El destino de los héroes

Chufo Lloréns

Fragmento

1. La llegada

1

La llegada

París, 1 de septiembre de 1894

El tren, como de costumbre, llegó con retraso. Un Gerhard ilusionado y feliz se apeó en la Gare du Nord. El trayecto le había resultado largo y pesado; lo acuciaban las ganas de instalarse en París y emprender aquella vida que tanto lo apasionaba y que, por fin, iba a comenzar. Se dirigió a la parada de los coches de punto, tomó uno y, tras dar la dirección al cochero, se retrepó en su interior dispuesto a gozar del trayecto que mediaba entre la estación y el número 127 de la rue Lepic, no muy lejos de la place Pigalle. El trayecto le resultó breve en este caso, y mientras sus ojos devoraban el paisaje, su pensamiento transitaba por el camino que lo había conducido hasta aquel momento. Desde siempre, su destino había sido marcado como el de todos los primogénitos de la familia Mainz: estudiar leyes, especializarse en asuntos de empresa y alta economía, así como en las aleaciones de los metales y, a continuación, realizar prácticas en cualquiera de las fábricas de la familia para, finalmente, acabar dirigiendo aquel emporio de minas y de acero instalado en la cuenca del Ruhr. El año de libertad del que iba a disfrutar en París le parecía, pues, poco menos que un milagro.

Desde muy pequeño, si en algo destacó entre sus compañeros de colegio fue en las bellas artes, particularmente en la pintura. Su madre supo de esa pasión que, con el tiempo, abrasaría el corazón de Gerhard desde el primer carboncillo que una Navidad éste, a sus cuatro años, le regaló. Ella fue quien le compró el primer caballete, la primera paleta y la primera caja de pinturas, y fue también quien lo inscribió en la afamada academia del maestro ruso Yuri Angelov. Al cuarto año del aprendizaje de Gerhard, el maestro se entrevistó con su madre y le dijo muy seriamente que él ya nada podía enseñar a aquel muchacho que estaba tocado por la varita mágica de los elegidos. Y ése fue el motivo de constituirse en su gran valedora cuando, después de graduarse en sus estudios de bachillerato, cumplir tres años en el ejército imperial y pasar a la reserva tras el pago de la cuota correspondiente, el joven le pidió por favor que, antes de incorporarse a la carrera designada por su padre, le concediera un año sabático para residir en París, en un pequeño estudio alquilado en Montmartre, donde pintaría todo el día y podría vivir cerca y bajo la influencia de los grandes maestros franceses, compararse con ellos y averiguar a qué nivel estaban su técnica y sus conocimientos.

Una única condición le puso su madre: aunque estaba conforme en que alquilara un estudio en aquel barrio que era el sanctasanctórum de los jóvenes pintores de París y en que se pasara el día pintando en él, sabía a la perfección que en Montmartre se concentraban todos los cabarets y antros de la Ciudad de la Luz, por lo que a la vez le exigió que no residiera en ese atelier y que buscara un espacio apropiado donde alojarse cerca de éste pero fuera del barrio de los pintores. A Gerhard le pareció justa la petición de su madre y entendió que, de esa manera, pretendía alejarlo del peligro de las noches bohemias de Montmartre que, por otra parte, no le interesaban en absoluto. Él iba a la capital de Europa con la intención de averiguar si servía para aquel maravilloso oficio y no para perder las noches en francachelas de vino y mujeres de las que consideraba, por otro lado, que estaba ya de vuelta. Tras aquella digresión, su pensamiento regresó al presente.

París era demasiada ciudad para resistirse a gozar de cada uno de sus jardines, plazas y rincones. Sus ojos devoraban cuanto veían e iban de la ventanilla del coche de punto al plano de la ciudad que tenía desdoblado en las rodillas. Los hombres y las mujeres, el alboroto callejero, aquella ansia de vivir que París transpiraba por todos sus poros y, sobre todo, la cálida luz otoñal la hacían completamente diferente a cuanto Gerhard había vivido hasta entonces: la rigidez germana, el orden absoluto en todas las cosas y cierta forma de vida reglamentada hasta extremos increíbles. Aquella algarabía y aquel desorden controlado eran un regalo para sus sentidos.

El clip-clop de los cascos del jamelgo fue ralentizándose, por lo que Gerhard dedujo que estaban llegando a su destino. En efecto, al poco tiempo el silbido del cochero detuvo al animal justo enfrente del 127 de la rue Lepic, el lugar donde había alquilado el estudio. Gerhard se encontró de pie en la calle junto a su equipaje observando el edificio. Era una estrecha casa encorsetada entre dos más importantes, de seis alturas y rematada por un tejado inclinado de pizarra que cubría el piso superior, donde se abrían cuatro ventanas pequeñas a un lado y otra mucho más grande al otro. Gerhard se colocó en bandolera la bolsa y, tomando la maleta, se dirigió al interior.

Dos poyos de piedra cautelaban los cantos de la entrada para impedir que el roce de las ruedas de los carruajes dañara la estructura del portal. De inmediato reparó en que al fondo se veía un patio interior para alojar caballerías y, a medio pasaje, una garita de madera acristalada en cuyo interior un hombre calvo con grandes bigotes escribía, lápiz en mano, en un periódico doblado.

Gerhard se dirigió hacia él. El hombre, advertido por la sombra que le tapaba la luz de la calle, levantó los ojos del periódico.

—Buenos días, señor —lo saludó Gerhard en perfecto francés—. ¿Es usted el portero?

El aludido salió de la garita respondiendo al saludo y reivindicándose.

—Buenos días. Soy el conserje —remarcó—. ¿Qué se le ofrece?

Gerhard extrajo un papelito del bolsillo y lo consultó.

—¿Vive aquí monsieur Ishmael Ponté?

—No, no vive aquí, pero es el administrador de tres de los pisos de esta casa. ¿Es usted el señor Gerhard Mainz?

—Ése soy yo.

—Monsieur Ponté me ha encargado que lo atienda y que le comunique que se excusa de no poder recibirlo debido a una gestión urgente que lo reclama en el ayuntamiento.

—No importa, ya habrá ocasión de verlo.

—¿Es usted pintor?

—Eso pretendo ser.

—Imagino que querrá ver el estudio y, si es conforme a sus deseos, monsieur Ponté me ha dicho que puede tomar posesión del mismo y que un día de éstos pasará para firmar el contrato.

—Perfecto. Pues si es usted tan amable de mostrármelo…

El hombre señaló la garita de cristal con la mano.

—Si quiere deje aquí su equipaje. Cerraré con llave y nadie se lo tocará. —Luego aclaró—: Son cinco pisos más el tramo final que lleva a la buhardilla, y los escalones son algo empinados. —Al ver que quizá había hablado demasiado, añadió—: Dado que es pintor, debo decirle que la buhardilla tiene una luz maravillosa.

—Eso espero. Cuando guste, estoy dispuesto para la escalada.

—Pues vamos allá.

El conserje, fino catador de personas, producto de su oficio, cogió l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos