Domingo
Es domingo. Los domingos puede pasar cualquier cosa. Esa sensación de novedad repentina, por momentos temida como a instantes anhelada, que fertiliza un terreno abonado para lo imprevisible. Algo súbito, fortuito, en lo que tropiece la vida y la precipite.
Me gustan las tardes de domingo. Mi madre me enseñó que la vida empieza a escribirse los domingos, cuando todo está a punto de suceder pero todavía no ha pasado nada. Un trozo de papel inmaculado esperando a ser caligrafiado con palabras, frases e ideas cosidas con trazos gruesos y finos. Aún hoy, sigue alimentándome el recuerdo de aquellas tardes dominicales que pasábamos escribiendo cartas destinadas a nuestros familiares y amigos. «Seres queridos», le gustaba llamarlos a mi madre. Según ella, esa expresión sonaba mejor, «y las palabras están para eso, para hacer que todo parezca más bonito». Incluso llegamos a escribir a personas que ni siquiera conocíamos y que aguardaban en la cama de un hospital, en la sala de estar de un orfanato o en la habitación compartida de un centro de acogida, y necesitaban saber que alguien se interesaba por ellos lo suficiente como para escribirles. «Si alguien te dedica unas palabras, es porque sabe que existes, y eso te hace sentir querido», me explicaba con la clarividencia de un experto. Tenía su lógica, aunque mi temprana edad me impidiera entenderlo en aquel instante.
—¿Tú crees que leerán nuestras cartas, mamá? —preguntaba con la cautela infantil de quien lo desconoce todo porque no ha vivido nada—. ¿Quién va a leer la carta de un desconocido?
—Cualquiera que la reciba. No hay nada más triste que las cartas no leídas. Y la gente no quiere estar triste, Bella.
Al principio, yo solo garabateaba algún dibujo con forma de animal o de flor. Los sombreaba con diferentes colores al final de cada hoja de papel que mi madre pintaba con su escritura perfecta; porque mi madre no escribía, mi madre pintaba las palabras. Todavía no he logrado encontrar un trazo más bello y perfecto que el suyo. Con ese tono solícito que infiere autenticidad a cualquier afirmación que sale de la boca de una madre, Ella decía que cada historia, como cada persona, merece un relato propio y eso lo legitima para tener una caligrafía inherente. «Las palabras nos delatan», solía decirme a menudo. Mi madre nació para escribir cualquier historia sobre un papel, y su trazo lograba mudar el testimonio más triste del mundo en el más esperanzador. Recuerdo con orgullo acudir al colegio con mi nombre bordado en la ropa, y cómo las cinco letras que lo conformaban resaltaban en la tela del uniforme, bordadas en una grafía exquisita. Era difícil no envanecerse ante la admiración de mis compañeras de clase, que deslizaban las yemas de los dedos sobre los hilos caligrafiados, como si de un código braille se tratara.
Cuando mi madre escribía Bella, convertía mi nombre en la palabra más hermosa del mundo. Me daba la impresión de que cada línea trazada de su puño y letra escondía algo que la hacía diferente, única.
Si tuviera que pedir un deseo que a buen seguro me fuera concedido, sería el de poder transmitir a mi hija esa sensación especial que otorgan los domingos, tal y como mi madre hizo conmigo. Y estaba a punto de descubrir si podría hacerlo.
Sonreí e inspiré con fuerza, como si necesitara dar oxígeno a mis deseos. Miré la hora en el reloj de mi muñeca. Cualquiera que lo viese sabría que no era el lugar idóneo para ese reloj antiguo de oro amarillo, marcadamente masculino, con la esfera color vainilla —aunque siempre supuse que en su día habría sido blanca—, con una distribución de números un tanto peculiar, en la que los consabidos dígitos 12 y 6 se dejaban acompañar en la esfera por unos irreverentes 2, 4, 8 y 10, colocados en su sitio pero de manera indolente o descuidada, como dados agitados en un cubilete y lanzados sobre el tapete de juego al albur de un destino incierto. Era un Baume & Mercier con dos minúsculas esferas a modo de cronógrafo a ambos lados del dial, una especie de reliquia familiar de la que no sabía mucho, excepto que había pertenecido a mi abuelo André y que mi madre lo heredó.
No conocí a mis abuelos maternos, ni siquiera en una de esas fotografías en blanco y negro que evidencian el paso del tiempo y que toda familia suele guardar entre las páginas plastificadas de un álbum, en una lata de galletas danesas o en un portarretratos colocado sobre algún aparador del salón. A los paternos sí, ambos con la llamada «flema británica» que mamá respetaba pero nunca llegó a entender. Tampoco le importaba demasiado; para ella eso tenía tan poca relevancia como para mí las dimensiones desproporcionadas del reloj del abuelo. Era grande, mi muñeca pequeña; había que aprender a conllevarse para poder vivir juntos. Otra frase de mi madre. Me quedaba holgado, a juzgar por el baile de la caja sobre mi muñeca, pero me gustaba: era un reloj de apariencia rasa, como si esa sencillez dejara entrever un supuesto desinterés de su propietario por el tiempo. Además, era el que siempre llevó mi madre, y de su muñeca pasó a la mía.
Las manecillas doradas marcaban el mediodía. Era una buena hora para comprobar si nuestro deseo de ser padres se haría por fin realidad, tras casi ocho años intentándolo en vano. Saqué el Predictor de su caja, aunque tampoco confiaba mucho en aquel artilugio que llevaba un tiempo en el mercado y prometía revolucionar el mundo de la mujer. Tenía casi treinta y cinco años, y para algunos ya llegaba tarde a la maternidad. Tampoco es que me preocupara la opinión de los demás, otra lección rubricada por mi madre, pero si podía evitarme la visita al médico para confirmar o no el embarazo, mi ánimo lo agradecería.
Empezaba el ritual. Saber esperar era uno de mis puntos fuertes. La paciencia siempre me había recompensado en la vida, y pensaba seguir así. Me gustaba que esa prórroga impuesta al tiempo tuviera su olor; eso siempre ayudaba a revivirlo en un futuro. Vertí el agua caliente en el recipiente cilíndrico de la cafetera de émbolo, donde previamente había colocado varias cucharadas de café con un velo de canela molida para darle un sabor especial, y acerqué la nariz para que el aroma me animara el espíritu. Mientras aguardaba los cuatro minutos de rigor antes de presionar el émbolo, miré a través de la ventana de la cocina.
Algunas nubes blancas entreveradas por desafiantes vetas grises se desplegaban en un cielo azul cerúleo, amenazando el radiante sol de aquella primera semana de abril. Mi cumpleaños estaba próximo; tan solo unos días más y los treinta y cinco me atraparían sin remedio. Entreabrí tímidamente la ventana. Olía a lluvia inminente, a tierra que intuía ya el agua pero todavía debía esperar. Los domingos estaban hechos para esperar. Me encantaba la lluvia aunque mi madre la odiara. Cuando llueve todo parece distinto, todo huele diferente, y esos momentos previos al aguacero hacen que se renueve el aire y la mente se refresque. Cerré el ventanal, no sin antes echar una última mirada de izquierda a derecha: Mia se retrasaba, algo extraño en ella. Mi tía podía cruzarse el mundo, plegar el mapa por sus cuatro puntos cardinales y saltar de hemisferio en hemisferio, pero siempre llegaba a la hora señalada. Esa puntualidad y la velocidad que imprimía en sus desplazamientos le habían valido el mote familiar de Concorde Humano desde que, hacía cuatro años, en 1976, el avión supersónico del mismo nombre, exponente de la ingeniería franco-británica, comenzara sus vuelos comerciales. «La puntualidad demuestra seguridad y control de la situación. Eso te da ventaja frente al adversario», decía, remarcando sus palabras con una convicción de hierro. Siempre me sorprendió que una doctora de prestigio que se dedicaba a salvar vidas plagara su vocabulario de términos bélicos. La adoraba y, desde el fallecimiento de mi madre hacía dos meses, ese sentimiento había ido a más.
A Ella se la había llevado un alzhéimer brusco y galopante. Su muerte había sido tan devastadora que entendí que el mundo de Mia se hubiera trastocado y, con él, su pretendido control. Enfermedad de Alzheimer. Yo nunca había escuchado aquella palabra ni sabía que existiese tal dolencia, a la que siempre habíamos denominado «fallos de memoria propios de la demencia senil». El conocimiento médico de Mia nos lo descubrió y le puso un nombre: el del médico alemán que identificó el primer caso. «Alzhéimer» no era una palabra bonita. A mamá no le habría gustado ni aunque no la sufriera. No sonaba bien.
Tuve que esperar unos minutos más para oír el motor de su coche, cuando ya el olor a café inundaba la casa, tal y como le gustaba a mi madre, aunque jamás bebió una sola taza: «Solo quiero olerlo. No necesito más». Ella prefería el té con leche.
En poco más de dos horas llegarían León y mi padre que, como de costumbre y buscando afianzar aún más la alianza yerno-suegro, empezaban el domingo jugando al golf. Se prometía un domingo feliz. Uno más, aunque la ausencia de Ella siguiera pesando.
—Casi media hora de retraso. Alguien está abandonando sus principios —comenté con cierta sorna, sabiendo que Mia aceptaría de buen grado mi pequeña provocación—. Llegas tarde y eso te hace perder el control. ¿Un café? —pregunté sin mirarla, dando por hecho su reacción.
Imaginaba su sonrisa y cómo improvisaba una excusa para su demora, pero nada de eso ocurrió. Al no recibir respuesta, me giré hacia ella. Estaba de pie, a un metro y medio de la puerta principal. No se había quitado el abrigo ni había dejado el bolso en el perchero de la entrada, como hacía habitualmente. Se había convertido en una invitada que esperaba el permiso para poder pasar.
—¿Qué sucede, Mia? ¿No vas a entrar?
—Nada, no sucede nada. No siempre tiene que pasar algo —dijo, como si se hubiera dado cuenta en ese instante de que su lenguaje corporal no invitaba a albergar buenos augurios—. He traído algo que debo enseñarte. Me lo dio Ella para ti. Ven, acércate. Tienes que verlo.
La mención de mi madre y el hecho de que mi única tía materna me estuviera mirando sin apenas parpadear lograron que me olvidara del café, del Predictor y de todo aquello que habitaba mi cabeza hasta ese extraño momento. Instintivamente, mis ojos descendieron desde el rostro de Mia hasta sus manos, que sujetaban una caja de color marrón, de unos veinticinco centímetros de ancho por veinte de largo y poco más de diez de alto. Se me daban bien los números, eso también me diferenciaba de Ella y de su exclusivo patrimonio de las palabras. Si era un regalo de mi madre, no entendía por qué no me lo había dado ella. No había nada que le hubiera pertenecido que yo no conociera. La seguridad y el control de mi tía seguían ahí, pero había algo artificial en su presencia. El Concorde Humano parecía haberse congelado en el cielo; o para ser más exactos, en el recibidor de casa.
—Mia, me estás preocupando.
—No deberías. Solo tienes que venir al salón y sentarte. Y, como siempre has hecho, mantener la mente bien abierta. ¿Sabes qué? Creo que sí quiero esa taza de café que me ofrecías hace un minuto —añadió, y confié en que el brebaje negro con olor a canela ayudaría a que tragara aquello que parecía tener alojado en la garganta.
Obedecí, con toda la calma de la que fui capaz. Le serví una taza de café, en la que olvidé poner los dos terrones de azúcar que siempre se echaba Mia, y tomé asiento en una de las sillas que flanqueaban la mesa del salón, sobre la que mi tía ya había depositado la caja. Seguía sin desprenderse del abrigo y el bolso continuaba colgado de su hombro. No sé por qué reparé en ese detalle, en vez de fijarme en lo que había encima de la mesa.
—No te preocupes por mi abrigo. Concéntrate en esto —dijo mientras señalaba la caja con la mirada. Le dio un pequeño sorbo al café. Estaba claro que no le apetecía, ni siquiera pudo tragarlo, no sé si por amargo o por lo que estaba a punto de decir—. Antes de morir... —Mia hizo una pausa; en realidad, se refería a antes de que su memoria feneciera, algo que sucedió previamente a que lo hiciese su cuerpo, pero yo lo entendí—, Ella me pidió que te entregara esto. Me hizo prometerle que esperaría a que se hubiera ido. —No le sorprendió que frunciera el ceño al oír sus palabras, supongo que porque ella misma había reaccionado igual cuando escuchó la petición de su hermana—. Quiero que te tomes tu tiempo. Es algo que todos conocemos desde hace años, prácticamente desde que sucedió. Pero las cosas llegan cuando deben llegar, no antes ni tampoco después.
—¿Qué se supone que quiere decir eso? —pregunté algo confusa. Esa forma de hablar no era propia de mi tía.
—La verdad es que no lo sé. Fue lo que me dijo tu madre, esas fueron sus palabras exactas: «Las cosas llegan cuando deben llegar, no antes ni tampoco después». Yo tampoco lo entendí. Creí que quizá tú...
—Me estás asustando —le confesé sin dejar de mirarla, evitando observar una vez más la caja cuya presencia en la mesa amenazaba la mía.
—No lo estés. Nadie puede hacerte daño. Ya no.
Cuanto más se extendía Mia en los prolegómenos, más crecía el nudo gordiano que estrangulaba mi estómago. Ante mi parálisis, fue ella quien abrió la caja y extrajo una lata redonda algo roída por el tiempo, con la tapa oxidada pero aún prendida al cuerpo de latón. Era un bote de leche condensada o, al menos, así rezaba la etiqueta. Sobre los restos de papel blanco que envolvía la lata, todavía se podía leer en grandes letras azules Lion Brand en la parte superior, y Condensed Milk en la inferior. Dos leones rampantes flanqueaban una especie de escudo rojo coronado con algo similar a una tiara, en el que aparecía escrito Quality First. Levanté la tapa. Dentro de la lata había algo. Lo observé durante unos instantes, en silencio y sin entender nada. La mano de Mia se adelantó para sacar una bolsita de cuero, anudada timoratamente con un cordón, en cuyo interior intuí lo que parecía un fajo de papeles.
—Son postales que tu madre escribió cuando estuvo en el Este.
Cuanto más hablaba, menos lograba entenderla. ¿Mi madre en el Este? ¿Cuándo estuvo mi madre en el Este? ¿Qué hacía allí y dónde, exactamente? Y sobre todo, ¿por qué mi tía pronunciaba la palabra «Este» con una fonética desgajada?
Mia esbozó una sonrisa melancólica.
—Así solía llamarlas: las postales del Este. Ella quería que las tuvieses y, por supuesto, que las leyeras. Y que lo hicieras a su debido tiempo. Ese tiempo es ahora.
—¿Qué es todo esto? —pregunté, ahora sí, asustada más que intrigada.
Ante mis ojos, y ayudada por mis dedos entumecidos, no sé muy bien si por el miedo o la reserva, empezaron a aparecer fotografías de personas desconocidas, retratos familiares de hombres, mujeres, niños, bebés, un retablo de rostros que no había visto en mi vida, y junto a todo ello, postales en blanco y negro y fragmentos de partituras que no parecían tener ninguna conexión entre sí, dejando el imprevisto hallazgo huérfano de sentido. Me llevó unos segundos encontrarlo en el reverso de las postales, en el envés de las fotografías y en el dorso de aquellas partituras. Allí apareció una caligrafía que me resultaba familiar. Era la letra de mi madre, la que tantas veces había leído, la que admiraba y elogiaba, la que me había hecho sentir orgullosa, aquella que lograba convertir lo feo en bonito, la misma que engrandecía mi nombre al escribirlo. Lo que no sabía es cómo había llegado hasta allí. Tampoco entendí el significado de las palabras escritas en un pequeño trozo de papel ambarino, magullado por los pliegues del tiempo:
Misma hora, mismo día, mismo lugar.
Aquella letra era la única que no pertenecía a mi madre.
Miré a Mia buscando una explicación.
—Tómate el tiempo que te haga falta. No tengas prisa. León y tu padre no vendrán a comer. Yo estaré fuera, por si me necesitas, aunque sé que no lo harás.
Se incorporó de la silla y me dejó con el contenido de la caja desplegado sobre la mesa, dispuesto a que yo lo examinara. Me dio un beso en la frente, como solía hacer mi madre después de regresar de uno de esos silencios espesos que la secuestraban durante minutos, a veces horas. Nunca me gustaron los besos en la frente, jamás me resultaron tan tiernos como la gente pensaba.
En la mirada de Mia se arremolinaba un tiovivo de emociones, ninguna de ellas calmada.
Aquella tarde de domingo supe que la vida tropieza en algunas miradas. También en algunos recuerdos preñados de respuestas a preguntas que ni siquiera sabía que existían.
Pude intuir que muchas de las evocaciones que guardaba de mi madre, una colección de pequeños detalles que imaginé intrascendentes, iban a cobrar sentido en mi cabeza. Empezaría a entender por qué a Ella no le gustaban las sirenas, ni los zapatos grandes, ni los edificios de ladrillo rojo, ni los perros que ladran, ni los motores encendidos de los camiones, ni el barro convertido en lodazal, ni los guantes blancos; por qué las pisadas fuertes la despertaban alterada a medianoche, por qué entraba en pánico cuando una persona se desmayaba a su lado y sus pulsaciones se disparaban a más de doscientos al oír el timbre de una bicicleta. Había una razón para que se estremeciera ante una obertura de Franz von Suppé, la Danza húngara n.º 5 de Johannes Brahms, el Rêverie de Robert Schumann o cualquier aria de Madama Butterfly de Giacomo Puccini. Comprendería por qué odiaba el perfume de rosas, el olor a humo, a betún, a caucho sintético, a gasolina y a tabaco alemán; por qué detestaba caminar bajo la lluvia; por qué mi madre nunca me permitió ir a un campamento de verano en el bosque; por qué no le gustaban las botas altas de cuero negro pulcramente lustradas, las alfombras de piel de lobo, el jabón grasiento, los lápices de mina roja y la tinta azul Pelikan, y por qué despreciaba la mermelada, la mantequilla, la sopa, las conservas y los tréboles de cuatro hojas. Hallaría una explicación a por qué Ella siempre se quejaba de un dolor en la columna vertebral que solo parecía estar en su cabeza, y deduciría el motivo de los trastornos de equilibrio que sufrió durante toda su vida. Las respuestas se desbordarían ante mí a modo de salvaje cascada, a nada de romper la presa de contención que la encerraba. Estaba a punto de saber por qué mi madre escribía en el envés de las fotografías un nombre, una fecha o una palabra en clave que solo ella entendía; de conocer por qué bebía un vaso de leche cuando necesitaba serenar el cuerpo y el alma, a pesar de que durante toda su infancia la había repudiado; por qué pasaba horas acariciando la encuadernación de tapas verdes de una edición antigua del Fausto de Goethe, sin ni siquiera abrir el libro, que ocupaba un lugar de honor en la biblioteca de casa, y por qué extraña razón coleccionaba de forma compulsiva decenas de sujetadores que ni siquiera llegó a estrenar.
Y sobre todo, descubriría, por fin, por qué a Ella le gustaban las tardes de domingo.
No sé si los instintos se heredan. Siempre había oído que los judíos poseen el instinto del peligro. Solo puedo decir que yo fui capaz de sentirlo nada más empezar a leer aquellas postales del Este.
37 años antes
Diciembre de 1943
Campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau
Polonia ocupada por la Alemania nazi
Todo el que alguna vez ha construido un nuevo cielo encontró antes el poder para ello en su propio infierno.
FRIEDRICH NIETZSCHE,
La genealogía de la moral
1
Las manos de Ella volteaban la postal entre los dedos. Veinticinco palabras, contando el destinatario y la dirección. No les permitían escribir más. «Decidles que estáis bien. No facilitéis información del campo. Y datad vuestra postal en Waldsee.» Esas eran las órdenes de las SS, las mismas instrucciones que las blokovas y los kapos —las jefas de cada barracón y de los diferentes comandos del campo, respectivamente, ellos mismos presos a los que las SS daban cierta autoridad para supervisar al resto— se encargaban de repetir a los prisioneros que estaban bajo su vigilancia y que habían sido escogidos para escribir a sus familiares.
¿Qué se puede decir en veinticinco palabras? ¿Por dónde empezar cuando, después de cumplir las estrictas órdenes de los uniformados, apenas le quedarían diez? Aquella sensación no era nueva, ya se había enfrentado a una encrucijada similar.
La primera vez que tuvo que escribir una postal sin conocer al destinatario fue en el interior del vagón de tren que la trasladaba desde el campo de internamiento de Drancy, a escasos quince kilómetros de París, al campo de Auschwitz-Birkenau, en la Polonia ocupada por la Alemania nazi. La joven que estaba a su lado apenas se sostenía en pie, e intentaba acomodarse sobre un pequeño montículo de paja colocado en un rincón del vagón, que hizo las veces de letrina para los deportados durante los cuatro días que duró el trayecto. La Gestapo la había detenido en la ciudad de Brest cuando se dirigía como cada mañana a comprar el periódico para su padre. La acusaron de pertenecer a la resistencia francesa. Fue inútil intentar explicar a sus interrogadores que no repartía el diario de la resistencia en su ciudad, ni tampoco participaba en la transmisión de comunicados secretos como correo humano, que nunca había colaborado en el rescate de aviadores ingleses que aparecían en la costa francesa, que no los ayudaba a desprenderse de su uniforme ni les facilitaba ropa civil para la huida, y que mucho menos sabía nada de ningún submarino aliado que se dirigiera a Inglaterra.
La habían torturado salvajemente durante el interrogatorio. Le destrozaron las manos a martillazos, después de introducirle agujas bajo las uñas. Sus captores sabían que asistía a clases de piano tres veces por semana y aprovecharon esa información. El estado de sus dedos le impedía escribir la postal que llevaba escondida entre la ropa y que pretendía arrojar por una de las ranuras del vagón antes de cruzar la frontera francesa, confiando en que alguien la encontrara y aceptara correr el riesgo de enviarla a la dirección indicada.
—Escríbela tú por mí —le pidió a Ella.
Más tarde supo que la joven se llamaba Odette, que justo ese día cumplía dieciséis años y que, antes de la guerra, soñaba con convertirse en una pianista de fama mundial. Pero en ese momento no hizo preguntas: se limitó a transcribir lo que le dictó esa chica sobre la que el destino se había cebado antes de tiempo. Fue la primera vez que su propia letra le resultó extraña, adulterada, como si no le perteneciera.
Querida familia. Os quiero mucho. Gracias por cuidarme y amarme tanto.
Seguramente, esta será la última carta que recibáis de mí. No sé si volveré a veros. Por favor, no me olvidéis.
No volvió a verla, ni en el campo, ni en el bosque, ni en las letrinas, ni en los pases de revista, ni en los procesos de desinfección, ni en la pradera del exterior, ni en las alambradas, ni en las fábricas, ni siquiera en el hospital; en ningún barracón. Cuando ella misma arrojó la postal desde el tren, el rostro de Odette se relajó por fin, como si se hubiera liberado de una carga pesada y su conciencia descansara tranquila.
Aquel día y por primera vez, Ella pensó qué palabras elegiría si tuviera que mandar esa última carta a un ser querido. Por un segundo, se sintió reconfortada de no tener que especular sobre ello, porque sus padres viajaban en el vagón contiguo, y su prometido, Joska, lo hacía junto a ella. No tenía a nadie de la familia a quien enviar una carta, ya que a su hermana Mia no pensaba escribirle nada porque eso la pondría en peligro, a pesar de que Suiza, a donde pudo huir gracias a la ayuda de unos amigos de la familia, parecía un lugar seguro. Además, su padre ya le había dicho cuanto necesitaba saber antes de que los condujeran a todos, menos a ella, al campo de Drancy. «Tú tienes que salvarte, Mia. Vete. Desaparece. No dejes que te encuentren. Miente si tienes que hacerlo para sobrevivir, no importa cómo. Reniega de todos y de todo.» Este último consejo lo hizo extensivo a toda la familia.
Pero ahora, en Auschwitz-Birkenau, era distinto. No tenía nada que ver con Odette ni con su postal. Era ella la remitente, eran sus veinticinco palabras.
Sabía que todo en la vida, lo bueno y lo malo, empezaba con ellas. Una simple letra podía dar más información que su mero trazo.
Cuando vio la letra B de la palabra AR EIT colocada boca abajo en el cartel soldado en hierro que coronaba la entrada del campo —AR EIT MACHT FREI—, entendió que su vida iba a dar un vuelco, que alguien estaba a punto de ponerla boca abajo y que poco podría hacer para remediarlo. Más tarde, un grupo de presas le confió que aquella letra forjada de manera invertida no era fruto de un error, sino una señal de rebelión de los primeros prisioneros polacos que llegaron al campo en septiembre de 1939, y que fueron obligados a emplomar aquel letrero contra su voluntad. Pero dejaron su impronta y algún día el mundo lo entendería.
Desde hacía unas semanas, Ella estaba haciendo lo mismo, aunque nadie lo supiera. Debía asegurarse de que continuara siendo un secreto, si quería seguir viva.
Aquella cartulina en tonos grises y de tacto rugoso que le quemaba entre las manos acabaría matándola si permanecía tan inmaculada como hacía veinte minutos, cuando le había sido entregada por la temible y todopoderosa SS-Lagerführerin Maria Mandel, la jefa de campo. «Escribe una carta a tu familia. Yo me encargaré de enviarla.» La mujer más poderosa, cruel y sanguinaria de la maquinaria nazi le había dado una orden y, si quería sobrevivir en Auschwitz-Birkenau, debía obedecerla, aunque tampoco eso representara una firme garantía.
Tenía miedo de su letra, de sus veinticinco palabras, especialmente de las que conformarían la dirección y el destinatario. Aquel era un regalo envenenado, como todo lo que venía de las SS, y poseía un triple interés oculto: conocer el paradero de otros judíos que aún no habían sido detenidos ni deportados a los campos de concentración y exterminio instaurados por el Tercer Reich; engañar a los que residían en los guetos, que se tranquilizaban al ver que sus familiares y amigos podían escribirles una postal en la que leían que estaban trabajando en Alemania y en buen estado de salud; y promover el envío de paquetes de víveres, dinero y cualquier otro producto de valor al campo, que irían directamente a las manos, cuando no a los bolsillos, de las SS. Mentiras con matasellos, eso eran aquellas postales.
Dirección y destinatario, repetía Ella mentalmente en su cabeza. Dirección y destinatario. Volvió a mirar la tarjeta, pero detuvo la vista en sus manos. En Auschwitz, los domingos se dedicaban a mirarse las manos porque los pies ya estaban perdidos por la falta de calzado o lo inadecuado del mismo. Volvió a recordar a Odette, sus manos destrozadas, y la postal escrita a sus padres y arrojada desde el vagón del tren de ganado. Se dio cuenta en ese instante. Quizá esa era la solución. Recordaba perfectamente la dirección que había escrito. Podía volver a hacerlo. Si la postal de Odette había llegado a sus padres, ya estarían señalados, si no detenidos y deportados por los nazis. Otra postal más no cambiaría su destino... Pero existía la posibilidad de que nadie hubiera encontrado aquel trozo de papel, que no se hubiera enviado y que Ella estuviera condenando a muerte a dos personas que, con toda probabilidad, ya habrían perdido a su hija.
Pensó en los padres de Joska, en su antigua dirección en Hungría. Hacía tiempo que decidieron poner tierra de por medio y huir a Canadá, vía Inglaterra, cuando los rumores de lo que estaba pasando con los judíos recorrían las calles de cualquier ciudad de Europa, aunque la mayoría no quiso creerlo. También el padre de Ella pensó en reaccionar y huir a otro país, incluso a otro continente, después de la gran redada que vivió París los días 16 y 17 de julio de 1942, cuando alrededor de nueve mil gendarmes franceses detuvieron a más de trece mil judíos y los confinaron durante días en el Velódromo de Invierno, en unas condiciones pésimas, sin agua, comida ni abrigo, antes de ser deportados a distintos campos de concentración y de exterminio instaurados por el régimen nazi en el este de Europa. El padre de Ella contaba que habían sacado de sus casas, de su lugar de trabajo o detenido en plena calle a algunos de sus amigos, «sin mediar palabras inútiles y sin comentarios», como rezaba la orden de la máxima autoridad policial francesa. Así, el régimen de Vichy se plegaba al régimen nazi y asumía las directrices de la Sección IVB4 de la Gestapo, dirigida por el SS-Obersturmbannführer Adolf Eichmann.
A esas alturas de 1942 resultaba fácil localizarlos incluso fuera del gueto, ya que en Francia, desde el 1 de junio de ese año, era obligatorio que los judíos llevaran la estrella de David cosida en las ropas. No era algo nuevo. Desde el 23 de noviembre de 1939, los judíos mayores de diez años que vivían en los territorios polacos ocupados por la Alemania nazi, bajo el denominado Gobierno General, estaban obligados a llevar un brazalete blanco con una estrella azul de seis lados en la manga superior derecha de sus prendas exteriores, bajo la amenaza de imponer graves sanciones a los que incumplieran dicha orden. Suiza parecía un buen lugar al que huir. También Nueva York podría haber sido una buena opción, ya que su padre tenía algunos compañeros médicos que podrían facilitarle la entrada y posterior estancia en el país, pero la enfermedad de la madre de Ella hizo imposible abandonar París.
Recordaba perfectamente la calle y el número de la casa de los padres de Joska. Podría ser la solución, no perjudicaría a nadie. Cogió el lápiz de mina azul que había sobre la mesa alargada que cubría buena parte de la pared del Bloque de Música, donde a diario las copistas —las llamadas Schreiberinnen— se esmeraban en escribir la música en las partituras de la orquesta. No estaba del todo convencida de lo que iba a hacer, pero la duda y la inacción representaban un peligro mayor. Cuando la punta de la mina iba a rozar el papel, algo hizo que la mano de Ella se desplazara por la postal, dejando un pequeño borrón de color azul. Por menos de eso, alguna copista había sido golpeada, obligada a fregar de rodillas el suelo del bloque, o castigada sin comida ni agua durante días.
—Yo me lo pensaría antes de hacerlo. —Aquella voz había logrado sobresaltarla, inmersa como estaba en el rompecabezas de las veinticinco palabras.
La presencia de la prisionera polaca, una de las veteranas de Auschwitz-Birkenau, siempre le inquietaba.
Al igual que Maria Mandel, Alicja había llegado del campo de Ravensbrück. La trasladaron en marzo, cinco meses después de que destinaran a Mandel a Auschwitz el 7 de octubre de 1942. Cuando la todopoderosa jefa de campo la vio en uno de los pases de revista, se sorprendió de encontrarla con vida. «No estás cumpliendo con tu obligación de presa —le dijo—. Debiste morir hace cinco meses. Voy a tener que castigarte por ello.» Y lo hizo. Se conocían muy bien. En el campo de Ravensbrück, Alicja había sido su mascota judía. En Auschwitz-Birkenau era una simple muselmann; así se llamaba a los presos moribundos, que solían andar encorvados, casi arrastrándose por el campo.
A Ella se lo explicaron al poco de llegar. «¿Por qué musulmanes?», preguntó. «¿Es que no has visto rezar a un musulmán? Cuando lo hacen, se inclinan, se encorvan —le había aclarado una de las presas—. A las SS no les gustan: los prisioneros muselmann no arden bien. No tienen grasa.»
—Da igual lo que escribas —dijo Alicja señalando la postal con un gesto de la barbilla—. Te matará. En Ravensbrück la vi matar a una joven por escribir un poema en un billete de diez zlotys. Pobre infeliz. Fela, se llamaba. Tenía unos ojos azules enormes, parecidos a los tuyos, y siempre los tenía abiertos, todo el día, hasta cuando dormía. Llevaba el miedo escrito en la cara y, para esta gente, eso no es bueno. Fela, la bella Fela. La infeliz repetía una y otra vez que su nombre significaba «Afortunada». Mandel la mandó a su bloque preferido, al Búnker, la ató boca abajo a un taburete sujeto al suelo de la celda y comenzó a azotarla. El castigo favorito de las SS: Fünf-undzwanzig, las veinticinco flagelaciones, que le obligó a contar en voz alta. La desgraciada no llegó ni a contar cinco, pero Mandel siempre esperaba a que recobrara la consciencia para continuar. Después la desnudaba, la obligaba a salir fuera del edificio, la duchaba con agua fría y cuando estaba a punto de morir congelada, la devolvía a la celda y vuelta a empezar. Un día tras otro. Aun estando en los sótanos del Búnker, se oían los gritos. Jamás había escuchado gritar así, aquellos alaridos no eran humanos. ¿Sabes que si gritas amortiguas el dolor de los golpes?
Alicja se quedó en silencio. Su mirada se perdió en un tiempo pasado, no demasiado lejano. En su cabeza comenzaba a levantarse el complejo de dieciocho barracones, doce de ellos destinados a las presas, construido a escasos cien kilómetros al norte de Berlín, el mayor campo de concentración para mujeres, ampliado en cuatro ocasiones, hasta la construcción de Auschwitz-Birkenau. El lugar que Maria Mandel convirtió en una escuela de tortura y muerte para las miles de futuras guardianas de las SS en los campos nazis. Una de las estancias favoritas de la cruel supervisora en Ravensbrück era una sala especial en la parte baja del edificio, a la que ella misma bautizó como Prügelraum, la «sala de flagelaciones». Su otro lugar predilecto era el Erschiessungsgang, el estrecho pasillo de tiro situado en la parte principal del recinto, muy cerca del crematorio, donde se realizaban muchas de las ejecuciones. Todo ello rememoraba Alicja y se reflejaba en sus ojos mientras relataba la historia de Fela.
—Así un día tras otro, hasta que la vi salir en una carretilla, sin vida, con el cuerpo destrozado y convertido en una masa deforme, llena de barro, sangre y un líquido amarillo que ni siquiera puedo imaginar qué era. —Alicja calló y prendió con un fósforo el cigarrillo que sostenía entre los dedos. Lo habría conseguido de contrabando, seguramente a cambio de su ración de sopa o de pan. Los «musulmanes» solían hacerlo. Sabían que apenas les quedaba tiempo y preferían fumar a comer, quizá con la esperanza de apremiar el final de una vida que ya no les pertenecía—. Supongo que a la Bestia no le gustó el poema. O puede que fuese la letra... La tuya, sin embargo, le agrada y mucho —dijo mientras dejaba escapar el humo entre los dientes.
—No deberías fumar. Y menos aquí. Si te descubren... —le reprochó Ella, ignorando sus palabras. Temía que apareciera algún miembro de las SS, o algún kapo o blokova, gritando el consabido Ab! In den Block!, «¡Fuera de aquí! ¡A tu bloque!».
—Veinticinco flagelaciones, lo sé. El mismo castigo que si escribes un poema en un billete. ¿No te parece triste? Si reaccionan así, es porque tienen miedo de lo que podamos escribir en un trozo de papel. Es reconfortante saber que nos tienen miedo por algo. Deberíamos aprovecharlo más. Lo mismo que hacen ellos con nosotros: usan nuestro pelo, nuestra sangre, la piel, la grasa...
La polaca sabía bien de qué hablaba: los nazis utilizaban el pelo de los presos para rellenar cojines y trenzar las fundas de los cables eléctricos, incluso hacían distinciones: el de hombre lo usaban para hacer fieltro industrial, mientras que el de las mujeres se destinaba a fabricar calcetines de «lana humana»; transfundían su sangre a los soldados alemanes heridos en el frente; hacían jabón con la grasa de sus cuerpos; con la piel tatuada confeccionaban lámparas.