La senda del rey

Rafaela Cano

Fragmento

Capítulo 1

1

Encomienda de Magacela,

año de Nuestro Señor de 1609

Las campanas de la iglesia de Santa Ana ubicadas en la torre de entrada del castillo repicaban con fuerza anunciando a los fieles que estaba a punto de comenzar uno de los actos religiosos más importantes del año. Habían sido mandadas colocar fuera del campanario para que su sonido llegase hasta las últimas casas de la villa.

Un viento racheado comenzó a soplar por la tarde y, a medida que entraba la noche, una llovizna de aguanieve empezó mansamente a caer sobre la fortaleza.

No era una noche para salir de casa y, sin embargo, a ninguno de los convocados se les habría ocurrido faltar al acto. La mayoría lo hacía con sincera devoción, pero un numeroso grupo cumplía el precepto por miedo a ser denunciado a la Inquisición.

El sacristán y familiar del Santo Oficio Jerónimo González, embozado en una gruesa capa de lana, hacía ya rato que se había apostado en la puerta de la Epístola para dar fe de que todos los vecinos moriscos de la villa, excepto enfermos y mujeres parturientas, cumplían con el precepto divino.

Un grupo de feligreses rezagados avanzaba deprisa por el oscuro camino que llevaba hasta la iglesia, en el interior de la fortaleza. Abrigados por mantos y capas, intentaban resguardarse del viento frío de diciembre que soplaba con fuerza ralentizando sus pasos. En vez de subir por la empedrada calle del Castillo, atrocharon por el callejón que transcurría detrás de los corrales de las casas; aunque la cuesta para subir era más abrupta y estaba en peores condiciones.

El que iba en cabeza divisó las antorchas de resina de pino que iluminaban la fachada de la iglesia e instó al resto a que se apresurara. Invisibles nubarrones negros cubrían el cielo y cuando el grupo coronó la ascensión arreció la lluvia.

Llegaron a la explanada de la iglesia y vieron que la puerta del Evangelio, reservada para la entrada de los cristianos, estaba ya cerrada y temieron haberse demorado más de lo previsto. Rodearon la iglesia, atravesaron el pequeño cementerio de los pobres y, salvando las pocas escaleras, subieron a la puerta de la Epístola.

La severa e impaciente mirada del sacristán les recriminó por la tardanza y cuando iba a anotar los nombres se dio cuenta de que el grupo era más numeroso de lo que debía.

—¿Y éstos quiénes son? —preguntó ceñudo.

—Son mis parientes de Bienquerençia, que han venido para celebrar el Nacimiento de Jesús —contestó Alonso de Paredes.

Echándose mano a la faltriquera, el hombre sacó un papel que entregó al sacristán en el que el cura de Bienquerençia autorizaba a las seis personas relacionadas a faltar a la misa del gallo porque lo harían en Magacela.

Don Jerónimo miró con suspicacia a los extraños y cuando iba a coger el documento oyó la campanilla indicando que el inicio de la misa era inminente y, haciendo un gesto despectivo con la mano, comenzó a indicarles a todos que se apresurasen a pasar hacia el interior.

—Bueno, ya me lo entregaréis luego, que es muy tarde. Vamos, vamos —los apremió.

Alonso de Paredes, el Hortelano, se quedó mirando un instante el arco apuntado de la puerta y los leones que, a modo de gárgolas, flanqueaban el dintel. Todos los años se emocionaba cuando atravesaba esa puerta y pensaba en lo grandiosa que tuvo que lucir la mezquita en el pasado. Entró en la iglesia y suspiró aliviado. Su idea era llegar a punto de comenzar la misa, y así librarse de las preguntas del quisquilloso sacristán cuando comprobara que sólo cinco personas asistían a misa cuando en el documento aparecían seis. Siempre podía haber salido airoso del paso aduciendo que el ausente estaba enfermo y se había quedado en casa, pero cuantas menos mentiras se dijeran a los curas, mejor.

Cuando todos estuvieron dentro, el sacristán cerró las puertas de la iglesia y caminó con un trotecillo ligero por la única nave del templo hasta llegar a la sacristía. Abrió la puerta y vio al prior frey Nicolás Barrantes, al que dos monacillos le acababan de colocar la mitra.

Los dos clérigos y el capellán de menores con sus albas y casullas de damasco verde esperaban pacientemente a que comenzara la misa.

Cuando el prior subió al altar mayor acompañado por los tres clérigos un murmullo de aprobación corrió por toda la nave. No todos los días podían asistir a misa en la iglesia de Santa Ana y, además, que ésta fuera oficiada por el prior. Desde hacía treinta años y siguiendo las premisas establecidas en el Concilio de Trento los moriscos de la villa, es decir, las tres cuartas partes de la población, debían de hacerlo en la ermita de los Mártires.

In nomine Patris, et filii, et Spiritus Sancti.

Alonso de Paredes no atendía a las palabras del oficiante. Su atención y sus ojos estaban puestos en la rica vestidura talar que lucía el prior: el alba de Ruán, la casulla de damasco blanco decorada con una cenefa de raso carmesí y una gran cruz de la Orden de Alcántara bordada en la espalda con hilos de oro, el manípulo también de damasco, y se preguntó si las limosnas que estaban obligados los moriscos a dar a la Iglesia servían para pagar esas caras vestiduras.

Luego se fijó en que el primer banco de la parte destinada a los moriscos, la que daba a la puerta de la Epístola, estaba ocupado por Bartolomé de la Peña, el rico sedero de la villa. Estaba acompañado de su mujer que, arrodillada y con las manos unidas en señal de oración, estaba pendiente de las palabras del sacerdote. Su hijo mayor, Tristán, y los dos pequeños también lo acompañaban y al igual que su madre atendían con sumo respeto lo que el oficiante decía. Los miró con desprecio, apretó los dientes e intentó centrarse en lo que decía el prior.

En los primeros bancos que daban a la puerta del Evangelio, reservados para los cristianos viejos, estaban sentadas las autoridades: don Juan de Hinestrosa, el alcaide de la fortaleza; Diego Adagya y Sebastián Hidalgo, los dos alcaldes mayores e hidalgos orgullosos de su carta de ejecutoria de hidalguía y de ser ascendientes de cristianos viejos y limpios, y los cuatro regidores con sus familias. Sus esposas, hijas o hermanas se sentaban al lado del altar en reclinatorios tapizados de terciopelo rojo que portaban sus criadas. Los otros bancos los ocupaban las ocho familias de cristianos viejos que vivían en la villa.

Tampoco el alcaide estaba prestando mucha atención a las palabras de los clérigos. Sus ojos estaban puestos en el pequeño banco, al lado del altar mayor, donde una joven seguía con atención el desarrollo de la misa. A su lado estaba Ezequiel, el Morero, cristiano viejo al que conocía desde hacía muchos años y del que sabía que tenía una hija. Pero ¿podía esa hermosa muchacha ser ella? Y si era así, ¿cómo era posible que no se hubiese fijado antes en su belleza? Bien es verdad que él tenía poco trato con los moriscos de la villa; sin embargo

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos