El anillo de Carevalo

Tracy Grant

Fragmento

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Prólogo

 

 

 

 

Londres

Noviembre de 1819

 

Era ese tipo de noche que oculta una multitud de pecados. Las nubes pasaban ante una luna creciente. Sobre los adoquines pendía la neblina como el humo del cañón tras la batalla. Los charcos, amarillos de la luz de las farolas, relumbraban turbiamente. Aun en la clásica zona de Berkeley Square, con sus fachadas, sus árboles majestuosos y sus decorosos caminos de grava, el aire estaba cargado de humedad y hollín.

Dos peatones, abrigados con recias capas de lana, se mantenían muy cerca de la sombra de los plátanos, junto a la verja de la plaza. Podrían haber pasado por un par de criados que regresaban a casa después de una tarde libre, animados por una o dos cervezas en alguna taberna de Covent Garden, y hasta algunas copas de ginebra en St. Giles. Ésa era la exacta impresión que ellos deseaban dar.

El más delgado de los dos se detuvo para ajustarse la gorra de fieltro, afirmándola sobre el pelo. Un largo mechón color albaricoque le cayó suelto en el hombro. La mujer, que se llamaba Meg, murmuró una maldición digna de marineros mientras sujetaba nuevamente la reveladora guedeja con las horquillas. Debería haberse cortado todo el pelo; en ese tipo de juegos, donde la apuesta era a vida o muerte, no había lugar para la vanidad.

Su compañero le echó una mirada de soslayo. La mujer percibió que su impaciencia crecía, como el olor a humedad en la casa de huéspedes donde ella había nacido. Eso era lo malo de Jack. Su carácter irritable había arruinado más de un trabajo prometedor. Los puñales solían ser muy útiles, pero si se utilizaban en mal momento, bien podían meterte en más problemas en vez de sacarte de ellos.

Desde una de las casas más grandes, al otro lado de la plaza, les llegó una música. No era del mismo tipo que ella y Jack solían bailar en las tabernas de Seven Dials, con la sangre hirviendo por el entusiasmo del trabajo bien hecho. No. Eran los tonos suaves de un vals. Allí estaban de fiesta. Una fiesta distinguida. Una fiesta lujosa.

En el aire húmedo y pegajoso resonó el tintineo de unas bridas y un golpeteo de cascos. Notaron una vaharada de pino y brea, despedida de las antorchas de los palafreneros que corrían junto a los carruajes. Los caballos de tiro, exactamente iguales entre sí, agitaron sus lustrosas cabezas. En la neblina centellearon los escudos de armas de las portezuelas.

Jack giró la cabeza. Maldito envidioso... Cualquier imagen de riqueza lo distraía con tanta facilidad como una sonrisa de mujer a otros hombres.

La puerta de la casa se abrió de par en par y la luz de las velas se volcó en el pórtico, refulgente como el brillo de las monedas de oro. Dos lacayos bajaron la escalinata corriendo. ¡Vaya, ellos también eran exactamente iguales!, desde la hebilla de plata de los zapatos hasta las pelucas empolvadas. Ninguno medía menos de un metro ochenta. Quizá sus amos los criaban como a los caballos.

De los carruajes se apearon caballeros de chaqueta oscura y señoras vestidas en tonos pastel. Las ganancias de todo un mes. Eso debían de valer el oro y las piedras preciosas que chispeaban en los peinados griegos, en las muñecas enguantadas de blanco, en los níveos pliegues de las corbatas, en el ébano de un bastón de paseo.

A Jack le brillaban los ojos con una lujuria que ella nunca le había logrado despertar. Meg sacudió apresuradamente la cabeza. Conseguirían suficientes riquezas esa misma noche; pero no era allí donde debían trabajar.

Se alzó un golpe de viento, con el frío penetrante de noviembre, y les arrebató a los asistentes a la fiesta el aroma dulce y floral de los perfumes caros y el jabón de lujo. Meg puso una mano en un hombro de Jack para empujarlo hacia delante. Él se desasió. La mirada que le dedicó le hizo saber que se estaba jugando la vida a los dados.

Jack apartó la mirada de la fiesta y siguió su camino dando grandes zancadas. Meg notó cómo se le aflojaba en la garganta un nudo que hasta ese momento no había sentido.

Continuaron caminando, negras las ramas en lo alto; bajo sus pies crujían las hojas caídas de noviembre. Sabían cuál era la casa que buscaban: cuatro plantas de pulida piedra gris, un tejado de pizarra tachonado de chimeneas y dieciséis ventanas altas, con marcos marfileños, sólo en la fachada. Una casa cuyos propietarios no necesitaban preocuparse por el impuesto sobre las ventanas. Ni tampoco por el impuesto sobre las velas, a juzgar por el resplandor que surgía del vestíbulo, incluso a esas horas.

En días recientes, Meg y Jack habían examinado bien la casa. Dejaron atrás el portal, con sus columnas, su reluciente puerta de caoba con montante de puntas doradas y sus portalámparas de hierro forjado, que parecía de encaje. Dejaron atrás la mansión como si no se diferenciara de ninguna de las casas alineadas alrededor de la plaza.

En la esquina, giraron para entrar en las cuadras. El aire olía a estiércol y grasa de montura. Un caballo relinchó en su pesebre cuando la pareja pasó por delante. Otro piafó. Ellos se detuvieron para asegurarse de que no hubiera movimientos humanos; luego continuaron.

Jack le había asegurado que los quicios del portón del jardín trasero estaban engrasados. Por una vez era verdad, pues se abrió sin un solo ruido. El jardín era una masa de sombras. Meg se detuvo y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, hasta que pudo distinguir árboles y arbustos, muebles de metal y estatuas de piedra.

Continuó avanzando. La suela blanda de sus zapatos resbalaba con las losas humedecidas por la neblina; estuvo a punto de chocar con un banco. Jack la sujetó por un brazo con fuerza. Sus dedos se clavaban como hierro. No era la primera vez que ella se alegraba de no haber recibido nunca uno de sus golpes.

La ventana que buscaban estaba en la esquina derecha de la segunda planta. Tras las cortinas brillaba un suave resplandor. Se detuvieron un instante para mirar hacia arriba. Tras esos muros de piedra vivían doce criados, sin contar el cochero y los mozos de cuadra, que se alojaban en el establo. Pero a esas horas todos los sirvientes estarían cómodamente en sus camas, con excepción del lacayo que montaba guardia en el vestíbulo, un hombre que solía dormitar en su puesto. Charles Fraser y su esposa, los dueños de la casa, habían salido y no regresarían hasta el amanecer.

Ciertamente, Charles Fraser era un gran personaje, miembro del Parlamento y nieto de un duque. Esa casa, tan callada y quieta aquella noche, solía servir de escenario para algunas de las fiestas más deslumbrantes de Mayfair. De su esposa se decía que era una de las mujeres más hermosas de Londres. Ellos la habían visto un instante e

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