El puerto del oro

Michel Moutot

Fragmento

Capítulo 1

1

A bordo del ballenero estadounidense Connecticut, frente a las costas de Brasil

6 de octubre de 1832

—Traedme a Fleming, el chico. Vamos a ver lo que lleva en las tripas.

El capitán Charles Tandy deja el hacha con la que, de ocho golpes certeros, ha practicado una abertura cuadrada en el cráneo del cachalote, delante del espiráculo. Una docena de hombres ha serrado la cabeza del animal, sangrante, pegajosa, enorme, de seis por tres metros, antes de izarla al puente con tres poleas. El cuerpo sigue amarrado al costado del navío por medio de unas cadenas pasadas alrededor de las aletas, rodeado de plataformas de madera suspendidas en la borda por las que los hombres circulan para descuartizar la carcasa. Está horadado por impactos de lanza mortales y aún lleva dos arpones clavados.

Desde que se le ha dado muerte, lejos del ballenero, una manada de tiburones, esos lobos de los mares, se ha abalanzado sobre el cadáver, lo ha seguido hasta el barco y se ha deleitado con el festín. Apartan a varazos en el morro a un escualo que se acercaba demasiado. Arponean a los más grandes. Heridos, esos tiburones se convierten en presas para los demás, que se olvidan, durante un rato, de la carne del mamífero y los devoran en un hervidero de aletas dorsales, laterales, y sangre.

En la cubierta, mientras los dos marineros sierran la mandíbula inferior y sus inestimables dientes de marfil, algunos hombres se afanan en recuperar el espermaceti. La cavidad craneal de los grandes cachalotes puede contener tres toneladas, veintitrés barriles, de esa sustancia blancuzca, dulzona y untuosa, que no es el semen del animal pero que, por error, le ha valido en inglés el nombre de sperm whale.

—¿Dónde está ese chiquillo cretino? Encontradlo, deprisa, no esperemos a que se solidifique… ¡Ah! Aquí está. Fleming, es tu primer cachalote. Tienes el tamaño justo para deslizarte por el agujero. Pásate este cabo alrededor del pecho y baja ahí dentro con estos dos cubos. Los llenas y los levantas bien alto, por encima de tu cabeza. ¡Y procura no derramar nada!

Mercator Fleming acaba de cumplir doce años. Su padre, el capitán ballenero Stewart Fleming, decidió que ya sabía leer, escribir, sumar y restar y que debía iniciar su educación como futuro oficial. Y, para eso, nada mejor que embarcarse en el Connecticut. El capitán Tandy es su socio comercial, un cazador de ballenas sin igual, sabe manejar a los hombres, es duro en los negocios, muy rico, exigente…

Demasiado, a veces, se dice en el puerto de Nantucket, pero eso endurecerá a este chico endeble y taciturno que ha llorado más de la cuenta la muerte de su madre, a la que se llevó la viruela hace un año. Cazar a los monstruos de las profundidades no es cosa de lloricas. Mercator, te vas siendo un chiquillo y volverás, en un año o dos, hecho un hombre. Verás mundo, te medirás con el océano, con los cachalotes, conocerás los secretos de la gran caza, aprenderás a ganarte el respeto de la tripulación. Aprieta los dientes y no me avergüences.

Los marineros rodean la cabeza perforada del cachalote, se mofan, empujan al adolescente por la espalda. El contramaestre le anuda un cabo por debajo de las axilas, el segundo lo anima dándole una palmada en las nalgas.

—Toma, sujeta esto entre los dientes —le dice el cocinero mientras le tiende un ramito de salvia y canela—. Ahí dentro apesta como el culo del diablo.

Los barriles vacíos esperan el espermaceti. Bajo el sol de Brasil, la bestia ha empezado a descomponerse. El olor a putrefacción, a sangre seca y a flemas fétidas se mezclan. El hedor que asciende de las fauces y la cavidad abierta en el cráneo revuelve el estómago.

De repente, el capitán agarra a Mercator de las pantorrillas, lo pone del revés como si fuera una marioneta y lo sumerge cabeza abajo en el orificio. El adolescente separa los brazos, le dan manotazos. Berrea, desaparece en el agujero, donde se lo traga un líquido tibio y viscoso del que emanan grandes burbujas. La tripulación se ríe, celebrando así el rito de iniciación de los grumetes en los balleneros norteamericanos. Mercator emerge escupiendo, tosiendo y llorando; intenta sujetarse a algo, resbala por las paredes de membranas brillantes, se atraganta, vuelve a subir.

—¡Eh, mocoso, que esto no es un baño! ¡Coge esos cubos y gánate la paga!

El primer balde de madera le cae a un lado y el segundo en la cabeza, se repiten las pullas. Se enjuga los ojos, se sorbe los mocos, afianza los pies en lo que parece un trozo de hueso y coge un cubo. Lo llena de espermaceti hasta la mitad, lo alza sobre el hombro y lo tiende. Una mano lo agarra.

—¡Los cubos llenos hasta arriba, Fleming! Date prisa. Cuanto más tardes, más se coagulará.

El segundo cubo pesa tanto que le rebosa sobre la cabeza, lo ciega y le hace perder el equilibrio, otro chapuzón. Al subir se queda atrapado en algo extraño; es una bolsa flexible, como una glándula que, al reventar, libera una sustancia negra y viscosa, el olor es nauseabundo. Mercator se recobra, tiende otro cubo. No hay que llorar, no hay que llorar. Dios mío, este olor… Esquiva el balde vacío que le lanzan y empieza a llenar el siguiente cuando se le hace un nudo en el estómago. Siente nauseas, lo suelta todo, aprieta los puños, cierra los ojos… No puede resistirlo. Vomita justo debajo del orificio.

—¡Joder, ese mocoso está devolviendo! ¡Sacadlo de ahí antes de que lo eche todo a perder! ¡No me lo puedo creer! ¿Quién me ha endosado a semejante grumete? ¡Os he dicho que lo saquéis!

Dos hombres tiran de él. Levantan a Mercator por los aires, lo golpean con una vara, lo insultan y lo arrojan como un saco contra la borda, entre un tonel vacío y unos cabos enrollados.

—Quédate ahí, sin moverte. Ya me ocuparé de ti cuando hayamos terminado. Prohibido darle de beber y hablar con él. Cuando le cuente esto a tu padre…

El chico se aovilla, con el estómago hecho un nudo, mirando al suelo. Ni una lágrima más.

Cuatro hachazos agrandan el agujero y un joven marinero se desliza en el interior del cráneo para recuperar los cubos. En dos horas vacían la cavidad, dieciséis barriles de espermaceti, un buen botín.

—Está bien, encended los hornos, empezad con el despiece. Hay que sacar el resto del animal del agua antes de que los tiburones engullan lo que es nuestro. Meted a ese mequetrefe en un barril de agua salada y traédmelo al pie del palo mayor. Le voy a enseñar a desperdiciar la mejor parte de un cachalote…

Una decena de hombres despiezan la cabeza del animal con sierras, hachas y barras de hierro. Revientan los ojos, raspan las mejillas, cortan la carne, rebañan la grasa, gritan, maldicen, cantan, rompen los huesos de la bestia a mazazos. Chapotean en la sangre.

Con leños y unos trozos de grasa rancia de ballena conservados de reserva, cuatro marineros encienden fuego en los dos imponentes hornos de ladrillo que hay en

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