Bajo una luna misteriosa

Tracy Grant

Fragmento

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Prólogo

 

 

 

 

Muelles de Londres

Junio de 1817

 

El aire nocturno era como la caricia de una amante, rodeada de misterio, seductora, dulce a ratos, pero, a la postre, empalagosa. Y, en el fondo, corrompida hasta la médula.

Había olvidado hasta qué punto la noche de Londres era una sucia ramera. El río se extendía a sus espaldas como una oscura y suave expansión que rielaba allí donde captaba el caprichoso claro de luna. Pero la brisa del río venía cargada de hedor a cloacas, a vísceras, a despojos de matadero. El aire era espeso por el hollín de miles de hogares y lámparas de petróleo. Se le atascaba en la garganta, se le pegaba a la piel y, sin duda, le iba ensuciando por momentos la corbata y los puños de la camisa.

Giró en el muelle. El agua grasienta chapoteaba suavemente contra la embarcación que lo había traído a través del Canal y por el Támesis. A poca distancia, el hombre que lo tripulaba le clavó una mirada que era el equivalente ocular de una pistola apuntada. Él sacó una taleguilla del bolsillo de su abrigo y lo plantó en la mano del marinero.

—Tal como acordamos.

El hombre tiró del cordel para abrir la taleguilla y probó entre los dientes una de las monedas; luego comenzó a contarlas con tediosa precisión. Era extraño eso de pagar el triple por pasar doce horas acurrucado en una bodega diminuta, entre toneles de brandy, latas de té y cajones de rodaballo, de lo que habría pagado por un cómodo camarote en el buque correo.

El marinero hizo un gesto con la cabeza, satisfecho con el pago. El hombre que le había dado el dinero se alejó del río a grandes pasos. Alzó el cuello de su abrigo y ciñó contra el cuerpo los pliegues de lana, para protegerse del frío nocturno. Era una pena que su estancia en Londres no le permitiera hacer una visita al sastre. Una de las pocas cosas que echaba de menos en el Continente era un abrigo como los que se hacían en Bond Street.

Al ver un descolorido letrero de taberna, en el que la pintura dorada se estaba descascarillando, recordó que desde antes del amanecer no había hecho una comida decente. Espió por las ventanas de la taberna, ennegrecidas por el humo. Salchichas grasientas. Patatas empapadas en manteca. Pasteles de carne rellenos de Dios sabía qué. Y esos infernales guisantes demasiado hervidos que habían sido la dieta básica en el parvulario. Sería todo un desafío comer en condiciones mientras estuviera en Londres. Pero, si lo miraba por el lado positivo, hacía mucho tiempo que no bebía una buena jarra de cerveza negra.

La puerta de la taberna se abrió y entraron tres hombres cuarentones, mercaderes de poca monta, a juzgar por la calidad de sus abrigos y lo modesto de sus camisas. Estaban enzarzados en una acalorada discusión, al parecer sobre los efectos de las tasas aduaneras y el contrabando en el tráfico de té. El ritmo del inglés le sonó áspero y poco familiar. Era extraño que su lengua materna le causara esa sensación.

Le venían a la memoria recuerdos casi olvidados. El olor de las naranjas maduras en una visita al anfiteatro de Astley, por su cumpleaños. El golpe sordo de un bate de críquet. La dulzura almibarada del budín de melaza que en otros tiempos había tenido el mal gusto de preferir. Las pantorrillas torneadas y el provocativo lunar de la bailarina de Covent Garden que lo había cautivado a los quince años.

Dejó a un lado los recuerdos y siguió caminado por el adoquinado. Tenía un trabajo que llevar a cabo. Cuanto antes lo hiciera, antes podría abandonar esa ciudad húmeda y llena de humo, por la que había dejado de interesarse hacía ya mucho tiempo.

Postergaría la comida hasta que estuviera más cerca de Covent Garden. Allí siempre existía la posibilidad de encontrar una cafetería pasable, atendida por algún emigrado francés. Continuó la marcha, siempre entre sombras, y se concentró en la tarea que le esperaba. La tarea que se había iniciado en un pasado oscuro, cuando jugaba al críquet y comía budín, sin soñar que esa isla coronada dejaría de ser su patria. La tarea que había cobrado forma en el presente, gracias al fin de la guerra, la venganza de una monarquía restaurada y esa incómoda costumbre que tienen los secretos de salir a la superficie.

Hacía algún tiempo que no se encontraba con un desafío como ése. Huelga decir que sería difícil.

Pero el asesinato siempre lo es.

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1

 

 

 

 

Glenister House,

Grosvenor Square

Esa misma noche, más tarde

 

—Ojalá no hubiera vuelto jamás a Inglaterra, maldito sea.

Las palabras, pronunciadas con la voz suave de una fina señorita de diecinueve años, pero con el apasionamiento de un soldado curtido, quedaron flotando, incongruentes, en el aire perfumado de rosas. Evelyn Mortimer apartó la mirada de los bailarines que se arremolinaban en el mármol blanco y negro, en el salón de su tío, para observar a quien hablaba. Al despertar, esa mañana, había tenido la sensación de que ése iba a ser el día más largo de su existencia. En aquel momento, pintaba mucho peor.

—De nada sirve que trates de escandalizar con ese lenguaje, Gelly —dijo Evie—. Aquí soy la única que puede oírte. ¿Quién es el maldito que no debería haber vuelto jamás a Inglaterra?

—¿Quién crees que podría ser? —Los dedos enguantados de Gisèle Fraser apretaron el cristal de su copa de champaña—. El odioso de mi hermano.

Evie oprimió la balaustrada de hierro forjado, en un vano intento de calmar el desasosiego que la invadía. La luz de las velas temblaba sobre la escena de abajo; centelleaba indiscriminadamente contra los diamantes legítimos y las imitaciones de bisutería, parpadeaba sobre abanicos de seda pintada y chorreras almidonadas, se reflejaba en las bandejas de plata pulida y en las copas de cristal, en los muros adornados con tapices y frisos clásicos. Sin embargo, ella percibía la tensión que latía bajo ese mundo de algodón dulce.

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