Nicole

Virginia Gasull

Fragmento

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1

Aún es de noche. Entre la bruma del sueño me parece escuchar un bramido sordo. Los cristales de la ventana tiemblan unos segundos. Me revuelvo entre las sábanas, aún sin distinguir si el sonido es real o forma parte de las tinieblas que envuelven mis noches. Pero a un estallido le sigue otro, y otro, y el suelo también comienza a temblar, y las paredes, y los marcos de las ventanas... Entonces despierto y, a través de la estrecha franja de mis párpados, veo los resplandores. El interior de la habitación se ilumina durante breves instantes, mostrando las siluetas de la mesa, la silla donde reposa la falda de mi uniforme y el blanco delantal colgando del gancho de la pared. Y entre el estruendo lejano y la chirriante vibración de los cristales, escucho el gruñido de Dun, mi perra. Se incorpora y me observa desde el lateral de la cama, donde siempre duerme. Me mira a mí, mira a la ventana. Varias veces. Sigue gruñendo. «Levántate», parecen decirme sus ojos. «Algo pasa, esto no es normal, levántate». Y tras una explosión llega otra, aún más cercana; y tras un relámpago llega otro, aún más brillante. Consulto el reloj, son las siete y cuarto de la mañana. Aparto las sábanas y las mantas y recibo el frío de la alborada sobre la piel de mis muslos. Me incorporo en el camastro y de mi pecho nace un suspiro amargo. Unos segundos de duda, el comienzo de una reflexión que no me llevará a nada bueno. La aparto de mi mente.

Mientras el vaho de mi aliento resplandece bajo el intermitente parpadeo, me pongo la falda y las botas, las únicas prendas que me quito cuando me voy a dormir. Me acerco a la ventana y me quedo inmóvil, y un escalofrío recorre mi cuerpo de pies a cabeza. El alba alumbra los cercanos campos cubiertos de nieve, pero a través de los temblorosos cristales oteo en la lejanía el infierno en la tierra: llamaradas de fogonazos, luces multicolores de bengalas, resplandores de explosiones. No es la primera vez que los veo sobre el cielo del amanecer; llevo más de un año en Verdún, llevo en esta cruel contienda desde su inicio.

Pero esto es diferente. Esta tempestad de sonidos y fulgores es distinta. Me quedo unos segundos contemplando el panorama, casi hipnotizada por su intensidad. Hasta que Dun ladra y me empuja la mano con su hocico. «Sí, lo sé, amiga mía, esto no es nada bueno». Entonces una potente explosión lo sacude todo. Estoy segura de que eso ha sido un 420 mm. Ochocientos kilos de acero alemán volando desde sus posiciones de artillería. Nunca pensé que podría distinguir el calibre de un obús por su estallido al tocar tierra. Después de un tiempo aquí aprendes muchas cosas. Quizá demasiadas.

Es hora de empacar mis pertenencias para la evacuación, aunque, a decir verdad, tampoco tengo mucho que guardar en mi saco militar. Doblo el uniforme de repuesto, las tres camisas y los dos juegos de ropa interior que aún cuelgan de una cuerda sobre la pequeña estufa de carbón. Una pastilla de jabón, un espejito, un cepillo y unos cuantos pasadores. Dos libros que nunca tengo tiempo de leer. Una foto de mi hijo Etienne. Varios paquetes de cigarrillos que me entregan como asignación semanal y que guardo para regalar. Y en los grandes bolsillos de la guerrera vuelvo a meter los objetos que cuando me acuesto dejo sobre la caja de madera que hace de mesilla de noche: la linterna, la navaja, la cinta de repuesto para recogerme el pelo, unos sobrecitos de azúcar y media tableta de chocolate. Miro a mi alrededor. En la oscuridad de la habitación no hace falta ni encender el quinqué. Con la intermitente luz de los resplandores puedo ver de sobra que no me olvido de nada. Listo. Dun ya me espera sentada junto a la puerta.

Salgo al pasillo y encuentro a la enfermera Berthenson recogiendo del suelo el material médico que llevaba en una bandeja. Me agacho para ayudarla.

—¡Doctora Mangin! ¡Esa explosión ha sonado muy cerca! —me dice con ojos asustados.

La intento animar forzando una sonrisa que se queda en un atisbo. La joven Helga solo lleva un mes en este nuestro hogar, el hospital nº 13 en Glorieux, el distrito oeste de la ciudad de Verdún.

—Mantenga la calma, Berthenson. Y continúe con sus tareas.

Qué firme suena mi voz, qué tranquila parezco. Qué bien disimulo la inquietud que viene acumulándose desde que hace cinco días, el lunes 21 de febrero, comenzó este bombardeo diario. Cinco días de este martilleo mecánico, de esta tormenta metalúrgica de obuses, granadas y morteros. Cinco días atendiendo a todos los heridos que han ido llegando, hasta que se nos han terminado las gasas, las vendas, los medicamentos, el alcohol, el aceite, el carbón y la leña seca. Ya no podemos ni calentar agua.

Salgo al exterior del barracón. Dun corretea de un lado a otro, nerviosa. Otro obús impacta con el terreno, y a los pocos segundos noto la vibración en el pecho, siento cómo mi caja torácica tiembla igual que los cristales de la habitación.

Me acerco a la entrada de ambulancias. Mi chófer, el soldado Fouquet, está inclinado sobre el motor de nuestro único vehículo médico, una camioneta transformada en ambulancia con seis camillas en la parte trasera.

—¿Algún problema? —le pregunto disimulando de nuevo mi inquietud.

—No, doctora Mangin. Solo una revisión rápida antes del próximo traslado —me responde Fouquet retirándose el foulard de la cara.

Tiene el rostro demacrado y sus ojos muestran un gran cansancio. Estos últimos días ha estado haciendo turnos de veinte horas de servicio, transportando a nuestros enfermos y heridos por la ruta de Bar-le-Duc hasta las tiendas de campaña de la Maison Rouge, donde los árboles del gran bosque camuflan la concentración de tropas.

—Fouquet, ¿ha podido descansar algo?

Otro gran estruendo nos hace encogernos y mirar hacia la ciudadela de Verdún. La silueta de la torre de la iglesia se recorta bajo el fulgor de las llamas.

—Apenas tres horas, doctora —contesta tras unos instantes—. Pero estoy bien —añade tras ver mi inquisitiva mirada.

Fouquet es un gran hombre. Me lo asignaron como chófer hace unos meses, cuando un civil que habíamos atendido en el hospital nos entregó la camioneta como agradecimiento. Me ayudó a convertirla en ambulancia, y desde entonces la mantiene a punto y la conduce a todos los destinos a los que le envío. Nunca se queja. Es callado, tranquilo e inteligente. Nunca le he preguntado por su edad, pero calculo que debe de parecerse a la mía, rozando los cuarenta.

Asiento, le sonrío brevemente y continúo caminando hacia la puerta principal. Me encuentro con la enfermera jefe Lebrou, que se acerca desde su barracón dormitorio y por el camino va atándose los botones del uniforme.

—¡Margueritte! —Con ella es con la única que me permito romper la estricta regla de llamarnos por el apellido.

Voluntaria de servicio en la Cruz Roja, ya estaba aquí cuando me incorporé al hospital, y durante todos estos meses de convivencia hemos forjado una buena amistad.

—Ha llegado el comandante del servicio de sanidad del ejército, el médico principal Martin —me informa.

Pero no me da tiempo a preguntarle nada. Otro

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