La doctora de Berlín

Helene Sommerfeld

Fragmento

Cuando el hielo se quebró

Cuando el hielo se quebró

NAVIDADES DE 1876

El día de Navidad del año 1876 Ricarda, mientras jugaba con la perra en el lago artificial que había junto a la mansión, se enfrentó por primera vez con la muerte, con la que sostendría una lucha enconada durante toda su vida.

La muchacha, que tenía trece años, disfrutaba de la magia que impregnaba el paisaje. La luz hibernal del sol, ya bajo en el horizonte, teñía de delicados tonos pastel las colinas, apenas visibles, de la llanura de Brandeburgo: un naranja suave que mudaba a amarillo, unos borrones de color rosa y un azul difuminado que, en el horizonte, se fundía con el blanco etéreo del cielo y el blanco denso de la tierra. En medio, los grandes grupos de árboles desnudos, aún jóvenes, que su padre había plantado y de los que afirmaba que algún día en el parque serían como islas boscosas en un mar de hierba. Pero su padre también decía que algún día ella, Rica, se convertiría en una mujer hermosa. Y eso a ella le parecía aún más inverosímil.

Con un breve ladrido, Berta exigió a Rica que siguiera jugando con ella. La muchacha cogió una rama corta y la arrojó con todas sus fuerzas sobre el lago helado. La madera se deslizó sobre el hielo dejando oír un fuerte zumbido. La cachorra se echó a correr para cogerla en dirección hacia el palacio. Aquel edificio, de una planta y distribuido en tres alas, se hallaba a varios cientos de metros de distancia, abstraído en medio de un paisaje hermoso e idílico. Aquel lado del lago, más estrecho y con varias curvaturas suaves, hacía que la distancia pareciera mayor. En dos horas, a la hora del té de media tarde, en el salón que daba al jardín se iba a celebrar el tradicional concierto de Navidad y Ricarda tendría que ayudar en la cocina. De ahí que esos momentos en que podía disfrutar tranquilamente de la tarde de Navidad resultaran aún más preciosos.

La hembra joven de braco de Weimar, cuyo pelaje gris plateado brillaba de forma encantadora, devolvió la rama y la dejó en el suelo mientras sacudía la cola. Entonces Ricarda también pisó el hielo y se volvió hacia el otro lado del lago. Allí había aprendido a nadar y desde aquel verano contaba las brazadas que necesitaba para atravesarlo. El pasado verano habían sido ciento ochenta y siete. Ahora el lago se había convertido en una grandiosa pista de patinaje. Dos días atrás, su padre y dos ayudantes habían barrido la superficie: desde entonces no había vuelto a nevar.

Esta vez Ricarda arrojó la rama hacia donde su hermana Antonia estaba patinando con Florentine, la hija del conde. Sin embargo, su tiro solo llegó hasta el centro del lago. Rica no llevaba patines, lo que a ella le parecía bien porque no le apetecía andar cayéndose continuamente. Mientras seguía con la vista a la perra traviesa observó a las dos muchachas, que estaban muy alejadas y tenían un año más que ella.

Ricarda apenas conocía a Florentine porque esta iba a un colegio de Inglaterra y solo regresaba a su casa durante las Navidades. Inglaterra se encontraba tan lejos de la imaginación de Ricarda que ni siquiera había consultado dónde se hallaba en el globo terráqueo. En cualquier caso con los nuevos patines canadienses que su tía le había regalado en Nochebuena, Florentine se manejaba bien.

«Fíjate, son los primeros que llevan las cuchillas atadas a la bota de piel», le había contado con orgullo Florentine a Antonia. A Ricarda no le había hecho el menor caso.

Con ellos Florentine ya era capaz de dar algunos saltitos e incluso conseguía hacer alguna que otra pirueta. Y, cuando caía, se ponía de pie. La risa por su torpeza resonaba en el lago tal y como ella misma era: aguda, liviana, despreocupada. No parecía haber nada que Florentine no fuera capaz de hacer. Ni en sueños a Rica se le habría ocurrido sentirse celosa de la hija del conde por ello. A fin de cuentas, ella y Antonia eran hijas del encargado de los jardines y de la cocinera. Su hermana era la doncella de la madre de Florentine y contaba con su simpatía, por eso como regalo de Navidad había recibido los patines que a Florentine ya no le valían.

A veces a Ricarda le enfadaba no tener el carácter cautivador de su hermana mayor. Ella había heredado el pelo espeso y negro de su madre, mientras que el pelo de Tonja era de un tono rubio rojizo, como el de su padre, lo cual le daba una apariencia más alegre. Sin embargo, no resultaba tan resplandeciente como Flora.

Las botas de cuero de Antonia llevaban las cuchillas de hierro sujetas a trozos de madera atados a las suelas, y aquel peso adicional parecía dificultar el avance de forma extraña. Incluso de lejos Rica veía lo mucho que le costaba a su hermana mantener el equilibrio. Daba la impresión de que las cuchillas la clavaban al hielo en lugar de permitirle avanzar rápido como Florentine, que se había alejado mucho de ella. Pero Tonja aún no se había caído. Así era su hermana: todo lo que hacía, lo hacía de forma lenta y concienzuda; muy pronto, de eso a Rica no le cabía la menor duda, Antonia habría pillado el truco y también se estaría deslizando con gracia.

Un trineo de caballos se aproximaba al palacio desde las profundidades del parque. Por la distancia no era posible ver quién iba dentro. Sin embargo, como junto al vehículo corría otro perro, Ricarda tuvo la certeza de que su padre hacía de cochero suplente. Berta entonces la reclamó con un ladrido para que arrojara la rama y ella se inclinó a recogerla. En ese mismo instante oyó el grito que no olvidaría en toda su vida. Vino del lago y fue estridente, muy breve y despavorido.

Desde su posición Ricarda solo veía a Antonia. Con los patines pesados en los pies se apresuraba hacia el punto donde la joven condesa había estado hacía apenas un instante. Rica, en cambio, no podía avanzar tan rápido como le habría gustado. Una y otra vez perdía el equilibrio sobre el hielo liso, pero lo recuperaba y seguía avanzando lo más velozmente posible. Berta la precedía a gran distancia.

—¿Qué ha pasado? —gritó Ricarda a su hermana. Estaba demasiado lejos y solo veía que Florentine había desaparecido.

—¡Flora se ha hundido en el hielo! —le respondió Tonja a voces.

Eso es imposible, pensó Ricarda.

Hacía una semana que estaban a varios grados bajo cero. Desde hacía años su padre llevaba un registro de las temperaturas, era una de sus pasiones. Y ese mismo día a las doce del mediodía habían estado a 10,5 grados negativos. Era imposible que, con una helada tan persistente, el hielo se quebrara. Además, en caso contrario, su padre habría bloqueado el acceso a la superficie helada.

Antonia parecía haber alcanzado el punto en el que Florentine se había hundido. Se arrodilló con los patines pesados atados a los pies.

—¡Voy a sacar a Flora! —gritó a Ricarda.

—¡Tonja, ve con cuidado! —la advirtió.

El corazón le decía que su hermana también se estaba poniendo en peligro. Sin embargo, ella seguía

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