El despertar de la herejía

Robert Harris

Fragmento

1. El valle escondido

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El valle escondido

A última hora de la tarde del martes 9 de abril del Año de Nuestro Señor Resurrecto de 1468, podía verse a un solitario viajero recorriendo a lomos de caballo los agrestes páramos de aquella región del sudoeste de Inglaterra conocida desde la época sajona como Wessex. Si la expresión de aquel joven parecía atribulada, podemos asegurar que tenía buenas razones para ello. Llevaba más de una hora sin ver una sola alma. Pronto oscurecería, y si era sorprendido sin estar bajo techo después del toque de queda se arriesgaba a pasar la noche en prisión.

Se había detenido a pedir indicaciones en la villa mercantil de Axford, donde un grupo de hombres de aspecto rudo estaba bebiendo a las puertas de una posada bajo un letrero con un cisne pintado. Tras sonreírse entre ellos por su extraño acento, le habían asegurado, imitando el refinamiento de su pronunciación, que para llegar a su destino solo tenía que seguir cabalgando en dirección al sol poniente. Pero en ese momento empezaba a sospechar que podría haberse tratado de una jugarreta de los lugareños, ya que, nada más pasar los altos muros de la prisión de la villa, donde los cuerpos de tres malhechores se descomponían colgados en sus jaulas de hierro, y tras cruzar el río y entrar en campo abierto, unos oscuros nubarrones habían comenzado a cubrir el cielo por el oeste, impidiendo ver la puesta de sol. A su espalda, hacía ya mucho que la alta torre de la iglesia de Axford había desaparecido bajo la línea del horizonte. Ante él, el camino serpenteaba y se hundía entre despoblados riscos de sombríos bosques y extensiones de matorral veteadas por franjas de aliagas amarillas, antes de perderse en la oscuridad.

En ese instante reinaba un silencio absoluto, la calma que por aquellos pagos solía anunciar que el tiempo iba a cambiar. Todas las aves habían callado, incluso los enormes milanos reales cuyos incongruentes y estridentes chillidos le habían perseguido durante kilómetros. Una bruma gris y húmeda surcaba el páramo formando gélidos velos que se arremolinaban en torno al jinete, quien, por primera vez desde que había partido a primera hora de aquella mañana, se sintió impulsado a rezar en busca de protección al santo cuyo nombre llevaba, el mismo que había cargado a sus espaldas al niño Dios para cruzar el río.

Al cabo de un rato, el camino empezó a ascender por una ladera boscosa. A medida que subía también se estrechaba, hasta convertirse en poco más que una senda para carros: tierra parduzca estriada apenas cubierta por guijarros, esquirlas de pizarra azulada y grava amarillenta, todo ello entretejido por las aguas de escorrentía. Desde las pronunciadas márgenes se alzaba el aroma de la hierba silvestre —pulmonaria, melisa, aliaria—, mientras que las ramas de los árboles colgaban tan bajas que tenía que agacharse o apartarlas con el brazo, descargando torrentes de agua helada que le empapaban la cabeza y le chorreaban por el interior de la manga. De repente, un destello esmeralda acompañado de un grito estridente atravesó la boscosa umbría, y el corazón se le subió a la garganta pese a comprender casi al momento que se trataba de algo tan poco siniestro como un periquito común. Aliviado, cerró los ojos.

Cuando los abrió, vio más adelante, en medio del camino, algo de color marrón, que al principio tomó por un árbol caído. Se secó la cara con la manga y se inclinó en su montura para tratar de ver mejor. Una figura ataviada con un blusón de arpillera, con capucha como la de los monjes, empujaba una carretilla. Clavó las rodillas en los flancos de su yegua para espolearla.

—¡Que Dios sea contigo! —gritó al llegar a la altura de aquella extraña aparición—. Soy forastero en estas tierras.

La figura siguió empujando con más fuerza si cabe, simulando no haberlo oído, lo cual le obligó a adelantarla y a hacer girar su montura para cortarle el paso en el estrecho sendero. Se fijó en que había varios fardos de lana apilados en la carretilla. Luego se aflojó los cordones del cuello de su capa.

—No voy a hacerte daño. Me llamo Christopher Fairfax. —Se echó hacia atrás la empapada prenda y alzó la cabeza barbada para mostrarle la tira de tela blanca que rodeaba su cuello—. Soy un hombre de Dios.

Un rostro flaco y mojado lo miró con los ojos entornados a través de la lluvia. Muy despacio, a regañadientes, la capucha cayó hacia atrás para revelar una cabeza totalmente calva. El agua se deslizaba por la reluciente cúpula de su cráneo, en cuya coronilla se curvaba una marca de nacimiento del color de la sangre en forma de media luna.

—¿Es este el camino a Addicott St. George?

El hombre se rascó la marca de la cabeza y entrecerró los ojos como si hiciera un gran esfuerzo por recordar. Finalmente respondió:

—¿Se refiere a Adcut? —Pronunció la palabra con un cerrado acento casi ininteligible.

Fairfax, chorreando agua y a punto de perder la paciencia, replicó:

—Sí, bueno, eso… Adcut.

—No es por aquí. Hay un cruce más atrás en el camino, a poco menos de un kilómetro. Tiene que girar por allí. —El hombre lo miró de arriba abajo. Una expresión suspicaz cruzó por su rostro: una mirada astuta, rústica, taimada, como si examinara a una bestia en el mercado—. Es muy joven para el oficio.

—Y también lo bastante viejo, supongo. —Fairfax forzó una sonrisa e inclinó la cabeza—. Que la paz sea contigo.

Tiró de la brida para hacer dar la vuelta a su añosa yegua gris, y la condujo cuidadosamente por el sendero encharcado hasta dar con el lugar donde el camino se bifurcaba. Era casi imposible encontrar el cruce si no habías sido debidamente advertido. Así pues, era cierto que aquellos canallas de Axford habían intentado hacer que se perdiera, una jugarreta que jamás se habrían atrevido a perpetrar si hubieran sabido que era sacerdote. Debería informar de ello a los alguaciles locales. Sí, eso es lo que haría en el camino de vuelta. Se encargaría de que todo el peso de la ley cayera sobre sus estúpidas y zafias cabezotas: encarcelamiento, una multa, un día en los cepos siendo apedreados con rocas y heces…

Este segundo sendero era incluso más empinado. Árboles vetustos y ya cubiertos de hojas se alzaban a ambos lados del camino, inclinándose a apenas un par de metros sobre su cabeza como si hablaran entre ellos. Sus ramas densamente entrelazadas ocultaban la luz diurna. Dentro de aquel túnel húmedo y umbrío era como si ya hubiera caído la noche. La yegua hizo amago de retroceder y se negó a continuar. Fairfax rodeó con sus brazos el cuello del animal y le susurró al oído: «¡Vamos, May!». Pero era una bestia a la que la edad había hecho rezongona y terca, más mula que caballo, y al final tuvo que descabalgar y llevarla de la brida.

Fairfax se sintió aún más vulnerable yendo a pie. Llevaba veinte libras en su bolsa para gastos, contadas moneda a moneda la noche anterior por el deán, y muchos eran los vi

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