Septiembre de 2000
Querida Judy:
No sé si existe una palabra que defina lo que somos la una para la otra. Decir amigas, cuñadas o primas no es exacto. Tal vez, compañeras de destino, pero eso resulta grandilocuente y suena además como si el destino nos hubiera desafiado especialmente a nosotras, cuando, en realidad, a quien puso a prueba fue a nuestros padres, cuyas vidas ahora penden como una sombra sobre nosotras. Aunque desconozco el grado de oscuridad de esa sombra, estoy convencida de que también bajo ella puede florecer alguna cosa.
No importa. Usted me ha pedido que le cuente más cosas sobre el gran amor de mi madre. Yo estoy dispuesta a hacerlo, pero para hablarle de ese amor antes debo contarle su vida y, si le hablo de esta, entonces debo referirme también a la de mi abuela y a la de mi madre tanto como a la mía. En vez de comparar el destino con un monstruo siniestro, es mejor que lo veamos como un vestido cuyos hilos se tejieron mucho antes de nacer mi madre. Pero, mientras en un vestido es imposible saber qué costura fue la primera en coserse, me resulta fácil determinar el momento en el que empezó la historia de mi abuela.
Mi abuela se llamaba Fanny y cuando empezó el año 1900 ya tenía seis años. Sin embargo, más tarde ella afirmaría que el inicio del nuevo siglo había sido, en cierto modo, su segundo nacimiento. «El nuevo siglo estuvo a punto de matarme», solía decir. Eso a mí me parecía muy raro. A fin de cuentas, un siglo —ya sea nuevo e inmaculado, o avejentado precozmente por las muchas guerras— carece de manos para estrangular a alguien, hundirle un puñal en el pecho o envenenarlo. Sin embargo, si la contradecía, Fanny se limitaba a encogerse de hombros y se reafirmaba en sus palabras.
En todo caso, la Nochevieja de 1899 fue la primera vez que a Fanny le dejaron permanecer despierta hasta medianoche y sentarse con las mujeres de la familia, que esperaban siempre el año nuevo haciendo lo mismo: beber y coser. Bueno, en realidad, Elise, la abuela de Fanny, se limitaba a beber y no cosía. Ella sostenía que la vista ya no le permitía dar puntadas uniformes. Con todo, no estaba tan ciega como para no poder destilar aguardiente de frutas y hierbas. Para su brebaje especial empleaba doce ingredientes: hierba centáurea y cerezas, milenrama y pasas no sulfuradas, hipérico y grosellas... Después de su muerte, nadie fue capaz de recordar los otros seis. Sea como fuera, aquel aguardiente no solo era capaz de resucitar a los muertos, sino también de hacerlos sollozar y gemir ante el espanto de verse de nuevo con vida. En esos tiempos, Fanny no sabía nada de los muertos, pero, cuando se inclinó sobre su vaso, tuvo la impresión de que ya solo el olor le abrasaba los pelillos de la nariz.
Por su parte, Hilde, la madre de Fanny, cosía con empeño —enaguas, por lo general, pues solía llevar seis por lo menos, una sobre la otra—; desde la muerte del padre de Fanny no había vuelto a tomar ni un solo trago. Hilde decía que había sido un buen hombre; Elise, en cambio, lo llamaba el «borrachín bobo». Aunque entendía perfectamente que él a menudo bebiera más de la cuenta, no comprendía que en plena borrachera se hubiera podido tomar un vaso de hidróxido de potasio, una sustancia que usaban para teñir el caucho, abrasándose así la garganta y la cara. «¡Qué difícil fue componerlo para el entierro!», había murmurado Hilde en más de una ocasión. Era la única concesión a esa muerte tan mediocre; por lo demás, nunca habló de las circunstancias exactas.
La tercera del grupo era Alma, la tía de Fanny, que, aquella Nochevieja, en lugar de coser y beber, se dedicaba a su nuevo entretenimiento favorito, conocido con el nombre de pirograbado. Soy incapaz de explicarle exactamente en qué consistía aquello, querida Judy. En todo caso se utilizaban un aparato con llama de alcohol, un fuelle y un tubito de goma con el que se calentaba una varilla hasta volverla candente. Luego esa varilla se empleaba para dibujar arabescos, paisajes y figuras en la madera de cofres, armarios y sillas de cuero o, como esa noche, el escudo de la asociación de mujeres en la tapa de una cajita de madera. El escudo consistía en una cruz, una corona de laurel y una rosa con espinas, aunque, después de tomar un buen trago de su vasito de aguardiente, Elise afirmó con tono seco:
—Esa rosa tuya parece más bien una margarita. Y, si Cristo hubiera estado colgado de esa cruz, esta se habría venido abajo antes de que Él pudiera exhalar Su último suspiro. Imaginaos, el madero habría podido matar de golpe a María Magdalena y a la Madre de Dios.
Hilde tomó aire enfadada y eso la hizo toser. Elise, por su parte, soltó una carcajada y luego también empezó a toser hasta que Hilde tuvo que darle unos golpecitos en la espalda.
—Deja que tosa, a ver si hay suerte y me ahogo por fin.
—¡Qué tonterías dices!
—¡Pega más fuerte a ver si se me revientan los huesos!
—Hay que dar gracias por estar vivo, por mayor que uno sea —dijo Hilde con el mismo tono con el que obligaba a Fanny a comerse la col rizada—. Debemos apurar el vaso hasta la última gota. Es la voluntad de Dios.
—Bueno, si es cuestión de apurar vasos, que así sea —replicó Elise. Acto seguido, levantó el vaso y se tomó todo el contenido.
Entonces de su boca ya no salió tos, sino algo parecido a un balbuceo. Hilde trató de no volver a tomar aire, pero arrugó la nariz con disgusto, provocando así la carcajada de Alma.
—No entiendo cómo sois capaces de reíros en un día como hoy. —Hilde daba unas puntadas de forma rápida y con enojo; más de una vez la aguja dio contra el dedal.
—Hoy empieza un nuevo siglo —exclamó Alma—, eso no puede más que alegrarnos.
Hilde se detuvo un instante.
—¿Acaso has olvidado que hace poco que perdimos a nuestra querida prima?
Fanny dio un respingo. Para escapar del olor insoportable de la llama de alcohol se había refugiado bajo la mesa, donde jugaba con el costurero de su madre. Utilizaba los dedales como tacitas para la muñeca; el alfiletero, de cojín, y el hilo de coser, como si fuera un collar. La muñeca se llamaba Augusta Victoria en honor de la emperatriz, pero Elise había pasado a llamarla Espantajo después de que perdiera un ojo de cristal. Por motivos incomprensibles, la extraña cinta de tela que Hilde llevaba todas las noches en torno a la cabeza para evitar la papada también había ido a parar al costurero y, como era demasiado grande para ser el parche que habría convertido a Espantajo en una pirata, Fanny había decidido utilizarla como hamaca para la muñeca.
Ahora de pronto el juego se le había fastidiado porque la historia del trágico final de la prima segunda Martha le daba miedo y además contenía palabras que Fanny no entendía, como «burdel» y «embaucador». Así, por lo menos, era cómo Hilde llamaba siempre al hombre responsable de esa muerte. Alma lo veía de otro modo. Ella y Hilde contaban dos versiones muy distintas de la historia de Martha, como esa misma noche.
—Ella era joven y tenía sed de aventuras —dijo Alma.
—No se contentaba con el lugar que Dios le había asignado en la vida —criticó Hilde.
—Soñaba con una nueva vida en América —replicó Alma.
—¿Cómo puede alguien ser tan tonto como para querer vivir en un país sin emperador? —gruñó Hilde.
—Ella se enamoró de un hombre que la convenció para que emigrara con él —adujo Alma.
—¡Bobadas! —exclamó Hilde—. Se dejó encandilar por un hombre que convirtió sus sueños en su mortaja.
Alma bajó el quemador de alcohol.
—¿Desde cuándo te has vuelto tan poética?
—La poesía no tiene culpa de que él la engatusara hasta Génova y que allí, en lugar de subirla a un barco, la metiera en una taberna de puerto que resultó ser un burdel. Ella saltó por la ventana para escapar del destino atroz que la amenazaba y al hacerlo se rompió las dos piernas.
—¿Y murió por eso? —preguntó Elise. Aunque conocía la historia, seguramente había vuelto a olvidar los detalles.
Primero Fanny escuchó inmóvil y luego salió de debajo de la mesa arrastrándose y se deslizó hasta la puerta a toda prisa. La cháchara sobre América no la inquietaba especialmente, pero sí, en cambio, la mención a tabernas siniestras. La primera vez que oyó hablar de piernas rotas había sufrido pesadillas durante dos noches. De ningún modo estaba dispuesta a volver a oír el final de la historia de Martha, que, tras ser ingresada en un hospital con las piernas rotas, acabó muriendo de tifus. Fanny no sabía si, como afirmaba una amiga, con el tifus la cara se te ponía primero azul y luego negra; o si, como sostenía una criada, se te pudrían las manos y los pies, o si, como decía la abuela Elise, se cagaba hasta el alma; fuera lo que fuera, era una enfermedad muy grave. Y ni ella ni Espantajo querían oír más detalles.
Ya había salido de la estancia cuando reparó en que había olvidado debajo de la mesa la cinta de cuello de su madre —de hecho, la hamaca de la muñeca—; entonces decidió que acostaría a Espantajo en una cama que ella misma le haría. Utilizaría de colchón las fibras de coco que servían de relleno de los maniquíes de la tienda de su madre. Precisamente en el dormitorio de esta había uno que se había descosido y que Hilde aún no había tenido tiempo de reparar.
Fanny se apretó a Espantajo contra el pecho, entró en aquella estancia no caldeada y miró a su alrededor tiritando de frío. Allí estaba la cama con dosel —en una de cuyas mitades, donde antaño dormía su padre, reposaba un rosario—, y allí, una cómoda que tenía encima un lavamanos de esmalte y una jarra de estaño. Como hacía siempre el último día del año, aquella mañana Hilde se había lavado el pelo ahí aplicándose primero la espuma de diez yemas de huevo y medio vaso de coñac y luego enjuagándolo todo.
Pero Fanny no vio el maniquí en ningún sitio. Cuando se disponía a salir del cuarto, reparó en algo que le llamó la atención: el arcón de madera de roble oscura y pesada. Para su asombro tenía la tapa de madera tallada abierta. El sagrado arcón de la ropa de su madre. Tal vez ahí dentro hubiera algo con lo que hacer, si no una cama para Espantajo, sí un vestido.
Fanny se acercó, se inclinó sobre el arcón y observó que estaba vacío. En realidad, no del todo: en el fondo había un chal de seda rojo. Ella al menos habría jurado que era rojo porque la escasa luz que venía del pasillo lo bañaba todo en tonos grisáceos. Sin embargo, aunque el chal no fuera de ese color, seguro que sería suave y, además, lo bastante ancho como para hacerle a Espantajo un vestido de baile.
Fanny se inclinó aún más sobre el arcón. No tenía la certeza de que pudiera quedarse el chal y utilizarlo para hacer un vestido de muñeca. Sin embargo, Elise siempre insistía en que para comerse una manzana había que hacerlo con tantas ganas que los dientes llegaran de inmediato al corazón. «Si quieres tenerlo todo y ya, al final lo consigues todo», solía decir.
Mientras con una mano sostenía la muñeca, con la otra intentó sacar el chal. Sin embargo, no logró hacerse con él porque ella era demasiado menuda y el arcón, demasiado grande. Dejó a Espantajo sobre la cama —por seguridad bastante lejos del rosario— y volvió a inclinarse para alcanzar el chal con las dos manos. Tampoco lo consiguió. Fanny tomó aire, se puso de puntillas y lo intentó de nuevo... Luego todo ocurrió muy rápido: ella cayó de bruces dentro del arcón, justo a tiempo para girar la cabeza y solo lastimarse el hombro, pero oyó el estallido de la tapa al cerrarse. Y de pronto desaparecieron los tonos grisáceos y todo se volvió negro.
No era una oscuridad normal, penetrada por las estrellas o las farolas de gas, sino una oscuridad profunda, infinita, asfixiante. Una oscuridad sin altura ni fondo, sin principio ni final. Una oscuridad que la engulló a ella y a todos sus deseos y anhelos. Que solo le dejó el miedo, un miedo que luego se convirtió en pánico. Fanny gritó, la oscuridad persistió. Palpó a su alrededor hasta encontrar la tapa del arcón para levantarla, pero era demasiado pesada. Se tumbó boca arriba y empujó con los pies contra ella..., pero tampoco lo consiguió.
Volvió a coger aire, empezó a gritar, esta vez con tanta fuerza que seguro que alguien la habría oído en la sala de estar... de no ser porque en ese preciso instante empezaron a tañer las campanas de todas las iglesias de Fráncfort anunciando el nuevo siglo.
—¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude! —gritó. Pero no obtuvo respuesta.
Tras la sexta campanada, pareció que el aire empezara a escasear; a la octava, se mareó, y con la décima campanada ella empezó a ver estrellitas. Nada de puntitos brillantes y relucientes, no. Solo unos agujeros anodinos que se extendían en la nada. Con la duodécima campanada llegó la medianoche, pero las campanas no dejaron de repicar y saludar con fuerza el nuevo siglo, mientras Fanny se despedía en silencio de la vida.
«Esto no es un arcón para la ropa», se dijo. «Es un ataúd». Le dolían los latidos del corazón, le dolía la respiración. ¿Qué pasaría cuando no quedara más aire, cuando se ahogara, cuando su cabeza se pusiera primero azulada y luego negra? ¡Todo era oscuro, incluso el chal!
¡El chal!
Bajó las manos y palpó la tela debajo de ella, tan magníficamente suave y lisa. En realidad, Fanny no quería hacerle un vestido de fiesta a Espantajo..., quería ponerse el chal sobre los hombros y bailar con él y comerse la manzana con todas sus semillas.
Aquel pensamiento le dio una fuerza inesperada para empujar de nuevo con los dos pies contra la tapa, que en esta ocasión se entreabrió. Rápidamente metió en la abertura la mano con la que agarraba con fuerza el chal de seda rojo, apretó la cara contra la rendija, volvió a gritar con la esperanza de que alguien la oyera, metió la otra mano en la abertura, empujó con la cabeza contra la tapa con las fuerzas que le quedaban hasta que por fin cedió. Fanny deslizó el tronco fuera del arcón mientras inspiraba ávidamente el aire fresco y frío. Espantajo la miraba desde la cama con su único ojo.
Cuando regresó a la sala de estar, tenía la cara pálida y cubierta de manchas rojas, pero las mujeres no se fijaron. Ni tampoco repararon en que se había envuelto los hombros con un chal rojo. En cuanto terminó el repique de campanas que saludaba el nuevo año, reemprendieron o continuaron su discusión sobre Martha.
—La propia vida es un precio demasiado alto por la honra —decía Alma en ese momento con tono serio.
—Nuestra prima sentía ansias de amor y sufrió una decepción tremenda al verse engañada —explicó Hilde secándose unas lagrimitas. Fanny no podía saber si eran por la prima o por el borrachín. Observó fascinada cómo su madre se apartaba las lágrimas de la mejilla con el dedal.
—¡Tonterías! —dijo Alma—. Martha sentía ansias de libertad.
—Bueno —intervino la abuela Elise llenándose el vaso—, es posible alcanzar una de las dos sin poner en peligro el estómago o el alma. Pero alcanzar la libertad y el amor..., eso es un arte imposible.
Fanny se volvió a arrastrar debajo de la mesa y tosió suavemente. Tenía poco que decir del amor, pero alcanzar la libertad debía de ser algo así como lograr salir de un arcón oscuro.
—Sírveme un poco —pidió Alma a su madre. Tras tomar un sorbo de aguardiente declaró—: Aunque las ansias de amor y de libertad conduzcan a la desgracia, que al menos sea llevando un vestido bonito.
O un chal, añadió Fanny en silencio.
Así, querida Judy, empieza esta historia, que en realidad es la de Fanny y, como influyó de forma tan marcada en nosotras, también la de mi madre y la mía.
Pienso que para Fanny la libertad siempre fue más importante que el amor. Mi madre, en cambio, no siempre ha tenido la libertad de vivir su amor. Yo, por mi parte, intento, de todos los modos posibles, lograr ambas cosas. Solo en un aspecto las tres mujeres nos parecemos: tanto cuando logramos lo que quisimos, cuando perdimos lo que ni siquiera llegamos a desear, como cuando se nos rompió el corazón, o se recompuso, o cuando nos dimos con la cabeza contra arcones visibles o invisibles..., siempre quisimos ir bien vestidas.
Fanny
1914
El día 28 de junio de 1914 Francisco Fernando, el príncipe heredero al trono austrohúngaro, murió asesinado de un disparo; entretanto, el perro salchicha de Theobald Theodor von Bethmann Hollweg sufría de flatulencias.
Bueno, lo de las flatulencias del perro Fanny se lo inventó con el tiempo; ella no sabía siquiera si Theobald Thedor von Bethmann Hollweg tenía un perro salchicha. Con todo, creía que era preciso aderezar los acontecimientos atroces de la historia mundial con anécdotas divertidas, del mismo modo que ella mitigaba la severidad del color negro con un collar de perlas. El mero hecho de que alguien pudiera tener como nombre de pila la combinación de Theobald y Theodor ya le parecía un chiste.
En otro orden de cosas, aquel mismo día, Fanny, que a la sazón contaba veinte años, se enamoró y no solo una vez, sino dos: primero, de un vestido de color rosa encarnado que, a sus ojos, combinaba a la perfección con su chal rojo —aunque no lo llevaba mucho—, y, luego, de un joven con el que más adelante se casaría.
—Ojalá hubiera ocurrido al revés —afirmaría Fanny con el tiempo—. Ojalá hubiera llevado ese vestido hasta que se me cayera a jirones y no hubiera consentido jamás una alianza en el dedo.
Se había hecho el vestido en el taller que formaba parte de la tienda de corpiños de su madre en la que, además de esa prenda, también se hacían corsés. La solución de hidróxido de potasio que había acabado con la vida del borrachín se empleaba para teñir de azul el caucho que formaba parte de esas prendas. Había muchos tipos de corsés: para cantantes y damas muy corpulentas, para mujeres con dolor de espalda, para las que sufrían problemas digestivos y, claro está, para las embarazadas, aunque Hilde hablaba tan poco de embarazos como de la causa de la muerte de su buen marido.
Sea como fuere, los corsés tenían algo en común: comprimían el cuerpo y dificultaban la respiración, algo que Fanny, que ya era una señorita, acababa de descubrir recientemente. De pequeña, el nombre del oficio de su madre, corsetière, le evocaba el salón de baile dorado donde Cenicienta bailaba con el príncipe. La abuela Elise le había leído ese cuento a menudo y, como la vista le fallaba y a menudo tenía los sentidos embotados por el aguardiente, no siempre se lo había contado bien. Al final, al parecer, no eran las hermanastras de Cenicienta las que se cortaban los dedos de los pies y el talón, sino el príncipe, por ser tan tonto como para no reconocer a Cenicienta más que por el estúpido zapato.
No importaba. Aunque corsetière sonaba a luz, perfumes y música, un corsé no prometía nada de eso, y tampoco era posible encontrar nada semejante en la corsetería de Hilde Seidel, situada cerca de la plaza Hauptwache de Fráncfort. El salón de ventas ocupaba la planta baja y el taller de confección se encontraba en la buhardilla. Esta no estaba bien iluminada porque los tragaluces eran demasiado pequeños. Además, era una estancia diminuta en donde las mujeres altas no podían permanecer completamente erguidas y mucho menos, por lo tanto, bailar como Cenicienta y el príncipe, y no olía tampoco a perfume, sino a planchas calientes, vapor y almidón.
Por eso Fanny había cosido el vestido mencionado en un cuarto situado al fondo del salón de ventas que se utilizaba como probador, y además no había utilizado ni huesos de ballena, ni acero, ni ropa pesada, sino que había usado lino ligero. Fanny aún no se había probado el vestido, sino que lo tenía colocado en un maniquí de costurera sin parte baja. Algo esto último que, para Hilde, era mejor que no tuvieran las mujeres de carne y hueso, igual que tampoco ningún anhelo creativo.
—Pero ¿qué... es... esto? —reprendió a Fanny en cuanto descubrió la prenda. En realidad, no gritó. A menos que fuera Nochevieja, ella siempre llevaba alfileres en los labios—. ¿Qué... es... esto? —repitió.
—Un vestido.
—No, esto no es un vestido. Es nuestra ruina. ¡Por Dios, muchacha! Bastantes problemas he tenido desde que tu padre murió. Con tantas fábricas de corsés estamos con el agua al cuello. —Fanny se imaginó la cabeza de su madre con los alfileres en los labios elevándose en una charca oscura y se rio—. ¿Qué te hace tanta gracia? —la increpó; bueno, en realidad, Hilde masculló entre dientes—. Tal vez logremos resistir por un tiempo a la competencia. Pero si estos vestidos se ponen de moda, vamos a tener que cerrar el negocio y nos moriremos de hambre. Tu buen padre se removería en la tumba.
Hilde dirigió una mirada sombría a ese vestido que no podía existir. Caía recto sobre el cuerpo, sin resaltar pecho, cintura ni cadera. Presentaba algo de fruncido en los hombros, creando así unos elegantes pliegues semejantes a los de las togas de las estatuas antiguas.
—He oído que el lino es especialmente adecuado para la ropa de deporte —se apresuró a explicar Fanny.
—¿Deporte?
Hilde no parecía saber qué era eso. Fanny, por su parte, apenas sabía gran cosa. En todo caso, había oído decir que a la gente rica le gustaba jugar al tenis, y que ese juego consistía en golpear una pelota grande como un huevo con un objeto parecido a una sartén. No entendía qué sentido podía tener aquello, pero sabía que al jugar la gente sudaba mucho.
Como en el mundo de Hilde era inconcebible que las mujeres sudaran, Fanny prefirió no mencionar eso y en su lugar dijo:
—Vi un vestido así en la revista Modewelt. Aunque yo preferiría leer revistas de moda francesas, aquí, en Fráncfort, son muy difíciles de conseguir. Este tipo de vestido se llama vestido reforma y con él también se puede ganar dinero.
—¿Acaso más que con un corsé? ¡Tu pobre madre sacrificándose por ti para que olvides la ausencia de tu pobre padre! ¿Así me lo pagas? —Fanny no sabía qué era peor: que Hilde tildara a alguien de bueno o de pobre. Fuera como fuera, a sus ojos, ella no era ni una cosa ni la otra—. ¡Has sido siempre una rebelde! —continuó su madre regañándola—. Apenas me doy la vuelta y ya estás tú perdiendo el tiempo y malgastando tela. Al menos podrías haber hecho una camisa de dormir, u otra cinta para la papada.
Esa misma papada tembló y los labios, no menos, cuando Hilde empezó a tirar violentamente, en realidad, a arrancar el vestido del maniquí de costura. ¡Cómo dolía ver ese vestido roto!
—¡Lo he hecho para llevarlo! —gritó Fanny con ese furor del que la abuela Elise decía que, aunque ardiera tanto como las llamas al acercarse a la madera de abeto, no duraba lo bastante como para calentar como una hoguera de madera de haya.
Fanny no sabía nada de madera, pero tenía una idea clara de lo que les quedaba bien a las mujeres... y de lo que le podría quedar bien a ella, sobre todo si no se limitaba a arroparse los hombros con su chal de seda rojo, sino que se lo drapeaba a la cabeza tal y como había visto en una revista de moda. Intentó arrebatarle el vestido a su madre antes de que lo arruinara por completo, pero ella lo agarraba de un modo tan despiadado que finalmente sufrió otra gran rasgadura. Un alfiler cayó de la boca de Hilde: el único indicio de que las fuerzas la abandonaban.
Con todo, Fanny no podía medirse con ella. Ya sintiera un furor ardiente o solo templado, ya ardiera por poco tiempo o por mucho, su madre siempre conseguía arrojar sobre él un cubo de agua fría.
Fanny soltó el vestido, se dio la vuelta y salió corriendo a toda prisa con el chal de seda rojo sobre los hombros hacia un lugar en el que al menos podía ser un poco libre.
—Además, la división de tareas que exige la naturaleza y el Evangelio entre los hombres y las mujeres consiste en que el hombre está hecho para luchar y trabajar, y la mujer, en cambio, para el cultivo de sentimientos puros, cálidos e íntimos. Al hombre le corresponde la lucha y el trabajo, y a la mujer, limpiarle el sudor de la frente.
Cuando Fanny entró en el piso de su tía Alma, esta estaba leyendo precisamente esas palabras en voz alta. Aunque ella nunca llevaba alfileres en los labios, en ese instante parecía como si al menos uno se le estuviera clavando en la lengua. Y es que aquello que estaba leyendo era absolutamente contrario a lo que pensaba.
Alma había abandonado su pasatiempo del pirograbado en cuero o madera después de que en una ocasión se hubiera quemado el pulgar. En cambio, dos cosas no habían cambiado: seguía luchando de forma enconada a favor de los derechos de las mujeres y seguía luciendo, como siempre, un bonito sombrero. Para ella ambas cosas no eran contradictorias, al contrario. De hecho, estaba convencida de que las mujeres tenían que hacer valer siempre sus puntos fuertes y si eso para unas era un trasero bonito y para otras, una cintura de avispa, para Alma era la cabeza. Preferentemente la realzaba con figuras de chifón, rosas de muselina, perlas de vidrio y encaje inglés.
Desde que recientemente un catedrático de anatomía de Fráncfort había afirmado que el cráneo y el cerebro de las mujeres era básicamente de menor tamaño que el de los hombres y que por ello el hombre tenía una mayor firmeza de carácter y era valiente, audaz y decidido, y la mujer tenía un humor caprichoso, era charlatana, asustadiza y transigente, Alma llevaba sombrero incluso en su casa a modo de protesta. Cuando ese mismo catedrático declaró que a las mujeres no se les debía permitir estudiar medicina ya no por el menor tamaño de su cerebro, sino por su gran pudor —según él no se les podía poner en el apuro de dar una explicación sobre los órganos sexuales—, Alma llegó a considerar la posibilidad de presentarse a una de sus clases vestida con sombrero y nada más. «A ese le contaría un par de cosas de los órganos sexuales que él no ha oído decir en la vida», había proclamado con tono belicoso.
Fanny no tenía una idea exacta de lo que eran los órganos sexuales. De todos modos, gracias a las explicaciones de su tía Alma, sabía que incluso las mujeres como su madre debajo de la cintura también eran de carne y hueso, y no de madera. «Tú pregunta lo que quieras, pequeña», la había animado Alma a una edad muy temprana, llegando incluso a contarle cosas que Fanny no había querido saber para nada.
Ese día Alma no reparó en la presencia de su sobrina, y no solo porque estaba inmersa en su lectura en voz alta. Una media docena de señoras congregadas en el salón impedía que Fanny pudiera distinguir a su tía. Solo le podía ver el sombrero.
—La reclamación del derecho activo a votar se encuentra en contradicción con instituciones milenarias de todos los Estados y pueblos —seguía leyendo Alma—, así como con la naturaleza y el destino de la mujer y las leyes eternas del orden mundial divino.
A Alma la voz le temblaba igual que las rosas de tela que llevaba prendidas en su sombrero.
En cuanto Fanny fue abriéndose paso entre las otras mujeres vio más partes de Alma aparte del sombrero. Estaba sentada, en realidad señoreaba, frente a su escritorio, que se encontraba en el lugar que en otros tiempos —cuando esa sala era el comedor y no la sala de estar— había ocupado la gran mesa del comedor. Cinco años atrás Alma había anunciado que el espíritu de la mujer tenía que ser más voraz que su estómago y había hecho cambiar las mesas. Aquella fue la primera decisión que tomó tras la muerte de su marido.
Ella, igual que su hermana Hilde, también llamaba buen hombre a su difunto marido. Sin embargo, en el caso de Alma, aquello no era tanto una idealización como un modo de agradecimiento; él, que tantas cosas había hecho mal en su matrimonio, por lo menos había conseguido hacer algo bueno: morir pronto. Además de aquel piso de tres grandes habitaciones delante de la iglesia Katharinenkirche, le había legado un patrimonio considerable y un negocio de papelería en la calle Hasengasse. Alma se había desembarazado de todo el género y había instalado ahí una prensa con la que a partir de entonces hacía imprimir escritos polémicos a favor de la jornada laboral de ocho horas, las escuelas de educación básica y la formación de las muchachas, así como el acceso de las mujeres a las universidades.
Fanny entretanto había alcanzado el escritorio y se puso delante de su tía, que seguía inmersa en la lectura.
—Tía Alma, necesito tu ayuda.
Alma levantó la cabeza, pero, en vez de mirar a Fanny, contempló a las otras mujeres. Unas llevaban los anchos delantales de color azul de las mujeres obreras; otras, prendas hechas con la misma tela delicada que las rosas del sombrero de la tía Alma. Del mismo modo en que Alma animaba a las mujeres a ganarse la vida por su cuenta mientras ella vivía con toda naturalidad de la herencia de su marido, había conseguido también conciliar otra contradicción y reunir en su salón a las representantes del movimiento feminista burgués y a las del proletariado. Eso en sí era todo un arte. No obstante, aún era mayor el desafío de que sus invitadas no discutieran entre ellas. En una ocasión, una disputa oral derivó en una refriega en la que una de las mujeres llegó a morder el guante de seda de otra, la cual, a su vez, le arrancó un mechón de pelo. «También por eso siempre llevo sombrero», había dicho entonces Alma con tono solemne para luego añadir que, sin lucha, no había ardor y sin ardor era imposible irritar a esos señores que sostenían que el cerebro de la mujer era demasiado pequeño.
Por fin, la mirada de Alma se posó en su sobrina; sin embargo, antes de que Fanny tuviera ocasión de repetir su ruego, alguien entró apresuradamente en el piso cuya puerta permanecía entreabierta cuando las mujeres se reunían.
—¡Escuchad! —exclamó una jovencita—. ¡Han detenido a Klara Hartmann!
De pronto se hizo un silencio y la muchacha siguió con la historia. Por lo que pudo comprender Fanny de aquellas palabras agitadas, Klara Hartmann militaba en el movimiento pacifista y, en señal de protesta contra el militarismo en general y contra la amenaza de la guerra inminente en particular, se había encadenado a la puerta de hierro forjado de la prefectura de policía.
—¿Y luego? —preguntó Alma.
—Le han ordenado que se desencadenara.
—¿Y luego? —preguntaron entonces todas las mujeres a la vez.
—Parece ser que se ha tragado la llave para abrir el candado de la cadena.
—Excelente —dijo Alma—. ¿Y qué ha ocurrido luego?
—Han mandado llamar a un herrero y él ha fundido la cadena.
—Ojalá se haya quemado el pulgar como yo con el quemador de alcohol —intervino Alma con tono de burla.
—El caso es que, en cuanto le han quitado la cadena, han detenido a Klara Hartmann por agitadora —concluyó la joven.
Mientras las mujeres de delantales azules y guantes de seda discutían acaloradamente sobre si la conducta de Klara Hartmann era una provocación tremenda o una protesta justificada, Fanny se preguntaba qué tamaño tendría la llave que se había tragado y se decía que aquello debía de dar unos dolores de barriga tremendos.
De todos modos, no le dio muchas vueltas y aprovechó la ocasión para inclinarse hacia Alma y susurrarle:
—Mi madre no me deja llevar un vestido sin corsé. ¿Qué hago?
Las damas presentes continuaban discutiendo acaloradamente sobre cómo ayudar a Klara Hartmann. Alma, en cambio, se puso de pie y con un gesto de cabeza ordenó a Fanny que la acompañara. La muchacha la siguió fuera de la estancia, aunque no para ir a la habitación de al lado, donde ahora estaba la antigua mesa de comedor con el tablero vuelto sobre el suelo para ahorrar sitio y aprovechar las patas de la mesa para colgar los sombreros, sino fuera del piso.
La tía ya había abandonado el edificio a paso ligero cuando Fanny logró alcanzarla.
—¿Vas a hablar con mi madre? —le preguntó jadeando.
—Voy a hablar con un abogado para que saque a Klara Hartmann de la cárcel. Tú, si quieres, puedes acompañarme y así aprender alguna cosa.
—¿Aprender qué?
—Bueno —Alma se detuvo y miró a su sobrina con severidad—, que da igual si lo que quieres es llevar un vestido en especial, estudiar medicina o proclamar que la paz es mejor para la humanidad que la guerra; cuando alguien le dice a una mujer: «No se puede», ella replica con firmeza: «Sí, se puede».
Alma se había detenido el tiempo suficiente para acabar esa frase y luego siguió su marcha apresurada. Con el calzado firme que llevaba le resultaba fácil ir rápido, pero Fanny a duras penas podía seguirla.
—¡Por Dios! —exclamó su tía con sorna—. ¿Qué son esos pasitos de princesita?
—Mi madre quiere que lleve cintas de goma en las rodillas para que no dé zancadas grandes. Una mujer debe caminar siempre a pasos cortos.
Alma se echó a reír.
—Tachín, tachín... ¡Hete aquí la falda trabada! —dijo burlona—. Bueno, si te gusta llevarla, adelante. Pero ¿no te parece algo curioso que quieras eliminar el corsé y en cambio uses cintas de goma para andar?
Soltó una carcajada y siguió andando a buen paso.
—¡Tía Alma, espera, por favor!
—¡Quítate esas bobadas!
Fanny suspiró y decidió hacerle caso, pero no iba a ser precisamente fácil. El organillero con el macaco chillón al hombro no debía verle las piernas desnudas. Y, en cuanto hubo dejado ese hombre atrás, una mujer que llevaba un gran cochecito de bebé le pidió paso. Y luego apareció el lechero anunciando a voces su leche, a lo que alguien de pronto respondió a gritos: «¡Seguro que la has vuelto a mezclar con agua de cal!». El macaco chilló aún con más fuerza.
Al final, Fanny dio con un rincón oscuro y se quitó las cintas de las piernas, pero entonces se encontró con otro problema: no podía comparecer ante un abogado con unas gomas en la mano. Por otra parte, todavía estaba por ver si llegaría a conocerlo. Alma, cómo no, había desaparecido.
—¡Tía Alma!
El lechero gritaba más fuerte que ella para hacerse oír por encima de los tonos desafinados del organillo, y a Fanny no le quedó otro remedio que echarse a correr.
No sabía a ciencia cierta dónde se encontraba el bufete del abogado, aunque sospechaba que Alma se dirigía hacia el Römer, la sede del ayuntamiento en el casco antiguo de Fráncfort. No era precisamente fácil encontrar a alguien en ese laberinto de callejuelas en las que apenas penetraba el sol. Las casas de paredes entramadas estaban muy juntas entre sí, a menudo incluso se inclinaban hacia adelante, y, una vez a la altura de los puestos de venta de la calle donde se ofrecían hierbas para la típica salsa verde y carne fresca de buey, sería preciso abrirse paso a la fuerza.
—¡Tía Alma! ¡Tía Alma!
Poco después de que Fanny dejara atrás las hierbas y la carne de buey, percibió el aroma de las velas de cera de abeja que hacía una mujer de la que se rumoreaba que no hablaba y que solo zumbaba como las abejas. Con todo, Fanny quiso preguntarle si había visto pasar a Alma —a fin de cuentas, su sombrero era muy llamativo—. Entonces ocurrió. Con la vista clavada en las velas de cera de abeja chocó primero con la cabeza contra un hombre y luego, tal vez al tropezar por la fuerza del impacto, dio con las rodillas en los adoquines. Lo primero no le dolió mucho porque la frente topó con una barba mullida, pero se hizo una herida en una de las rodillas y empezó a sangrar.
«Si hubieras llevado las cintas de goma», oyó rezongar a su madre.
Fanny levantó la cabeza; por un momento, no se percató de nada y se sumergió en la visión que se le ofrecía. Un bigote rubio y recortado, una sonrisa agradable que atenuaba la severidad de la barba, un cabello que caía en ondas suaves sobre la frente alta y que, lejos de darle a ese joven un aspecto femenino, lo hacía elegante. El traje oscuro le hizo pensar a Fanny en el abogado hacia el que Alma se dirigía; las manos finas, en un músico.
¡Y ella en las suyas seguía sosteniendo esas estúpidas cintas de goma! ¡Maldita fuera!
Con tod