Postales del Este

Reyes Monforte

Fragmento

Domingo

Domingo

Es domingo. Los domingos puede pasar cualquier cosa. Esa sensación de novedad repentina, por momentos temida como a instantes anhelada, que fertiliza un terreno abonado para lo imprevisible. Algo súbito, fortuito, en lo que tropiece la vida y la precipite.

Me gustan las tardes de domingo. Mi madre me enseñó que la vida empieza a escribirse los domingos, cuando todo está a punto de suceder pero todavía no ha pasado nada. Un trozo de papel inmaculado esperando a ser caligrafiado con palabras, frases e ideas cosidas con trazos gruesos y finos. Aún hoy, sigue alimentándome el recuerdo de aquellas tardes dominicales que pasábamos escribiendo cartas destinadas a nuestros familiares y amigos. «Seres queridos», le gustaba llamarlos a mi madre. Según ella, esa expresión sonaba mejor, «y las palabras están para eso, para hacer que todo parezca más bonito». Incluso llegamos a escribir a personas que ni siquiera conocíamos y que aguardaban en la cama de un hospital, en la sala de estar de un orfanato o en la habitación compartida de un centro de acogida, y necesitaban saber que alguien se interesaba por ellos lo suficiente como para escribirles. «Si alguien te dedica unas palabras, es porque sabe que existes, y eso te hace sentir querido», me explicaba con la clarividencia de un experto. Tenía su lógica, aunque mi temprana edad me impidiera entenderlo en aquel instante.

—¿Tú crees que leerán nuestras cartas, mamá? —preguntaba con la cautela infantil de quien lo desconoce todo porque no ha vivido nada—. ¿Quién va a leer la carta de un desconocido?

—Cualquiera que la reciba. No hay nada más triste que las cartas no leídas. Y la gente no quiere estar triste, Bella.

Al principio, yo solo garabateaba algún dibujo con forma de animal o de flor. Los sombreaba con diferentes colores al final de cada hoja de papel que mi madre pintaba con su escritura perfecta; porque mi madre no escribía, mi madre pintaba las palabras. Todavía no he logrado encontrar un trazo más bello y perfecto que el suyo. Con ese tono solícito que infiere autenticidad a cualquier afirmación que sale de la boca de una madre, Ella decía que cada historia, como cada persona, merece un relato propio y eso lo legitima para tener una caligrafía inherente. «Las palabras nos delatan», solía decirme a menudo. Mi madre nació para escribir cualquier historia sobre un papel, y su trazo lograba mudar el testimonio más triste del mundo en el más esperanzador. Recuerdo con orgullo acudir al colegio con mi nombre bordado en la ropa, y cómo las cinco letras que lo conformaban resaltaban en la tela del uniforme, bordadas en una grafía exquisita. Era difícil no envanecerse ante la admiración de mis compañeras de clase, que deslizaban las yemas de los dedos sobre los hilos caligrafiados, como si de un código braille se tratara.

Cuando mi madre escribía Bella, convertía mi nombre en la palabra más hermosa del mundo. Me daba la impresión de que cada línea trazada de su puño y letra escondía algo que la hacía diferente, única.

Si tuviera que pedir un deseo que a buen seguro me fuera concedido, sería el de poder transmitir a mi hija esa sensación especial que otorgan los domingos, tal y como mi madre hizo conmigo. Y estaba a punto de descubrir si podría hacerlo.

Sonreí e inspiré con fuerza, como si necesitara dar oxígeno a mis deseos. Miré la hora en el reloj de mi muñeca. Cualquiera que lo viese sabría que no era el lugar idóneo para ese reloj antiguo de oro amarillo, marcadamente masculino, con la esfera color vainilla —aunque siempre supuse que en su día habría sido blanca—, con una distribución de números un tanto peculiar, en la que los consabidos dígitos 12 y 6 se dejaban acompañar en la esfera por unos irreverentes 2, 4, 8 y 10, colocados en su sitio pero de manera indolente o descuidada, como dados agitados en un cubilete y lanzados sobre el tapete de juego al albur de un destino incierto. Era un Baume & Mercier con dos minúsculas esferas a modo de cronógrafo a ambos lados del dial, una especie de reliquia familiar de la que no sabía mucho, excepto que había pertenecido a mi abuelo André y que mi madre lo heredó.

No conocí a mis abuelos maternos, ni siquiera en una de esas fotografías en blanco y negro que evidencian el paso del tiempo y que toda familia suele guardar entre las páginas plastificadas de un álbum, en una lata de galletas danesas o en un portarretratos colocado sobre algún aparador del salón. A los paternos sí, ambos con la llamada «flema británica» que mamá respetaba pero nunca llegó a entender. Tampoco le importaba demasiado; para ella eso tenía tan poca relevancia como para mí las dimensiones desproporcionadas del reloj del abuelo. Era grande, mi muñeca pequeña; había que aprender a conllevarse para poder vivir juntos. Otra frase de mi madre. Me quedaba holgado, a juzgar por el baile de la caja sobre mi muñeca, pero me gustaba: era un reloj de apariencia rasa, como si esa sencillez dejara entrever un supuesto desinterés de su propietario por el tiempo. Además, era el que siempre llevó mi madre, y de su muñeca pasó a la mía.

Las manecillas doradas marcaban el mediodía. Era una buena hora para comprobar si nuestro deseo de ser padres se haría por fin realidad, tras casi ocho años intentándolo en vano. Saqué el Predictor de su caja, aunque tampoco confiaba mucho en aquel artilugio que llevaba un tiempo en el mercado y prometía revolucionar el mundo de la mujer. Tenía casi treinta y cinco años, y para algunos ya llegaba tarde a la maternidad. Tampoco es que me preocupara la opinión de los demás, otra lección rubricada por mi madre, pero si podía evitarme la visita al médico para confirmar o no el embarazo, mi ánimo lo agradecería.

Empezaba el ritual. Saber esperar era uno de mis puntos fuertes. La paciencia siempre me había recompensado en la vida, y pensaba seguir así. Me gustaba que esa prórroga impuesta al tiempo tuviera su olor; eso siempre ayudaba a revivirlo en un futuro. Vertí el agua caliente en el recipiente cilíndrico de la cafetera de émbolo, donde previamente había colocado varias cucharadas de café con un velo de canela molida para darle un sabor especial, y acerqué la nariz para que el aroma me animara el espíritu. Mientras aguardaba los cuatro minutos de rigor antes de presionar el émbolo, miré a través de la ventana de la cocina.

Algunas nubes blancas entreveradas por desafiantes vetas grises se desplegaban en un cielo azul cerúleo, amenazando el radiante sol de aquella primera semana de abril. Mi cumpleaños estaba próximo; tan solo unos días más y los treinta y cinco me atraparían sin remedio. Entreabrí tímidamente la ventana. Olía a lluvia inminente, a tierra que intuía ya el agua pero todavía debía esperar. Los domingos estaban hechos para esperar. Me encantaba la lluvia aunque mi madre la odiara. Cuando llueve todo parece distinto, todo huele diferente, y esos momentos previos al aguacero hacen que se renueve el aire y la mente se refresque. Cerr

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