El puño del emperador

Alberto Caliani


Fragmento

Capítulo 1

1

El diablo habría huido de allí.

Tamura, no.

El campo de batalla presentaba un aspecto desolador. Los cadáveres yacían desperdigados en el mismo lugar donde habían sido abatidos. El silencio reinaba en el bosque, con los árboles deshojados clamando al cielo y los arbustos espinosos mojados por la lluvia. Ni siquiera el viento se atrevía a silbar.

Faltaban dos horas para que la noche terminara de pintar un escenario aún más macabro. Las ramas de las hayas semejaban garras monstruosas, y la neblina que gravitaba sobre la hojarasca arrastraba olor a muerte, sangre y cenizas.

La mujer saltó del caballo con la misma facilidad con la que una patricia bajaría el escalón de un palacio. Sus botas, por fuera de los pantalones de cuero negro, desaparecieron bajo la bruma reptante. Avanzó unos pasos hacia el suelo tapizado de muertos, con la mano en la espada que llevaba colgada del cinturón; su arsenal lo completaban varias dagas repartidas por todo el cuerpo, un arco y un carcaj.

Los cadáveres le dedicaron miradas acuosas de mudo reproche. Tamura se agachó junto a ellos. Los sombreros puntiagudos, tatuajes en brazos y rostro, las cabelleras largas de las mujeres... Cerca de ella, un magnífico caballo con la garganta cercenada completaba la escena.

No tuvo duda: eran sármatas, como ella.

Caminó entre los caídos en busca de algún enemigo muerto. Comprobó, con tristeza, que además de adultos y caballos también había niños y bebés asesinados. No le extrañó encontrar mujeres. Una sármata debía matar, al menos, a un guerrero enemigo para poder yacer con un hombre. La flecha de una mujer mata igual que la de un hombre. Pero los niños...

¿Qué clase de monstruo asesina a un bebé?

Los cadáveres no llevaban armadura, ni vio cascos por el suelo, ni los caballos iban acorazados. Contó tres carretas quemadas, con restos de aperos de labranza y utensilios para cocinar. Todo apuntaba a que era un clan familiar en busca de un lugar para asentarse. Un clan sorprendido por un ataque desproporcionado y letal. Tamura no fue capaz de adivinar a qué tribu pertenecían. Podrían ser yacigios, como ella, o alanos, o roxolanos... En los últimos tiempos, las tribus se desplazaban por todo el territorio.

Buscó señales que le ayudaran a identificar a los atacantes. Sabía que los romanos habían reforzado su presencia a ese lado del limes. Cruzar la frontera hacia el oeste y atreverse a asediar Aquilea había sido una mala idea de los marcomanos. La ciudad había resistido, y Roma tenía ahora la excusa perfecta para reunir un ejército sin precedentes y demostrar al mundo que con el Imperio no se juega.

Ni un trozo de capa roja, ni un gladius perdido, ni un pilo clavado en la tierra, ni un casco extraviado detrás de un matorral. Tamura examinó el cuerpo de una mujer que abrazaba el cadáver de su bebé. La madre presentaba un orificio en el cuello del diámetro de un dedo. Una herida de flecha. Pero ¿dónde estaba la flecha? ¿Se habían tomado la molestia de arrancarla?

Aquello no le cuadraba.

Siguió caminando entre los muertos hasta que un objeto llamó su atención. Apoyado en un carro volcado, había un estandarte con un capricornio. En otras circunstancias, se habría echado a reír: la tela era un trapo y el carnero parecía pintado por un niño. Tamura conocía los estandartes romanos; hasta había robado alguno para la colección del rey Banadaspo, y eran auténticas obras de arte. Obras de arte que los legionarios defendían con su vida y no abandonaban jamás en el campo de batalla.

Aquello era una burda falsificación. Una prueba incriminatoria dejada a propósito para confundir a cualquiera que no estuviera familiarizado con la parafernalia romana.

Tamura amarró el estandarte en los aperos de su caballo y se dispuso a honrar a los caídos. Amasó un montículo de tierra con las manos, recogió la espada de un sármata cercano y atravesó el montecillo, dejándola clavada en el suelo. Repitió el ritual con cada espada que encontró. Cuando clavó la última, contempló el campo de batalla desde el bosque.

Ahora sí que recordaba a un cementerio.

Ahora sí que los árboles parecían clamar al cielo.

Tamura no tenía tiempo para dar sepultura a sus coterráneos, pero sí para dejar aquella muestra de respeto a los dioses.

Las tinieblas empezaban a devorar la luz del día cuando Tamura oyó un sonido en la lejanía. Zambil, su caballo, pifió, nervioso. Ella lo aplacó con una caricia, se agachó y acercó la oreja al suelo.

Jinetes.

Por el sonido de los cascos, más de cuatro. Puede que diez.

Tamura se encaramó sobre Zambil de un brinco. No tenía estribos, solo una silla basta fabricada en cuero y tela sobre una sudadera de lana. La mujer espoleó al caballo con el talón de la bota y este giró sobre sí mismo, para desaparecer como un fantasma entre los árboles pelados.

Los jinetes que se acercaban eran más de cuatro.

Si solo hubieran sido cuatro, ahora estarían muertos.

Ocho jinetes detuvieron sus monturas ante al vertedero de carne. Aunque iban ataviados con diferentes piezas de armadura romana, su aspecto no era tan imponente como el de los legionarios. Eran tropas auxiliares, soldados de segunda reclutados entre los mismos pueblos que ahora se rebelaban contra Roma.

Gayo Mamerco, el suboficial al mando, era el único romano de la patrulla de reconocimiento. Los demás eran jóvenes dacios, cuya fidelidad se medía en sestercios y su eficacia en combate, en bajas o retiradas. Gayo sorteó el amasijo de cuerpos a base de tirones de riendas. A su espalda, sus hombres comenzaron a murmurar en dacio.

—En latín —les reprendió Gayo, dedicándoles un gesto amenazador con el pilo—. ¿Qué andáis rumiando?

—Son sármatas, domine —informó uno de ellos—. Esas espadas clavadas en la tierra son una señal de respeto a sus dioses.

—Una espada clavada en la tierra también puede significar otra cosa... —murmuró uno de los soldados. Lo hizo tan bajo que Gayo no pudo oírlo.

El suboficial recorrió los árboles con la mirada mientras tranquilizaba a su caballo. Necesitaba silencio absoluto para comprobar que el único ruido del bosque era el de su respiración. Gayo no temía a los muertos, pero sí a los fantasmas de carne y hueso que podrían ocultarse entre el follaje. Decidió desmontar. Al igual que Tamura, se arrodilló para examinar los cuerpos. Sus soldados mantuvieron la posición, con los arcos listos.

Gayo no distinguía demasiado bien unos bárbaros de otros, pero no le quedaba otro remedio que confiar en el criterio de sus soldados. Le extrañó ver hombres y mujeres junto a niños y bebés. Se fijó en las carretas saqueadas. Eran grandes, muy distintas a carruajes de guerra. El romano reconstruyó la escena en su cabeza, y lo que visualizó fue una pequeña caravana tomada por sorpresa por una fuerza muy superior. Po

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