Flor de arrabal

Carmen Santos

Fragmento

El río

El río

Mi madre solía jactarse de que asomé la cabeza a la vida el 1 de enero de 1900, mientras las campanas del Pilar tañían con entusiasmo desde su torre. Me pusieron Florencia, Adoración, Juliana y Silvestra. Unida la retahíla a los apellidos Lacasa Gracia, al párroco que me bautizó se le debió de quedar la boca seca como el esparto. En el barrio me llamaban Florica, Flori o Flor, sin más. Entre los recuerdos de mi infancia destaca el hambre que me mordía las tripas con la saña de un perro resabiado. Dice el refrán que el hambre es lista. Yo creo que solo es cruel y nos empuja a hacer lo que jamás se nos ocurriría con el estómago lleno. Por las noches, los ruidos de mi barriga vacía competían con los resoplidos que daban mis cinco hermanos entre sus sueños inquietos y algún ronquido que otro. Dormíamos los seis en un cuarto no mayor que el vestidor donde ahora guardo los recuerdos de mis años de aplausos, flores y champán. Los chicos se repartían en tres camastros. Jorge disponía de uno para él solo por ser el mayor. A mí me correspondía un colchón de lana húmeda, encajado en la pared bajo el ventanuco que daba al patio trasero.

Vivíamos en una minúscula planta baja del Arrabal. Nuestro cubil era parte de una casucha agobiada por la humedad del Ebro, convertida por el dueño en viviendas ínfimas donde nos hacinábamos varias familias. A primeros de mes, don Roque recorría el barrio para cobrar sus alquileres. Hiciera frío o calor, siempre llevaba un traje prieto, a punto de reventar por la contundencia de su cuerpo de matón. Bajo la levita asomaba un chaleco, de cuyo bolsillo derecho colgaba la leontina de un fastuoso reloj que fingía consultar con cualquier pretexto. Los bolsillos también le servían para introducir los pulgares y tamborilear sobre la tela con los demás dedos, a la vez que separaba los codos del cuerpo para resultar más amenazante. Como si no infundiera bastante miedo verle contar el dinero en mitad de nuestra parca y oscura cocina, sabiendo que, en cuanto se marchara, padre intentaría ahogar en vino su resentimiento con la perra vida que tantos zarpazos le había dado, incluido el de haberle endosado una prole hambrienta que se comía los pocos reales que entraban en casa. Pero los rencores y las penas se crecen con el alcohol. El desafío concluía con padre asomado a una botella vacía y zurrando al primero que se cruzara en su camino.

Su modo de ganar el sustento de la familia era alquilarse para descargar las mercancías de los comerciantes que abrían sus puestos en el imponente Mercado Central, construido sobre el terreno donde antes se expandían los tenderetes entoldados del mercado de Lanuza. De madrugada, cruzaba el río a pie por el Puente de Piedra y caminaba un trecho a lo largo de la ribera, bordeando la basílica del Pilar hasta el mercado. Pasar a la otra orilla en la barcaza le habría ahorrado la caminata, pero era demasiado caro para sus bolsillos famélicos. En cuanto entraba en casa, sabíamos si había trabajado para los carniceros porque llevaba la ropa sembrada de manchas parduzcas y la cocina se llenaba de olor a sangre y sudor. Si padre veía poco movimiento en el mercado, volvía a la margen izquierda y probaba suerte con los viajeros que bajaban del tren en la estación del Norte. Durante la construcción de los edificios de la Exposición Hispanofrancesa, que se inauguró en 1908, compaginó sus actividades de mozo con las de albañil ocasional. Eso nos regaló un tiempo de tregua, pues acababa tan cansado que no le quedaban fuerzas para beber ni pegarnos. Cuando estaba de buenas nos contaba, con incongruente orgullo, cómo iba tomando forma el edificio palaciego donde ahora está la Escuela de Artes y Oficios, en cuya obra trabajaba acarreando ladrillos. Por las noches, apenas oíamos chirriar los vetustos muelles de la cama donde él y madre se dedicaban a «fornicar», según definía el bruto de Jorge el trajín de nuestros progenitores. De aquella famosa exposición solo vimos la multitud de palomas que soltaron para inaugurarla una mañana de primavera y que oscurecieron el cielo del Arrabal hasta que se perdieron en la lejanía.

Nuestra madre se consumió entre embarazos, partos malogrados, crianzas, los lavaderos donde hacía la colada para señoras ricas de la calle Alfonso y los cuartos de plancha en los que, según me contaba, habrían cabido nuestro cubil y el de la familia vecina. Recuerdo su moño de canas precoces, el cuerpo dilatado cual saco viejo y los moratones que los golpes de padre le marcaban en la piel. Su rostro se ha convertido con los años en una imagen desvaída que me cuesta evocar.

El río atravesaba la ciudad tan cerca del barrio que moldeaba nuestras vidas. Al no obligarnos nadie a ir a la escuela, los niños del Arrabal escapábamos a jugar a la arboleda de Macanaz, a orillas del Ebro. Desde el otro lado nos vigilaba la basílica del Pilar. Jorge se llevaba a Amador, el hermano que le seguía en edad, a fumar y hacer fechorías en las callejas del Arrabal. A mí me tocaba cuidar de Tino, Rubén y Perico, mis hermanos pequeños. Perico era el benjamín. Tenía tres años y apenas levantaba un palmo del suelo. Rubén, de cinco, era algo más robusto, también más tranquilo. Agustín, de seis y medio, justo un año menor que yo, al que llamábamos Tino o Tinico, se entretenía observando a escarabajos, hormigas, ratones y todo bicho que se moviera cerca de él. Cuando la niebla cabalgaba sobre el río en invierno y desdibujaba los contornos de la basílica, sus dos torres asomaban espigadas entre los jirones vaporosos y yo imaginaba que pertenecían a un castillo lleno de muebles hermosos, vestidos nuevos y comida en abundancia. En lo más tórrido del verano, los niños nos arrancábamos las ropas mil veces zurcidas y chapoteábamos en paños menores sin alejarnos de la orilla. Ninguno de nosotros sabía nadar. Mientras nos secábamos al sol como lagartijas, los mayores contemplábamos la basílica del Pilar, solemne más allá de la presurosa franja de agua, y soñábamos con cruzar algún día el Puente de Piedra hacia el mundo de los ricos. Aquella magia se apagaba cuando a Montse, la hija pequeña del zapatero remendón, la zarandeaba el diablo. Su hermano Andrés nunca se asustaba como los demás al verla convulsionarse. Sacaba un palo del bolsillo, se lo encajaba entre los dientes, la alzaba en brazos y se la llevaba a casa. Andrés tenía solo un año más que yo. Una tarde de verano, me susurró al oído que algún día se casaría conmigo y nos iríamos a vivir a la otra orilla.

Yo le di un bofetón que le marcó los dedos en la mejilla.

El Ebro no siempre era buen compañero de juegos. Cuando las lluvias persistentes le hacían enfadarse, se desbordaba y convertía la arboleda en un lodazal intransitable. Los viejos hablaban de corrientes traidoras y del pozo de San Lázaro, una sima del río junto al Puente de Piedra, siempre al acecho para tragarse a los imprudentes que se acercaban a ella y escupirlos en el lejano mar, que ninguno de nosotros había visto jamás. Los niños nos reíamos de las advertencias de sus bocas desdentadas, hasta la tarde en que el

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