Glosario
Aequitas rudis: Equidad pura existente en la naturaleza. Materia para inspirar leyes justas.
Albats: Niños aún sin uso de razón. Se documenta una ordalía de albats en el siglo XI en una disputa jurídica entre el señor de Castellet y el monasterio de San Cugat del Vallés.
Àrsia: Mal uso vigente ya en el siglo XII. En caso de incendio de una masía, el siervo que la trabajaba debía indemnizar a su señor con un tercio de sus bienes.
Bausia: Delito de felonía cometido por el vasallo o siervo que traicionaba o agredía a su señor feudal.
Caluña: Multa pecuniaria e importante fuente de ingresos para reyes y señores.
Castlà/castlana: Vasallo que gobernaba el castillo y sus dominios en nombre de su señor feudal.
Clam: Demanda que iniciaba un procedimiento judicial.
Corpus Iuris Civilis: Recopilación completa del antiguo Derecho romano. Estuvo perdido durante siglos y su recuperación está teñida de leyendas. La escuela de glosadores de Bolonia lo dividió en varias partes, llamadas Digestum Vetus, Infortiatum, Digestum Novum, Codex, Instituta y Novellae.
Digestum o Digesto: Recopilación jurídica ordenada por el emperador Justiniano, hecha en Beirut y publicada en el año 533 d.C. Sus cincuenta libros son el cuerpo principal del Corpus Iuris Civilis, y se divide en Digestum Vetus, Infortiatum y Digestum Novum.
Dominium mundi: Concepto medieval de supremacía del poder terrenal que provocó un largo conflicto entre el Papa y el emperador de Sacro Imperio Romano Germánico.
Infortiatum: Parte central del Digesto. Ciertos autores consideran que recibió este nombre por las dificultades de su hallazgo en la Edad Media. Dicho misterio ha servido para crear la ficción de esta novela.
Iudex palatii: Cargo de herencia visigoda. Con esta calificación firmaron varios jueces adscritos a la administración de justicia del conde de Barcelona.
Ius commune: Así llamaban los glosadores medievales al antiguo Derecho romano, pues su influencia llegó a todos los dominios del imperio.
Ius maletractandi: Derecho de un señor feudal a ejercer la violencia, detener a sus siervos o confiscar sus bienes. Se incorporó a la ley escrita a principios del siglo XIII.
Legum doctor: Doctor en leyes, grado máximo concedido por el Studium.
Liber Iudiciorum: Cuerpo de leyes del rey visigodo Recesvinto que durante siglos se usó en los reinos hispanos como derecho complementario a los fueros.
Nutrix Legum: Escuela jurídica de Beirut, referente para los juristas romanos hasta su desaparición a consecuencia de un terremoto acaecido en el siglo VI.
Pubilla: Título de heredera de los bienes y derechos familiares. El equivalente masculino era el hereu.
Quadrivium: Cuatro de las siete artes liberales que se estudiaban en la Edad Media: Aritmética, Geometría, Música y Astronomía.
Querimonia: Denuncia contra un noble. Contenía un inventario de agravios y daños al objeto de fundamentar la reclamación.
Saig: Oficial de justicia. Encargado de citar, detener y ejecutar las sentencias.
Summa: Obra didáctica de estilo enciclopédico; en este caso, de materia jurídica.
Territorium: Zona alrededor de Barcelona que comprendía campos, masías y poblados.
Trivium: Las tres primeras artes liberales que se estudiaban en la Edad Media: Gramática, Lógica y Retórica. Esta última incluía los rudimentos del derecho y la justicia.
Universitas scholarium: Comunidad estudiantil con estatus y privilegios propios. Desde el siglo XII, en Bolonia estaba la ultramontana, para los estudiantes de más allá de los Alpes, y la cismontana, para los italianos.
Usatges de Barcelona: Regulación formada por usos y costumbres de los dominios del conde de Barcelona. Tras una primitiva redacción en el siglo XI, se ampliaron y extendieron a toda Cataluña, hasta el siglo XVIII.
Albats
En el castillo de Olèrdola iba a ocurrir algo horrible.
El rumor se había extendido por todo el Penedés en las vísperas del día de Santa Eulalia del año 1170.
El castrum Olerdula era una antigua fortaleza situada sobre un amplio cerro rocoso protegido por riscos, así como por una muralla en la única zona accesible. En el recinto interior se alzaban el castillo, la iglesia de San Miguel y las casas de los vasallos. En el exterior, la pequeña ciudad se asomaba a la cornisa de levante. Por su proximidad a la estrada Moresca, que seguía el trazado de la antigua calzada romana, Olèrdola había sido clave para proteger la cuenca del río Llobregat y el territorium de Barcelona de los ataques de los sarracenos procedentes del sur. Y si bien desde la primera torre que los romanos levantaron conoció tanto victorias como terribles derrotas, ese día aciago sus habitantes iban a presenciar una de las batallas más sombrías.
Tras la ventisca que arreció durante la noche, el paisaje amaneció con una fina capa de nieve. Era un día gris, gélido y desapacible; aun así, decenas de payeses caminaron durante toda la noche para ser testigos del ritual que tendría lugar dentro del castillo.
Cuando se abrieron las puertas de la muralla, los soldados dejaron entrar a la silenciosa muchedumbre. Todos envueltos en capas y con aire funesto, cruzaron el núcleo de casas de la fortaleza y ascendieron la pedregosa senda hasta la iglesia parroquial de San Miguel de Olèrdola, que se alzaba solitaria al borde del risco.
La campana tañía con insistencia. El rezo había terminado. Del interior de la iglesia surgieron dos filas de clérigos con las manos ocultas en las mangas. Precedía la comitiva un joven capellán tonsurado que portaba una cruz de plata. Los dientes le castañeteaban por el frío. Detrás de él, grave y tenso, iba el castlà, el señor del castillo de Olèrdola, Ramón de Corviu, vasallo del señor feudal de aquel territorio, Guillem de Santmartí. Tenía treinta años y el aspecto fiero de los guerreros curtidos en numerosas campañas. Su rostro se veía afeado por una cicatriz en una de las mejillas que le partía en dos la negra barba. Lo acompañaba su nueva esposa, Saura, una joven de diecisiete años que era la hija bastarda del poderoso vizconde de Cabrera. Sus rasgos afilados le conferían una belleza extraña, inquietante, y los habitantes que se acercaban preferían evitar sus ojos brillantes e incisivos. Bajo la capa de pieles, se erguía altiva, aunque caminaba con cierta dificultad puesto que hacía cuatro semanas que había parido a su primer hijo, Arnulf, un niño sano y de llanto fuerte al que tenía en el castillo, a resguardo del intenso frío.
Muchos de los presentes pensaban que la llegada del hijo varón del castlà Ramón de Corviu había precipitado la terrible situación que iba a vivirse.
En el recuerdo de todos estaba Leonor de Corviu, la primera esposa de Ramón, muerta hacía poco más de un año. Ella era la legítima castlana, la poseedora del apellido Corviu y heredera de los bienes, mientras que él había sido un hidalgo segundón, un caballero cuyas únicas posesiones eran su caballo y su espada. Leonor era huérfana desde niña y el señor feudal la casó con Ramón para compensar sus servicios de armas. El guerrero adoptó el apellido de su esposa por ser más elevado y asumió el gobierno del castillo.
Leonor de Corviu había fallecido tras dar a luz su única hija, Blanca, y Ramón no esperó para casarse con Saura. Ahora que ya tenía el ansiado hijo varón, todos entendían que se hubiera desentendido de su hija, pero nadie podía imaginar lo que estaba dispuesto a hacer con ella para acrecentar su poder.
Una esclava salió de la iglesia con la pequeña Blanca de Corviu envuelta en una manta. No paraba de llorar, como si presintiera lo que iba a ocurrir.
Cuando el séquito del castlà comenzó a descender por el camino rocoso alejándose de la iglesia, en el arco de la puerta apareció una mujer con su hijo en brazos. Nadie en Olèrdola olvidaría la imagen de Oria de Tramontana bajando de San Miguel con la capa azul azotada por el viento ni el crujido de la nieve helada bajo sus pies. Aferraba a su pequeño y musitaba una dulce canción de cuna.
Oria era la pubilla de la masía de Tramontana, lo que significaba que era la heredera de una vasta propiedad que era la joya más codiciada por los barones y los nobles con intereses en aquellas tierras. El predio distaba de Olèrdola apenas tres millas en dirección hacia el norte, y contaba con una gran extensión de trigales y viñedos, de olivares, encinares y árboles frutales, así como una rica huerta. Aquellas tierras eran de los Tramontana desde hacía dos siglos. Quince familias de payeses y decenas de siervos vivían de una de las mejores tierras del condado de Barcelona. Pero nada sería igual a partir de ese gélido día. Su heredera, sin parientes ni esposo a causa de una epidemia, se enfrentaba sola a la prueba más terrible.
Mientras descendían por el camino, uno de los clérigos del séquito, un hombre entrado en la cuarentena, enjuto y de mirada profunda, se acercó al castlà Ramón de Corviu. Tenía la piel pálida y profundas ojeras de desvelo. No podía disimular su angustia.
—Mi señor, debéis detener el ritual. La tierra es cosa de los hombres. Dejad fuera de este asunto a Dios.
Ramón miró al hombre con ojos de guerrero y calibró la fuerza del ruego. Se señaló la cicatriz que le bajaba de la sien al mentón.
—Iudex Guillem Climent. Ésta me la hicieron en la toma de Lleida. Allí, ahora suenan campanas donde antes se oía al almuédano llamando a los infieles al rezo. Mi sangre manchó aquella muralla… ¿Acaso no merezco, pues, que Dios me recompense con mejores derechos? ¿Os creéis con autoridad para negármelos?
El clérigo dirigió una funesta mirada hacia Oria de Tramontana, quien seguía al séquito unos pasos por detrás, ajena a aquel último intento, y bajó la cabeza avergonzado.
Llegaron a un amplio espacio rocoso en suave pendiente en el que había una gran cisterna rectangular que, en tiempo de los romanos, fue excavada en la roca viva. Estaba llena de agua y durante la noche se habían formado algunas placas de hielo. Cientos de almas aguardaban en la explanada con el aliento contenido, soportando las gélidas ventadas. El séquito se detuvo delante de la cisterna y hasta el último de los murmullos cesó. Incluso la pequeña Blanca de Corviu, en brazos de la esclava, enmudeció. Tan sólo el suave canturreo de Oria rompía el tenso silencio.
El juez Guillem Climent, desalentado, alzó la voz.
—Habitantes de Olèrdola, vasallos del señor feudal Guillem de Santmartí y de su castlà Ramón de Corviu. La paz del valle se ha visto alterada por una disputa legal entre éste y la pubilla de la masía de Tramontana, Oria, viuda del payés Robert de Piera. El castlà sostiene que la pubilla le negó el derecho de hospedaje cuando pasó con su hueste por sus tierras camino de Barcelona. Oria alegó no estar obligada, pues la masía es un alodio libre de cargas, ya que sus ancestros lo obtuvieron por derecho de aprisio hace siglos.
—Abreviad, juez Climent —lo apremió el castlà ante el frío mordiente.
—Dado que los testimonios jurados son contradictorios, conforme a los usos de esta tierra el tribunal ha decidido someter la cuestión a una ordalía. —El iudex esperó a que se acallaran los murmullos para continuar—. Entre un caballero y un payés no cabe batalla judicial, pero las partes poseen algo de igual valía y se llevará a cabo una ordalía de albats.
Oria gritó como un animal malherido cuando un soldado le arrebató a su hijo y lo entregó a uno de los clérigos del séquito. Otro religioso, pálido, tomó a Blanca de Corviu de los brazos de la esclava. Ambos infantes apenas habían cumplido el año de edad. Ramón, ceñudo, miraba la cisterna llena de agua. A su lado, la joven Saura se veía crispada, como si todo dependiera de lo que ocurriese.
El cielo plomizo amenazaba lluvia, incluso nieve, y las madres, estremecidas, abrazaban a sus pequeños por instinto. Varios clérigos rezaban inclinados sobre los dos niños al tiempo que otros dos les quitaban las mantas. Descubiertos, el frío los hizo llorar mientras su delicada piel adquiría un tono rojizo. La gente exclamó espantada cuando los alzaron desnudos.
—El hijo de Oria de Tramontana y la hija de Ramón de Corviu representan los intereses de sus respectivas casas. Como dicta la costumbre, el niño que se hunda en el agua será el elegido por Dios. Y el que no lo haga será el condenado.
Alguien se atrevió a gritar que se dieran prisa, o ninguno de los dos pequeños sobreviviría. Sus bocas exhalaban volutas de vapor. Un siervo quebró la fina capa de hielo que cubría la superficie de la cisterna.
—Exorcismus aquae frigide —comenzó el juez para purificar el agua de la ordalía.
Los monjes descendieron los peldaños excavados en la roca de la cisterna hasta el borde del agua.
—¡Dios mío! —gritó una mujer, incapaz de soportar el llanto ahogado de los dos niños. Señaló al clérigo—. ¡Sois juez! ¿No podéis evitar esto? ¿No tenéis alma?
El hombre se encogió ante aquella pregunta. Abrevió la oración, y los clérigos dejaron a los niños en el agua. La dentellada del frío cortó sus berridos. Al instante, ambas criaturas tenían los ojos desorbitados y la cara contraída. Agitaban los bracitos, indefensos. Los testigos los vieron entrelazarse, como si quisieran ayudarse o buscar juntos su destino. De pronto, la hija de Ramón de Corviu se hundió.
El juez se llevó las manos a la cara.
—¡Sacadlos! —ordenó.
La pequeña Blanca salió amoratada, pero comenzó a boquear y a gemir, aunque sin fuerzas. La esclava bajó los peldaños y la envolvió en la manta. Miró con odio al juez Climent y comenzó a subir por el sendero hacia el castillo, en el cerro. A nadie se le escapó el gesto de frustración de Saura.
El otro clérigo ya había cogido al niño de Tramontana. En el agua había dejado de llorar y moverse. Tenía la piel tumefacta y los bracitos le colgaban inertes. Se lo entregó a Oria, que seguía retenida por los soldados. La mujer lo tomó, desconsolada. Incluso el castlà se quedó sobrecogido. El pequeño no respiraba.
—No, no, no…
Oria se rasgó el brial para colocarse al niño sobre el pecho. No se oía ni un suspiro cuando comenzó a cantar mientras frotaba con brío el cuerpo del pequeño pegado a su piel.
—¡Maldito seáis, Corviu! —gritó una anciana entre la gente.
Ramón miraba ofendido los gestos de amenaza de los payeses. Sus hombres asían ya el pomo de las espadas y esperaban la orden de desenvainar. Todos en Olèrdola conocían el carácter de su castlà. Sabían que no dudaría en dar esa orden si se sentía amenazado.
Oria seguía ajena a la tensión circundante, y su canto se trenzaba con el silbido del gélido viento entre los matorrales del cerro de Olèrdola. La melodía tenía una cadencia atávica, de una belleza que encogía el corazón. Eran versos en occitano, la lengua de los trovadores, y hablaban de luz y alegría.
Una niña corrió hasta la pubilla y le dio un pequeño lirio de invierno. Antes de que los guardias reaccionaran, se había mezclado entre la gente. Aquello rebajó la crispación. Oria miró la flor azul y, a pesar de su tristeza, cantó con más ánimos y presionó el pecho del niño con energía.
Al momento, la criatura vomitó agua y tosió. Los presentes alabaron al Altísimo y se persignaron agradecidos. Incluso los soldados parecían aliviados.
—Dios ha decidido —concluyó el juez Guillem Climent cuando consiguió recuperar el habla—. Desde hoy y para siempre, la masía de Tramontana y sus dueños quedan obligados por los derechos que el castlà de Olèrdola, Ramón de Corviu, reclamaba.
Muchos bajaron la cabeza, abatidos. El niño vivía, pero las consecuencias de la ordalía de albats cambiarían el futuro de todos para siempre.
Tramontana era un símbolo para los payeses del Penedés y de buena parte del condado de Barcelona, pues era una gran propiedad que había logrado permanecer libre del yugo feudal. Constituía el último vestigio de la libertad que todas las masías tuvieron antaño por privilegio real y que habían perdido, tras décadas de violencia y rapiñas, a cambio de la protección de los señores feudales. Los ancestros de Oria resistieron durante generaciones las cabalgadas y las amenazas de nobles y enemigos, pero esa gélida mañana Dios había rechazado al último hereu.
El propio juez, conmovido, ayudó a Oria a enderezarse. Ella clavó en su rostro sus ojos azules y le susurró algo al oído. El hombre palideció y respondió, aunque nadie llegó a oír lo que dijo. Luego, dos esclavos sarracenos de Oria, un hombre y una mujer, se acercaron y la sostuvieron para acompañarla hacia la puerta de la muralla, desde donde abandonaron el recinto soberano de la fortaleza.
Nadie podía saber si el pequeño resistiría las tres millas hasta Tramontana. Tal vez, se decían, habría sido mejor que muriera y enterrarlo en el cementerio del pla dels Albats, junto a la iglesia de Santa María, en el poblado exterior de Olèrdola. Vivo o muerto, su destino había quedado sellado aquella gélida mañana de febrero, y ya para siempre se lo conocería como Robert de Tramontana, el Condenado.

La pesadilla
Barcelona, 25 de abril de 1182
Guillem Climent se despertó sobresaltado en su celda. Envuelto en tinieblas, agitaba las manos para apartar la sombra que veía a los pies de la cama. No distinguía sus rasgos, pero le parecía que aquella figura negra sostenía un niño en brazos. Lo habían sacado de una gigantesca cisterna y no respiraba. El clérigo oía el caer de las gotas de agua sobre las baldosas.
Habían pasado doce años. Doce años en los que Guillem Climent vivía torturado por la culpa y asediado por aquella pesadilla.
La sombra lo señaló con un gesto acusador, y al fin el juez se incorporó y gritó. Un diácono de la seu entró alertado y lo halló temblando bajo las mantas.
—¿Os encontráis bien, iudex Climent? ¿De nuevo ese mal sueño?
El brillo del candil hizo reaccionar al clérigo.
—¡Bendito sea Dios! —jadeó.
Se descubrió, y se pasó las manos por el rostro y la barba grisácea. Dirigió la mirada hacia el pergamino que había sobre la mesa. Se estremeció nada más verlo.
—¿Deseáis que os acerque la misiva? —preguntó el joven, intrigado.
—¡No! —exclamó el juez, aún alterado—. Déjala donde está.
—Esa carta os tiene desasosegado desde que llegó ayer —insistió el diácono—. ¿Es otro pleito en las baronías? ¿Quién os la envía?
—Es una vieja deuda… Que Dios me ampare —respondió con aire ausente Climent—. Estoy bien, Joan. Puedes retirarte, no tardarán en llamar a laudes.
El diácono respetaba demasiado al juez para seguir acuciándolo, de modo que dejó el candil en la mesa y, en silencio, salió de la austera celda.
Climent miraba absorto la carta. La había traído un arriero desde Vilafranca, y su contenido había revivido la vieja pesadilla: esa noche, la figura lo había señalado, acusadora. Era la advertencia de un alma atormentada que le exigía cumplir una vieja promesa.
En cuanto posó los pies descalzos sobre las rasillas del suelo, el frío lo despejó. Se levantó lentamente de la cama, pero, aun así, sus anquilosadas rodillas le dolieron. Iba camino de los sesenta años y cada vez le resultaba más molesta la humedad de Barcelona. Su vista y su salud mermaban; sin embargo, Dios aún tenía tareas para él.
Como pudo llegó hasta la mesa, de donde tomó la carta de Oria de Tramontana. Nunca compartió con nadie cuán demoledora le resultó la experiencia en el castillo de Olèrdola. Cada día revivía el abrazo de los dos infantes desnudos, amoratados, sumergidos en el agua gélida de la cisterna. Había dirigido la ordalía de albats, y para conjurar la culpa que lo concomía se dedicaba en cuerpo y alma a impartir justicia. A pesar de todo, no había sido suficiente.
Acercó el pergamino a la llama y observó cómo ardía. No era un hombre valeroso y sus fuerzas iban menguando, pero no podía ignorar el ruego de la pubilla de Tramontana. Sabía que causaría la ira de hombres poderosos y que el cielo le cerraría sus puertas por desafiar a Dios, pero sólo así hallaría un poco de paz en el invierno de su vida.
Sopló para esparcir las cenizas y se lavó la cara con agua de una jofaina. Aunque era noche cerrada aún, tenía mucho que hacer.
Una de las funciones sagradas del rey de Aragón y conde de Barcelona era impartir justicia en las ciudades y las villas bajo su dominio directo. También era, entre los nobles, primus inter pares, árbitro en un precario equilibrio de fuerzas, y sus decisiones podían causar ríos de sangre, o bien evitarlos.
Juzgar era una tarea compleja, a menudo tediosa y sobre todo muy delicada, por eso los reyes y los nobles confiaban en el consejo de los jueces y los sabios para fundamentar sus decisiones. Era necesario conocer los fueros y las franquezas de las ciudades, las costumbres y las normas del antiquísimo Liber Iudiciorum, el magno texto legal de los visigodos que muy pocos dominaban. Con tales conocimientos se podía limitar el arbitrio y los abusos de aquellos que tenían poder y podían ejercer la violencia sobre otros.
A Guillem Climent, criado en el monasterio de Ripoll, se lo consideraba el último representante de la respetada escuela jurídica de Barcelona, de tradición secular, y su talento se equiparaba al de juristas como Bonsom o Ponç Bofill. Era clérigo tonsurado y doctor parvulorum que ejercía como maestro de Retórica en la escuela catedralicia de la Ciudad Condal. Y además de ser un profundo conocedor del Liber, también lo era de los Usatges de Barcelona.
Con los años, se había convertido en el primer juez de la curia del veguer de Barcelona, el órgano que administraba justicia en nombre del rey en la ciudad y el territorium circundante. Climent firmaba en las sentencias como iudex palatii. No obstante, su prestigio como sabio en derecho también lo llevaba a arbitrar en las baronías feudales y en la corte del conde de Urgell. En ocasiones, acudía a la prestigiosa escuela jurídica de Jaca e incluso a la curia del rey Alfonso VIII de Castilla.
Con todo, su mayor logro, el que le granjeó la amistad del rey Alfonso de Aragón, era la redacción de la histórica constitución de la Paz y Tregua firmada en Fondarella en 1173. Muchos caballeros, guerreros e incluso nobles vivían del saqueo y la extorsión en masías y otros dominios, aun en tiempos apacibles. Durante dos siglos, sólo los obispos y abates habían promulgado aquellos documentos para proteger las iglesias y las sagreras que las rodeaban, así como para mantener la paz en ciertas fechas del calendario jurídico.
La de Fondarella era la primera Paz y Tregua del rey de Aragón. Prohibía las cabalgadas y la violencia contra los súbditos de toda condición, desde Salses hasta Tortosa y Lleida. Muy pocos nobles con tierras se habían adherido, pero para el iudex Climent era el único modo de detener los abusos de los señores. Por aquel entonces sólo habían pasado tres años desde la ordalía de albats y seguía obsesionado con proteger a los más débiles. Eso serenaba su espíritu.
Desde Fondarella, el rey no era sólo el jefe de los ejércitos, dedicado a expandir su territorio; ahora era también el garante de la paz y protector de sus súbditos. La Paz y Tregua debía cambiar la manera de vivir en aquel territorio.
A partir de entonces, el iudex Guillem Climent formó parte del limitado círculo de consejeros del rey Alfonso y gozaba de una excelsa reputación en Barcelona. Cuando aquella mañana anunció que se retiraría por un tiempo en el monasterio de San Cugat del Vallés, sorprendió a los oficiales del palacio Condal, pero el rey estaba en Zaragoza y nadie fue capaz de disuadirlo, ni siquiera el obispo Bernardo de Berga.
El día siguiente, al alba, celebró misa con el cabildo catedralicio y descendió a la cripta de Santa Eulalia, dentro de la seu. En el silencio de la oscura capilla, se echó en el suelo y lloró ante la tumba de la mártir. Nunca se había permitido hacerlo, pero la incertidumbre lo reconcomía.
Una ordalía era la manifestación de la voluntad divina; sin embargo, el propio Dios lo había condenado a una vida ensombrecida por el remordimiento. ¿Cuál era entonces Su voluntad? ¿Se manifestaba o no en las batallas judiciales? Y la cuestión más angustiosa: ¿debía respetar el juicio de Dios o enmendar lo que consideraba un error?
Se sentía al borde de un abismo. Los peregrinos que pasaban por Barcelona explicaban que en otros lugares del orbe el pensamiento cambiaba. En los monasterios se traducían del árabe obras de un antiguo filósofo griego apenas recordado hasta entonces, Aristóteles, y nunca se habían suscitado tantas dudas sobre el proceder de Dios. ¿Podía la humanidad regirse por la razón en vez de por el timor Dei?
En la cripta de Santa Eulalia, Guillem Climent tomó la decisión más importante de su vida. Cogió su cayado y se marchó para asumir el misterioso destino que Dios había dispuesto para él en el ocaso de su vida.
La condena
Tres días después de salir de Barcelona por el Portal Nou y seguir hacia el sur por la estrada Moresca, el juez Guillem Climent avistó el cerro de Olèrdola que dominaba las colinas de encinares y los extensos campos de cultivo.
El fértil territorio al sur del río Llobregat pertenecía en su totalidad al rey, pero desde hacía siglos estaba bajo el dominio feudal de los Santmartí y de varios castlans a cargo de los castillos y torres de defensa. Con el tiempo, se había conformado una intrincada red de señores unidos por vasallaje y parentesco, con extensas clientelas de caballeros e hidalgos. Los señores constituían un estamento militar que necesitaba de muchos recursos y rentas para mantenerse, lo que facilitaba los abusos y la violencia sobre las masías y aldeas, que, para protegerse, aceptaban someterse como siervos de la gleba.
Guillem miraba apenado masías arrasadas, con sus campos abandonados. No tardarían en ser entregadas a nuevos payeses, pero en peores condiciones serviles. Había ocurrido durante las cuatro últimas generaciones en todas las tierras que los barones y otros señores gobernaban. La paz de Fondarella estaba lejos de cumplirse.
El iudex ascendió el deteriorado camino hacia el cerro de Olèrdola. Llegó a la pequeña ciudad de casas de piedra, delante de la recia muralla del recinto del castillo. Dentro estaba la parroquia de San Miguel, el castillo y la cisterna excavada, pero no tenía intención de entrar. Se limitaría a preguntar a algún vecino cómo llegar a la masía de Tramontana y a confirmar si los sombríos rumores que había oído eran ciertos.
El deterioro del emplazamiento extramuros lo sobrecogió. Transitó por una calle abrupta y pedregosa. Había demasiadas casas vacías, muchas reducidas a escombros.
Una niña totalmente desnuda y sucia surgió de una esquina y se quedó mirándolo sorprendida. Detrás llegó una anciana harapienta con la cara medio oculta bajo un pañuelo. Al ver al juez frunció el ceño, recelosa. Lo escudriñó con descaro y de pronto su rostro se retorció de odio.
—¡Me acuerdo de vos! —Escupió y se llevó a la niña tirando de ella.
Aunque era mediodía, Guillem no vio a nadie más, de modo que siguió a la anciana. Debía hablarle. Llegaron a la iglesia de Santa María, en el extremo del poblado. Alrededor, el suelo era rocoso y estaba lleno de tumbas excavadas. Las pequeñas losas delataban que se trataba de sepulcros de niños recién nacidos, y entonces recordó que llamaban a aquel lugar el pla dels Albats. Se estremeció.
La anciana se detuvo entre los sepulcros y se volvió hacia el clérigo. Tenía una mirada febril, y el hombre no se acercó más. Había mujeres terribles, ajenas a los dictados de la Iglesia, y aquélla podía ser una de ellas, se dijo.
—Hace años permitisteis que la miseria llegara a esta tierra, juez… ¿Para qué habéis vuelto?
—Busco a Oria de Tramontana —respondió con cautela—. Sé que aún vive.
La anciana profirió una risa cascada, llena de desdén.
—¿Vivir? ¿Qué es vivir?
—¡No he venido a escuchar desvaríos, anciana! —espetó el juez disimulando la turbación—. ¡Podría ordenar que te cortaran la lengua!
—A veces vivir se parece más a estar muerto. ¡Mirad el poblado! ¿Diríais que en él hay vida?
—¿Qué ha ocurrido?
—Desde el juicio del agua, el castlà Ramón de Corviu y su maldita esposa se creen llamados a mayores honores. Su ansia es insaciable. Las cargas que imponen a los lugareños son insostenibles y la gente huye durante la noche. Id a la muralla y lo veréis. ¡Esas almas os esperan para llevaros al infierno!
La anciana se descubrió. Tenía la cuenca de un ojo vacía. Guillem retrocedió.
—Los clérigos de aquí llaman a esto ius maletractandi, el derecho del señor banal a castigar y mutilar a sus siervos si abandonan las tierras asignadas o no cumplen con sus pagos. Mi familia se arriesgó a huir, pero los soldados nos alcanzaron. Sólo se salvó mi nieta, y a mí el castlà me dejó así.
—¿Dónde está la masía de Tramontana? —inquirió sin querer responder a la pregunta que le quemaba como hierro candente.
—Ramón de Corviu no ha logrado apropiarse aún de esas tierras, pero las ha castigado tanto que han enfermado junto a su pubilla. Ahora allí todo son sombras y podredumbre.
La anciana se acercó al clérigo con una mueca espantosa.
—¡Apartaos! —exclamó el iudex, y retrocedió tropezando entre las tumbas.
—¡Os maldigo, juez Guillem Climent! Si habéis venido en busca de un poco de paz, no la encontraréis. ¡La culpa os roerá incluso cuando vuestros huesos sean polvo!
El iudex cayó en la cuenta de que no veía a la niña. Sólo estaban ellos dos entre las pequeñas losas sepulcrales. Y, aterrado, huyó del pla dels Albats.
Se dirigió a la muralla, y cuando vio las cabezas clavadas en picas sobre el muro, se le heló la sangre. Huir de las tierras y las casas dadas en tenencia a los siervos de la gleba era la mayor de las faltas, pues mermaba el sustento de sus señores.
Desde la torre circular que se alzaba junto a la puerta de la muralla, un soldado le señaló qué sendero debía tomar al llegar al llano. Climent, aturdido y agotado, comenzó el descenso.
Al atardecer, en la vasta llanura del Penedés se levantó viento. El juez Guillem Climent coronó una colina con dos esbeltos cipreses en la cima, símbolo de que se ofrecía hospitalidad a los viajeros. Según el soldado, hasta donde alcanzaba la vista era Tramontana. Ahora los dos árboles eran vigilantes de un reino de sombras.
La anciana tuerta se lo había advertido, pero el clérigo no se esperaba encontrar semejante desolación. Compungido, oteó los campos yermos, llenos de maleza. Los viñedos y los olivares estaban cubiertos de matorral. Los bancales de manzanos y almendros se veían agostados, y el encinar que llegaba hasta el barranco frente al cerro de Olèrdola era un bosque enmarañado e impenetrable.
Sólo se oía el aullido del viento cuando pasó ante cercados y cobertizos derruidos. El camino atravesaba una pequeña aldea donde habían habitado las familias de payeses encargados de las tierras. Incluso tenía una pequeña ermita. En el pasado se pensaba que la aldea recibiría del rey una carta puebla, pero la carta nunca llegó y fue abandonada, aunque las casas seguían en pie.
Climent sintió miedo. Todavía estaba a tiempo de regresar a Barcelona y proseguir con su vida privilegiada de iudex palatii. Sin embargo, la carta de Oria le pesaba en el alma. Debía de habérsela redactado un clérigo casi iletrado, pues mezclaba el latín con la lengua vulgar; aun así, la petición salía de las entrañas de la mujer: si salvaba a uno, salvaba a todos los que vivieron allí.
Siguió adelante por la vieja calzada y, tras un cuarto de milla, dobló un recodo y vio al fin la masía de Tramontana. La casa estaba fortificada, pues se había construido cuando el lugar era aún frontera con Al Ándalus. Era un rectángulo recio con techumbre a dos aguas, unido a una soberbia torre de defensa. La fachada contaba con aspilleras, ventanas lobuladas y las esquinas estaban reforzadas con grandes sillares. A la entrada principal se había añadido un soportal con cuatro arcos sostenidos con antiguas columnas de piedra. La maleza lo invadía todo y la frondosa enredadera que cubría el lienzo de la torre se había secado. También había corrales y graneros, en ruinas. La única señal de que la masía no estaba abandonada era una estrecha senda, abierta entre los matojos a base de pasar por allí, que llegaba hasta el pórtico y al pozo de piedra con abrevadero.
El juez creyó ver a alguien en una ventana de la torre, una mujer, pero una ráfaga de viento lo cegó. Al mirar de nuevo, la halló cerrada con tablones de madera. Sobrecogido, se dirigió hacia el soportal. Las piedras tenían marcas de juegos infantiles, surcos de afilar y varias cruces. Signos de una vida rebosante arrebatada. Seguía bajo la arcada cuando la enorme puerta remachada con cabezas de clavos se abrió con un chirrido. Climent dio un respingo. Del oscuro interior salió un recio sarraceno de unos cincuenta años. Tenía la tez olivácea y vestía un albornoz pardo. El clérigo se preguntó si sería el mismo hombre que sostuvo a Oria tras la ordalía; no podía asegurarlo.
—Ella os espera —dijo, con el semblante hosco y un extraño acento.
Antes de que Climent pudiera abordarlo, se alejó por la senda como si tuviera un cometido urgente.
El juez, nervioso, accedió a una estancia en penumbra, grande como la de un castillo. Reparó en las gruesas vigas del techo. Era una masía formidable. Al fondo, vio un enorme hogar de piedra apagado y una mesa larga con banquetas. El polvo lo cubría todo. De una puerta surgió entonces una figura.
Climent se estremeció. Era una mujer madura vestida al modo sarraceno y cubierta con un velo. Le señaló una puerta invitándolo a pasar, y el juez accedió por ella a la torre. Había toneles y un viejo lagar para pisar uva. De allí una escalera de madera permitía subir a la primera planta.
Una vez arriba, supo que la había encontrado. Estaba en una estancia cuadrada y diáfana donde reinaban las sombras y olía a polvo. Los tablones del suelo crujieron cuando avanzó hasta un camastro con dosel, ocupado por una mujer inmóvil.
Conmovido, contempló a Oria de Tramontana. Habían transcurrido doce años desde la última vez que la vio. No habría alcanzado la treintena aún, pero su melena era ya blanca como la nieve. Sus rasgos angulosos apenas conservaban la belleza que Climent recordaba y tenía la piel macilenta, con profundos cercos oscuros alrededor de los ojos. Su extrema delgadez llamaba la atención bajo la túnica verde. Estaba enferma, y el clérigo no habría sabido decir si respiraba o no.
—¿Oria? —preguntó con la garganta seca.
La mujer no se movió. Sin embargo, cuando el juez se disponía a insistir, Oria ladeó la cabeza y alzó los párpados. En sus pupilas, de un azul profundo, el hombre vio un cerro nevado y una cisterna. En su mente resonaron los chillidos infantiles y se afligió.
—Por fin estáis aquí… —murmuró la mujer, enigmática—. Ha llegado el momento.
De pronto Climent notó una punzada en la baja espalda que le dolió. Alguien lo presionaba con la punta de una lanza o una espada. Se quedó inmóvil, desconcertado. Pensar que todo podía ser una simple venganza lo desalentó.
—Robert, baja la azcona —ordenó Oria con voz débil, pero en tono imperativo—. Este hombre es el juez Guillem Climent de Barcelona, y es nuestro invitado.
El mensajero
Era un día extraño en Olèrdola. Blanca de Corviu lo presintió cuando un soldado anunció la llegada de un clérigo de Barcelona que se dirigía a la masía de Tramontana. A sus trece años, todo lo que tenía que ver con aquella masía le interesaba.
Había subido a la torre romana anexa al castillo y por la ventana del norte veía, más allá del barranco que rodeaba el cerro de Olèrdola, toda la fértil planicie hasta las lejanas montañas de Montserrat. Allí estaban las tierras de Tramontana, una mancha parda de campos descuidados; una tierra herida.
Blanca se miró las manos. En la izquierda le faltaba el dedo anular y una falange del índice; en la derecha, dos falanges del meñique y una del corazón. También le faltaban algunos dedos de los pies. Eso y sus pupilas de un azul muy claro eran las secuelas de haberla sumergido con sólo un año en las aguas gélidas de la cisterna romana. Estuvo a punto de morir; fue un milagro que únicamente hubiera sufrido la congelación de los dedos.
Compartía tales estragos con el otro niño de la ordalía de albats, que vivía en Tramontana y tenía, como ella, trece años. Las ancianas contaban que ambos se abrazaron en el agua y que eso los había unido para siempre, como dos mitades, pero Blanca jamás había visto al muchacho. Los soldados del castillo decían que tenía los ojos incluso más claros que ella, tanto que su mirada causaba inquietud. Se llamaba Robert de Tramontana, pero en Olèrdola lo conocían como el Condenado, pues Dios lo rechazó del agua exorcizada. Aunque Blanca sí se sumergió, nunca se había sentido bendecida en su familia.
Sólo una vez estuvo cerca de la masía. Se escapó y llegó hasta la colina de los dos cipreses, pero tuvo miedo de adentrase en las tierras desoladas y no se movió hasta que los soldados la encontraron. Su madrastra, Saura de Cabrera, la castigó con el fuste.
Unas voces la sacaron de sus pensamientos. Desde la ventana, vio ante la puerta del castillo a un hombre recio vestido a la manera sarracena. Adusto, pedía a la guardia hablar con el castlà Ramón del Corviu. Al oír que venía de Tramontana, Blanca se abalanzó hacia la escalera de mano para bajar de la torre. Algo estaba ocurriendo.
El castillo de Olèrdola era pequeño y austero. La planta baja era una única aula comunicada con la torre, donde hacían vida los señores y se celebraban las audiencias; bajo ella sólo había un sótano que utilizaban como almacén. Frente al hogar, Blanca halló a su padre y a su madrastra, así como a su hermanastro, Arnulf, de doce años.
El castlà de Olèrdola la miró con expresión severa, pero fue Saura la que habló.
—Nadie te ha llamado, Blanca. Vuelve arriba.
A Blanca ya no le afectaba la frialdad de su voz. No recordaba una palabra cálida ni un gesto de afecto por parte de Saura. Era una dama acomplejada por su condición de bastarda, algo que le impedía sentirse como una igual en la poderosa familia de los vizcondes de Cabrera. Y había transmitido su arrogancia a su hijo, Arnulf. El muchacho jamás había tenido a Blanca como hermana; ella sólo era el obstáculo para ser el siguiente castlà de Olèrdola, así como el señor de todas las tierras y los siervos de la familia. Estaba pactado que la primogénita renunciara a sus derechos de pubilla cuando firmara esponsales con algún caballero y se marchara para siempre. Pero sus manos mutiladas causaban un recelo supersticioso en los candidatos, y la cuestión se retrasaba a pesar de que estaba, prácticamente, en edad núbil.
Consciente de su destino, Blanca era cada día más osada, y Saura destilaba odio.
—Viene un hombre de la masía de Olèrdola y quiero oír qué dice —replicó
Tras un espeso silencio, Saura se acercó. Lucía una túnica negra y una toca. A Blanca le repugnaba su rostro anguloso y aquella tez tan pálida que revelaba las venas azuladas bajo la piel. La hija bastarda del antiguo vizconde de Cabrera rozaba ya los treinta años y había perdido la lozanía que hechizó a Ramón tras enviudar de Leonor de Corviu. Su delgadez extrema y su aspecto de ave rapaz causaban inquietud.
—Te he dicho que éste no es tu sitio, niña —espetó, y sus ojos verdes la miraron con rechazo.
—Es mi castillo —opuso Blanca, demasiado altiva.
Saura le propinó una sonora bofetada. Arnulf dejó escapar una risita. Blanca miró a su padre con ojos temblorosos, pero Ramón, sentado ante el fuego, apartó la mirada sombrío. Su indiferencia era lo único que la joven aún no había logrado superar. Durante años la había desgarrado verlo jugar y atender a su otro hijo mientras ella sólo recibía alimento y frialdad. Había llorado muchas veces sobre el sepulcro de su madre, en la iglesia de San Miguel, hasta que decidió rebelarse contra aquel desprecio.
—Tu única tarea aquí es que ensayes los modales para agradar al nuevo candidato que llegará en dos semanas, Pere de Rades. Ni Olèrdola ni Tramontana te incumben, niña.
—¡Tramontana sí! —replicó la muchacha alzando las manos mutiladas.
—¡Retírate, Blanca! —ordenó su padre, cansado de aquel pulso.
En la puerta aguardaba el sarraceno para entrar. Blanca notó que el castlà estaba nervioso; parecía conocer al visitante. Se resistió a obedecer. Toda su vida había girado en torno a una ordalía rodeada de enigmáticas cuestiones que nadie le respondía. Ahora dejaba atrás la infancia y necesitaba saber quién era.
Alguien, a su espalda, le colocó las manos en los hombros.
—Vamos, Blanca, no ofendas a tu padre.
Era Jacob de Girona, un siervo judío que administraba los bienes del castlà y se dejaba la vida para evitar que Ramón y Saura causaran la ruina en las finanzas del castillo. Para Blanca, el anciano judío era lo más parecido a un padre en cuanto a afecto y apoyo.
—¿Por qué? —gritó Blanca, a punto de llorar—. ¿Qué ocurre?
Entonces, sin permiso, el esclavo sarraceno entró en el aula y habló en voz alta.
—Es la legítima pubilla del castillo de Olèrdola. Tal vez sí deba saber que Oria de Tramontana se está muriendo.
—¡Fuera de aquí, he dicho! —estalló Ramón, puesto en pie con la cara contraída.
Blanca, afectada por la cólera de su padre, salió del castillo llorando.
Una antigua promesa
Robert, baja la azcona —ordenó Oria con voz débil pero en tono imperativo—. Este hombre es el juez Guillem Climent de Barcelona, y es nuestro invitado.
Me resistí a obedecer.
El desconocido que había entrado en nuestras tierras se hallaba ante el lecho de mi madre, que llevaba postrada muchos días, aunque no era la primera vez. No obstante, esa recaída parecía peor y no dejaba de toser. Yo estaba muy asustado.
Tenía al intruso a mi merced. Aquel hombre no podía buscar refugio en esa estancia de la torre, donde sólo estaba el lecho. Así la azcona con más fuerza y separé las piernas para mantenerme equilibrado, como me había enseñado nuestro esclavo Hakim; el sarraceno había sido almogávar y sabía de lo que hablaba. El clérigo ni siquiera se atrevía a moverse.
—Obedéceme, Robert —insistió mi madre, y buscó mis ojos.
—¿Y si quiere haceros daño? —pregunté, confuso.
—Ha venido porque yo se lo pedí. Es un juez del rey y debes tratarlo con respeto.
El hombre se volvió hacia mí. Era un anciano de constitución débil, aunque de aspecto saludable. La tonsura le abarcaba casi toda la cabeza y su escaso cabello era blanco, como su fina barba. Tenía la piel del rostro pálida y arrugada, pero sin mostrar los estragos del viento y el sol. El polvo del camino se le había adherido al hábito y parecía agotado. Al verme, su mirada brilló con intensidad.
—Sus ojos… —musitó.
—De un azul muy claro, como el hielo de la cisterna —añadió mi madre, mordaz.
Su gesto de sorpresa no me extrañó. Mis pupilas causaban esa impresión en la gente la primera vez que las veía. En Olèrdola, algunos me temían.
—Mirad también sus manos —siguió mi madre—. No pudieron resistir el frío. Cuando llegamos a la masía ya tenía los dedos muy mal. Un galeno tuvo que amputar… Fue horrible.
No me gustaba que me las miraran. Me faltaban las primeras falanges del meñique, el anular y el corazón de la mano izquierda; en la derecha, todo el anular y dos falanges del meñique.
El clérigo contrajo el gesto, pero no por repulsa; más bien percibí en él dolor, como si le hubiera clavado hasta el fondo la punta de la azcona.
—Contemplar a este muchacho es un milagro —adujo el hombre, conmovido.
—Robert vive, pero Tramontana murió ese día —afirmó mi madre con voz cansada—. El castlà Ramón de Corviu hizo uso del derecho de hospedaje para forzarme a que le cediera la propiedad, como habían hecho las otras masías. Él y sus hombres venían a menudo; a veces eran decenas y tomaban cuanto se les antojaba. Esquilmaban las bodegas, los graneros, los corrales… Y eso sólo fue el principio. —Parecía a punto de llorar, pero no lo hizo; mi madre nunca lo hacía—. Cuando Robert tenía tres años, Ramón afirmó tener más derechos sobre la masía y también a los malos usos, mals usos, que los nobles imponen a los siervos de la gleba. Ya no se molestó en invocar un juicio; se creyó que estaba en el derecho de cabalgar hacia la masía. Atacó la aldea de los payeses y se llevó cautivos a varios. Para liberarlos, claudiqué y acepté a Corviu como señor banal, ya sabéis, como dueño de rentas y derechos, pero no de la propiedad de Tramontana. Ese yugo ha ido devorando lo que teníamos.
—Un señor no puede destruir la fuente de su sustento.
—Lo que quiere son las tierras para dárselas a sus vasallos, como hacen los señores feudales. Habréis pasado por delante de la aldea y los cobertizos. Los payeses se marcharon a Olèrdola y a Vilafranca. Aquí no queda nada, pero las tierras siguen siendo de los Tramontana.
Mi corazón latía con fuerza. No recordaba a mi madre hablar tanto desde hacía mucho tiempo. Todo era muy extraño y sus palabras me asustaban. Ella hizo amago de incorporarse y el clérigo se acercó al lecho. Estuve a punto de atacarlo de nuevo con la azcona, pero sólo la ayudó a acomodarse.
—He visto la tierra condenada —musitó el clérigo.
—¿Os acordáis de lo que os susurré el día de la ordalía, juez?
—Me preguntaste por qué Dios te castigaba de ese modo.
—Entonces dijisteis una palabra.
Climent bajó el rostro, estremecido.
—Iniquitas, eso es lo que dije: injusticia.
—Desde aquel momento me he preguntado por qué a un juez de vuestro prestigio le resultaba injusta una prueba de Dios. Necesito saberlo, pues el tiempo se me acaba.
El clérigo frunció el ceño y tardó en responder.
—Flaqueé —dijo al cabo, y vi que se angustiaba—. Desde hace siglos se habla de la ley de los tres órdenes: la humanidad se divide en oratores, al servicio Dios; bellatores, que son los hombres de la guerra; y laboratores, labradores cuyo cometido es procurar sustento a todos. El payés debe proporcionar al señor feudal lo que requiera a cambio, simplemente, de que éste lo defienda de los enemigos.
—¡Un equilibrio que los nobles han corrompido para esclavizar a los laboratores!
—En aquel instante, ante la cisterna, recordé que no siempre ha sido así —aseguró el juez Guillem Climent con gravedad—. Los juristas sabemos que en la antigüedad las gentes libres recibían el mismo trato ante la ley, todos bajo la autoridad del emperador romano. Los jueces buscaban la verdad mediante pruebas y principios, sin ordalías ni batallas judiciales. Existe una ciudad en Italia donde desde hace unas décadas se estudian de nuevo esas leyes, y quizá algún día el mundo vuelva a recibirlas como un regalo de Dios.
Yo no entendía nada, pero mi madre asentía pensativa. No me gustaba su gesto interesado. La sensación funesta de que iba a ocurrir algo era cada vez mayor. Deseaba que el clérigo se fuera y que regresara el ambiente silencioso de siempre.
El juez prosiguió. Le temblaban los ojos.
—Aquella mañana, en el juicio del agua, mi alma se quebró. Habíamos invocado a Dios, pero no sentía su presencia. ¡Sólo era un ritual sin sentido, un acto aberrante más próximo a la superstición que a un proceso judicial! —Unas lágrimas aparecieron en sus ojos—. ¡Yo dirigía una injusticia amparada en leyes caducas que ya no merecen serlo!
—Era un juicio de Dios; dudar de él es grave —indicó Oria con el ceño fruncido.
—Temo haberme condenado por falta de fe —reconoció el hombre—, pero ni un solo día he dejado de lamentarme por haberlo permitido.
—Ambos sabemos lo que pasó antes…
—¡Un juez no puede ser cobarde, y yo lo fui!
Guillem Climent se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. Mi madre calló, me miró con intensidad un instante, para luego perderse en el ambiente umbrío de la vieja torre. En una casa donde reinaban el silencio y los secretos, yo había aprendido a descifrar los pensamientos en los gestos y las miradas, aunque no supiera ponerles nombre ni describirlos. Los esclavos sarracenos decían que era mi don. Por eso estaba tan asustado: enseguida iba a saber lo que ocurría.
—¿Para qué me has pedido que venga, Oria? —preguntó el juez cuando se serenó.
—Debía saber si al recordar el juicio aún sentíais la iniquitas. Me estoy muriendo, juez Guillem Climent, y quiero que os hagáis cargo de Robert, que lo eduquéis para que pueda comprender algún día que lo que le ocurrió no fue por su culpa… ni voluntad de Dios. Fue una injusticia nacida de la crueldad y la codicia del castlà Ramón de Corviu.
De la impresión se me cayó la azcona.
—¡Madre!
Me ignoró. Sentí un arrebato de odio hacia el juez. Por su culpa, tenía unas manos mutiladas y me llamaban el Condenado. Debí haberlo ensartado con la azcona apenas lo vi. La rabia anegó mis ojos mientras seguían hablando, ajenos a mí.
—Pero ahora los Tramontana ya no sois libres —advirtió el juez—. Robert es el hereu y no puede dejar la tierra sin que el señor banal lo redima de sus servidumbres. La muralla del castillo de Olèrdola está llena de cabezas de siervos en picas.
Eso sí podía entenderlo. Los ajusticiados eran siervos que habían abandonado las tierras que trabajaban sin pagar. El cura de Santa María de Olèrdola decía que, como eran propiedad del señor, éste podía hacer lo que le placiera con ellos. Era justo.
—Necesito convencer a Ramón de Corviu para que redima a Robert a cambio de parte de las tierras y podáis llevároslo —dijo mi madre con determinación, y el terror me dominó—. Vos negociaréis en mi nombre por ser hombre del rey… Confío en que el castlà cederá. Tomaréis a mi hijo bajo vuestra tutela y dispondréis de los depósitos que guarda un banquero de Barcelona para pagar su manutención y sus estudios. Quizá algún día siga vuestros pasos y se convierta en juez. Él sí posee el valor que a vos os falta.
—¿Estás segura de entregármelo?
—Los únicos parientes que Robert tiene viven en algún lugar entre Castilla y León. Otros en la frontera de Tortosa. Jamás los he visto.
Mi madre se cubrió la boca con la mano y tuvo un acceso de tos. Luego trató de ocultar sin éxito el esputo de sangre que había en su palma.
—Mi hijo pronto se quedará huérfano —señaló llena de tristeza.
El juez me miró con lástima. Mi madre se apagaba como una lámpara sin aceite. No existía para ambos más camino que aquél. El miedo y la incertidumbre me atenazaron. Quise protestar, pero ella me lo impidió con un gesto seco. No quería escucharme.
—Iniquitas… —señaló el juez al fin—. Cumplir tu voluntad será mi redención, Oria de Tramontana.
Mi madre se dejó caer en el jergón, exhausta pero aliviada. De los pliegues de la sábana cogió un lirio. Solía tener siempre cerca alguno.
—Rezad conmigo, juez Climent. La noche se acerca…
—¡Madre! —exclamé, lloroso y angustiado—. ¿Por qué no me escucháis?
La veía sufrir, y creí que rectificaría, pero al final sus palabras me helaron el alma.
—Debes prepararte para marchar, hijo. Será para bien, confía en mí.
Bajé la escalera llorando de rabia y miedo, ajeno a los crujidos de la madera carcomida. Tramontana agonizaba, pero yo tenía trece años y no pensaba irme. Escapé hacia el encinar que se extendía detrás de la masía. Quería pensar que, cuando regresara, aquel maldito anciano se habría ido de nuestras tierras para siempre. Sin embargo, la intuición me decía que no sería así.
El sepulcro de Leonor de Corviu
Blanca entró en la iglesia de San Miguel de Olèrdola, vacía y en penumbra, y se dirigió hacia el lado del evangelio. Era un pequeño templo de nave única y cabecera cuadrada construido sobre la roca y decorado con viejas pinturas al fresco. Allí se hallaba la tumba de su madre, un sarcófago de piedra con los pigmentos cuarteados colocado en el muro lateral, un arca con un sencillo relieve de flores.
De nuevo habían dejado un lirio blanco sobre ella. En invierno eran azules y en primavera blancos. No había conseguido averiguar quién los dejaba, pero eran muchos los habitantes de Olèrdola que apreciaban a Leonor de Corviu. Tanto su madre como su abuela, que también se llamaba así, habían tratado de devolver al castillo y a la ciudad la prosperidad perdida tras el ataque de las hordas almorávides a principios de siglo. Concedieron tierras y exenciones para retener a los payeses. Exigían los pagos en las fechas convenidas según la costumbre, pero sin ejercer el ius maletractandi.
Durante mucho tiempo, los señores de Corviu y los Tramontana tuvieron una estrecha relación. Estos últimos proveían el mercado de Olèrdola y pagaban el portazgo y otros privilegios, sin ser molestados.
La muerte de la madre de Blanca lo cambió todo. Su padre, Ramón, llamado de Picalquers antes de casarse con Leonor, seguía siendo el hidalgo segundón de carácter tosco de siempre, el guerrero que veía la vida como un combate. Consideraba deshonroso administrar bienes, como los judíos. A su entender, lo natural era tomar lo que necesitara para mantener su casa y a su soldada; lo merecía por haber luchado en la cruzada contra el infiel, como bellator que era.
Ramón nunca se entendió con Leonor. El enlace fue una imposición del señor feudal de Olèrdola a dos de sus vasallos. Según los siervos, se detestaban, y él ya estaba encamado con Saura de Cabrera antes de que Leonor falleciera. Ramón acompañaba a su señor Guillem de Santmartí cuando éste visitaba a su primo el vizconde Ponce III de Cabrera en su castillo de Montsoriu, en el corazón del condado de Girona. Allí conoció a Saura, la hermana bastarda.
Blanca podía entenderlo. Ella tampoco se casaría por amor. Sin embargo, lo que no lograba entender era por qué su padre no la quería. Era su hija primogénita y la había expuesto a la muerte en una cisterna helada. A pesar de haber vencido en la ordalía que resultó tan beneficiosa para el castlà, ella siempre había tenido la sensación de ser un estorbo para él.
Ahora no podía dejar de pensar en el sarraceno con aspecto de guerrero que había llegado de la masía de Tramontana. El hombre no se había amilanado ante su padre y le había anunciado que Oria se moría. Desde ese momento, la muchacha tenía el presentimiento de que todo iba a cambiar.
En el silencio oyó un tintineo y, sorprendida, se volvió. Vio a su padre bajo la luz vespertina que entraba por la puerta. Iba cubierto con la cota de mallas y calzaba las huesas de montar.
—Aquí estás.
Entró. Llevaba la cofia de anillas echada hacia atrás. Olía a cuero y metal. Acudía a menudo a San Miguel, pero Blanca jamás lo había visto acercarse a la tumba de su primera esposa. Prendió una vela con la lámpara del sagrario y la dejó junto al sarcófago.
Luego se aproximó a su hija y le tomó las manos. Blanca se quedó quieta. Estaba confusa; no recordaba una caricia de aquel hombre rudo e indiferente. Le miraba los dedos mutilados y ella hizo amago de retirarlas.
—Los galenos creían que perderías las manos, pero tenías ganas de vivir.
Bajo la dura coraza de su carácter, Blanca notó un rastro de emoción.
—Padre, ¿os aflige algo?
—Aunque te habrán dicho lo contrario, yo apreciaba a tu madre. Pero Leonor era una domina de la tierra, no entendía el modo de vida de los caballeros. —Ramón no era capaz de mirar a su hija a los ojos—. Tuve que hacerlo, necesitaba más hombres, caballos...
—¿Os referís a la ordalía?
Jamás había hablado con su padre de ello. Hablar del juicio de los albats estaba prohibido en el castillo. Blanca ya no era una niña, y veía a su padre devorado por una culpa que le impedía acercarse a ella. Era incapaz de zafarse del influjo de Saura.
—Hoy cambiará todo por fin —dijo el hombre, y la soltó.
Blanca sintió que los nervios la corroían. Deseaba preguntarle qué significaban sus palabras, qué iba a ocurrir en Tramontana para que hubiera tenido aquel gesto con ella, pero no se atrevió; hacía demasiado tiempo que se sentía rechazada. El hombre abandonó el templo.
Con la espalda apoyada en la jamba de la puerta observó a los jinetes. Descendían por el camino pedregoso portando a los caballos de la brida. Ramón se llevaba a su hijo Arnulf, quizá por deseo de Saura. A sus doce años, el niño se creía el hereu y se comportaba de un modo altanero y déspota como su madre. Con ellos iban dos de los mejores caballeros del castillo.
Blanca se sintió esperanzada. Había descubierto una actitud nueva en su padre. Deseaba saber la razón y, sobre todo, que le cogiera las manos más veces. No le importaba la herencia de su madre, sólo quería ser parte de su familia.
El acuerdo
Robert, sabía que estarías aquí —me habló la anciana desde abajo.
En el bosquecillo que había detrás de la masía, una encina centenaria se había convertido en mi refugio desde niño. A horcajadas sobre una rama, miré enfadado a Fátima, la sarracena, y le lancé bellotas. Ella aguantó mi rabieta sin inmutarse. La quería como a una abuela, igual que a Hakim. Eran los únicos siervos que se quedaron en Tramontana cuando la ruina fue absoluta, y hacía años que se sentaban a la mesa con nosotros. Pero en ese momento deseaba estar solo.
—¿Te acuerdas del nido de herrerillo? —Fátima señaló la copa del árbol, con su habitual gesto sereno—. Nacieron cuatro polluelos.
—Se marcharon hace semanas —dije sombrío, sin ganas de conversar.
—Hay cosas que deben ser así, es la ley de Dios.
—¡Pero mi madre está sola y sois viejos! ¿Quién vigilará las tierras?
—Vamos, Robert, baja, que ya no eres tan niño.
Sentí vergüenza y bajé en silencio.
—¡Estás más alto que yo! —exclamó con una sonrisa—. ¡Maldita sea!
Fátima había servido en Tramontana desde niña. Crio a mi madre y ahora a mí. A través de sus ojos, la veía luchar contra su propia pena e incertidumbre.
Yo notaba esas cosas. Al asomarme a las miradas ajenas y observar sus gestos, me hacía idea de lo que otros sentían; a veces, incluso, sabía si me mentían o no. Fátima estaba conforme con mi madre aunque eso la desgarraba. Entonces me asusté de verdad y me aferré a ella.
Desde siempre había vivido aislado en la vasta masía, sin hermanos, y casi no recordaba a los últimos niños que se marcharon con sus familias. De pequeño recorría campos y encinares en soledad, como una sombra al acecho; era el último Tramontana. Observaba la naturaleza, tanto los hormigueros como los estorninos en campo abierto. Me ayudaba a no pensar en mi madre, en su eterna tristeza y la expresión distante de sus ojos, pues eso me hacía sentir culpable. Lo era, dado que no me había hundido en el agua exorcizada de la ordalía. Lo había escuchado mil veces.
Cuando crecí, el objeto de mi curiosidad pasó a ser la gente. Oculto entre los matorrales, observaba a los arrieros y los peregrinos que se dirigían a Barcelona. Espiaba sus campamentos, atento a sus conversaciones. Los había visto comer, defecar, discutir e incluso agitarse abrazados bajo las mantas.
Con once años comencé a ir a Olèrdola. Me acercaba a la recia muralla que separaba la ciudad del recinto del castillo. Me horrorizaban y a la vez fascinaban los cuerpos maltrechos de los ajusticiados. Sabía que detrás de aquel lienzo estaba la cisterna excavada en la roca donde todo comenzó. Pero nunca la había visto.
Cuando los soldados de las torres me increpaban, retrocedía y me iba por las calles tortuosas hasta la iglesia que estaba rodeada de tumbas pequeñas. Observaba a sus sombríos habitantes. Veía miedo y desolación en sus miradas. Al principio, me tomaron por un niño abandonado o vagabundo; luego, sin embargo, quizá por Fátima, que subía de cuando en cuando a Olèrdola, supieron que era el hijo de Oria. Algunos se acercaban a mí con cautela, me daban un mendrugo y me preguntaban por mi madre, pero otros me rehuían. A veces seguía a otros críos, y me contagiaba de su alegría, hasta que sus padres me veían y se los llevaban.
Hakim, siempre sincero y crudo, fue el que me reveló la razón: eran siervos de la gleba que querían marchar hacia las prósperas ciudades, pero no eran libres. La situación había empeorado mucho tras la ordalía, y algunos me culpaban.
Era Robert, el Condenado.
En ocasiones me subía a la encina e increpaba a Dios entre lágrimas. Si era culpable, ¿por qué no me había dejado morir de frío? Estuve a punto, decían. Mi madre no me respondía; vivía sumida en su oscuridad, postrada en el jergón o mirando la llanura desde la ventana de la torre. Fátima la excusaba y se hacía cargo de mí.
Con doce años había ido a Vilafranca. Espiaba las conversaciones de los lugareños sin dejarme ver. Me fijaba en sus reacciones y decidía si mentían. La gente no se comportaba como las criaturas del bosque; ocultaban su miedo y se aprovechaban unos de otros; al ocultar sus miserias, las revelaban.
Fátima me conocía bien y por eso no se molestaba en esconderme el miedo.
—Debes prepararte, Robert, ser fuerte para lo que vendrá.
—¿Es cierto que mi madre se muere? —Deseaba una mentira.
—Me temo que sí, hijo, y pido a Alá que le conceda consuelo.
—¡Se muere de pena, por mi culpa! —exclamé angustiado.
Me acarició el pelo rubio. Ya me llegaba más abajo de los hombros.
—Debería cortarte un poco esas greñas —señaló Fátima con una sonrisa nostálgica.
—No lo harás. Me gusta así —repuse retador.
Cada vez le discutía más, pero Fátima no se inmutaba.
—Te estás haciendo un hombre. Ahí fuera hay un mundo inmenso y, ¿sabes qué?, te necesita a ti, Robert. —Me cogió la cara entre las manos. Sus ojos verdes eran lo más dulce que había visto. Debió de ser muy bella de joven. Me besó la frente—. Obedecerás a tu madre. Algún día lo entenderás y desaparecerá ese peso.
Me tocó el pecho con el dedo, justo donde sentía el dolor. Cogí mi azcona, que había dejado apoyada en el tronco de la encina centenaria, y, cabizbajo, seguí a Fátima hacia la masía.
Anochecía cuando llegamos a casa. Hakim conducía al establo cuatro caballos percherones de patas cortas y pelaje azabache, bien alimentados. Sólo Ramón de Corviu y sus mejores caballeros poseían esas monturas de batalla. El sarraceno me indicó con un gesto que escondiera la azcona. Era un mal día y se pondría peor.
Nervioso, me acerqué al soportal. El olor a cuero y sudor era el hedor de los problemas. Cuando el castlà de Olèrdola y sus soldados aparecían por Tramontana, tomaban nuestra comida y derrochaban el vino. Nos gritaban y trataban con desprecio. Mi madre lo soportaba con la mirada abstraída y luego pasaba varios días sumida en una profunda melancolía.
Si aún seguíamos vivos era por Hakim. Incluso los soldados sentían respeto por el silencioso sarraceno. Ramón de Corviu quiso hacerlo su mercenario, pero Hakim jamás aceptó. Había combatido en el ejército del Rey Lobo en Xarq al-Ándalus, hasta que, por algún motivo del que nunca hablaba, huyó a la frontera y se unió a una horda de moros almogávares. Lo capturaron, y mi abuela lo compró como esclavo. A pesar de que, mil veces, tuvo ocasión de marcharse, siguió con nosotros, y aunque no estaba casado con Fátima, a mí me lo parecía.
Él me había enseñado a defenderme y, a escondidas de Fátima, habíamos practicado algunos lances con el pesado alfanje que Hakim mantenía oculto en el sótano de la torre. Pero cuando el castlà estaba en la masía, se mostraba sumiso para no provocarlo.
Ese día Ramón de Corviu había acudido sólo con dos caballeros. Oí desde fuera la voz ronca del señor; discutía con mi madre y el juez. Todo era muy extraño. Quise entrar, pero uno de los soldados me agarró de los hombros y me lanzó hacia atrás.
—No puedes pasar hasta que se te diga.
—Suéltalo, Genís. —Hakim lo miraba de un modo tal que estremecía—. Respeta al hereu de Tramontana.
—Por poco tiempo, me temo —espetó cáustico, y se alejó.
La tensión me devoraba. No sabía qué hacer. Miré a Hakim alarmado y me pidió calma con el gesto; la oscuridad de sus ojos presagiaba algo terrible.
Entonces apareció Arnulf. A sus doce años era tan fornido como su padre y tenía la mirada altiva de su madre. Me escudriñó con atención. Los dos soldados lo flanquearon.
—El famoso Robert el Condenado… —Se echó a reír con desprecio—. ¿A ver esas manos? ¡Son tan repugnantes como las de Blanca!
—¿Qué hacéis aquí? —demandé contenido.
—¡Mi padre va a quedarse tus tierras!
Sus palabras me estremecieron.
—Los Tramontana no somos siervos —repuse—. Sólo os debemos hospedaje.
Tenía ganas de llorar y me di la vuelta para alejarme.
—¿Adónde vas? ¡Yo te enseñaré cómo se presta homenaje a tu señor!
Ignoré a Arnulf, y corrió para enfrentarse conmigo.
—¡He dicho que te detengas! —rugió, y sacó una daga.
—Deja que me vaya —le pedí luchando contra la rabia.
—No. Quiero que te arrodilles, ahora…
Me resistí, y colocó la punta de la daga en mi cuello. Fátima gritó. Hakim avanzó un paso hacia nosotros y los soldados, en respuesta, asieron el pomo de sus espadas. Arnulf me miraba retador. Sólo era un niño jugando, al que le complacía la sensación de poder.
—Arnulf, no es el momento —dijo uno de los caballeros, incómodo.
—¡Cállate! —Me pinchó y, al ver mi gesto de dolor, se enardeció más—. Jura fidelidad. Apréndelo para cuando tu madre muera…
No debió decirlo. Atrapé su muñeca como Hakim me había enseñado y se la retorcí. Gritó de dolor y se le escurrió la daga, pero no lo solté hasta que dobló las rodillas y cayó al suelo. Arnulf tenía los ojos desorbitados; no entendía mi reacción. Yo era un payés y él era el hijo del castlà. Ocupábamos nuestro lugar en el orden divino.
Él jugaba, pero yo no.
—Aún soy libre y esto es Tramontana —le mascullé al oído.
—¡Robert! —exclamó Hakim, imperioso.
Al fin lo solté, y me mantuve erguido mientras Arnulf lloriqueaba y se alejaba gateando. Los dos caballeros vinieron hacía mí, pero Hakim se interpuso. De un empujón, derribó al primero y le arrebató la espada. Con un par de mandobles hizo retroceder al otro. Los tres se quedaron inmóviles y tensos. En un suspiro el sarraceno los tenía a su merced.
—¡Basta!
Mi madre estaba bajo la arcada del soportal. Llevaba una túnica negra y estaba más pálida que nunca. Tras varios días en cama, iba del brazo de Fátima para no caerse. La sombra que vi en sus ojos me angustió; las burlas de Arnulf no iban desencaminadas.
—¿Qué ocurre aquí? —bramó Ramón de Corviu tras ella—. ¡Arnulf, levántate!
—Robert, ayuda al muchacho y pídele perdón. Tú, Hakim, vete —ordenó Oria.
Le tendí la mano de mala gana. Arnulf, humillado, se levantó y me empujó. Enseguida contó a todos lo que había pasado. Lo miré con los ojos anegados por la impotencia.
—Os imploro perdón por la actitud de mi hijo, Ramón —rogó mi madre.
—¡Merece un castigo por agredir al futuro castlà de Olèrdola! —Sonrió artero—. Además, mi hijo tiene razón. Arnulf será su señor. Ya os he dicho dentro que no habrá redención.
Mi madre se contrajo, dolida. Algo no iba bien; advertí la angustia en sus ojos.
—Ramón, os imploro que recapacitéis. ¡Os he ofrecido la mitad de Tramontana para que Robert pueda irse a Barcelona con el juez! ¿Cómo podéis despreciarlo?
—No insistas, Oria. ¿Por qué he de conformarme únicamente con la mitad? —añadió con suficiencia—. Cuando tú mueras, Robert se quedará solo e indefenso. No tendrá más opción que someterse como