Confesiones de una criada

Sara Collins

Fragmento

Capítulo 1

1

Mi juicio empieza igual que mi vida: un tumulto de codazos, empujones y escupitajos. Desde la sala de los acusados, los carceleros y yo atravesamos la tribuna pública, bajamos la escalera y pasamos por delante de la mesa atestada de abogados y funcionarios. A mi alrededor, una avalancha de caras, cuyos murmullos crecen y se mezclan con los susurros de los letrados. Un rumor enfurecido que recuerda el zumbido de un panal de abejas. Las cabezas se vuelven a mi paso. Cada ojo es un arpón.

Agacho la cabeza, me miro las botas, me agarro las manos para detener su horrible temblor. Parece que todo Londres esté aquí, pero eso es porque no hay nada que a esta ciudad le guste más que los asesinatos. Toda esta gente vibra al unísono, enardecida por la «agitación que han suscitado estos cruentos asesinatos». Esas fueron las palabras del Morning Chronicle, cuyo negocio consiste precisamente en recolectar esa agitación como una cosecha de negra tinta. No tengo costumbre de leer lo que la prensa dice sobre mí, porque los periódicos son como el espejo que vi una vez en una feria cerca del Strand, que alargaba mi reflejo y me ponía dos cabezas, hasta el punto de que apenas me reconocía en él. Si alguna vez ha tenido la desgracia de que escriban sobre usted, ya sabe a qué me refiero.

Pero en Newgate hay carceleros que nos los leen por diversión, y allí es imposible escapar.

Al ver que no me muevo, me empujan con la palma de la mano. A pesar del calor, me pongo a temblar y me tropiezo por las escaleras.

«¡Asesina!» La palabra me sigue. «¡Asesina!» La Asesina mulata.

Tengo que trotar para seguir el paso de los carceleros y no caerme de bruces. El miedo me atenaza la garganta cuando me empujan al banquillo de los acusados. Los abogados alzan la nariz de la mesa, impasibles como vacas con sus fúnebres togas. Incluso estos perros viejos que lo han visto todo quieren ver a la Asesina mulata. Incluso el juez me mira, gordo y lustroso en su toga, la cara blanda e inexpresiva como una patata vieja, hasta que me mira ceñudo y hace un gesto con la cabeza a su secretario de pelo lacio para que lea los cargos: «Frances Langton, también conocida como Fran de Ébano o la Negra Fran, está acusada del asesinato premeditado de George Benham y Marguerite Benham, en tanto que el 27 de enero del año de Nuestro Señor 1826 agredió con premeditación y alevosía a George Benham y Marguerite Benham, súbditos de nuestro señor el Rey, golpeándolos y apuñalándolos hasta causarles la muerte, en la parte superior y media del pecho en ambos casos, siendo sus cadáveres descubiertos por Eustacia Linux, ama de llaves, de Montfort Street, Londres. El señor Jessop actuará como fiscal».

Hay una multitud en la tribuna pública, todo tipo de gente, personas de alto rango que se apiñan con la plebe, pues la sala de justicia es uno de los pocos lugares donde pueden encontrarse hombro con hombro. Seda de Padua y chales de Cachemira mezclados con pañoletas. Los traseros se impacientan en los bancos y emana del gentío un olor que me recuerda la leche pasada, o la pieza de carne de cerdo que Phibbah olvidó una vez debajo del porche. La clase de olor que engancha la lengua a la garganta. Algunas mujeres chupan pieles de naranja confitadas que han sacado del bolso, sus mandíbulas como rápidos remos. Las que no soportan los malos olores. Las damas. Las conozco bien.

Jessop se agarra las solapas de la toga y se levanta. Su voz es como la caricia del agua contra el casco de un barco. Muy baja. Podría estar charlando con amigos al amor de su lumbre. Y es el efecto que busca, porque obliga al jurado a inclinarse hacia delante, a prestarle atención.

—Caballeros, en la noche del 27 de enero, los señores Benham fueron asesinados a cuchilladas. El señor Benham en su biblioteca, la señora Benham en su alcoba. Esta... mujer..., la acusada, es la presunta autora de tales crímenes. Esa misma noche, se encaró con ellos en el salón y los amenazó con asesinarlos. Varios invitados que habían asistido a una de las legendarias veladas de la señora Benham fueron testigos de tales amenazas. Oirán las declaraciones de esos invitados. Y la del ama de llaves, la señora Linux, quien les explicará que la acusada fue vista entrando en la alcoba de la señora Benham poco después de que ella se retirara. La propia señora Linux subió a la primera planta alrededor de la una de la madrugada, donde encontró el cadáver de su señor en la biblioteca. Poco después, entró en la alcoba de la señora Benham y halló su cadáver y, junto a él, a la acusada. En la cama de su señora. Dormida. Cuando el ama de llaves la despertó, la acusada tenía sangre en las manos, sangre reseca en las mangas del vestido.

»Desde su detención y posterior encarcelamiento... hasta el día de hoy, se ha negado a hablar de lo que sucedió esa noche. El refugio de los que no pueden aportar una defensa clara y honesta. No obstante, si puede darnos una explicación ahora, estoy seguro de que la escucharán, caballeros, estoy seguro. Pero estoy convencido de que no puede haber una explicación satisfactoria cuando en el crimen concurren circunstancias como estas.

Me agarro a la barandilla y mis grilletes tintinean como llaves. No logro seguirle el hilo. Recorro la sala con la mirada y veo la espada suspendida detrás del juez, plateada como un gajo de luna. Leo las palabras grabadas en oro de debajo. EL TESTIGO FALSO NO QUEDARÁ SIN CASTIGO; Y EL QUE HABLA MENTIRAS PERECERÁ. Bueno. Todos vamos a perecer, tanto los que mienten como los que dicen la verdad, aunque el Old Bailey tiene por objeto acelerar el proceso para los mentirosos. No obstante, eso no es lo que me asusta. Lo que me asusta es morir creyendo que fui yo quien la mató.

Desde la mesa de los abogados, usted alza la vista y me saluda con un rápido gesto de la cabeza que me arropa como una manta. Ahí, dispuestas como la vajilla en un aparador, están las pruebas contra mí: el corbatón de Benham, su chaleco verde de brocado; el vestido azul lavanda de seda de Madame, su combinación y su turbante con la pluma de cisne teñida también de azul lavanda, para combinar con el vestido. Y ahí está el cuchillo de trinchar de Linux, el cual, que yo sepa, estuvo enfundado en la cocina todo el tiempo que yo pasé en la alcoba de Madame.

Pero es lo que hay junto a esas pruebas lo que usted mira con el entrecejo fruncido. Cuando lo veo, la preocupación me hiela las entrañas. Está ovillado dentro de un tarro de botica, como un puño cerrado. El feto. Alguien sacude la mesa y se aplasta contra el vidrio, como una mejilla. Usted enarca las cejas con expresión interrogante, pero no es una pregunta que yo pueda responder. No esperaba verlo en esta sala de justicia. ¡El feto! ¿Por qué se permite aquí? ¿Me pedirán que hable de él?

Al verlo, las rodillas empiezan a temblarme y vuelvo a sentir el terror que me atenazó esa noche. Pero la mente es su propia morada, como dijo Milton, y por sí sola puede hacer del cielo un infierno y del infierno un cielo. ¿Cómo lo logra? Recordando u olvidando

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