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A bordo del ballenero estadounidense Connecticut, frente a las costas de Brasil
6 de octubre de 1832
—Traedme a Fleming, el chico. Vamos a ver lo que lleva en las tripas.
El capitán Charles Tandy deja el hacha con la que, de ocho golpes certeros, ha practicado una abertura cuadrada en el cráneo del cachalote, delante del espiráculo. Una docena de hombres ha serrado la cabeza del animal, sangrante, pegajosa, enorme, de seis por tres metros, antes de izarla al puente con tres poleas. El cuerpo sigue amarrado al costado del navío por medio de unas cadenas pasadas alrededor de las aletas, rodeado de plataformas de madera suspendidas en la borda por las que los hombres circulan para descuartizar la carcasa. Está horadado por impactos de lanza mortales y aún lleva dos arpones clavados.
Desde que se le ha dado muerte, lejos del ballenero, una manada de tiburones, esos lobos de los mares, se ha abalanzado sobre el cadáver, lo ha seguido hasta el barco y se ha deleitado con el festín. Apartan a varazos en el morro a un escualo que se acercaba demasiado. Arponean a los más grandes. Heridos, esos tiburones se convierten en presas para los demás, que se olvidan, durante un rato, de la carne del mamífero y los devoran en un hervidero de aletas dorsales, laterales, y sangre.
En la cubierta, mientras los dos marineros sierran la mandíbula inferior y sus inestimables dientes de marfil, algunos hombres se afanan en recuperar el espermaceti. La cavidad craneal de los grandes cachalotes puede contener tres toneladas, veintitrés barriles, de esa sustancia blancuzca, dulzona y untuosa, que no es el semen del animal pero que, por error, le ha valido en inglés el nombre de sperm whale.
—¿Dónde está ese chiquillo cretino? Encontradlo, deprisa, no esperemos a que se solidifique… ¡Ah! Aquí está. Fleming, es tu primer cachalote. Tienes el tamaño justo para deslizarte por el agujero. Pásate este cabo alrededor del pecho y baja ahí dentro con estos dos cubos. Los llenas y los levantas bien alto, por encima de tu cabeza. ¡Y procura no derramar nada!
Mercator Fleming acaba de cumplir doce años. Su padre, el capitán ballenero Stewart Fleming, decidió que ya sabía leer, escribir, sumar y restar y que debía iniciar su educación como futuro oficial. Y, para eso, nada mejor que embarcarse en el Connecticut. El capitán Tandy es su socio comercial, un cazador de ballenas sin igual, sabe manejar a los hombres, es duro en los negocios, muy rico, exigente…
Demasiado, a veces, se dice en el puerto de Nantucket, pero eso endurecerá a este chico endeble y taciturno que ha llorado más de la cuenta la muerte de su madre, a la que se llevó la viruela hace un año. Cazar a los monstruos de las profundidades no es cosa de lloricas. Mercator, te vas siendo un chiquillo y volverás, en un año o dos, hecho un hombre. Verás mundo, te medirás con el océano, con los cachalotes, conocerás los secretos de la gran caza, aprenderás a ganarte el respeto de la tripulación. Aprieta los dientes y no me avergüences.
Los marineros rodean la cabeza perforada del cachalote, se mofan, empujan al adolescente por la espalda. El contramaestre le anuda un cabo por debajo de las axilas, el segundo lo anima dándole una palmada en las nalgas.
—Toma, sujeta esto entre los dientes —le dice el cocinero mientras le tiende un ramito de salvia y canela—. Ahí dentro apesta como el culo del diablo.
Los barriles vacíos esperan el espermaceti. Bajo el sol de Brasil, la bestia ha empezado a descomponerse. El olor a putrefacción, a sangre seca y a flemas fétidas se mezclan. El hedor que asciende de las fauces y la cavidad abierta en el cráneo revuelve el estómago.
De repente, el capitán agarra a Mercator de las pantorrillas, lo pone del revés como si fuera una marioneta y lo sumerge cabeza abajo en el orificio. El adolescente separa los brazos, le dan manotazos. Berrea, desaparece en el agujero, donde se lo traga un líquido tibio y viscoso del que emanan grandes burbujas. La tripulación se ríe, celebrando así el rito de iniciación de los grumetes en los balleneros norteamericanos. Mercator emerge escupiendo, tosiendo y llorando; intenta sujetarse a algo, resbala por las paredes de membranas brillantes, se atraganta, vuelve a subir.
—¡Eh, mocoso, que esto no es un baño! ¡Coge esos cubos y gánate la paga!
El primer balde de madera le cae a un lado y el segundo en la cabeza, se repiten las pullas. Se enjuga los ojos, se sorbe los mocos, afianza los pies en lo que parece un trozo de hueso y coge un cubo. Lo llena de espermaceti hasta la mitad, lo alza sobre el hombro y lo tiende. Una mano lo agarra.
—¡Los cubos llenos hasta arriba, Fleming! Date prisa. Cuanto más tardes, más se coagulará.
El segundo cubo pesa tanto que le rebosa sobre la cabeza, lo ciega y le hace perder el equilibrio, otro chapuzón. Al subir se queda atrapado en algo extraño; es una bolsa flexible, como una glándula que, al reventar, libera una sustancia negra y viscosa, el olor es nauseabundo. Mercator se recobra, tiende otro cubo. No hay que llorar, no hay que llorar. Dios mío, este olor… Esquiva el balde vacío que le lanzan y empieza a llenar el siguiente cuando se le hace un nudo en el estómago. Siente nauseas, lo suelta todo, aprieta los puños, cierra los ojos… No puede resistirlo. Vomita justo debajo del orificio.
—¡Joder, ese mocoso está devolviendo! ¡Sacadlo de ahí antes de que lo eche todo a perder! ¡No me lo puedo creer! ¿Quién me ha endosado a semejante grumete? ¡Os he dicho que lo saquéis!
Dos hombres tiran de él. Levantan a Mercator por los aires, lo golpean con una vara, lo insultan y lo arrojan como un saco contra la borda, entre un tonel vacío y unos cabos enrollados.
—Quédate ahí, sin moverte. Ya me ocuparé de ti cuando hayamos terminado. Prohibido darle de beber y hablar con él. Cuando le cuente esto a tu padre…
El chico se aovilla, con el estómago hecho un nudo, mirando al suelo. Ni una lágrima más.
Cuatro hachazos agrandan el agujero y un joven marinero se desliza en el interior del cráneo para recuperar los cubos. En dos horas vacían la cavidad, dieciséis barriles de espermaceti, un buen botín.
—Está bien, encended los hornos, empezad con el despiece. Hay que sacar el resto del animal del agua antes de que los tiburones engullan lo que es nuestro. Meted a ese mequetrefe en un barril de agua salada y traédmelo al pie del palo mayor. Le voy a enseñar a desperdiciar la mejor parte de un cachalote…
Una decena de hombres despiezan la cabeza del animal con sierras, hachas y barras de hierro. Revientan los ojos, raspan las mejillas, cortan la carne, rebañan la grasa, gritan, maldicen, cantan, rompen los huesos de la bestia a mazazos. Chapotean en la sangre.
Con leños y unos trozos de grasa rancia de ballena conservados de reserva, cuatro marineros encienden fuego en los dos imponentes hornos de ladrillo que hay en el centro del puente, coronados por unos inmensos calderos de cobre y unas chimeneas de chapa.
La tripulación se reúne. El contramaestre ha apoyado su gruesa pezuña en la cabeza de Mercator, que está empapado, tiritando, con el pelo pegado de espermaceti.
—¡Atadlo al palo! ¡Subidle la camisa!
El muchacho tiene los brazos demasiado cortos, hace falta un trozo de cabo adicional para amarrarle las manos. El capitán se quita el cinturón. En los otros navíos es el jefe de la tripulación o un oficial quien inflige los castigos. En el Connecticut, Charles Tandy se encarga de ello. Un azote, dos azotes, tres, cada vez más fuertes. La sangre perla la espalda del adolescente. Ha logrado contener el primer grito, pero no los siguientes. Berrea, llora, suplica. Cuatro, cinco, justo por encima de las nalgas. El oficial levanta el brazo con un gruñido cuando el segundo le toca en el hombro. Capitán… Que no haya un sexto.
—El cráneo del próximo cachalote lo vaciarás con una pajita si hace falta, Fleming. ¿Me has entendido? ¿Este, un ballenero? ¿Un cazador de Nantucket? ¿Un marinero? No me hagáis reír.
El cocinero desata a Mercator y le cubre la espalda con una sábana.
—Vamos, chico, bajemos a la cocina. Te hace falta agua dulce.
En medio de la sangre, la grasa, los jugos, los humores viscosos y los pedazos de piel gris azulada, los marineros se afanan en despiezar la cabeza del animal. La mandíbula inferior con sus cuarenta y seis dientes de marfil se deja aparte.
La noche tropical cae sobre el barco en el momento en que los fuegos se avivan bajo las calderas para echar la grasa troceada. Entre vaharadas de grasa, vapores de matanza y brasas ardientes, como aprendices infernales, dos marineros inclinados desde unas tarimas manejan con las dos manos unos cucharones gigantescos, removiendo los cuartos de cachalote que crepitan y empiezan a fundirse. El resplandor anaranjado ilumina la cubierta, tiñe las velas y los rostros, envolviendo el barco en un halo dorado. El aceite caliente discurre por los tubos de cobre hacia los toneles alineados bajo los hornos. El olor a grasa cocida, sangre caliente y carne calcinada se pega a la garganta.
—¡Vamos! ¡Más rápido! —grita el capitán—. Terminad con esa cabeza. Señor Johnson, señor Suza, amarren el cráneo a una polea y échenlo por la borda. Hay que hacer sitio para los pellejos. ¡Encended las lámparas, las antorchas, aquí abajo ya no se ve nada! Hay demasiados tiburones en estas aguas. Sigamos, o mañana temprano solo quedará el esqueleto. ¡Equipo de noche!
En las plataformas de madera suspendidas por encima de las aguas, con sus cuchillas afiladas como rasuradoras en el extremo de las varas, el segundo y un marinero del tamaño de un oso despiezan la bestia, haciendo tiras de grasa igual que si pelaran una manzana. Cortan y golpean, en equilibrio sobre las resbaladizas pasarelas. Con todas las velas arriadas, el Connecticut cabecea y se balancea. Un paso en falso significaría caer en medio de los tiburones.
Cuando el trozo es suficientemente largo, el «pellejo», o sea, la tira de piel y grasa, se cuelga de un gancho gigante a una polea y se iza a bordo. Dispuesto sobre mesas de madera, se secciona con la tajadera. Descalzos, con la grasa hasta los tobillos, los hombres cortan, se golpean, resbalan, gritan, se empujan, maldicen, tiran los utensilios al suelo, llenan los baldes.
—¡Vamos, pandilla de holgazanes! ¡Moveos! ¡No tenemos toda la noche!
En la proximidad de los fogones, con un hedor a grasa chamuscada, piel calcinada, vísceras y sudor, el calor abrasa las caras. Los balleneros experimentados temen esas horas de despiece y cocción que siguen a la excitación de la caza. Para los novatos, todavía verdes, es una prueba que nunca olvidarán.
La carrera contra los tiburones se prolonga toda la noche. El cachalote se despelleja capa a capa, se le da la vuelta sobre sí mismo entre las ataduras de las cadenas para rasparlo y despojarlo de su grasa. Los trozos se echan en calderos burbujeantes, el aceite ardiendo se desborda de los toneles, que deben sustituirse cada hora.
Con las luces del alba, Charles Tandy y Jay Russell, su segundo, observan el cuerpo de la ballena en el que se ensañan, en un agua roja, unos treinta escualos.
—Esto debería funcionar —dice Russell—. Ya no da más, pero con las cuatro poleas y todos los hombres en el puente tendríamos que poder levantarla. Cortad la cola y tiradla, ganaremos peso.
En ese año de 1832, los precios del aceite están por las nubes: desde los inicios de la Revolución industrial se utiliza para hacer velas, lámparas; en farmacia, para lubricar máquinas. Los balleneros de Nantucket saben que cuando un barco con las bodegas llenas arriba a puerto verá a los compradores atropellándose en el muelle y a los armadores frotándose las manos.
Con todo, los cazadores de ballenas buscan también un tesoro. Eso con lo que sueñan es algo extraño que está oculto en las entrañas de ciertos cachalotes: el ámbar gris. Esa sustancia se encuentra en el intestino de algunos mamíferos, muy pocos, enfermos tal vez. Se revende a precio de oro a los farmacéuticos y a los intermediarios de la costa que hacen con él no se sabe qué. Algunos balleneros arriban a Nantucket con toneladas de aceite en sus bodegas y unas cuantas decenas de kilos de ámbar gris, cuyo valor supera el del cargamento.
—Tratemos de subir el esqueleto a bordo —dice el capitán Tandy—. Si las poleas amenazan con ceder, pararemos. Yo designaré quién bajará hasta el vientre…
La tripulación se queda inmóvil. Meterse en un cachalote amarrado al costado de un navío para abrirle los intestinos a sablazos en busca de ámbar es la pesadilla de los whalers, los balleneros. El año anterior, a bordo de un barco de New Bedford, un marinero fue devorado hasta la cintura por un tiburón blanco enorme tan pronto como salía del esqueleto e indicaba mediante gestos que no había encontrado nada.
Las cadenas están firmes, los ganchos fijados en las vértebras del animal. Todos los marineros, salvo el cocinero y Mercator, se hallan en cubierta con los cabos en la mano.
—¡A la de tres! ¡Una, dos, tres! ¡Vamos! ¡Subidlo! —grita el señor Manta, el contramaestre.
Las poleas chirrían, los cabos se tensan, los mástiles se inclinan.
El Connecticut se escora hacia el costado de donde pende el cachalote.
—Una vez más; más fuerte, muchachos. ¡Izad! Haced que se mueva ese hijo de la gran puta.
El barco se inclina, los chirridos de la arboladura hacen temer que algo vaya a romperse. El capitán se dispone a alzar la mano y ordenar detenerse cuando, por detrás, el esqueleto sale del agua, seguido de unos tiburones chasqueando las mandíbulas.
—¡Vamos! ¡Está bien! ¡Izad! ¡Subid! ¡Una vez más, ya lo tenemos!
Un joven tiburón se niega a soltar su botín y queda suspendido en el cachalote sin cabeza, despellejado, que pende a dos metros por encima del agua. El impacto de un arpón lo hace caer.
El esqueleto, sujeto mediante largos ganchos, se iza a bordo por la sección desmontada de la borda. Los hombres gritan de júbilo, los brazos paralizados, las manos ardientes.
—¡Bravo, muchachos! Limpiad un poco esta mierda. Señor Manta, le toca a usted. Le abriremos el estómago. Ya conoce la regla: una moneda de oro para quien encuentre el ámbar.
El impacto de una lanza, larga y afilada como el sable de un samurái, libera las entrañas del monstruo, que se desparraman por la cubierta con un olor pestilente. Pertrechados con cuchillas, cuchillos y machetes, los marineros se empujan, se insultan, chapotean en los intestinos, hurgan en las tripas y los excrementos, abren las vísceras que, a continuación, se devolverán al mar, para la satisfacción de los tiburones y las aves marinas.
Cuatro hombres arrastran el estómago del mamífero, del tamaño de una carreta, hasta un rincón. Cuando lo seccionan, suelta una bocanada de gas fétido antes de escupir kilos de pulpos, peces y calamares en descomposición.
—Bueno, este no será aún el que nos haga ricos —dice Charles Tandy—. ¿Habéis reparado en que la última vez que encontré ámbar en una ballena yo tenía cuatro pelos en el mentón? ¡Echad toda esa porquería al mar! ¡Hay que terminar con la cocción y limpiar la cubierta! Creo que este cachalote superará los cuarenta barriles. No está mal, pero habrá que hacerlo mejor si queréis volver a ver Nantucket antes de Navidad. Todavía hay sitio en la bodega.
Los hornos arden y humean como la fragua de Vulcano durante todo el día, y el humo negro es visible a kilómetros de distancia. «Hell on a small scale», como dicen los hombres. Un infierno a pequeña escala.
Cuando cae la noche, se conceden seis horas de descanso a la tripulación, salvo a los cuatro desdichados requeridos para terminar con la cocción. En la entrecubierta, los hombres se meten en las literas, suben a los cois, a menudo sin quitarse unas ropas apestosas, empapadas de aceite y ensangrentadas.
En su cabina, en la popa, el capitán Tandy abre el cuaderno de bitácora y coge la pluma.
Sábado, 6 de octubre de 1832,
Atlántico Sur, frente a las costas de Recife (Brasil)
Cachalote macho. Avistado por McNill. Primer arponero Lathern. Arponeado tres veces. Lo mata Soares. Cuarenta y tres barriles. No hay ámbar gris.
Al día siguiente se inicia la limpieza: los desechos se tiran por la borda, después hay que frotar, rascar y lavar la cubierta con jabón negro mezclado con las cenizas aún tibias de los hornos. El aclarado se hace con grandes cubos de agua de mar. Tras el despiece y la cocción, la grasa y el aceite se han colado hasta por la rendija más pequeña, ensuciando hasta las primeras vergas. Los marineros restriegan las herramientas, las jarcias, la ropa, la borda, las puertas, los calderos, repasan con un cepillo los ladrillos de los hornos, limpian los tubos de cobre con trapos. Con la ayuda de las poleas, se bajan hasta el fondo de la bodega los barriles de aceite, que el carpintero arrima uno al lado de otro. Durante dos días, mientras el Connecticut pone rumbo al sur de nuevo, la estela que deja es un reguero jabonoso.
Los dos vigías, apostados espalda contra espalda, han vuelto a subir a lo alto del palo mayor a la búsqueda en el horizonte de los chorros característicos que les harán lanzar el grito del ballenero: «Thar’ she blows! ¡Surtidor!».
Antone, el cocinero de a bordo, ha untado a Mercator las heridas con manteca de cerdo y le ha vendado la espalda.
—No es nada, chico, se te pasará. Este capitán es un pedazo de animal. Pero el que de verdad es peligroso es el segundo, Russell. No te quedes nunca a solas con él. ¿Me has entendido? Nunca.
A lo largo de la costa brasileña, han caído presa del peor enemigo del cazador de ballenas, al que se teme aún más que a la tempestad: la calma chicha. Con todas las velas desplegadas, el barco está encalmado en un mar de aceite. Ningún cetáceo a la vista. Se ha limpiado la embarcación desde los mástiles hasta las bodegas, se han enrollado los cabos y afilado y guardado los arpones.
Los hombres juegan a los dados, pescan, lanzan redes para capturar peces voladores. Los dientes del cachalote se han vendido a los marineros. Con agujas y cuchillas afiladas, utensilios finos y delicados en manos de brutos, graban en el marfil dibujos que luego teñirán con tinta. Los temas son siempre los mismos: barcos, ballenas, escenas de caza, naufragios, paisajes de Nantucket, retratos de sus mujeres e hijos. De regreso a puerto, algunos marineros, que se han hecho un nombre en el delicado arte del scrimshaw, venden sus obras a buen precio a los notables de la isla o de Boston.
El calor es agobiante. La tripulación duerme en la cubierta para librarse de las asfixiantes literas. En la noche cerrada, Mercator abandona su coy para ir a beber del tonel de agua dulce, al pie del trinquete. Levanta la tapadera; está vacío.
De puntillas, baja a la entrecubierta, hacia el pañol.
En el momento en que pasa por delante de la cabina de Jay Russell, la puerta se abre. El segundo lo ha visto. El muchacho da media vuelta, demasiado tarde. Una mano le tapa la boca. La puerta se cierra. Intenta morder la mano que lo asfixia, pero un puñetazo en la cabeza lo aturde. Antes de desmayarse, de miedo y dolor, nota que una mano le baja los pantalones.
2
Isla de Nantucket (Massachusetts)
14 de junio de 1838
En las dunas cubiertas de hierba que dominan la playa de Siasconset, en el extremo este de la isla de Nantucket, las chozas de la familia Baird son los últimos vestigios del pueblo indio. Cuarenta años atrás, unos cien indios wampanoags vivían aún allí, lo más alejados posible del puerto y de los blancos, de sus grandes barcos, de sus rifles y de su hambre de tierras. Un siglo antes, toda la isla, moldeada con arena batida por los vientos y las tempestades del mar de Nueva Inglaterra, era la que servía de refugio a la tribu de la «gente del Este» frente a la invasión de los colonos ingleses cada vez más numerosos.
Los wampanoags de la costa y de la isla vecina de Martha’s Vineyard disfrutaron aquí de unas décadas de vida libre para cazar y pescar antes de que las enfermedades procedentes del otro lado del océano los diezmaran del mismo modo.
Massasoit Baird trabaja en el puerto, en la fábrica de cuerdas, pero prefiere caminar unos ocho kilómetros, por la mañana y por la noche, para encontrarse con su mujer y sus hijos en su reino de arena y brumas de mar, en el último rincón salvaje de la isla. Algunos dicen que aquí también se ha vendido la tierra, que unos hombres blancos llegarán pronto con armas y estacas, pero de momento Tatoson y Wansutta, los gemelos, juegan en las dunas todas las tardes.
Ese día, el sol aún está alto cuando Wansutta, más alta que su hermano y delgada como una liana, detiene su carrera con el dedo en ristre apuntando hacia el océano.
—¡Tatoson, mira! ¡Moshups, moshups, ballenas!
A cien metros de la playa señala un banco de unos treinta cetáceos de reflejos gris azulado y chorros de vapor de agua, en el que un macho dibuja un majestuoso arco circular con la cola, como antaño, antes de que los balleneros de la costa Este de Estados Unidos los cazaran. Desde los miradores de madera, los vigías acechaban su paso y con sus megáfonos de latón daban la señal de empuñar los arpones, de saltar a las canoas y lanzarse a la caza.
Están tan cerca que los gemelos pueden distinguir sus lomos, sus cabezas, oyen sus cantos, esa mezcla de silbidos y chasquidos que su padre les ha descrito tan a menudo.
—Ven, Wansutta, tenemos que ir corriendo al puerto. Dan una moneda de oro a todo aquel que localice ballenas. ¡Vamos, rápido!
Llegan de improviso y sin aliento al patio de la cordelería.
—Dad, dad! ¡Papá, papá! ¡Ballenas! ¡Decenas de ballenas, justo delante de nuestra playa! Acaban de pasar, bajan hacia el sur.
—¿Estáis seguros, niños? ¿Son ballenas y no delfines? —pregunta Massasoit.
—Sí. Vemos delfines a menudo. Estas son inmensas, escupen chorros de agua al cielo. Moshups!
—¿Cuántas?
—No sé… Una manada. Una de ellas es enorme, con una gran cola, y hay otras más pequeñas. Hemos oído su soplido y sus silbidos, están muy cerca.
—Venid conmigo, hay que avisar a Corbitant. Lo he visto hace un rato, está en el Freedom.
Corren hasta el muelle donde está amarrado el barco de tres mástiles del capitán Fleming. Corbitant White, el primer arponero de a bordo, el mejor cazador de ballenas indio de la región, ha crecido con Massasoit, sus padres eran amigos. Los ve llegar desde lo alto de la pasarela de embarque.
—¡Ballenas, Corbitant! Una manada, justo delante de nuestra casa, en Siasconset. Se dirigen hacia el sur. Por lo que dicen los niños, son grises, las acompaña un gran macho.
—Moshups? Hace años que ya no se ven por aquí. Las hemos matado todas. O quizá desconfían y se dirigen a altamar. ¿Estáis seguros, niños? ¿De verdad que son ballenas?
—Sí, señor —dice Wansutta—. Son las únicas capaces de expulsar esos grandes chorros de agua por encima de su cabeza. Papá nos lo explicó hace mucho tiempo.
—¿Cuándo ha sido?
—Hace una media hora. Lo que hemos tardado en llegar corriendo hasta aquí.
Corbitant se vuelve hacia el grumete.
—Chico, ve volando a buscar al capitán. Está en el almacén. Dile que una manada de ballenas grises acaba de pasar por el sur de la isla. Él es quien decide si salimos de caza.
Stewart Fleming llega a grandes zancadas unos minutos más tarde. No ha cumplido los cincuenta, pero aparenta diez años más debido a su piel curtida, sus profundas arrugas y sus largos cabellos blanqueados por la sal de todos los océanos que se recoge en una cola de caballo en cuanto se hace a la mar. Capitán ballenero de buena reputación en esta isla de aventureros de los mares, es un hombre taciturno, tenaz y valiente hasta la inconsciencia al frente de un bote con el arpón en la mano.
A la muerte de su esposa, contrató a una gobernanta para sus tres hijos y no ha vuelto a mirar a ninguna otra mujer. Apenas ha visto crecer a sus muchachos debido a dos grandes travesías, dos expediciones a las zonas de caza del Atlántico, desde Cabo Verde hasta Santa Helena, y hasta el océano Índico, a las costas de Madagascar. La última vez estuvo fuera dos años. Mercator era grumete en el Connecticut de Charles Tandy, Michael era demasiado pequeño y demasiado frágil para embarcar y Nicholas era todavía un niño en el regazo de la señora Smalley, la gobernanta.
Pedí a Tandy que no tratara con miramientos a mi primogénito para que se curtiera y que hiciera de él un marinero, un futuro capitán ballenero. Me dijo que todo había ido bien, que el chico había estado a la altura, pero en esa campaña debió de pasar algo. Era un muchacho alegre y ahora no ríe nunca. Me mira como a un enemigo con los ojos entrecerrados y no los baja hasta que no se lo mando. No soy de los que llevan a sus hijos en volandas, pero me preocupa. No habla a menos que se le pregunte, se pasa las tardes encerrado en su habitación, no tiene amigos. La vida de un grumete a bordo de un ballenero de Nantucket no siempre es fácil. Después de la primera campaña, todos regresan muy diferentes del niño que se marchó, pero me gustaría saber… Habría podido preguntárselo al segundo de Tandy, a Russell, pero una noche del pasado invierno lo encontraron con un tajo en la garganta entre dos barriles detrás de una taberna del puerto. El primer asesinato en la isla en más de veinte años. Todavía haré una o dos campañas más en el Atlántico Sur y en el océano Índico y, luego, dentro de unos años, Mercator se hará cargo del barco y de la caza, si es capaz. Los otros dos que hagan lo que quieran, sacarán adelante la fábrica de velas, el comercio del aceite.
—¿Ballenas mar adentro, frente a Nantucket? Hacía años…
—Mar adentro no, capitán —dice Corbitant White—. Justo delante de la playa de Siasconset. A menos de una hora.
El rumor crece y se extiende por el puerto. Whales! ¡Ballenas! Están aquí, muy cerca. Los hombres corren, arpón en mano, saltan a las balleneras, esas largas canoas de caza de extremos puntiagudos que se construyen en la isla, y reman hacia la bocana del puerto.
—No somos los únicos que las hemos visto. ¿Qué hacemos, capitán? ¿Echamos al agua las balleneras?
—No. El barco está listo, zarpamos. Esos cretinos no saben nada, se agotarán contra el viento y el oleaje. Si las ballenas se dirigen hacia el sur, no tienen ninguna posibilidad de hacer frente a la corriente. Sacaremos el Freedom, así tendremos ocasión de probar el nuevo trinquete y el casillaje. Naveguemos durante dos o tres días, y si las cazamos, mejor; si no, tampoco pasa nada. Enviad al grumete para que avise a Mercator. Decidle que vaya a casa a buscar a Michael, ya es hora de que presencie su primera caza. Reúna a la tripulación. Levaremos el ancla dentro de una hora. Y los que no estén, peor para ellos.
En el almacén, con una fachada coronada por la silueta de un cachalote y las letras FLEMING AND SONS. WHALE OIL, el hijo mayor del capitán Fleming está vertiendo por un embudo aceite de ballena para filtrarlo por última vez cuando el grumete le dice que debe ir en busca de su hermano Michael y, luego, reunirse con su padre a bordo del Freedom para hacerse a la mar.
¿Qué cuento es ese? ¿Partir así, por las buenas? Padre había comentado que haría mi primera campaña con él a principios del mes que viene. ¿Qué mosca le ha picado? ¿Y Michael? Acaba de cumplir catorce años, nunca se le ha pasado por la cabeza ser marinero, aborrece navegar. Me acercaré al barco para averiguar qué pretende. De todas maneras, está muy cerca, se dice Mercator al empezar a correr.
Se encuentra con marineros que sostienen arpones en alto, con hombres que arrastran una ballenera recién pintada en una carreta, con mujeres que llevan rollos de cabos en cestos de mimbre. Zafarrancho de combate en los muelles. ¿Qué les pasa a todos?
—Mercator, ¿acaso no te han dicho que fueras a casa a buscar a tu hermano?
—Pero, padre…
—Un banco de ballenas grises acaba de pasar por el sur de la isla. Zarpamos para darles caza. Unos días, nada más. Trae a Michael rápidamente. Y avisa a la señora Smalley, puede irse al continente con Nicholas para visitar a su familia, si quiere. Hasta el domingo o el lunes. Ve.
—Pero…
—Haz lo que te digo.
Mercator encuentra a sus dos hermanos y a la gobernanta en la entrada de la casa familiar, alertados por los rumores que se extienden como un reguero de pólvora. ¡Ballenas, a lo largo de la costa Este, han vuelto!
—Michael, pon una muda de recambio en mi bolsa. Vamos a perseguir un banco de ballenas grises. Padre exige que vengas con nosotros.
—Pero tengo trabajo de la escuela. La señora Carney… Y no quiero ser cazador, eso es para ti. El barco y los arpones son para ti.
—No hay nada que discutir. Date prisa; si no, vendrá a buscarte. ¿Te acuerdas de la última vez? Será cosa de pocos días. No estamos seguros de poder atraparlas. Hace buen tiempo, el mar está en calma. Ya verás, cuando se desplieguen todas las velas, con el viento a favor, volaremos por encima del agua.
—Pero sabes de sobra que me mareo hasta en un bote sin salir del puerto.
—Acabarás por acostumbrarte. Venga, debemos irnos.
Se ha soltado el amarre de proa y las primeras velas se han largado cuando suben corriendo la pasarela de embarque. En el muelle, la señora Smalley coge de la mano a Nicholas Fleming, de nueve años, que mira llorando a su padre y a sus hermanos mientras se hacen a la mar.
El Freedom es el único barco de tres mástiles de la flota ballenera de Nantucket, la primera del mundo con unos cien buques, que navega persiguiendo ballenas grises. A la salida del puerto lo rodean canoas de caza, un arponero en la proa, un hombre al timón y seis remeros que se descoyuntan los brazos para adelantar a los demás.
—¡Todos los hombres a la arboladura! ¡Enviad a los vigías a la vela mayor, a los juanetes! ¡Largad el foque grande! ¡Timonel, ponga rumbo a ciento treinta y cinco, hacia altamar, amura de estribor! ¡Atraparemos a esos malditos animales antes de que anochezca!
Poco a poco, las balleneras y sus remeros se han distanciado. Pasado el cabo de Great Point, la punta norte de la isla, las embarcaciones desaparecen en el horizonte. La mayoría de los barcos han comprendido su error y dan media vuelta. Dos marineros suben al puesto de vigía en lo alto del gran mástil. Espalda contra espalda y los catalejos en mano, escrutan las aguas preparándose para lanzar el grito de los balleneros, «¡Surtidor!», en cuanto avisten el chorro de agua que los cetáceos expulsan por el espiráculo y que con el mar en calma es visible a kilómetros de distancia. Detrás del timón, tallado en forma de rosa de los vientos, el capitán Fleming ocupa ahora el lugar del timonel. Da las órdenes al contramaestre, que las grita a la tripulación con un megáfono de latón.
Desde que han salido del puerto, Michael nota el balanceo bajo sus pies y los primeros efectos del mareo. Es la tercera vez que sube a bordo, detestó las dos anteriores, en las que navegó en círculos entre Nantucket y el continente para probar las velas o el material. A sus catorce años, sabe que no quiere ser marinero. Odia el océano que lo retiene prisionero en una media luna de arena, tan lejos en medio del mar; ese océano en el que su padre desaparece durante meses para masacrar cachalotes y ballenas con los que fundir aceite; ese océano sinónimo de muerte, de tempestades, de olas que cuando era niño lo arrastraron a una playa, medio ahogado. Ese océano que su madre, fallecida hace siete años —aunque la recuerda perfectamente—, escrutaba durante horas desde la terraza de madera construida en el tejado de la casa, entre las chimeneas, al acecho de unas velas en el horizonte. Ese océano que impidió llegar a tiempo al médico de Boston para salvarla cuando cayó enferma. Ese océano violento y sanguinario que se cobra su tributo en las tripulaciones de cazadores de ballenas que nunca vuelven al completo de sus campañas al otro lado del mundo.
El sol encendido desciende hacia el oeste sin que los vigías hayan avistado el más mínimo chorro. A la caída de la noche, las costas de Nantucket se difuminan y los hombres abandonan su puesto de observación en lo alto del mástil. No hay cocinero a bordo, el de la campaña anterior ha vuelto al continente. Para cenar, la tripulación se sirve ternera ahumada en conserva sobre unas rebanadas de pan. En el pañol, Corbitant White mete en el horno de leña dos lubinas que ha pescado nada más salir del puerto con la caña de quince anzuelos que acostumbra dejar en la popa del navío. Las ha colocado encima de una bandeja y las lleva a la mesa del capitán, donde Stewart Fleming y sus dos hijos esperan, silenciosos e inmóviles.
—Señor White, tenga el honor de cenar con nosotros. No hemos traído provisiones para nuestro pequeño paseo, su pesca nos evita las galletas marineras, es una muestra de nuestro agradecimiento. Mercator, ¿quieres bendecir la mesa?
—Sí, padre. Señor Jesús, sé nuestro invitado, bendice a estos amigos y estos pescados, estos presentes que se nos han otorgado. Amén.
—Así pues, hijo mío —dice el capitán volviéndose hacia Michael, lívido—, ¿qué impresión te merece la primera vez que navegas por altamar en el Freedom?
—Estoy mareado, padre. ¿Tengo su permiso para volver a mi litera?
—No. Come un poco de este filete de lubina y todo irá mejor. En nuestra familia todos tenemos alma de marinero, también te llegará. Si las ballenas siguen directas hacia el sur, lo que es probable en esta estación, deberíamos alcanzarlas mañana. Aprenderás a enfrentarte a los animales más poderosos de la creación. Tu hermano ya lo sabe, ahora te toca a ti. ¿Cuántos cetáceos matasteis en el Connecticut, Mercator?
—Unos quince, creo, padre.
—¿Cómo que crees? ¿No tienes recuerdos más precisos? Podría describir cada una de las bestias de mi primera campaña, incluso el número de toneles de aceite que llenamos. Tenía dieciséis años, acababa de llegar a la isla y el primero que se atreviera a tratarme de coof, de marinero de agua dulce, el insulto dirigido a los llegados desde el continente, vería mi mano alrededor de su garganta, fuese arponero o no.
Michael se tapa la boca con la mano.
—Padre, creo que me estoy poniendo enfermo…
—¡Lárgate de aquí! No vayas a vomitar en mi mesa encima de todo. ¡Estás hablando con un marinero! Mira, Mercator, si encontramos esas ballenas grises, el señor White será el arponero de la primera ballenera, yo estaré en la segunda con el endeble de tu hermano y quiero que tú estés al frente de la tercera. ¿Te has entrenado en tierra con el arpón, como te dije?
—Un poco…
—Será el momento de que me demuestres lo que sabes hacer. Partimos el mes que viene hacia el Atlántico Sur y deseo saber si a los dieciocho años mi primogénito podrá mantener su rango. Yo, a tu edad…
Con las primeras luces del alba suena la campana del relevo de la guardia. No hay necesidad de vigías para ver, a lo lejos, el banco de ballenas grises: están ahí, muy cerca, a estribor, nadando entre dos aguas a pocos cables de distancia.
—Thar’ she blows! ¡Surtidor! ¡Despertaos, todos a cubierta! ¡Unas veinte ballenas!
Los hombres saltan de los cois, se enfundan su ropa marinera, se atropellan por las escalas, las de mano y las otras, se precipitan hacia los estantes del utillaje y las chalupas. El capitán Fleming se aprieta el cinturón y desliza un largo cuchillo en su estuche de cuero.
—¡Mercator, ve a buscar a tu hermano! Solo falta él. ¡A las balleneras, coged los arpones y las lanzas! ¡Al agua!
En la cabina de popa, Michael, que entre náusea y náusea no ha pegado ojo en toda la noche, está sentado en paños menores al borde de su litera.
—Mick, pero ¿qué haces? ¿Es que no has oído la campana? ¡Vístete!
—Mercator, no puedo. Me duele la barriga, la cabeza me da vueltas. No quiero subirme en un bote ni acercarme a las ballenas. Merc, tengo miedo…
—Tienes que venir. Estarás en el bote de padre, conoce bien el asunto, no te preocupes. Son ballenas grises, no son muy grandes, son dóciles como vacas, se dejan arponear casi sin reaccionar, nada que ver con los cachalotes. No hay peligro, te lo aseguro.
—Dile que me encuentro muy mal, que no puedo…
—Michael, debes venir, lo sabes perfectamente.
Mercator agarra del brazo al adolescente, lo saca de la litera y le tiende los pantalones.
—Date prisa, oigo las poleas, están bajando las balleneras. Hay que moverse.
Un bote ya está en el agua, los hombres descienden por las cuerdas. Corbitant White ha puesto dentro sus dos arpones y, con una lanza en bandolera, se desliza a lo largo del cabo, controlando la velocidad con los pies. Coge el timón y acomoda las armas en el fondo de la embarcación.
—¡A los remos! ¿Listos? ¡Remad con fuerza, muchachos! ¡La primera es nuestra!
—¡Ah, por fin! Michael, sube a esta ballenera, bajarás al agua en ella. Siéntate en la primera fila de remeros, cerca del timonel, y coge un remo. ¡Apresúrate! Mercator, toma este arpón, tú irás al frente de la siguiente. ¡Preparaos para echarla al agua! Señor Swain, señor Douglas, ustedes tomarán el mando del navío. ¡Mantengan al pairo el barco, larguen las anclas flotantes! ¡Supervisen los pabellones!
Las dos chalupas de caza bajan por el costado del navío entre chirridos de cordajes. Michael es el único a bordo de una de ellas, aferrado al banco con las dos manos. Un marinero le pasa el largo de un cable.
—No tengas miedo, chico. Apártate un poco, estoy a tu lado, haz como yo. Sujeta el remo así, bien fuerte con las dos manos. No corremos ningún riesgo con estas ballenas grises. Tu padre es un gran arponero y el indio nunca falla la puntería. Ya verás…
—¡Dejadlo todo! ¡A los remos! ¡Daos prisa, se alejan! ¡Remad! ¡Remad, en nombre de Dios!
Las ballenas han advertido el peligro. Los movimientos con sus colas se aceleran. El gran macho es el primero en zambullirse, sumergiéndose hacia el espacio seguro de las profundidades. Las demás lo siguen. En pocos instantes, el oleaje es lo único que agita la superficie del océano de reflejos verdes. Capaces de permanecer cincuenta minutos en apnea y de cambiar de dirección, pueden desaparecer para siempre. Las que ya han tratado de ser cazadas tienen memoria y transmiten a las demás sus estratagemas para escapar de los arpones.
Con todo, en el grupo hay una ballena que viaja hacia el sur junto a su ballenato de pocos meses. Ha intentado sumergirse con la madre, pero incapaz de seguirla vuelve a la superficie y resopla, a pocos cables de distancia de la ballenera del cazador wampanoag.
—¡Allí! ¡El pequeño! —grita Corbitant White mientras coge su arpón decorado con motivos tribales—. ¡Remad con fuerza! ¡Acercadme!
A trescientos metros, el capitán Fleming ha visto el chorro elevarse en el aire y al indio levantarse en la proa.
—¡Vamos! ¡Deprisa! El señor White va a arponear al ballenato para atraer a la madre. ¡Remad! ¡Remad con todas vuestras fuerzas! ¡Tenemos que estar allí cuando la madre suba!
El hierro ornamentado con una pluma de cuervo se hunde, como si fuera mantequilla, en el lomo del animal, que se retuerce de dolor y lanza un silbido estridente. El agua se tiñe de sangre, el cazador agarra una lanza con las dos manos y lo golpea con todas sus fuerzas mientras emite largos gritos guturales. El ballenato lanza una serie de chirridos agudos que Michael oye propagarse por la superficie del agua. En el bote, su padre se ha colocado en la proa con el arpón en la mano.
—¡Vamos, vamos! ¡Más deprisa! Vendrá a socorrer al pequeño. ¡Remad!
El adolescente intenta copiar el ritmo de remadura de su vecino, no lo consigue, sus manos resbalan en el mango, los pulmones le arden. Apenas están a unos diez metros del ballenato del señor White, que flota en un mar rojo de sangre, cuando de pronto:
—¡Cuidado, ahí está! ¡Hacia atrás, deprisa!
Las fauces grises y blancas de la madre emergen de las aguas unos metros por delante de la proa del bote. Los marineros invierten el sentido de remadura, Michael no entiende la maniobra y rema a destiempo. Su remo entrechoca con el del remero que tiene delante y se parte por la mitad. No han retrocedido lo suficientemente deprisa y la ballenera golpea la espalda del animal que toca la superficie, permanece en equilibrio dos segundos y se inclina de un lado. Todos los hombres caen al agua.
—¡Socorro! —grita Michael, que agita brazos y piernas asustado como si no supiera nadar.
—¡No tengas miedo! ¡Cálmate! —le espeta su vecino de banco de remo—. Se ha alejado, no nos ha visto. Haz como yo, nada hasta el bote y atrapa un cabo.
La ballenera, con la quilla en el aire, está a una brazada, y los siete marineros se reúnen a su alrededor.
—¡Michael, deja de berrear! —le grita su padre, que, colgado en la parte delantera de la chalupa, le tiende la mano—. ¡Coge el cabo! Y los demás, venid todos hacia mi lado, vamos a darle la vuelta.
Mercator, que ha visto zozobrar la embarcación de su padre, ordena a sus remeros acudir en su auxilio.
—¡Mercator! ¿Qué narices estás haciendo? —brama el capitán cuando se le acerca—. ¡Acude a ayudar al señor White! ¿Acaso no ves que va a socorrer a su pequeño? ¡Mátala!
—Pero ¿va todo bien?
—¡Por supuesto que va bien! No ha sido nada, daremos la vuelta al bote y lo vaciaremos, todos los hombres están ahí, tu hermano también. ¡Lárgate! ¡No me lo puedo creer! ¿Cazadores de ballenas, esto? ¿Qué le habré hecho yo al Señor? ¡Vamos, a la de tres! ¡Una, dos y tres!
Empleando toda la fuerza de su peso sobre el mismo costado de la chalupa, los marineros logran darle la vuelta y subir a bordo. Una mano se tiende para ayudar a Michael, otra lo agarra de los pantalones y lo levanta como un fardo, y una vez que está de nuevo en el bote se queda paralizado a cuatro patas, escupe, tose y solloza.
—¡A los achicadores! —grita el capitán sin mirar a su hijo—. ¡Comprobad que los arpones de recambio están amarrados! ¡Coged los cubos!
A trescientos metros, la ballena ha pasado por debajo de su ballenato, que agoniza. Intenta mantenerlo fuera del agua dándole golpes con la cabeza. Nerviosa por los gritos de su pequeño y por el olor de la sangre, no presta atención al bote de Corbitant White, que se aproxima. El primer impacto del arpón da en el blanco, de pleno en el espiráculo que, con un ruido de fragua, expulsa una nube roja que se eleva y se derrama por encima de los hombres como lluvia de sangre.
—¡Cuidado, sujetaos! —grita el indio—. ¡Va a sumergirse!
Pero quizá porque el instinto materno le impide abandonar al ballenato herido, o tal vez porque el dolor del arpón la incapacita, la ballena gris no huye. Permanece en la superficie, intentando sostener a su pequeño, que expira y se hunde en el agua. Un objetivo fácil para el arponero, que arroja dos hierros y luego se apodera de su lanza. En un par de envites, voceando los gritos de guerra de su tribu, le hunde la hoja hasta los pulmones. En un último soplo escarlata, la ballena sucumbe de lado con la aleta pectoral al aire. ¡Su chimenea está ardiendo! ¡Hurra!, gritan los cazadores. ¡Una más para el señor White!
El arponero wampanoag, inclinado en el agua hasta el torso, le anuda una cadena alrededor de la cola para arrastrar la bestia hasta el costado de su ballenera cuando el bote de Mercator le da alcance.
—¡Bravo, señor White! Bonito golpe.
—Ha sido fácil. Las ballenas grises se dejarían cortar a tiras antes que abandonar a su pequeño. Todo lo contrario que los cachalotes. ¿Qué ha pasado con el capitán?
—Han zozobrado, pero todo va bien, no hay heridos. El bote ha volcado, lo están vaciando, mire allí. No tardarán mucho en alcanzarnos. Seguramente mi padre encontrará alguna razón para echarnos un rapapolvo. Izaré el pabellón para que en el Freedom sepan que tenemos una bestia, que larguen las velas para aproximarse a nosotros.
La ballena flota en un mar de sangre. El ballenato se ha hundido. El resto de la manada, aterrorizada por los silbidos y los chirridos agónicos, se abalanza hacia las grandes profundidades para aparecer de nuevo a varias millas de la masacre. Siguiendo su instinto, el gran macho ha dado media vuelta y se dirige hacia el sur dando vigorosos golpes con la aleta caudal. Las hembras siguen sus señales de infrasonidos, que pueden captar desde grandes distancias.
Se han amarrado dos cabos a la cadena que rodea la cola de la presa para poder arrastrarla hasta el barco. Media hora más tarde, el bote del capitán Stewart alcanza a los cazadores. Aún está medio lleno de agua, los hombres están empapados, agotados, y han perdido una parte del material. Encima del banco, Michael tirita entre sollozos con el remo roto en la mano.
—¿Quién le ha clavado el primer arpón?
—Ha sido Corbitant, padre. Y también la ha matado él. No ha huido, se ha quedado al lado del pequeño.
—Desde luego. Bonito golpe, señor White, la prima es para usted. Vamos a esperar al Freedom, está al llegar. No vale la pena agotarse tirando de este animal. Lo arrimaremos al navío para llevarlo a Nantucket. En esta estación, por aquí no hay tiburones que se lo zampen en el trayecto. La venderé en Coffin, tenemos otras cosas que hacer además de cocerla, y los hornos no están preparados. Michael, pasa al bote de tu hermano. No soporto oírte lloriquear como una chiquilla. Mercator, a ver si reanimas a este grumete de pacotilla que, como mucho, es capaz de romper el remo. Quería ver vuestra valía y ya la he visto.
3
Isla de Nantucket (Massachusetts)
13 de julio de 1847
Cuando las llamas traspasaron el techo de la sombrerería para atacar la granja vecina, Mercator comprendió que era demasiado tarde.
En pocos segundos, el heno primero y la estructura después arden desprendiendo una lluvia de chispas, una bola de fuego en la noche de verano que ilumina las callejuelas hasta el puerto de Nantucket, tiñe de naranja las aguas agitadas entre los muelles y escupe pavesas tan grandes como puños hasta los barcos amarrados.
El calor infernal hace retroceder a las dos compañías de voluntarios. Alertados por la campana de alarma, acuden con carretillas y bombas de agua manuales frente a la tienda en llamas. Habría que empalmar las mangueras al depósito excavado debajo de Main Street. Pero rivalizan por el honor —la prima financiera— de ser los primeros en intervenir. Los dos capitanes se miran con desdén, gruñen para tapar el rugido del fuego, se insultan. Cuando el del barrio oeste empuja al otro hacia atrás, este último le responde asestándole un golpe directo en el estómago. Pelea general, los hombres sueltan bombas y carretillas de espaldas al incendio que, alimentado por el viento cálido llegado desde tierra, se abalanza como un dragón sobre los tejados de las casas en reparación.
Hace semanas que no llueve en esta isla arenosa, vigía de la costa Este de Estados Unidos, a cuarenta kilómetros frente al cabo Cod: las fachadas, las vigas y las techumbres de madera arden como la estopa. Un resplandor rojizo ilumina el barrio de los comerciantes, pronto, los almacenes.
Los hombres, con los pantalones a medio abrochar y en camisa de dormir, equipados con sacos o palas, llegan a todo correr desde todos los rincones de la localidad y se detienen a una distancia propicia, tapándose los ojos con las manos.
Mercator retrocede, se quita los guantes, se vuelve hacia el puerto. Los tres mástiles que ha distinguido, entre las volutas de humo, son los del ballenero Freedom. Su padre, el capitán Stewart Fleming, acaba de adquirir una parte adicional. Con el sesenta por ciento del capital, es su propietario principal, algo muy raro para una familia que no pertenece a la casta dominante de cuáqueros de Nantucket, pioneros de la caza de la ballena en el continente, dueños de los océanos, domadores de tempestades, puritanos, pacifistas sedientos de la sangre de los cetáceos, todos millonarios o casi.
El viento empuja las llamas hacia el puerto, piensa el joven. Si tocan los muelles, devorarán los toneles de aceite, las reservas, la fábrica de velas. Lo perderemos todo. El barco…
Un hombre vestido de negro, sombrero de ala ancha, larga barba a modo de collar y mirada febril se abre paso entre la multitud a garrotazos.
—¡Parad! ¡Parad, pedazo de imbéciles! ¿No veis que se va a quemar todo? ¡Empalmad las bombas! ¡Duplico la recompensa, la misma para todo el mundo!
En Nantucket, cuando un miembro de la familia Starbuck toma la palabra todos escuchan. En particular, si se trata de Nathanaël, el jefe del clan, ballenero legendario, descendiente de los primeros cuáqueros de la isla.
A comienzos del siglo XVIII, cuando había que alejarse de las costas en busca de presas que se habían vuelto desconfiadas, sus antepasados fueron de los primeros en armar los navíos para ir a cazar leviatanes a altamar, más allá del horizonte, por su preciada grasa. En el puerto, cientos de barriles rezumantes llevan su sello. De su fábrica, las afamadas velas salen hasta Viena y París. En el muelle poseen dos navíos y parte de otros cinco. Su palabra vale tanto como su firma, de Londres a Auckland y de Perth a Santiago.
Bajan los puños, se limpian la nariz, se dan palmadas en la espalda y tiran de las carretas. Una primera boca de incendio, excesivamente próxima al calderero, está fuera de alcance. La segunda alimenta, mediante la fuerza de cuatro hombres que accionan palancas de hierro fundido, un chorro ridículo que se evapora apenas se lanza.
El fuego, atizado por las ráfagas de viento, se convierte en un remolino de llamas que ruge, devora casas y talleres, corta Main Street en dos, amenaza la iglesia metodista. El calor es tan intenso que los bomberos se echan atrás corriendo, con la cara y las manos escarlatas. Las familias huyen hacia las dunas con los niños y los hatillos en brazos, delante van las cabras o los cerdos.
Algunos comerciantes intentan salvar sus mercancías, pero renuncian. Bill Geary, el sombrerero que cuando cerró la tienda se olvidó de comprobar que la estufa estuviera bien apagada, ve cómo se reducen a cenizas los rollos de fieltro importado de Liverpool, una vida de trabajo. Los voluntarios riegan los muros de las casas amenazadas. Las chispas revolotean por encima de sus cabezas, prenden a sus espaldas techos y desvanes, forzando más retiradas.
Nathanaël Starbuck se sube a una caja y ahueca las manos:
—¡Los hombres aptos, que vengan conmigo! Reunión delante de la iglesia. ¡John, llévate a dos chavales, corred a la armería, traed pólvora y todo lo que podáis!
El plan del capitán consiste en volar seis edificios, los últimos entre el barrio de los comerciantes y el puerto, para levantar un cortafuegos y asfixiar al monstruo. Hay murmullos y protestas. La idea se somete a votación y las manos se alzan.
El antiguo propietario de una cantera de piedras cercana a Boston se apodera de la carretilla que contiene las cajas de dinamita. Corre de una puerta a otra bajo un calor abrasador, fija los cartuchos de tres en tres en las vigas portantes y prende la mecha. Las explosiones desgarran el cielo, hacen temblar la tierra, aterrorizan a las familias refugiadas en las alturas. Cuando el polvo vuelve a caer, de la manzana de casas solo queda un amasijo de vigas y unos cuantos tablones sobre los que el incendio se abalanza con rugidos de ogro.
Nada protege ya el Atheneum Library and Museum. Fundada hace veinte años, esa biblioteca es el orgullo de una isla que presume de una tasa de alfabetización superior a la del continente. Destacadas figuras intelectuales de la costa Este han salido de ella. Alberga más de tres mil volúmenes, grabados, objetos preciosos, mapas y recuerdos que los balleneros han traído desde todos los puntos del globo. Treinta condenados hacen una cadena en el umbral, lanzando hacia ese horno ridículos cubos de agua. El dragón escupe y ya están rodeados por las llamaradas, ennegrecidos, quemados, vencidos. El edificio, uno de los más bellos del centro histórico, arde como una antorcha.
Mercator Fleming levanta la cabeza, suelta la manivela de la bomba que estaba accionando y corre en sentido opuesto a las llamas. Rodea el incendio para llegar a los muelles.
Con veintisiete años, es un joven de estatura media, esbelto y ágil. Las dos profundas arrugas que le atraviesan las mejillas, bajo una barba rala, le hacen parecer mayor. Estas enmarcan una cicatriz en el mentón, recuerdo de una trifulca en un bar del puerto de Macao cuando tenía quince años y era grumete a bordo del Connecticut. Con la cara ensangrentada escapó a cuatro patas por debajo de las mesas. A menudo lleva sus largos cabellos negros recogidos en la nuca. Aunque se lo aprecia en la isla, no se le conocen amigos ni novia. No suele frecuentar las tabernas, y cuando no está en el mar o en los almacenes de su padre se pasa los días leyendo en su habitación o en la biblioteca. Nadie, desde el día en que se hizo marinero, recuerda haberlo visto sonreír.
Llega al embarcadero bajo una lluvia de pavesas, iluminado cada treinta segundos por el haz de luz del faro. Defienden los accesos a la dársena unos treinta hombres, voluntarios o reclutados por los armadores que vacían sobre el suelo y la madera de los almacenes toneles de agua salada que transportan en carretas. Los caballos que habían intentado enganchar, locos de terror, han sido liberados. Hay que empujar y tirar con los brazos. Detrás de ellos, una cadena de hombres aturdidos, algunas mujeres y algunos niños hunden los cubos en las aguas de reflejos dorados.
—¡Más deprisa! ¡Una vez más! ¡Traed más toneles! ¡El fuego avanza! —grita Bruce, el herrero, rojo escarlata, casi desnudo bajo su delantal de cuero, la barba enmarañada, las mejillas ennegrecidas por el carbón.
Si bien parecía menos virulento por el otro lado, el incendio, favorecido por una borrasca, muerde el techo del primer hangar rebosante de jarcias, velas, elementos del casillaje y madera de construcción; arde como un puñado de fósforos.
Está contiguo al almacén de la familia Fleming; en su interior hay cuatro balleneras, unos cincuenta toneles de aceite y diez de espermaceti. Con esta mezcla, tres veces más valiosa que el aceite, y a la que algunos atribuyen propiedades medicinales, se elaboran las velas más luminosas y las que menos huelen, destinadas a reyes, príncipes, nobles y burgueses del mundo entero. Durante mucho tiempo forjaron la fortuna de tres grandes familias de la isla que ostentaban su monopolio hasta que Stewart Fleming las desafió. Su fábrica de candelas de espermaceti, vendidas en Boston y exportadas a Inglaterra, le aportó desde el primer año tantos beneficios como la propia caza. Los moldes, las reservas, el utillaje, los arpones, todo está dentro.
—¡Por aquí! —grita Mercator—. ¡Venid aquí! Hay que proteger este almacén, ya veis que el fuego ha virado. ¡Si no lo detenemos, se llevará todo por delante!
Los estruendos y los crujidos apagan su voz. Se precipita sobre las plataformas de madera, atraviesa el puerto, coge del brazo a un voluntario señalando hacia el otro lado y hacia las llamas que lamen el hangar.
—¡Por favor, deprisa, venid a ayudarnos!
Dos hombres lanzan una mirada interrogante a Bruce, el herrero, asalariado todo el año de la familia Coffin, otra gran estirpe de balleneros cuáqueros. Este niega con la cabeza, apoya la espalda en un barril de cien litros de agua de mar que, con la fuerza de sus piernas, vuelca en el suelo de tierra batida. Todos vuelven a la tarea.
Michael y Nicholas, los hermanos menores de Mercator, llegan a todo correr. Tres pasos por detrás los siguen Henry Jacobs y Fergus Smalls, dos negros de Virginia, esclavos libertos. Han participado en la última campaña de caza de la familia, dos años hasta llegar al extremo sur del Atlántico, más allá del cabo de Hornos, en el límite de los grandes hielos.
—¡Traed cubos! —grita Mercator—. Hay que formar una cadena. Mojad las paredes, el techo está demasiado alto, no vamos a llegar.
Cuatro marineros, dos desconocidos y tres adolescentes se suman a ellos. El muelle está lejos, hay que correr y el agua se pierde por el camino. El viento parece amainar. Las llamas rozan los muros del almacén Fleming, pero, como una fiera ante el látigo, retroceden bajo los cubos de agua. La madera mojada está resistiendo.
—¡Otra vez! ¡Otra vez! Lo conseguiremos.
Mercator trata de acercar una escalera al tejado para echarle agua. El calor es insoportable. Mira hacia todos lados y, en el otro extremo del puerto, ve que la brigada de Bruce acciona una bomba de cobre acoplada a la dársena que escupe un chorro de cinco metros de altura.
De repente, en la parte trasera del hangar, suena una explosión. Se eleva una bola incandescente que, a continuación, cae en forma de gotas de fuego sobre el edificio. Una parte del tejado prende con un rugido sordo.
—¡Mierda! —grita Nicholas, de dieciocho años—. El barril de aceite. Estaba medio lleno, lo habíamos dejado fuera.
—Retroceded, ya no podemos hacer nada más con los cubos —dice Mercator.
Al intentar abrir una puerta lateral, la bocanada de calor le arranca un grito y da un salto hacia atrás. Entre los tres, la vuelven a cerrar y la rocían.
—Es el fin, se ha perdido todo. Hay que ir al barco, hay que salvar el Freedom. Mike, ¿sabes dónde está padre?
—En casa, se estaba vistiendo cuando salimos. Estará al llegar.
Las tablillas en llamas del tejado caen en el interior del almacén Fleming. Las velas arden primero, luego los mástiles, la reserva de madera para los toneles, los cabos, los rollos de estopa, el barril de alquitrán que estalla como una granada, las balleneras. El suelo del hangar, empapado de aceite, transforma el recinto en un volcán. Cada uno de los toneles se convierte en una bola de fuego. El humo grasiento y acre es cada vez más oscuro, el olor a grasa quemada irrita la garganta. En veinte minutos, el patrimonio familiar se habrá destruido por completo.
Del mismo modo que la lava, el líquido, al fundirse, se desliza por la entrada principal, abraza los muelles relucientes, alcanza otros depósitos cuyas puertas se deforman antes de explotar. Surcos y zanjas llenos del aceite perdido durante las descargas prenden en llamas, que se propagan como lenguas de fuego.
Dos talleres de construcción naval y su madera almacenada son devorados. Un establo y su heno, donde el propietario había tenido el tiempo justo de soltar los caballos de tiro, refuerzan la pujanza del brasero. Los voluntarios retroceden ante el calor de las llamas. Un río de fuego sale de los hangares donde estallan los barriles. Un resplandor rojizo formado por millones de chispas asciende hacia el cielo e ilumina de extremo a extremo de la isla. En el puerto se ve igual que a pleno día.
El primer muelle de atraque, vacío de barcos, se quema, y dos hombres tratan de salvar la vida l