El alma de las bestias

Ángela Vallvey

Fragmento

1. Se quejó mientras se sentaba y miraba alrededor

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Se quejó mientras se sentaba y miraba alrededor

Tierra Santa

Invierno del año 1059

Selomo había dormido con dificultad. En realidad, lo de dormir era una manera de hablar, porque no había pegado ojo.

—Ya no soy joven —se quejó mientras se sentaba y miraba alrededor con ojos de sorpresa.

Llevaba años inmerso en la intrincada traducción de su libro y las cosas que lograba sacar de él, los secretos que conseguía descifrar, no lo dejaban tranquilo. Al contrario, añadían nuevas preocupaciones a su complicada existencia nómada. La que, por cierto, había elegido él hacía años, sin que nadie lo obligara a ello.

No se arrepentía. No del todo.

El caso es que cada nombre que revelaba gracias a su delicada tarea, toda acción que era capaz de desentrañar de entre las palabras escritas hacía mil años que comprendía el raro ejemplar eran una piedra más que echaba sobre sus hombros.

Así se sentía en ocasiones: transportando la abrumadora carga que su padre había puesto sobre él liberándose, de esa manera, a sí mismo.

Aunque fueran piedras preciosas, pesaban mucho.

«Cuando tenga mi propio hijo, yo también podré descansar. Cuando ese día llegue, le pasaré el testigo...», se dijo intentando con poco éxito calmar la agitación que sentía.

Había pasado la noche sobre un jergón de pieles de olor penetrante, en una tienda montada en la ladera de una de las montañas que bordeaban la ciudad. Su refugio estaba hecho de piel de cabra y aunque la textura que lucía era tosca, ordinaria y un poco maloliente, al menos servía bien para proteger de los vientos desapacibles del invierno.

Se asomó por uno de los laterales de la tienda, que se recogían para permitir la ventilación. La piel de cabra, que se mostraba porosa cuando estaba seca, al recibir las primeras lluvias se comprimía, haciéndose impermeable: la de su tienda tenía el aspecto de haber pasado más de un invierno a la intemperie.

Su compañero de campamento, que lo había recibido como anfitrión al ser pariente de uno de sus muchos allegados en la región, ayudado por sus tres hijos, le había montado la tienda la noche anterior con la sencillez de quien está acostumbrado a hacer una tarea que a Selomo se le antojaba complicadísima. Colocó unos postes de madera recogidos de entre las ramas caídas de los árboles de alrededor, instaló unas cuerdas como tirantas y luego dejó caer unas largas tiras de piel a ambos lados, hincándolas en la tierra con ayuda de unas estacas a las que ató otras cuerdas para tensar los postes. La tienda era pequeña, dispuesta solo para él, pero otras cercanas estaban ocupadas por varios miembros de una misma familia y divididas en pequeñas habitaciones con cortinas verticales también de piel. Era una manera buena y barata de ahorrarse el alojamiento en Jerusalén, en alguna posada probablemente infestada de liendres y piojos enojados.

Miró con una despistada preocupación los dibujos simples de la gastada alfombra que le servía de suelo.

Un nombre de mujer acudió de repente a su cabeza, llenándola como una vaharada de aire caliente y perfumado.

«María, María, María...»

Tras sus estudios había llegado a la conclusión de que mil años atrás ese era un nombre común, usado para nombrar incluso a muchas de las mujeres que se contaban entre sus antepasados.

Pero ahora sabía que aquella María que aparecía en su libro, propietaria del mismo y en buena parte autora, no era un personaje común.

En absoluto.

Acomodó el libro bajo su manto.

El picor y el dolor de su pecho se habían vuelto insoportables después de varios días de alivio que coincidieron con su estancia en el campamento.

Desde allí podía ver el contorno amarillo violento que dibujaban las aristas de los edificios de la Ciudad Santa bajo las primeras luces del día.

Antes de salir al aire libre y polvoriento del amanecer vio la silueta de unas mujeres rodeadas de niños alborotadores que colgaban en un trípode varios pellejos de animal rellenos de leche. Luego los agitarían para batirla hasta obtener una rica mantequilla, probablemente aplicando un método idéntico al que hacía mil años se usaba en aquellas mismas laderas.

Sus acompañantes también estaban de visita religiosa en Jerusalén. «Parece mentira cómo pasa el tiempo y qué pocas cosas cambian en realidad», se dijo mientras se fijaba en aquellas figuras femeninas, alegres y atareadas a esas horas en las que el sol aún no había asomado su verdadero rostro fiero.

«María, María...», repitió en voz baja saliendo de la tienda para reunirse con sus parientes y amigos.

Luego se estremeció, pero no por el frío de la madrugada, sino de verdadero miedo.

2. Nunca más tendría suficiente

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Nunca más tendría suficiente

Alrededores de Sahagún. Imperio de León

Invierno del año 1061

Le gustaba cazar, pero no tenía suficiente.

Él sabía que nunca más tendría suficiente, que hasta el fin de sus días sería así. Se inclinó hacia el suelo y husmeó entre los despojos de unas presas de animales carniceros. Mientras hurgaba entre los restos, se decía a sí mismo que no había tanta diferencia. Había cazado de todo a lo largo de su vida. Desde grandes cérvidos hasta jabalíes. Desde osos hasta caza menor, con la que tenía que conformarse cuando llegaban tiempos duros. Conejos y pájaros, algún corzo extraviado.

Aunque, llevado por la necesidad, recurrió a las trampas y a los cebos, prefería las armas blancas. Las redes y los lazos le resultaban repugnantes. Ni siquiera los arcos servían a sus urgencias.

Alguna vez había cazado à forcé, en alguna ocasión se sumó subrepticiamente a una montería de los grandes señores confundiéndose con los perros mientras dejaba acariciar sus oídos por el sonido de los cuchillos y las espadas.

Aquello era música para su alma.

Tenía la vista de un halcón. O mejor: de un gavilán entrenado para descubrir a la presa y arrastrarse por el suelo hasta dar con ella y atraparla entre las garras. Pero él no esperaba luego a los perros ni a los hombres.

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