1
Agosto de 1944
Florencia
La ciudad olía a pólvora y a restos de mármol. También a derrota.
El legado de los Médici se caía a pedazos.
La bota militar impactó en su boca. La mujer cayó de espaldas.
El bullicio de las sirenas de la ciudad amortiguó el sonido del golpe contra el suelo del Piazzale degli Uffizi. Entre sollozos comprobó que había perdido alguna pieza dental, mientras la sangre caía sobre su vestido desgastado. Dirigió su mirada aterrorizada a los dos miembros que portaban la temida esvástica. Uno de ellos, el más alto y fuerte, comprobaba su bota con asco; tenía sangre en la punta. Llevaba un brazalete de la Organización Todt. El otro, más bajo, con entradas prominentes y raya a un lado, observaba indiferente la escena. Le faltaba el brazo izquierdo y la mano derecha la tenía parcialmente paralizada. Era miembro del cuerpo de combate de élite de las Schutzstaffel, las temidas SS. Tras ellos, una manada de soldados alemanes empuñaban subfusiles Maschinenpistole 40 a la espera de órdenes. Frente a ellos, un par de armazones, que contenían valiosas obras de arte, aguardaban la deportación en un Fiat 1100. La mujer apoyó sus manos temblorosas sobre el suelo, con el ánimo de alzarse con la poca dignidad que le quedaba. El fornido militar pisó con fuerza su mano. Daniella gritó desgarrada. Acababa de perder su dedo meñique.
—¡Es suficiente! —Se alzó la voz de un tercer hombre en la plaza, que también se identificó mediante un brazalete con una cruz gamada.
No necesitó introducción. Los dos agentes sabían perfectamente quién era. Los soldados bajaron las armas. El hombre sin brazo tomó la palabra.
—Heil Hitler! —gritó emocionado—. Soy Walter Reder, comandante de la decimosexta división de Granaderos Panzer Reichsführer SS.
Ambos soldados eran miembros de escuadrones de ejecución.
—Heil Hitler! Como sabrán, los aliados están a punto de entrar en Florencia. En breves momentos se activará la Operación Feuerzauber. Kesselring ha ordenado volar los puentes de la ciudad. Deben marcharse —enfatizó el recién llegado.
—¿Sabe usted quién es ella? —preguntó Reder señalando con la cabeza a la judía malherida.
—Una prisionera. Estaba escondida en la galería.
Daniella no entendía ni una palabra del alemán, pero sabía perfectamente que estaban hablando de ella. Se encontraba muy asustada, contando los que quizá fueran los últimos minutos de su vida. Su mente solo podía pensar en su pequeña de cinco años, tan cerca, tan lejos.
—Como toda la escoria. ¿Qué hace usted aún aquí? Esta ciudad ya no es segura. ¿No le esperan en Bolzano? —insistió Reder.
—Así es, pero alguien tiene que asegurarse de que las pocas obras de arte que siguen en este edificio queden dispuestas para ser llevadas al Führer. Yo soy la persona al cargo. Esperan estos cuadros en Bolzano —dijo con autoridad.
—Es cierto.
—Yo debería estar allí, pero tanto usted como su compañero, como miembro de los Einsatzgruppen, están muy lejos de su zona habitual de actuación.
—Desde la Operación Barbarroja en el frente ruso la Todt ha tenido cierto… descontrol. —Sus palabras mostraban desaprobación—. Está aquí para ofrecer apoyo logístico a la Wehrmacht con la OT-Einsatzgruppe Italien. Órdenes del general Fischer. Nosotros hemos perdido Montecassino y han caído las líneas defensivas de Roma y Trasimeno.
—Y a punto está de caer la Línea Arno.
—No veo que tenga ningún material para realizar el registro de las obras.
—Los aliados se encuentran a las puertas de la ciudad. No he tenido tiempo de equiparme —se excusó el hombre.
Walter Reder instó al gigante a que buscara en su bolsillo. Extrajo un pequeño cuadernillo.
—Tenga —dijo Reder.
El miembro de la Todt le entregó un wehrpass de la 129 división, el cuaderno de registro de un soldado. Pertenecía a Genz Klinkerfuts, un joven caído en combate en el frente ruso en el 42. A continuación, el gigante, que aún no había soltado palabra, miró fijamente a la judía. Su bota ya se había cobrado dos dientes y un dedo. Ella se había agazapado horrorizada en un rincón bajo la escultura de Leonardo da Vinci, sujetando su mano mutilada. No se atrevía a intentar levantarse otra vez. La sangre formaba un charco en el suelo, pero ni por un momento había dejado de pensar en su hija.
—Apunte lo que necesite ahí, ese cuaderno ya no tiene otra utilidad. Podrá llevar el registro de las piezas que considere —continuó el miembro de las SS—. El Führer es un amante del arte y ha dado la orden de evacuar todas las obras que posee en Austria a las minas de Altaussee.
—Estoy al tanto, gracias. A Florencia le quedan solo horas. —Se guardó el wehrpass en su bolsillo interior—. ¡Váyanse ya!
—Heil Hitler! —gritó Reder.
Sin embargo, el gigante no se movió. Sus ojos estaban clavados en Daniella, la judía. Rompió su silencio.
—Nos marcharemos. Pero antes limpiemos la plaza. Como hicimos en Lituania.
Los miembros del escuadrón de ejecución se acercaron a la mujer. El soldado corpulento sacó su Walther P38. Se oyó una explosión en las inmediaciones de la galería Uffizi.
—¿No me han oído? ¡Váyanse! Ahora la necesito para cargar las obras. Después yo mismo lo haré.
El gigante miró al encargado de la galería mientras apuntaba a Daniella. Tras un vistazo breve, observó que aquel hombre no portaba un arma. Mirándole a la cara, con cierta desconfianza, le entregó su Walther P38.
—¡Hágalo usted! —ordenó sediento de sangre, repitiendo una y otra vez—. ¡Hágalo!
Muy lentamente, el hombre agarró la semiautomática. Dirigió su mirada a la mujer, que no dejaba de derramar lágrimas por sus mejillas. Los dos nazis, y todo el escuadrón, esperaban que actuara. Él volvió a mirar a los soldados.
—Solo tiene una bala —dijo con intención el gigante de la Todt.
Los soldados mantuvieron sus armas en alerta. Aquel hombre acorralado analizó el panorama. Allí reposaba, dentro de su estructura de madera, el Jarrón de flores de Jan van Huysum. Volvió a mirar fijamente a Daniella. Ella, aprovechando sus últimos segundos de vida, dirigió también su mirada a un segundo armazón que reposaba junto al Jarrón de flores. Momentos después, sus ojos se encontraron con los de aquel hombre que tenía un arma en la mano. El ejecutor apuntó a su cabeza.
Daniella cerró los ojos.
2
Hoy
¿Podemos heredar un recuerdo traumático?
¿Te lo has preguntado alguna vez?
Los investigadores ya han demostrado que ciertos temores pueden heredarse de generación en generación, al menos en los animales.
A día de hoy, yo sigo dándole vueltas a la cuestión.
Mi nombre es Hannah.
Podría ser tú. Podría ser cualquiera.
En mi salón suena, a través de unos altavoces, el piano de Einaudi. Me ayuda a concentrarme. La música en general favorece que me sumerja en mis pensamientos, que ordene mis ideas.
Todo puede comenzar con un sonido, una imagen o una palabra.
En mi caso todo empezó con una llamada. Una de esas que te cambian la vida.
Supuso para mí enfrentarme a una realidad que había permanecido oculta más de setenta años, pues el destino puede hacer que te topes con una persona, un recuerdo o un objeto que trastoque toda tu existencia. Como si, de repente, al mirar hacia atrás, comprobaras que existe una delgada línea que te une con todo lo anterior. Con el primero de los nuestros.
Y entonces surge la maldita pregunta.
¿Podemos heredar un recuerdo traumático?
Este es el camino que he recorrido desde entonces. Desde aquella llamada.
Esta es mi historia.
Nuestra historia.
Por justicia.
Por preservar la memoria.
3
Mayo de 2019
Florencia
Florencia era un hervidero de turistas cada fin de semana.
Desde la Fortezza da Basso hasta la basílica de la Santa Croce, el centro histórico de la ciudad del Arno se inundaba de viajes organizados, cazadores de selfies o apasionados del arte en busca del síndrome de Stendhal. Los veintidós grados que arropaban a la ciudad eran más que agradables e invitaban a realizar paseos hasta el Piazzale Michelangelo para obtener una formidable panorámica de una urbe que no necesitaba demasiada carta de presentación.
Cerca de Santa Maria Novella, mi amiga Noa y yo éramos las inquilinas de un apartamento de alquiler donde vivíamos ajenas al trasiego turístico de la ciudad del lirio. En ese momento una voz pronunciaba unas palabras.
—Con la promesa de esas cosas, las fieras alcanzaron el poder. Pero mintieron. No han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres, solo ellos. Pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer nosotros realidad lo prometido. Todos a luchar para libertar al mundo. Para derribar barreras nacionales. Para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. Luchemos por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, donde el progreso nos conduzca a todos a la felicidad. ¡Soldados, en nombre de la democracia, debemos unirnos todos! Hannah…, ¿puedes oírme? Dondequiera que estés, mira a lo alto, Hannah. Las nubes se alejan, el sol está apareciendo. Vamos saliendo de las tinieblas hacia la luz. Caminamos hacia un mundo nuevo, un mundo de bondad en el que los hombres se elevarán por encima del odio, de la ambición, de la brutalidad. Mira a lo alto, Hannah. Al alma del hombre le han sido dadas alas y al fin está empezando a volar. Está volando hacia el arcoíris, hacia la luz de la esperanza, hacia el futuro. Un glorioso futuro que te pertenece a ti, a mí, a todos. Mira a lo alto, Hannah, mira a lo alto.
—Hannah…, ¿has oído eso?
De repente desperté. Alguien me llamaba por mi nombre.
—Hannah, espabila… —dijo la voz, zarandeándome.
Miré a mi alrededor tratando de ubicarme. Pelo corto, moreno. Era Noa. Me froté los ojos para despejarme un poco. Bostecé.
—Vamos, rubia, ¡arriba! O echarás a perder toda la tarde —me ordenó mi amiga tratando de levantarme contra mi voluntad.
—¡Voy! ¿Qué hora es? —pregunté al tiempo que me incorporaba del sofá.
—Casi las cuatro.
—¿Ya? —Empecé a agobiarme.
En mi Mac terminaba de reproducirse El gran dictador de Charlie Chaplin. Me recogí mi cabello rubio en una coleta y, descalza y en ropa interior, caminé hasta el baño a refrescarme la cara.
—¿Sabes que la protagonista de la película se llama Hannah? ¿Y que la propia madre de Charlie Chaplin se llamaba Hannah? —Me miré al espejo—. Uf, menudo careto tengo.
—No, no lo sabía. —Noa, desde la otra habitación, restó importancia a la conversación y cerró la tapa del portátil—. Vamos, ¡vístete! Te van a cerrar la Uffizi.
Me puse una camiseta, unos jeans, unas zapatillas planas y cogí mi mochila de David Delfín. «Zeige deine Wunde». Adoraba a ese diseñador.
—¡Hannah! —continué—. Como mi abuela, ¡como yo! Es muy guay.
—Sí, y como Hannah Montana. Ya me has contado mil veces que tu nombre es capicúa…
—¡Palíndromo!
—Eso, eso. ¡Pija!
—¡Peínate!
Ambas nos empujamos levemente y reímos. Noa se removió el pelo dejándolo aún más revuelto. Salimos de casa, bajamos a Via dei Fossi, cerca de la basílica dominicana del siglo xv, pedimos en la heladería de la esquina un latte macchiato para llevar y caminamos a través de la Via della Spada esquivando turistas con maletas en dirección a la Signoria.
—Ahora en serio, Noa —pregunté—. ¿No te parece muy curioso que Chaplin ridiculice a Hitler en plena guerra mundial? Leí que el propio dictador había visto la película dos veces. Yo creo que no entendió el mensaje final de Charlot. ¡Joder, cómo quema! —gruñí tras probar el café.
Noa, entre risas, evitó un ciclomotor que pasó a nuestro lado algo más rápido de lo que debía y trató de encenderse un cigarrillo.
—¿Cómo te fue esta mañana? —me preguntó después de la primera calada.
—Agotador. Demasiadas librerías, aunque encontré cosas interesantes en la Alfani y en la Giorni. Necesito poner en orden toda la información que he acumulado porque mi trabajo del doctorado me está quitando la vida.
—¿Cómo lo titularás?
—«Emociones faciales en la pintura de Renacimiento».
—El título apunta bien.
—En realidad es un homenaje a mi abuela. Siempre ha estado fascinada por la pintura renacentista.
—¿A ti no te gusta? —me preguntó Noa algo sorprendida.
—A ver, para mí sería mucho más fácil analizar expresiones faciales en las obras de Schiele o Messerschmidt, unos tipos bastante raritos. Pero prometí a mi abuela que al terminar mi grado de Psicología, tarde o temprano, haría el doctorado uniendo lo que más nos gustaba a cada una.
—Tienes para un libro, amiga —contestó Noa distraída, porque en ese momento estaba observando un cómodo conjunto de ropa en un escaparate de COS.
Con algo de miedo, me llevé el vaso de café a la boca y, tras comprobar que estaba un poco más frío, di un breve sorbo.
—Quita, quita. No me des ideas. —Sonreí pícara—. ¿Me oyes?
—¡Sí!
Noa se había detenido frente al escaparate de Patrizia Pepe. Ambas estábamos enamoradas de sus colecciones de última tendencia, pero los precios en muchas ocasiones resultaban prohibitivos para nosotras. Cruzamos la Piazza della Republica, donde una noria hacía felices a los más pequeños y los adultos disfrutaban de los placeres del Caffè Gilli. Una tienda de Apple, situada hoy en día en lo que fuera novecientos años atrás la iglesia de San Piero Buonconsiglio, hacía las delicias de los más geeks, mientras que vendedores de láminas y comerciantes de máscaras venecianas pugnaban por atraer más clientes. Esta vez pregunté yo.
—¿Tú qué tal con esa historia macabra?
—Mañana entrevisto a Lorenzo Bucossi. Es jefe de la Brigada Móvil de Florencia. Se encargó hace cinco años del crimen. Otro caso tipo «Monstruo de Florencia». Da un poco de asco. Eso me pasa por elegir ese caso como trabajo final de grado.
—Leí algo hace tiempo sobre eso —dije, verdaderamente interesada en el asunto—, en la mención especial en criminología, cuando terminé Psicología. Se llevaba como trofeo el pecho izquierdo y la vagina de la víctima, ¿verdad?
—Un hijo de puta.
—Sí, un hijo de puta. Lo que es la vida. Una criminóloga y una psicóloga compartiendo piso en Florencia por «amor al arte».
—No me lo recuerdes, niñata. —Ambas nos reímos.
Nos zafamos de un payaso que hacía figuras con globos y caminamos frente a la iglesia de Orsanmichele. Allí descansaba un fresco de Mariotto del siglo xiv, donde santa Ana abrazaba la ciudad de Florencia. Me paré un momento frente al Santo Tomás de Andrea del Verrocchio.
—¿No te pone?
—¿Cristo? —preguntó asqueada Noa.
—No, joder. Tomás. Quienquiera que fuera el modelo estaba como un tren. Tomás es mi crush.
—Estás zumbada, Hannah —concluyó, tirando la colilla al suelo.
—Y tú eres una cerda.
«Estás buenísimo —pensé—, Tomás». Cruzamos la Piazza della Signoria. Lamenté que se siguieran usando caballos como «instrumento de entretenimiento turístico». Durante el periodo de Adriano aquel lugar fue una plaza romana con instalaciones termales. Y en la Edad Media los artesanos se apropiaron del espacio y adoptó su forma actual. Desde el Renacimiento es un museo artístico al aire libre. Un lugar donde los dioses habían coincidido bajo los nombres de Filippo Brunelleschi o Michelangelo Buonarroti. Un emplazamiento donde hombres, envueltos en las sombras, hicieron y deshicieron a su antojo, como Mussolini o Savonarola. Una placa adornada con letras en bronce frente a la fuente de Neptuno recordaba, en mitad de la plaza, la ejecución del carismático y fanático religioso.
Un escenario donde combatieron güelfos y gibelinos, Médicis y Pazzis, nazis y aliados. Poco después de aquella tarde descubrí que todos los entusiastas se congregaron allí, en 1938, para saludar al Führer.
Allí, desde el balcón del Palazzo Vecchio, realizó el saludo fascista Adolf Hitler.
4
Mayo de 1938
Florencia
Hitler y Mussolini.
Todo el mundo esperaba la aparición de los dos hombres más importantes del momento.
Las gradas se habían dispuesto convenientemente en la Piazza Vittorio Emanuele II para que las autoridades de la ciudad asistieran cómodamente al cortejo.
En la Piazza della Signoria corría el rumor de que ya habían visitado el Palazzo Pitti y que el Führer había sido embaucado por un espectáculo florentino, con tambores repicando y banderas ondeando. Al parecer, Hitler disfrutaba del arte. A Mussolini, un hombre con alergia a cualquier expresión artística, se le hizo larga la visita. Pasearon por los jardines Boboli y rindieron homenaje a los mártires fascistas toscanos caídos en combate en el panteón de las glorias italianas, la basílica de la Santa Croce. El descapotable, escoltado por una patrulla motorizada a ambos flancos y seguido por cámaras de cine, pasó a través de los arcos de banderas que se habían preparado para la ocasión, como si la primavera florentina diera la bienvenida a ambos monstruos de pie en el vehículo. El automóvil se detuvo frente a la multitud. Ambos dictadores saludaron a los militares y al vulgo. Ni el Calcio florentino congregaba tantos espectadores.
Sin embargo, nadie se movía de la Piazza della Signoria. Para muchos aquel era un lugar privilegiado, codiciado por cualquier espectador, para disfrutar de un momento histórico. Los dos líderes, que habían declarado una alianza entre Roma y Berlín dos años antes, mostraban su sólida relación ante el público toscano.
Tarde o temprano llegarían al Palazzo Vecchio.
Los militares aguardaban en línea: miembros del cuerpo de infantería del ejército italiano, los Bersaglieri, así como los del Cuerpo de Carabineros y los de la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional, los temidos camisas negras. Tras ellos, los jóvenes ondeaban al viento banderas italianas y alemanas. Todos encuadrados según las directrices de la organización fascista.
La Via Vacchereccia, que desembocaba en la histórica plaza, hacía gala de un dantesco y medieval espectáculo. Algunos de los vecinos colgaban de sus balcones insignias del giglio, la flor de lis, símbolo de Florencia, junto con el fascio littorio romano, emblema del poder dictatorial del régimen de Mussolini. Sobria riqueza del gusto toscano. Otros fueron más allá. Se atrevieron a pender una bandera roja con una esvástica negra incorporada en un círculo blanco. La nationalflagge nazi.
Los líderes llegaron a la galería de los Uffizi por el corredor vasariano, donde Adolf Hitler pudo admirar las bellas obras de los maestros Botticelli o Buonarroti. El director del Kunsthistorisches Institut in Florenz, Friedrich Kriegbaum, ejercía de guía e intérprete. Al alcanzar la galería acristalada sobre el corredor de Vasari, Kriegbaum no dudó en ensalzar la grandeza arquitectónica sobre el Arno.
—Mein Führer, observe la belleza del Ponte Santa Trìnita, uno de los grandes orgullos de nuestra ciudad.
—¿Qué tiene de importante ese puente? —contestó fríamente el Führer.
—Mein Führer, la construcción de esa maravilla data de 1252. Una crecida del río lo destruyó y en 1567 fue recreado por el arquitecto Bartolomeo Ammannati, según un diseño del divino Michelangelo.
—Prefiero el Ponte Vecchio —replicó Hitler.
—Pero, Mein Führer, las partes más admirables del Ponte Vecchio datan de la década de 1860. —Kriegbaum intentaba llevarse al dictador alemán a su terreno.
—Mi favorito es el Ponte Vecchio.
Kriegbaum miró al Duce, a quien no le importaba lo más mínimo la conversación en alemán ni nada que tuviera que ver con el arte. El director del Kunsthistorisches Institut lo dejó por imposible. El pueblo florentino esperaba la hora. Ambos entraron en el Palazzo Vecchio. Mussolini aprovechó para registrar la histórica visita. Haciendo gala de su ego, y sintiéndose un peldaño moral por encima de su invitado, escribió en el libro de visitas: «Firenze fascistissima». Sonrió. El comune de Florencia anunció, mediante el sonido de trompetas, la aparición de los dos dictadores. Tras unos segundos de espera, sucedió. La Signoria estalló de júbilo, celebrando la acogida del Führer en la ciudad floreciente.
Salieron juntos al balcón.
El estruendo se oyó hasta Fiesole. La muchedumbre rugía ante semejante efigie del poder. Poco a poco, el balcón se llenó de lugartenientes.
Hitler, portando el brazalete nazi en su brazo izquierdo, saludaba con la diestra. Mussolini no escondía su felicidad. El secretario del Partido Nacional Fascista, Achille Starace, mandó callar a los asistentes con su mano derecha y ordenó al público el saludo al Führer y al Duce.
—Heil Hitler!
El público obedeció al unísono.
—Heil! —gritó Florencia.
El Führer mostró su felicidad, mientras el Duce no podía contener una carcajada. Ambos, satisfechos, saludaron de nuevo al público y tras unos minutos abandonaron el balcón.
Florencia vibraba.
Sin embargo, no todos los ciudadanos de la ciudad del Arno deseaban ser testigos de la entrada triunfante del Führer en Florencia. Ajenos a lo que estaba por llegar, los más osados colgaron como protesta reactiva banderas multicolor de seda, pintadas a mano y con vistosos flecos. Una pareja observaba desde una abarrotada Logia dei Lanzi el pintoresco recibimiento.
—A mí me parece poco impresionante —dijo él.
—Tiene una sonrisa nerviosa —apuntó ella.
—Sí, y el Duce lo trata con arrogancia —sentenció el hombre.
Ambos serían señalados en los meses venideros.
Sin embargo, en aquellos momentos la coreografía fascista caló hondo. Los italianos y los alemanes, en su mayoría, estuvieron entregados.
Cuando ambos líderes se retiraron, la Piazza de la Signoria volvió poco a poco a la normalidad. Cada ciudadano recuperó de nuevo sus quehaceres, pensando que habían sido partícipes de una jornada histórica.
La pareja abandonó la Logia y decidió volver a casa.
Ella tropezó, cayendo accidentalmente encima de Eugenio Montale, un intelectual antifascista que dirigía el Gabinetto Vieusseux y que acababa de observar el circo de los dictadores con plena incredulidad. La muchacha se recompuso como pudo y se excusó frente a aquel hombre. Montale no permitió que aquella humilde ragazza se humillara de esa manera.
—No ha sido nada, mujer, de verdad.
Reconoció enseguida a su pareja, que trataba de arroparla tras el susto con aquel escalón.
—Che cavolo! ¡Usted es el barbero de Santa Maria Novella!
El gentío, que trataba de abandonar la plaza, no les permitía acercarse del todo.
—Sí, signore, disculpe usted el atropello.
—No se preocupen, de verdad. Pocas cosas pasan. Llévela a casa y vigile ese tobillo. Le visitaré la semana que viene. A presto.
La pareja saludó cortésmente e inició la marcha al otro lado del Arno. Al cabo de un rato, Eugenio Montale miró a su alrededor y, tras reposar lo que acababa de ver en el balcón del Palazzo Vecchio, un miedo contenido se apoderó de él. Sacó su pequeña libreta y escribió una línea.
Ya nadie estará libre de culpa nunca más.
A varios kilómetros de la plaza, el séquito italiano había escoltado a la comitiva alemana hasta la estación de ferrocarril. Se gestó el acuerdo que confirmaba la amistad entre los dos pueblos. Antes de subir al tren, Hitler recibió un último mensaje de su homólogo italiano.
—A partir de ahora, no habrá fuerza en la tierra que pueda separarnos.
Hitler, satisfecho, se dispuso a volver a Alemania. El tren partió y el dictador, desde la ventana, dedicó un último saludo fascista al pueblo italiano. Su país ya dominaba Austria y Checoslovaquia. En un año tendrían Polonia.
Era cuestión de tiempo que Mussolini se uniera bélicamente a su causa.
La Nazione, en su edición del 10 de mayo, rescató con excesiva zalamería el encuentro de los líderes.
Iniciativa triunfal en las jornadas italianas
del Führer en el año del imperio.
Florencia en un insuperable ardor
elogia al jefe de Alemania amiga y al Duce.
Florencia ya era psicológicamente nazi.
5
Mayo de 2019
Florencia
Mussolini se unió a su causa, sin duda.
«Aun así, Stendhal tiene razón», pensé, mientras no dejaba de admirar la ciudad como si fuera mía.
No lejos de allí, uno de los puentes más famosos del mundo era testigo del cauce del Arno. El Ponte Vecchio. Un coloso pétreo reconstruido en 1335 después de ser devastado a causa de una inundación dos años antes. En otros tiempos, un lugar donde convergían cambistas, zapateros, barberos, herreros, pescadores o curtidores. Hoy en día, un área infestada de peregrinos. Ayer y hoy, uno de los símbolos de la capital de la región de la Toscana.
Frente a nosotras, el Palazzo Vecchio, cuya vanguardia escultórica exponía el carácter laico de la ciudad. A la izquierda, una copia del marzocco, el león sonriente de Donatello, custodiaba el lirio, blasón de Florencia. Símbolo de la fuerza y el coraje, pronto conquistó a los florentinos y se convirtió en la efigie del pueblo.
En el centro, imponente, una copia del coloso de Buonarroti, su David. El guardián de Florencia escudriñaba el horizonte, siempre en dirección a la ciudad eterna, su atemporal enemiga, como si quisiera recordar a Roma que el tamaño no importaba. «Que le pregunten a Goliat».
A nuestra derecha, en la Loggia dei Lanzi, el inmortal Perseo de Cellini, siempre vigilante, era testigo imperecedero tanto de los premios como de las cicatrices de la ciudad. Pocos eran los que se atrevían a observar el bronce manierista desde atrás, donde el artista escondió su propio autorretrato. Bajo sus pies, algunas vanidades reducidas a cenizas.
En la calle, un violinista callejero improvisaba de maravilla una versión propia del Nessun Dorma de Puccini y servía de banda sonora para un par de turistas que, guía en mano, acababan de descubrir el perfil de una cabeza de hombre grabado en la pared de la fachada principal del Palazzo Vecchio. A pesar de que pasaba casi desapercibido para la mayoría de los visitantes de la ciudad, se trataba de una obra de Michelangelo Buonarroti. Ella sostenía la teoría de que pertenecía a un comerciante que importunaba constantemente al genio, mientras él defendía la posibilidad de que fuese de un reo condenado a muerte. Era curioso comprobar cómo un mero bosquejo en una baldosa provocaba aquel tipo de acaloradas conversaciones. A mí me gustaban ambas versiones.
Tras recoger nuestras entradas previamente reservadas, esperamos unos minutos antes de poder entrar en la pinacoteca más visitada de Italia. Sorteamos los arcos de seguridad de la galería y pasamos el torno con agilidad.
—¿Ascensor o escaleras? —pregunté.
—¿Lo dices en serio? —Noa torció el gesto.
Ascendimos por la escalera hasta el segundo piso. Con paso decidido, sorteamos turistas más interesados en sacar algunos selfies con los que generar minúsculas envidias que en dejarse llevar por los mensajes imperecederos y semiocultos de los artistas. Alcanzamos en pocos minutos la sala dedicada al florentino Sandro Botticelli y el Primer Renacimiento, abarrotada de ropa primaveral y olor a sudor. Muchos visitantes se agolpaban frente a los retratos de los duques de Urbino de Piero della Francesca.
—Turistas… —lamenté.
—Pero ¿tú qué crees que eres? —me increpó Noa con complicidad.
—Investigadora —resolví con dignidad—. Además, cuando una sabe dónde venden la carne más barata ya es de la ciudad.
Noa no se terminaba de creer lo que acababa de escuchar. Dejamos atrás el ámbito dedicado a los hermanos Pollaiolo y entramos en la sala número diez. La luz tenue ayudaba a entrar en ambiente. Me escurrí entre los turistas para grabar algunos vídeos con mi smartphone. Desde cada esquina de la sala quería registrar lo que provocaban las obras de Botticelli a los turistas que se amontonaban frente a ellas. Terminaría haciendo aquello que critiqué, colgando los vídeos en mis redes sociales. Noa me dejó hacer y se abrió paso hasta plantarse frente a La Primavera, olvidando por el camino obras tan majestuosas como las Anunciaciones o las Madonnas con sus bambini. El led inferior y el color blanco mate de las paredes multiplicaba sus virtudes. Me acerqué desde atrás.
—La genovesa Simonetta Cattaneo, esposa de Marco Vespucci. Su belleza enamoró a Sandro, a Piero de Cosimo y a Ghirlandaio, entre otros. La pobre falleció de tuberculosis a la edad de veintitrés años, pero nuestro amigo Sandro no dejó de inmortalizarla. Ahí está —dije señalando a uno de los personajes de La Primavera— y allí también. —Ambas caminamos a la sala contigua, donde reposaba El nacimiento de Venus—. Musa inmortal.
Aquella sala estaba aún más concurrida. Mientras que todo el recinto artístico se encontraba protegido por una barandilla, las dos obras más famosas de Botticelli, curiosamente, se exponían al público sin aquella coraza. ¿El motivo? Las dos obras maestras de Sandro estaban protegidas por un cristal antibalas. Las encargadas de la vigilancia intentaban contener el volumen de las voces que crecía. La gente invertía más tiempo en tomar una instantánea digital que en contemplar con sus ojos semejante belleza. Para la mayoría de los visitantes no existía nada más en aquella sala. Retrato de hombre con la medalla de Cosme el Viejo era ninguneado constantemente, Pallas y el centauro no llamaba la atención, La calumnia de Apelles era demasiado insignificante… Todos venían a cazar su trofeo.
—¿Llegaron a intimar? —me preguntó Noa prendada de la historia.
—No, que sepamos. Para Sandro fue un amor platónico. El artista murió muchos años después, pero al final sus restos se encontraron una vez más con los de Simonetta Vespucci: Botticelli pidió ser enterrado en el mismo lugar que su amada Simonetta.
—¿¡Dónde?! —La curiosidad de Noa en ocasiones era superior a la mía.
—A pocos metros de aquí, en la iglesia de Ognissanti. Está al lado de casa.
—A la mierda el doctorado. Insisto. Escribe una novela. Ganarás más dinero.
Me eché a reír. Puede que Noa tuviera razón. En realidad, siempre me había preguntado por qué hacía lo que hacía. Siempre tenía el mismo debate. Aún a día de hoy lo tengo. ¿Estudiaba para mi propia satisfacción o para demostrar algo a mi abuela? En una sociedad afectada por el mal de lo que algunos en mi entorno denominaban «titulitis», yo siempre pensaba qué hacer y para quién. Había estudiado Psicología porque leí a Paul Ekman y me quedé prendada de la psicología facial y de las microexpresiones. Sí, me jactaba de haber devorado Lie to me en Fox en cinco días. En aquel momento, a punto de acabar el doctorado, aún tenía dudas sobre el verdadero motivo de mi elección: mi propio deseo de aprender o la obsesión de mi abuela con el arte del Renacimiento. Yo no estaba demasiado interesada en el qué ni en el cómo de ningún artista. Mi principal motivación en torno al arte era el porqué y el para qué, motivos que sincronizaban perfectamente con mi vocación psicológica. Me apasionan los desnudos semirretorcidos de Schiele y los gritos de dolor en los bustos de Messerschmidt. Pero en vez de estar ese mes de mayo en Viena, donde coincidían ambos artistas en el Museo Leopold y en el Lower Belvedere, me encontraba en la galería florentina de Vasari.
—Quédate con tu Sandro —me dijo Noa—. Te espero en la sala de Leonardo.
—Está bien, pero tardaré.
Noa se alejó entre la multitud, perdiéndose por la galería de los Uffizi. Yo intenté estimular mi creatividad frente a Botticelli. Dejaría a Leonardo para otro día, ya que allí estaba el patrón de la belleza del pintor del Quattrocento que tanto me llamaba la atención. Un amor imposible, mortal e inmortal al mismo tiempo. Ni siquiera Giuliano de Médici pudo conquistar a la bella Simonetta, la «sin igual». Sin embargo, este pintor se obsesionó con ella. ¿Por qué?, ¿para qué? Esas eran las cuestiones a las que pretendía dar respuesta a través de mi trabajo final del doctorado.
Puse mi teléfono en modo avión. Nada de molestias.
Me presenté frente al temple sobre lienzo que mostraba una simbiosis entre armonía y serenidad. Céfiro, dios del viento, y su esposa Cloris, diosa de los jardines, a un lado. Al otro, la Hora de la primavera. En medio de la composición, Venus, alias Simonetta. Frente a todos ellos, una mujer, yo, arrastrada por el arma más poderosa: la curiosidad.
Cerré los ojos.
Viajé en el tiempo, a casa de mi abuela. Cuando era pequeña, me contaba cuentos. Mi abuela no solía tirar de clásicos como Pinocho o Caperucita Roja. Ella me contaba historias de amor del Renacimiento italiano. Reales o inventadas. Recuerdo cada una de las palabras que me narraba sobre Raffaello Sanzio o el mismo Sandro Botticelli.
«La bottega olía a aceite y a restos de pigmento. También a amor platónico.
El legado de los Médici empezaba a alzarse.
Frente al lienzo, trataba de retratar a la mujer más bella que había pisado la faz de la tierra.
Delante del artista, una joven dama posaba tímida para el pintor. La bella luz diurna, tan especial en la Toscana, iluminaba su rostro y no hacía sino multiplicar su esplendor, aunque estuviera de perfil. Cerca del éxtasis, Botticelli intentaba templar su alma y retrataba a su musa una vez más. Había muchísima confianza entre la modelo y el pintor. «Lásti