Las horas rebeldes

Éric Marchal

Fragmento

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I

Londres, martes 30 de junio de 1908

1

Las piedras de las fachadas exudaban lentamente el calor que la megalópolis británica había engullido desde el amanecer. Sentado en la esquina de Sackville Street y Piccadilly, el limpiabotas contaba las monedas que llevaba en el bolsillo, haciéndolas tintinear. Había elegido aquel lugar por el polvo terroso que levantaban sin parar los peatones, cuya afluencia y circulación no cesaban de aumentar.

—¡Zapatos brillantes por un penique! —proclamó sin convicción en el momento en que una joven llegaba a su altura.

El estado de los zapatos de la transeúnte expresaba su indiferencia por el cepillo. La joven le respondió con una sonrisa, que valía —se dijo el limpiabotas— todas las monedas conseguidas desde el inicio de la jornada, y se adentró en Piccadilly Street. El chico la siguió con la mirada hasta la fachada de color verde imperial de la librería Hatchards, donde la vio entrar. Suspiró y reanudó su actividad abordando a un grupo de hombres con traje y chistera, cuyos zapatos acharolados habían perdido el lustre como consecuencia del polvo levantado por el intenso tráfico de coches y caballos.

—Es un libro francés que se publicó hacia 1900 —precisó la joven mientras el dependiente se frotaba la barbilla con expresión de perplejidad.

El hombre se puso las gafas para leer de nuevo el papel que ella le había dado. Zamore y Mirza no le sonaba de nada, como tampoco el nombre de la autora, Madame de Gouges. Le devolvió la hojita con aire de resignación y se quitó los anteojos con montura metálica.

—Pero ¿cómo? ¿Ya se da por vencido? ¡Es increíble! —ex­cla­mó la joven recalcando su decepción—. Es una reedición, el original data de la Revolución francesa. Si la librería más an­tigua de Londres no puede ayudarme, ¿quién podrá hacerlo?

El argumento hirió en su amor propio al librero, que recobró el brío, es decir, solo la flema necesaria para copiar la referencia y prometerle a su cliente que pediría información al editor francés.

—Dígame su nombre, señora.

—Lovell. Olympe Lovell —respondió ella mientras recorría despreocupadamente con la mirada el bosque de libros cuyas hojas llegaban a una altura de varios metros y que desprendía un agradable olor a tinta y papel. La joven advirtió una ligera elevación de las cejas que no supo interpretar si era de admiración o de reprobación. Su apellido había aparecido en la prensa los últimos meses. Figuraba en las listas de las mujeres detenidas por alteración del orden público—. Esta tarde hay una gran manifestación en Parliament Square para apoyar a nuestra delegación de sufragistas. —Nueva elevación de cejas por parte del librero y miradas inquietas en derredor. Los otros dos clientes parecían absortos en sus respectivas búsquedas—. Vamos a presentar una petición al gobierno —añadió Olympe sin bajar la voz, pese a la incomodidad manifiesta del comerciante—. ¿Está usted a favor del derecho de las mujeres al voto?

El hombre carraspeó, con los ojos clavados en su libreta de encargos.

—Mire, señorita… Lovell, yo no me dedico a la política. Yo vendo libros.

—No se trata de política, sino de justicia. Somos la mitad de la humanidad. Una mitad privada de todos sus derechos. —Su voz suave y zalamera contrastaba con la gravedad de sus palabras—. Así que, venga, únase a nosotras. Usted tiene madre, hermanas, prometida, hágalo por ellas, ¿de acuerdo?

Él movió la cabeza en sentido afirmativo y esbozó una tímida sonrisa de asentimiento.

Olympe salió sin esperar respuesta. El hombre dejó escapar un suspiro de alivio y se aflojó el cuello de la camisa en busca de aire. Detestaba las confrontaciones y las justas verbales, y, por encima de todo, consideraba que las mujeres necesitaban a los hombres para que las protegieran y las dirigieran con tino. ¿Qué idea era esa de querer hacer la revolución?

Saludó al cliente que salió justo detrás de ella, confiando en que no fuera a causa de las palabras de la sufragista; se sintió tentado de disculparse, pero renunció a hacerlo y rasgó la hoja en la que había escrito la referencia bibliográfica antes de arrojarla a una papelera.

—Lo siento, el libro está agotado —masculló—. Y no tengo prometida.

En el exterior, la multitud había crecido y convergía hacia West­minster Palace. La mayoría de los manifestantes llevaban cintas de colores en la ropa o en el sombrero.

—Derecho al voto para las mujeres —murmuró Olympe.

La invadió una sensación de orgullo casi sensual. Nueve días antes, cerca de doscientas cincuenta mil personas se habían reunido en Hyde Park y, aunque no todas eran militantes o simpatizantes, su causa se había convertido en un elemento relevante de la vida pública gracias a la WSPU, la Women’s Social and Political Union de Emmeline Pankhurst y sus hijas, Christabel y Sylvia.

Un grupo de niños les increpó desde la acera de enfrente.

—¡Las mujeres en casa! —gritaron hasta que unos transeúntes los dispersaron.

Los críos echaron a correr riendo y volvieron al ataque cien metros más allá, para ser de nuevo ahuyentados.

Cuando llegó a la altura de Caxton Street, la calle estaba abarrotada y rodeada por un cordón de policías montados a caballo. Olympe tuvo que esperar, guardándose de manifestar su impaciencia, hasta que le permitieron acceder al Caxton Hall, donde se celebraba la sesión del Parlamento de Mujeres.

—Date prisa, llegas tarde —le dijo Betty, con quien había adquirido la costumbre de vender el periódico de la WSPU—. Es en la sala grande —añadió, señalándole la escalera.

Olympe la subió sin apresurarse y permaneció un instante inmóvil ante la doble puerta batiente, desde donde le llegaba el runrún febril de una sala abarrotada. Titubeó y finalmente volvió sobre sus pasos para colocarse tras la vidriera que daba a la calle, bajo un ancho rayo de luz. El calor relajante del sol disipó el presentimiento confuso que la oprimía. Se había dado cuenta de que, desde hacía varios días, un hombre la seguía a todas partes sin demasiada discreción; lo había visto en la librería y ni siquiera intentaba despistarlo. «Te has convertido en una de las nuestras —había bromeado Christabel—. Ahora, Scotland Yard ya no te dejará en paz. Pero tú eres más astuta que ellos. Más astuta que todas nosotras.»

Desde la gran sala le llegó un rumor.

En el interior, las doce representantes se habían acercado a la tribuna y se sentaron entre ovaciones. Emmeline Pank­hurst, que las encabezaba, lanzó una mirada discreta a su hija, que adivinó su pregunta. La decimotercera no había acudido a la cita.

—Ya sabes lo reacia que es Olympe a toda autoridad —le susurró Christabel—. Debe de estar esperándonos fuera.

—Lo achacaremos a la superstición por el número —contestó Emmeline, y se dirigió al auditorio—. Señoras, voy a leerles la resolución y a continuación pasaremos a la votación.

Ataviada con un elegante vestido largo y sombrero, ambos negros, Emmeline, que rebasaba los cincuenta años, poseía un carisma natural y un arrojo físico que despertaban la admiración de todos, incluidos sus adversarios. Circulaban numerosas anécdotas sobre ella, que el mo

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