Paladion

Valerio Massimo Manfredi

Fragmento

Capítulo I

I

Alabanda, Asia Menor, en el año DLXXIV de la fundación de Roma, novena hora de la calenda del mes de sextil

El centurión Publius Afranius dormitaba debajo de una higuera, al abrigo de la muralla de la ciudad, cuando lo despertó uno de sus hombres que venía jadeante del campamento:

–¡Centurión! Ha llegado un hombre a caballo y quiere hablar contigo inmediatamente. Dice que es un legado del senado.

–¿Cómo? ¿Un legado del senado? ¿Dónde?

–Está abajo, en el cuerpo de guardia, al parecer tiene mucha prisa.

El soldado se levantó de un salto y cogió el yelmo que colgaba de una rama de la higuera, se lo encasquetó de un manotazo y salió corriendo tras el legionario que lo precedía. Al llegar delante del cuerpo de guardia se detuvo un instante para arreglarse el uniforme, echó un rápido vistazo a un caballo cubierto de sudor y moscas y entró.

Desde el vano de la puerta, un rayo de luz iluminó a un joven oficial de caballería que tenía los ojos enrojecidos y el pelo y la barba blancos de polvo. Sobre su coselete de cuero resplandecían las insignias de tribuno militar. Publius Afranius lo saludó con ímpetu:

–Ave, soy el comandante de la guarnición, centurión de primera línea Publius Afranius, quinta cohorte, sexta legión «Ferrata», a tus órdenes.

–Traigo un mensaje urgente del senado para el cónsul –repuso secamente el oficial–. ¿Dónde se encuentra?

–No lo sé, no he sido informado, pero puedo decirte que nos han dado orden de enviar los últimos abastecimientos a Termesos. Allí podrán decirte dónde se encuentran exactamente el cónsul y su ejército. En todo caso, queda fuera de tu ruta y me pregunto quién habrá sido tan tonto para enviarte aquí. Tendrías que haber seguido el camino que lleva a Tabai y luego a Kibyra.

–Es una ruta demasiado larga –le espetó el oficial–, y me han dicho que desde aquí puedo llegar a un puente sobre el río Harpasos; de allí se puede cortar camino por Tabai, con lo que me ahorraría un día de viaje.

–Sin duda –repuso el centurión, moviendo la cabeza–, y cruzarías una región infestada de salteadores pisidios y gálatas desbandados y enfurecidos por el hambre. Vaya consejo te han dado. ¿No era mejor hacerte llevar por mar directamente hasta Aspendos?

El tribuno hizo un gesto de enfado y respondió:

–En el mar de Cilicia hay más piratas que peces; no obstante, dejando de lado este aspecto, me habría hecho conducir en un barco de guerra si me hubieran informado que el cónsul había llegado tan lejos. ¿Por qué motivo abandonó la zona de operaciones que le había sido asignada por orden expresa del senado?

–Es mucho lo que quieres saber –le contestó el centurión–, yo recibí órdenes de mis superiores de vigilar este maldito agujero donde no hay más que cabras y tábanos. Pero si debes alcanzar al cónsul y en vista de que ya has llegado hasta aquí, te daré una escolta para que te conduzca hasta el puente. Una vez allí, te encontrarás nuevamente en el camino principal que está bajo nuestro control.

–De acuerdo, pues;prepárame a los hombres y dame un caballo de refresco y víveres para dos días, parto de inmediato.

El centurión abrió los ojos desorbitadamente y preguntó:

–¿De inmediato? Si me lo permites, creo que se trata de una decisión precipitada; la noche os sorprenderá antes de que podáis llegar al puente y tendréis que dormir en territorio peligroso. Deberías darte un baño, comer, descansar y continuar viaje mañana al amanecer. Ha sido ya una grave imprudencia venir hasta aquí sin escolta.

–La tenía; dos oficiales griegos del ejército del rey Eumenes de Pérgamo, pero a uno se le quedó cojo el caballo y el otro no logró mantener mi ritmo.

–Los griegos tienen el trasero demasiado blando –comentó el centurión con una risotada burlona–, con mis hombres te irá mejor. Entonces, ¿no quieres cambiar de parecer?

–Ya lo tengo decidido, centurión. Haz lo que te he dicho; mientras me preparas la escolta aceptaré con gusto tomar un bocado… y darme un baño.

–La fuente está ahí fuera, en el patio; en cuanto a la comida hay pan, queso y huevos duros; del vino puedes olvidarte, se nos ha agriado.

–Con esto me basta, centurión, démonos prisa.

Poco después, un pelotón de caballeros esperaba en el patio del cuerpo de guardia mientras el tribuno, secándose al sol, a torso descubierto, daba cuenta de una rápida comida.

En cuanto hubo engullido el último bocado, el oficial volvió a vestirse, montó a caballo y dio la señal de partida.

–¡Un momento! –gritó el centurión acercándose a la carrera con una tabla encerada en la mano–. ¡El recibo!

El tribuno estampó el sello con su anillo, espoleó luego a su robusto alazán siracusano, que había sustituido a su cabalgadura exhausta, y partió al galope.

Publius Afranius permaneció de pie en medio del patio, tratando de descifrar el sello estampado en la tabla y descubrió entonces que había entregado un caballo, ocho medidas de granos, tres medidas de harina, dos de cecina y seis caballeros del sexto escuadrón a Lucius Fonteius Hemina, hijo de Caius, tribuno de la tercera legión «Itálica».

Se quitó el yelmo y volvió a tenderse debajo de la higuera, pero ya no tenía sueño.

Al dejar atrás las murallas de Alabanda, el pelotón enfiló el sendero que conducía hacia las colinas de oriente y los hombres tuvieron que cubrirse la boca con un pañuelo para protegerse de la densa polvareda levantada por las cabalgaduras.

A medida que avanzaban, el paisaje circundante se fue haciendo cada vez más escabroso y los rayos del sol, que comenzaba a descender hacia el mar, esculpían los duros perfiles de los peñascos que se elevaban aquí y allá por la landa corcovada. En la distancia, delante de él, el tribuno alcanzaba a ver las montañas violáceas y purpúreas de Licaonia. Cuando el camino se estrechaba, los hombres de la escolta se abrían en abanico obligando a sus cabalgaduras a subirse a las laderas de las colinas para adelantarse a las trampas que aquella tierra salvaje podía ocultar y para escudar al enviado del senado y el pueblo romanos.

Al alcanzar una cresta bastante elevada, Lucius Fonteius detuvo su caballo y pidió al jefe de la escolta que se le acercara para analizar la posición en la que estaban y observar el terreno. Hacia occidente, las torres de Alabanda se habían perdido de vista hacía rato y la inmensa esfera del sol parecía recostarse sobre la ondulada extensión de las tierras de Misia. Una ráfaga de viento disipó un instante el penetrante olor de los caballos, relucientes de sudor y de baba espumosa.

El tribuno indicó una leve polvareda que se movía a gran distancia sobre el altiplano, iluminada a ratos por los rayos del sol agonizante.

–¿Salteadores? –preguntó el jefe de la escolta con la mirada llena de aprensión.

–Diría que no, van demasiado lentos. Al parecer es una caravana de nómadas o un rebaño que vuelve de pastorear.

–Según tú, ¿dónde estamos?

–Desde aquí resulta difícil decirlo, pero si logramos alcanzar aquella cresta antes de que el sol se ponga en el horizonte, tal vez podamos saberlo. ¿Ves esa hendidura en la roca? Desde allí, los últimos rayos del sol hacen brillar las aguas del Harpasos, y desde muy lejos podremos verlo en medio del paisaje sumido ya en las sombras.

–Deprisa, entonces, no perdamos tiempo.

Se lanzaron por la pendiente, cruzaron un pequeño valle y volvieron a trepar hasta la cresta en la que una abertura profunda todavía dejaba pasar los rayos del sol. En cuanto se asomaron, el jefe de la escolta hizo una señal al tribuno indicándole un punto lejano del horizonte donde vieron brillar durante breves instantes una cinta de plata, como las escamas de una serpiente que, al caer la noche, se refugia en su nido.

–Ése es el Harpasos –le dijo el jefe de la escolta–, lo cual significa que todavía faltan unas veinticinco millas para llegar al puente. Podemos acampar en el fondo del valle que acabamos de cruzar, dejaremos aquí un centinela y mañana podemos partir antes del amanecer.

El tribuno acarició con aire pensativo el cuello de su caballo y luego dijo:

–Tengo una idea mejor, descansaremos hasta medianoche y después reemprenderemos la marcha. Esta noche habrá luna llena, el cielo está despejado y no tendremos dificultad en seguir el sendero.

–Pero tribuno –objetó el jefe de la escolta–, los caballos están exhaustos y los hombres también están cansados.

–Vuestro centurión dice que los griegos tienen el trasero blando, pero veo que vosotros no les vais a la zaga –comentó el oficial con una risa sarcástica–. Es absolutamente imprescindible que alcance al cónsul; por tanto, a medianoche me pondré otra vez en marcha. Vosotros haced lo que queráis.

–Como tú digas –dijo el jefe de la escolta maldiciendo para sus adentros–, tú llevas el mando. –Hizo girar su caballo y alcanzó a sus hombres, que ya estaban en el valle.

A la mañana siguiente, con el sol ya alto, el grupo se acercaba al puente del Harpasos, poco más que una pasarela de madera en cuyo extremo opuesto montaba guardia un piquete de legionarios. El tribuno se volvió para saludar a sus compañeros de viaje.

–Adiós, amigos… ¡y gracias por vuestra compañía!

El jefe de la escolta levantó la mano con una sonrisa agria y murmuró para sus adentros: «Húndete en el averno. Por poco nos dejamos la piel en esta empresa… mira que cabalgar como posesos por ese sendero de cabras».

Y en voz alta le dijo:

–Gracias por el paseo, tribuno. ¡Que tengas buen viaje!

Lucius Fonteius alcanzó el piquete que esperaba en el otro extremo del puente, cambió de caballo y partió otra vez a galope tendido en dirección a Tabai. A la noche siguiente divisó a lo lejos Kibyra, poco más grande que una aldea, rodeada de una muralla de yeso crudo. En el altiplano, un viento bochornoso levantaba torbellinos de polvo y por las callejuelas oscuras arrastraba las ramas secas arrancadas a las colinas, quemadas por la sequía.

Cruzó la aldea al paso, cubriéndose la boca con la capa, hasta llegar al presidio romano, única construcción iluminada por la luz de una linterna. Durmió intranquilamente en un jergón fétido, y sucio y sudado por no haber podido lavarse, reemprendió la marcha al amanecer. Pasó por lugares horrendos y accidentados, deteniéndose algunas veces para consultar el mapa que le habían entregado los oficiales griegos de Esmirna. De vez en cuando, en las rocas ardientes que flanqueaban el camino, veía figuras gigantescas esculpidas en la piedra viva, imágenes de antiguos reyes y guerreros, resquebrajadas por la llama del sol.

Acampó en un lugar desierto del altiplano y se acurrucó entre las raíces de un pino solitario, junto a un mísero manantial de agua verdosa. Abrevó a su caballo pero él bebió el agua caliente de su bota.

Hacia oriente, cubiertas de nieve, se perfilaban ya las cimas de las cadenas del Taurus, y hacia occidente, sobre el horizonte oscurecido por una densa bruma, bajaba el sol como una inmensa yema henchida de sangre. Tuvo la impresión de que al rozar los picos cortantes la inmensa ampolla pudiera lacerarse e inundar el mundo de tabes rojizas. Pero quizá sería que un dios hostil de aquella tierra desolada atormentaba su mente en la hora que precede al sueño.

A la noche siguiente llegó agotado a las puertas de Termesos. La ciudad, tendida en los laterales de un valle boscoso, brillaba blanca bajo la luz de la luna. Los legionarios de guardia lo condujeron a la plaza central, que estaba rodeada de un pórtico y dominada por la grandiosa mole de un templo.

Las columnas, pintadas de azul turquí y perfiladas en oro puro, sostenían un tímpano colosal en el que pululaban las figuras de dioses y héroes de turgentes musculaturas, envueltas en pliegues de colores rutilantes, encendidos por los fulgores que desprendían los dos braseros que ardían lánguidamente sobre unos trípodes en la escalinata de entrada. En la hospedería del templo descansaba el legado de la sexta legión «Ferrata», comandante de la plaza.

Lucius Fonteius mandó que lo sacasen de la cama.

Para esa noche, el legado se había procurado la compañía de la hetaira más bella y refinada de la ciudad, una mujer cuyos favores se disputaban los hombres más poderosos de Asia y que, según se decía, había posado como Afrodita para un famoso escultor de la ciudad.

Liberado de sus brazos expertos, el oficial bajó al atrio mascullando todas las imprecaciones aprendidas en su larga vida de campamento. Se encontró delante de un hombre que a duras penas se tenía en pie y que lo miraba con ojos alucinados al tiempo que levantaba la mano para saludarlo:

–Ave, legado, soy Lucius Fonteius Hemina, tribuno de la tercera «Itálica»; por orden del senado debo ver inmediatamente al cónsul. ¿Dónde está?

El legado le contestó con tono sarcástico:

–Tribuno, apenas puedes tenerte en pie y te encuentras mal. Haré que te preparen un baño y una cama y mañana volveremos a hablar.

Lucius Fonteius sacó de un estuche que llevaba colgado del cuello un rollo de papiro y de inmediato se lo entregó al oficial.

–Este decreto –le dijo– me permite darte órdenes a pesar de que seas mi superior, y si no obedeces, puedo destituirte. Por última vez, ¿dónde está el cónsul?

El legado enmudeció, cogió el rollo y se acercó para leerlo a la antorcha que uno de sus legionarios había encendido para iluminar el atrio en sombras.

–¿Y bien? –inquirió una vez más el tribuno.

–Ayer por la mañana, el cónsul iba camino de Perga –respondió–, a estas horas estará acampado no muy lejos de Syllion, si no ha llegado ya, a espaldas del río Taurus, sobre el camino que lleva al paso.

Al tribuno le dio un vuelco el corazón; con el rostro ceniciento buscó en su alforja y sacó un mapa que desplegó debajo de la luz.

–Escúchame bien, legado –le dijo–, tengo que saber si existe aunque sea una posibilidad remota de alcanzar al cónsul antes de que llegue a Syllion.

–La posibilidad existe –admitió el legado–. El cónsul puede haber decidido que sus tropas debían descansar en Perga, o tal vez pudo haber tenido contratiempos con los pisidios. Los carros y las recuas pueden haber retrasado la marcha de la infantería en el terreno accidentado, o bien… –Prosiguió contando con la punta de los dedos.

–Ya basta –lo interrumpió el tribuno–, descansaré una hora. Tú, entretanto, prepárame un caballo de refresco y dos hombres que me sirvan de guía.

»Y no olvides despertarme si en algo estimas tu graduación –añadió el tribuno mientras seguía al legionario que lo conducía a una alcoba.

El legado no lograba convencerse del motivo de tanta prisa ni de por qué aquel hombre, que se encontraba en el límite de la resistencia, se sometía a una demoledora cabalgata en plena noche. Seguramente existiría algún motivo oculto. Eligió entonces al mejor de sus postillones y lo envió a ver al cónsul para advertirle de aquella extraña visita. Podía tratarse de una maniobra política, más aún, tenía que serlo sin lugar a dudas desde el instante en que no existían peligros inminentes que justificaran una intervención tan excepcional. Por otra parte, ¿qué motivo podía haber para enviar un mensaje de aquella manera, atribuyendo poderes extraordinarios a un simple tribuno militar? El cónsul le iba a estar sin duda agradecido por haberle advertido y tal vez se acordaría de él cuando regresaran a Roma. Así, cuando Lucius Fonteius llegó al campamento, la tienda pretoria estaba iluminada y el cónsul en persona, Cnaeus Manlius Vulso, lo esperaba en la puerta envuelto en su paludamento y rodeado de doce lictores. El tribuno desmontó del caballo y se le acercó con el brazo en alto.

–Salve, cónsul –dijo–, te traigo un mensaje del senado.

Manlius Vulso lo miró de arriba abajo y repuso:

–He de suponer que se trata de un mensaje muy importante si para traérmelo has quedado en este estado.

–Lo es –replicó el tribuno–, afortunadamente te alcanzo a tiempo. –Paseó la mirada a diestra y siniestra, estupefacto de toda aquella pompa en plena noche y añadió–: Me sorprende encontrarte despierto a estas horas, ¿esperabas quizás una visita importante?

–La tuya –repuso secamente el cónsul y entró en la tienda indicándole al oficial que lo siguiera.

Le ofreció una silla, se dejó caer en su curul y le dijo:

–Te escucho, tribuno.

–Traigo una orden del senado –comenzó a decir el tribuno no sin cierta incomodidad–, que te obliga a no cruzar la línea del monte Taurus bajo ningún concepto y doy gracias a los dioses por haber llegado justo a tiempo, si no me equivoco…

–No te equivocas –replicó el cónsul–, el Taurus está justo delante de nosotros a menos de un día de marcha, al otro lado del río que fluye detrás de nuestro campamento. Para serte sincero, tenía la firme intención de cruzar el río mañana mismo y llegar a Syllion antes del anochecer.

El tribuno sacó el papiro en el que estaba asentada la orden del senado y se lo entregó al cónsul.

–Está escrito aquí que no puedes hacerlo –le dijo con tono duro.

Intentó escrutar el rostro de Manlius Vulso mientras éste leía el documento. El cónsul giró la cabeza hacia la entrada, como si aguzara el oído para percibir las llamadas de los centinelas que se disponían a iniciar el tercer turno de guardia; luego se volvió nuevamente hacia su huésped y le dijo:

–Dice que no puedo hacerlo, pero no explica por qué. ¿Desde cuándo un cónsul en pleno uso de sus poderes es mantenido al margen de los motivos de una orden por lo demás inicua? ¿No será que detrás de la magnificencia del senado esperan, solapados, intrigantes y adversarios políticos? Conozco a varios de ellos y les temo como a las serpientes venenosas.

Volvió a enrollar el documento y el papiro crujió en el silencio profundo que envolvía el campamento. Lucius Fonteius se sintió vencido por el cansancio; cada vez que parpadeaba le ardían los ojos, como si los tuviera llenos de arena. Pero le quedaba todavía una parte del mensaje que le habían mandado comunicar de viva voz. Había llegado el momento… después iba a poder descansar, dormir.

–Escúchame, cónsul –dijo–, muchas señales de los dioses, contrarias a esta empresa tuya, han inducido al senado a consultar el oráculo de Delfos que pronunció una respuesta tremenda…

–¿El oráculo de Delfos? –inquirió el cónsul, asombrado.

–Sí –repuso el tribuno–, he aquí las palabras exactas del dios:

Exei gàr stratié polyfértatos obrymòthymos

Télothen èx Asìes hóthen anatolài helìou

Eisìn, kài diabàs steinòn pòron Hellèsponton

Tèn Ròmen kài Italìan porthèsei

Eàn tò Tàuron òron yperbàinete.

El cónsul lo interrumpió con tono irónico:

–Me halagas, tribuno, mis conocimientos de griego no son tan vastos como para comprender unos versos tan difíciles y exquisitos. ¿Te importaría repetírmelos en latín?

–El oráculo amenazó con la ruina para Roma, una armada inmensa caerá sobre Occidente y arrasará Italia si nuestros ejércitos llegan a traspasar los límites del Taurus…

El cónsul se puso en pie de un salto dejándolo otra vez con la palabra en la boca:

–¿Te burlas de mí? –gritó–. ¿Quién en Roma puede ser tan estúpido como para no darse cuenta de que se trata de una maniobra del rey Antíoco de Siria para salvar lo que queda de su imperio y detener nuestras legiones al pie del monte Taurus? Y si no se trata de una estupidez crédula –prosiguió, recorriendo la tienda a grandes zancadas–, ¡entonces es envidia de mis éxitos, una maniobra para despojarme del honor de una gran victoria que, no lo olvides, podría procurarle a Roma nuevos territorios, amplios dominios, inmensas riquezas!

–Nadie es tan crédulo –le contestó el tribuno–, y como sospechaban que el rey Antíoco podía haber influido en el oráculo o tal vez corromperlo, los senadores solicitaron al sumo pontífice que consultara los libros sibilinos.

–¿Y bien?

–Han dado la misma respuesta: nuestros ejércitos no pueden cruzar el Taurus; de lo contrario, sobre la ciudad se abatirá una catástrofe de la cual no podrá recuperarse jamás.

Manlius Vulso se detuvo imprevistamente al oír esas palabras y se quedó inmóvil en medio de la tienda.

–Yo no creo en los oráculos –dijo–. Derrotamos a Aníbal, humillamos a Filipo de Macedonia, aniquilamos al rey de Siria. ¿Existe hoy un ejército en el mundo capaz de amenazar la potencia de Roma? Los débiles o los vencidos buscan la protección de los oráculos y agitan los simulacros de los dioses esperando infundir miedo a quienes ya no temen a ninguna fuerza humana.

El tribuno se puso de pie, se acercó al cónsul y le volvió a hablar tratando de convencer a aquel hombre orgulloso, pero en el fondo presentía que su inmenso esfuerzo había sido vano.

–Escúchame, Cnaeus Manlius, otros antes que tú han despreciado las señales de los dioses y lo han pagado caro… el cónsul Flaminio que murió junto con sus hombres en el lago Trasimeno…

–¡Flaminio era un inútil!

–Es posible… ¿Crees acaso que nuestra potencia durará eternamente? Miras a tu alrededor y en toda la tierra no ves un ejército capaz de desafiar a nuestras legiones… ¿Te consideras más grande que Ciro y Alejandro? Ellos también se creyeron amos del mundo y hoy se han convertido en polvo. Y surgieron de la nada, de manera imprevista, para provocar la ruina de sus enemigos.

Manlius Vulso miró fijamente a su interlocutor y le dijo, gélido:

–Tienes los ojos vidriosos, el cansancio te ha trastornado, por ello fingiré no haber oído tus insolencias. Has cumplido con tu misión y me has entregado el mensaje del senado, eso es todo. Vete a dormir, aún falta para el amanecer.

Llamó a un guardia y le ordenó que acompañara al oficial a su alojamiento, una tienda junto al cuartel de la caballería de Pérgamo. Completamente exhausto, Lucius Fonteius se dejó caer sobre el camastro de campaña y no tardó en sumirse en un sueño profundo como la muerte.

En el centro del campamento, la luz de la tienda pretoria se había apagado, pero el cónsul Vulso no se acostó todavía. Después de dejar el paludamento sobre un escabel, había salido de la tienda ataviado únicamente con la corta túnica militar.

A paso lento recorrió el eje decumano hasta llegar a la entrada oriental del campamento: delante de él se alzaba el poderoso bastión del Taurus y desde el fondo del valle se oía el chapoteo del río que fluía entre tupidos sauzales.

De repente, en la cima de la montaña, cual íncubos en la frente del gigante, brilló el fulgor de unos relámpagos. El cónsul levantó la vista y pensó: «Relámpagos de calor, no lloverá».

Lucius Fonteius despertó avanzado el día, pues su tienda estaba a la sombra de un frondoso sauce que la había resguardado de los rayos del sol conservando así el frescor de la noche. Aguzó el oído en los primeros instantes del despertar y percibió el chirriar de las cigarras y el trinar de los gorriones; de afuera no le llegó ningún otro ruido. Sin embargo, no había dormido en un lugar solitario, sino en medio de un campamento del ejército romano. Se ciñó el cinturón y salió apresuradamente de la tienda: el campo estaba desierto. ¡Imposible! Veinte mil hombres y mil caballos se habían movido sin despertarlo. No obstante, el estiércol de los caballos y las mulas comenzaba a secarse, el cónsul había movido su ejército sin sonido de trompetas ni ruido alguno, en el momento en el que su sueño era más profundo. Corrió al borde de la explanada y vio el rastro del ejército que descendía hacia el vado y no tardaba en perderse en medio del temblor del aire recalentado ya por los rayos del sol. Cayó de rodillas apretándose la frente con los puños.

A pocos pasos de distancia, su caballo mordisqueaba indolente las hojas de un arbusto de lentisco mientras se espantaba las moscas con el movimiento continuo de la cola. Se puso en pie, se acercó al animal y le acarició la frente y la cara.

Roma estaba lejos… más allá de los montes de Licaonia, al otro lado de las estepas quemadas de Axylon, más allá del lago amargo, y del cándido desierto de sal… Roma esperaba la palabra desdeñosa del cónsul, su veredicto de condena.

Trepó a los montes escarpados y desnudos de la cadena septentrional, subió por valles angostos, insensible ya a la fatiga y al hambre. Avanzó por el altiplano como un fantasma entre los vórtices de polvo, lentamente, conducido por su caballo que parecía seguir un rastro invisible. Llegó a Sinada, a Fontes Alandri y allí continuó tras el curso del sol, en dirección a occidente. Los soldados romanos que hacían guardia en las murallas de Kallatebos lo saludaron con un «ave, tribuno», pero él no los oyó porque en sus oídos resonaba incesante el monótono galopar de los cascos de su caballo.

A los cuatro días llegó a la costa, y un barco que zarpaba hacia Esmirna lo aceptó a bordo. Durante el viaje, el capitán, un griego de Patara, intentó hablarle en numerosas ocasiones pero nunca logró inducirlo a entablar una conversación y, por las noches, lo observaba mientras se paseaba por el puente durante horas. Al cabo de trece días, el capitán sintió como si se quitara un peso de encima cuando lo desembarcó al atardecer en el muelle meridional de Ostia.

Quedaba luz suficiente para llegar a Roma por lo que el tribuno llamó a un barquero y le pidió que lo llevase a la ciudad.

Un buen viento de poniente hinchaba la vela y la barca remontaba sin demasiadas dificultades las aguas del Tíber.

A medida que las murallas y los tejados de la ciudad se fueron perfilando con más nitidez contra el cielo, Lucius Fonteius se sintió invadido por los pensamientos más opresivos, que en esos últimos días había logrado sepultar en lo más hondo de su alma: ¿qué iban a decir los senadores, qué iba a decir el sumo pontífice, qué le ocurriría a la ciudad sobre la que se cernía el oscuro vaticinio?

El sol se había puesto cuando la barca tocó la orilla cerca del ara de Hércules; el tribuno sacó dinero de la bolsa, pagó al barquero y se quedó unos instantes viéndolo arriar la vela y poner la proa en dirección de la corriente. Era un viejo enjuto, de blanca barba, y en la oscuridad que todo lo envolvía, las aguas del río le parecieron negras como las del Aqueronte.

Enfiló por el vicus Jugarius; al llegar al Capitolio comprobó que los templos de los dioses estaban iluminados por antorchas. Se dirigió a uno de los siervos que estaba cerrando las puertas del templo de Júpiter y le pidió que avisara al sumo pontífice que Lucius Fonteius Hemina había llegado de Asia y quería hablarle con urgencia; luego se sentó a esperar en los escalones del podio. Estaban tibios: debía de haber hecho mucho calor durante el día; la brisa, perfumada de pino y laurel, agitaba apenas la copa de los árboles que crecían al pie de la colina, y la luna llena asomaba lentamente desde el Quirinal iluminando las columnas y estatuas del Foro. Un ruido de pasos le advirtió que alguien se acercaba; el pontífice y un pequeño grupo de senadores subían por la vía Sacra y aparecían en ese instante de detrás de la tribuna de oradores.

–Salve, tribuno –lo saludó el pontífice al reconocerlo–; en cuanto supe de tu llegada mandé a avisar a los miembros del senado que están al corriente de tu misión; ven, entremos en el templo, allí podremos hablar tranquilos.

Dicho lo cual el pontífice empujó el portón y entró, seguido de los demás senadores.

–Te estamos agradecidos por la solicitud con la

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