Hija del mar

Alicia Vallina

Fragmento

La primera vez que recorrí en solitario las salas del Museo Naval de San Fernando, en Cádiz, me sorprendí tratando de memorizar los nombres de personajes ilustres, protagonistas de grandes hazañas de las que apenas había oído hablar y que conformaban la historia naval de una excepcional nación marinera, la española. Sin embargo, también pude ser consciente, en ese mismo instante, de la ausencia de mujeres en el discurso expositivo del museo. De cómo la presencia de estas había sido silenciada por el peso de la historia, de una historia contada por hombres que construyeron, sobre enormes y pesadas piedras, héroes sólidos en los que sentar las bases de ese relato.

Por eso, pensé, mi trabajo como directora técnica del museo debía centrarse en tratar de dar voz a todos esos fantasmas sin nombre que, como mudas sombras del pasado, seguían vagando por este presente nuestro, frío y descafeinado, huérfano de heroínas.

Apenas había pasado una semana desde mi nombramiento oficial cuando, aquella mañana de marzo, bajé a uno de los almacenes del museo. Tenía que revisar detenidamente una serie de bienes culturales que, ordenados en cajas de madera, debían ser inventariados, fotografiados y catalogados. Los fondos procedían del antiguo Departamento Marítimo de Cádiz, cuyo archivo quedó destruido por un incendio en 1976. Pinturas de batallas navales, algunas acuarelas y dibujos e instrumental científico y sanitario, todo de escaso interés, se distribuían cuidadosamente por el almacén, envueltos en papel de pH neutro dentro de una veintena de cajas de seguridad, todas con cierres metálicos y sensores de control de humedad relativa y temperatura.

Fue una de aquellas cajas de madera la que llamó mi atención. Era de dimensiones reducidas, dos palmos a lo sumo. Quizá por ello me había pasado desapercibida con anterioridad. Una gran cantidad de polvo se acumulaba en su superficie. Parecía que nunca había sido abierta. Tiré con suavidad de la tapa superior. Ante mí se mostraba, tímida y discretamente, un objeto envuelto en un paño de hilo de color crema, del tamaño de un libro.

Del bolsillo derecho de mi bata blanca extraje mis guantes de algodón e introduje las manos en la caja, sin dejar de observar aquel pequeño objeto. Retiré el envoltorio con cuidado, desplazando a un lado cada pliegue del lino, como si los trozos de tela encerrasen un misterio en sí mismos. Ante mí apareció un libro encuadernado en cartoné, en buen estado de conservación a pesar del desgaste evidente de ambas tapas de cartón gris, cubiertas por papel marmoleado. Abrí el libro con suavidad para iniciar su lectura. Estaba escrito a doble página en hojas de un papel tan fino que traslucía la delicada caligrafía de la cara opuesta. La costura, realizada en hilo vegetal, se encontraba ligeramente descosida. Avancé hasta la primera página. Escrito a pluma con tinta negra pude leer sin dificultad el nombre de una mujer. Un nombre desconocido para mí.

Es complejo y divertido novelar una vida. Convertirla, ante la falta de datos precisos, en una tela de araña sobre la que camina peligrosa el alma de quien la escribe. Pero es ahí, en ese preciso instante de duda, de temor al abismo, donde estriba la más alta cota de libertad. Y fueron la libertad y la soledad las velas que me llevaron, al igual que a la protagonista de esta historia, a inventar una vida de la que solo he podido saber a través de los escasos datos contenidos en ese diario, pero que me otorgaron la felicidad del encuentro.

Por eso confío en que esta historia te atrape como ya lo hizo conmigo. Fueron muchas noches en vela y mucho tiempo empleado en tratar de dar voz a una mujer invisible. Así que espero que tú puedas extender ahora su nombre a través de las páginas de la historia y hagas de ella una llama refulgente que esparza su luz hasta blanquear las sombras del olvido.

Siempre he pensado que las historias nos buscan, que son ellas las que se acercan a nosotros y nos emplean sutilmente como vehículos transmisores de recuerdos. Por esa razón las páginas desgastadas de ese diario me convirtieron en novelista, en una contadora de las historias de otros a la espera de poder contar algún día las mías. Historias imperecederas, delirantes, inmensos paisajes de sueños, silencios, dolores, que a partir de hoy se harán realidad en tu mente cada vez que atravieses las páginas de este relato para que la tierra no ahogue la voz de quien oculta una estrella.

Prólogo

Prólogo

La madera crepitaba consumida por el fuego. Los restos de las velas caían mezclados en una lluvia de ceniza. Los segundos pasaban lentos y mi cuerpo tiritaba. Estaba herida y seguía perdiendo sangre. El sol había dejado de brillar y los muertos se habían transformado en polvo.

Los heridos se contaban por medio centenar. Cuerpos rotos y despellejados salpicando la cubierta de un cementerio flotante a la deriva. El olor a pólvora y a sangre era asfixiante, las nubes grises, hábitos de sorprendente uso, aprensando el pendón real que yacía ensangrentado sobre la proa.

Nunca había sido testigo de algo similar en toda mi vida. No había lugar aquí para poesía de amor romántico, los hombres tampoco escapan de la muerte. Las injusticias, las traiciones, las manos de hierro, las formas de bromear y de cortejar a las fulanas. Todo ilustrado por la furia desencadenada del pasaje cíclico de esa muerte que ahora me rodeaba.

Todos los códigos habían sido violados, así que redacté en mi mente un epitafio perverso: «Caballero de la mar, margarita del viento». Y seguí aspirando ahogada el aire infecto que convertía la mar en una inútil y heroica mecedora de cadáveres. Sangre y más sangre que, mezclada con la mía, pronto se de

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