El italiano

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

libro-7

 

El perro lo descubrió primero. Corrió hacia la orilla y se quedó olfateando y moviendo el rabo mientras gruñía con suavidad junto al bulto negro, inmóvil entre la arena y el agua color de nácar que reflejaba la primera claridad del día. El sol no sobrepasaba aún la sombra oscura del Peñón, proyectándola en la superficie de la bahía silenciosa y quieta como un espejo, salpicada por los barcos fondeados que apuntaban sus proas hacia el sur. El cielo era azul pálido, sin una nube, sólo marcado por la columna de humo que ascendía cerca de la embocadura del puerto; allí donde un barco, alcanzado durante la noche por un submarino o un ataque aéreo, había estado ardiendo toda la madrugada.

—¡Argos!… ¡Ven aquí, Argos!

Era un hombre. Lo comprobó mientras se acercaba, con el perro correteando ahora entre ella y el bulto inmóvil, como si la invitase gozoso a compartir el hallazgo. Un hombre vestido de caucho negro mojado y reluciente. Estaba tumbado de bruces en la orilla, el rostro y el torso en la arena y las piernas todavía en el agua, cual si se hubiera arrastrado hasta allí o lo hubiera depositado la marea. En la cintura llevaba sujeto con correas un cuchillo, en la muñeca izquierda, dos extraños y grandes relojes, y en la derecha un tercero. Las agujas de uno de ellos marcaban las 7 y 43.

Se arrodilló a su lado en la arena húmeda, y le tocó la cabeza: tenía el pelo negro y lo llevaba muy corto. Del pecho pendían una máscara de goma y un extraño aparato con dos cilindros metálicos. Sangraba por la nariz y los oídos y seguramente estaba muerto. Ella recordó las explosiones nocturnas, los focos de la defensa antiaérea que habían iluminado el cielo y el barco incendiado, y por un instante pensó que podía tratarse de un marinero. Pero en seguida comprendió que ese hombre no venía de una de las naves ancladas en la bahía, sino del mar mismo. O del cielo. Era un aviador, o un submarinista. Tal vez uno de los alemanes o italianos que atacaban Gibraltar desde hacía dos años. Y la línea de demarcación entre España y la colonia británica se hallaba a sólo tres kilómetros de allí, siguiendo la playa hacia levante.

Iba a levantarse para avisar a la Guardia Civil —había un puesto cercano tierra adentro, en la zona militar de Campamento— cuando creyó oírlo respirar. De modo que se inclinó de nuevo hacia él, acercándole dos dedos a la boca y el cuello, y entonces sintió un leve aliento y el latido muy débil del pulso en la arteria. Miró alrededor, confusa, en demanda de ayuda. La playa estaba desierta: a un lado la curva de arena que llevaba hasta la población de La Línea y la frontera, y al otro las casitas lejanas y sueltas de los pescadores de Puente Mayorga, que a esas horas faenaban en la bahía. No había nadie a la vista. El edificio más próximo era su propia casa, situada a un centenar de pasos de la orilla: una pequeña vivienda de una planta rodeada de palmeras y buganvillas.

Decidió llevar al hombre allí para socorrerlo antes de avisar a las autoridades. Y esa determinación cambió su vida.

libro-8

1. Un enigma veneciano

El nombre de la librería era Olterra, y eso debía haberme puesto sobre aviso; pero en el invierno de 1981, como mucha otra gente, yo lo ignoraba todo sobre aquel misterio.

Me había detenido por casualidad ante el escaparate cuando paseaba por la calle Corfù, entre la Accademia y la Salute, porque un libro llamaba mi atención. Era La gondola, de Cargasacchi. Había dos ejemplares expuestos, uno de ellos abierto por una página con el plano detallado de esa embarcación. Siempre me interesó la arquitectura naval, así que entré en la librería, que era pequeña, confortable, calentada por una estufa de butano, con un ventanal trasero que daba a un canal de muros desconchados y portones roídos por el agua. La atendía una señora mayor de rostro agraciado y cabello blanco recogido en la nuca, que leía sentada en una silla con un elegante chal sobre los hombros. Un perro labrador dormitaba en la alfombra, a sus pies. Nos saludamos, pregunté por el libro y me trajo uno de los que estaban expuestos. Tras hojearlo un poco, lo puse aparte para llevármelo y miré otros. Había muchos de asunto náutico, así que me entretuve con ellos. Y mientras lo hacía, reparé en las fotografías de la pared.

Eran dos, en marcos acristalados. En blanco y negro. La más pequeña mostraba a una pareja de mediana edad sonriendo a la cámara mientras el hombre, maduro pero de buen aspecto, pasaba un brazo en torno a la cintura de la mujer. Tras observarla un poco advertí que esa mujer era la librera misma, diez o quince años atrás. En la otra foto, de mayor tamaño aunque peor calidad y más antigua, se veía a dos hombres: uno vestido con mono de faena y gorra de marino, y otro en pantalón corto y camiseta, posando ambos junto a una especie de torpedo situado en la cubierta de un submarino. Los dos sonreían, y el del pantalón corto aparentaba gran parecido con el hombre de la otra fotografía, aunque en ésta se lo veía mucho más joven. Pero era fácil reconocer la sonrisa atractiva, simpática, y el cabello muy corto y negro que en la segunda foto era ya encanecido y escaso.

La librera sorprendió mi observación, pues cuando volví la vista comprobé que me miraba.

—Interesante —comenté, más por cortesía que por otra cosa.

—¿Es usted español?

—Sí.

No dijo que ella también lo era, o al menos todavía no. Yo lo ignoraba, desde luego. En todo momento me pareció una completa veneciana. Hablábamos en italiano, y no cambiamos de idioma hasta algo más tarde.

—¿Por qué le parece interesante? —preguntó.

Señalé la foto de los hombres junto al torpedo.

—El maiale —dije.

Me miró con curiosidad, ligeramente sorprendida.

—¿Sabe qué es un maiale?

—Acabo de ver uno en el museo naval, junto al Arsenal.

No era sólo eso. También había leído algún libro y visto algunas fotos: Segunda Guerra Mundial, torpedos tripulados con cabezas explosivas, ataques submarinos contra Alejandría y Gibraltar. Una guerra oculta y silenciosa.

—¿Le interesa ese asunto?

—Algo.

Todavía me observó, pensativa, y luego se puso en pie para buscar en uno de los estantes. Mientras lo hacía, el perro —era una perra— se alzó sobre sus patas, me dio una vuelta alrededor y volvió a tumbarse con indiferencia en el mismo sitio que antes. Al fin la librera trajo dos volúmenes. All'ultimo quarto di luna, se titulaba uno. En el último cuarto de luna. Tampoco el otro título parecía revelador: Decima Flottiglia MAS. Las cubiertas eran más explícitas. Una mostraba a unos buceadores cortando una red submarina; otra, a dos hombres navegando medio sumergidos a bordo de uno de esos torpedos tripulados.

Los puse aparte con el libro sobre las góndolas. Seguía contemplando las fotografías de la pared.

—Un hombre apuesto —dije.

Ella no miró las fotos sino a mí, como si calculase hasta qué punto yo establecía una relación e

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