempo para redactar una carta dirigida a su hijo, el futuro Maximiliano de Habsburgo, emperador de México, a quien, bien lo sabía él, ya no vería crecer ni reír ni llorar ni jugar ni trepar ni soñar ni dormir…

Mi bien amado hijo:

Yo, vuestro infortunado padre, me preparo a abandonar este mundo en el mismo instante en que vos acabáis de llegar a él. Este demonio de rostro humano, M

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