Merci, monsieur Dior

Agnes Gabriel

Fragmento

Capítulo 1

1

Célestine le dio un mordisco al jugoso trocito de bizcocho de almendra que su tía le había preparado para el viaje en tren. A Madeleine Dufour le resultó difícil dejar marchar a su única sobrina. Sin embargo, entendió la decisión de Célestine, después de todo lo ocurrido. Su marido, Gustave, en cambio, intentó disuadirla hasta el último momento para que abandonara su plan.

—Eres normanda, Célestine, tu sitio está aquí, en la costa. ¡Ninguna chica decente se muda por su cuenta a esa ciudad del pecado que es París! ¡Acabarás en el arroyo! —pronosticó.

Sin embargo, en ese momento Célestine se dirigía hacia la primera gran aventura de su vida. Miró por la ventana del compartimento, ensimismada, y vio pasar el paisaje de finales de otoño, con campos anchos y plantaciones de árboles frutales. A lo lejos se distinguían algunas granjas aisladas. Ya había dejado atrás más de la mitad del trayecto; dentro de dos horas llegaría a su destino.

Sacó una carta del bolsillo del abrigo y alisó el papel grisáceo. Cuántas veces había leído las palabras de Marie, su antigua compañera de colegio. Se habían visto por última vez hacía dos años y medio, antes de que su amiga se mudara con su familia a más de cien kilómetros al sudeste de Normandía.

París,

27 de octubre de 1946

Querida Célestine:

¡Cómo me habría gustado asistir a tu boda! Por desgracia, recibí tu invitación demasiado tarde para poder organizar el viaje.

Siempre fuiste la que más llamaba la atención de la clase por tu pelo rojo, no me extraña que hayas sido la primera en casarte, y encima el día de tu vigesimoprimer aniversario. Me cuentas que tu marido, Albert, heredará algún día un manzanar. Debes de ser muy feliz.

Tengo grandes novedades: le he dicho adiós a mi pueblo natal, Aubigny, y me he mudado a París. También por ese motivo no me llegó a tiempo tu correo. Como te imaginarás, tuve muchas discusiones con mis padres, pero aun así me fui. Ahora me levanto impaciente todas las mañanas en mi pequeña buhardilla bajo techo y me pregunto qué sorpresas me deparará el día.

Los parisinos no pierden ocasión de disfrutar de la vida. Cuando hace buen tiempo se sientan de día frente a los bistrós de los Campos Elíseos a beber una copa de vino. Por la tarde abarrotan los restaurantes, visitan exposiciones de arte y teatros o asisten a bailes. Como si quisieran recuperar todo lo que esta maldita guerra les ha impedido hacer durante años.

¡Tienes que venir a visitarme sin falta, Célestine! Seguro que tu Albert no pondrá ningún reparo. Exploraremos la ciudad, hay mucho por descubrir. Primero subiremos a la torre Eiffel en el ascensor y contemplaremos la ciudad desde arriba. Luego daremos un paseo en barca por el Sena. Tomaremos chocolate a la taza en una de las cafeterías, estoy segura de que te encantará París.

Ahora tengo que irme. Trabajo de camarera en una cervecería a solo unos minutos de aquí y pronto empezará mi turno. Ayer, un cliente, un joven bien parecido, me invitó a una cerveza. A lo mejor hoy vuelve...

¡Un abrazo, y espero que nos veamos muy muy pronto!

Je t’embrasse,

MARIE

Célestine dobló la carta con un profundo suspiro y se la volvió a guardar en el bolsillo del abrigo. Marie no sabía nada... Pero ¿cómo iba a estar enterada su amiga de los últimos acontecimientos mientras escribía esas líneas?

Le asaltaron las dolorosas imágenes que hacía días que la perseguían incluso en sueños. Vio a una chica joven que esperaba a su madre una mañana nublada de septiembre frente al registro civil de Genêts, con un vestido de novia que ella misma se había confeccionado con una tela vieja de visillo. La madre se había enganchado el dobladillo de la falda con una astilla de madera en la puerta de casa y quería arreglarlo en un momento antes de ir al registro civil. Cuando la chica corrió hasta su casa para meterle prisa a su madre, la encontró tumbada de espaldas en el suelo del dormitorio, con la mirada fija. La difunta era Laurianne Dufour, su queridísima madre, y la chica del vestido de novia era ella.

Entre sollozos, Célestine sacó un pañuelo de la manga, se secó las lágrimas del rabillo del ojo y volvió a pensar en el presente. Al fin y al cabo iba de camino a París para dejar atrás el pasado. Su infancia y juventud, la inesperada muerte de su madre, y también a Albert, el hombre con el que tanto se había equivocado. Un revisor fue de un vagón a otro anunciando el fin del trayecto.

—Próxima estación, gare Montparnasse. ¡Todos los pasajeros deben bajar!

Célestine sintió un leve mareo al dar los primeros pasos en suelo parisino. El penetrante silbido de los trenes que llegaban y partían en las vías cercanas resonaba en sus oídos. Por las chimeneas de las enormes locomotoras negras se elevaban nubes de vapor hacia el cielo gris y encapotado de otoño. Una multitud inabarcable se apresuraba en todas las direcciones posibles por el andén. Célestine recibió el golpe de una maleta en la corva de la rodilla y después notó un codazo en las costillas.

Se asustó ante tal cantidad de gente y buscó el cobijo de uno de los altos contrafuertes de hierro fundido del andén. Se puso de puntillas y estiró el cuello. ¿Cómo iba a distinguir a su amiga Marie entre tanta gente? Marie le había telegrafiado que iría a buscarla a la estación. Célestine esperó impaciente un cuarto de hora y notó que empezaba a sudar. Quizá Marie había sustituido a una compañera enferma y no había podido salir del trabajo a tiempo. «También puedo encontrar el camino sola», se dijo Célestine para animarse. Cruzó el vestíbulo de la estación, cuyo frontón era más alto que el de cualquier iglesia que hubiera visitado jamás. También estaba abarrotado. Por todas partes oía lenguas extranjeras, veía personas cuyo tono de piel era negro, marrón o amarillo, como si el mundo entero se hubiera reunido en ese preciso lugar. Los repartidores de prensa, vestidos con anticuados pantalones bombachos y recias botas de piel, cargaban con pilas de periódicos bajo el brazo y anunciaban los titulares a voz en grito. Un vendedor con una bandeja colgada ofrecía brioches relucientes y dorados. Desde un bistró llegaba la música de un acordeón y el tentador aroma que solo puede proceder del auténtico grano de café. Un bien escaso en tiempos de racionamiento de los alimentos.

Abrumada por la cantidad de sensaciones, Célestine se detuvo y respiró hondo. Por los alrededores la plaza de la estación, con sus edificios de varias plantas de color arenisca, circulaban a escasa distancia unos de otros coches, motocicletas y bicicletas. Todos los conductores tocaban el claxon o el timbre para que les dejaran pasar. Nunca imaginó que la capital sería tan bulliciosa y ajetreada. Célestine se acercó con cuidado al bordillo y se detuvo, vacilante. ¿Cómo iba a cruzar la calle sin resultar herida con semejante tráfico? <

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