La gallarda

Isabel Custodio

Fragmento

Título

I
A MÁS VALER
(1564)

Vieron el mar, hasta entonces dellos no visto;
parecióles espaciosísimo y largo,
harto más que las lagunas de ruidera.

Miguel de Cervantes

¡En el principio siempre fueron las especias!

Aún hoy, desde este galeón donde escribo, la razón de mi viaje ha sido encontrar el tornaviaje. Pero empezaré desde el comienzo.

La flota partió el 21 de noviembre del año del Señor, de 1564, compuesta por cinco navíos, treinta y ocho hombres y diecinueve mujeres. Zarpamos del puerto de Navidad, en la Nueva España, hacia el Asia Oriental.

Las mujeres viajábamos en la nao San Pedro, que era la principal y donde se encontraba el alto mando. Soy la más joven de toda la tripulación, sólo tengo 15 años recién cumplidos.

A los cinco días de navegación, que ya llevamos en alta mar, después de perder de vista la costa, se me ha ocurrido hacer esta bitácora de viaje para relatar los aconteceres durante mi tiempo libre. Nadie en el barco nos conoce bien a mi madre y a mí, y menos quiero que se sepa que soy una latiniparla y además que se recalque que soy “dos veces necia” por ser una mujer de letras.

Al ser hija única y portadora del título, mi padre se empeñó en proporcionarme, a partir de los cinco años, doce horas diarias de clase con los más connotados latinistas, matemáticos, astrólogos y cuanto sabio se presentaba en la corte del virrey de la Nueva España, Luis de Velasco (siempre en contra de la voluntad de mi madre, a la que tantos estudios le parecían más un estorbo que cualquier otra cosa). En este quinto día de navegación, sobre aguas tranquilas del océano Pacífico, nos llamaron a todos al atardecer para reunirnos en el primer puente de cubierta, pues era primordial oír las palabras del comandante de la expedición, Miguel López de Legazpi.

Pero antes caben ciertas aclaraciones. No se crea que éste es un viaje cualquiera, nada más falso. Se preparó durante un lustro y todos los detalles se mantuvieron en el más riguroso secreto para no alertar a los portugueses asentados desde antes en las Islas Molucas. Es el cuarto intento que lleva a cabo la Corona de España para incursionar en el Asia Oriental, siempre en busca de las mentadas especias. Sin embargo, al partir nos enfrentábamos a un grave inconveniente: la dificultad de volver directamente hacia la Nueva España por el mismo camino andado. Hasta hoy desconozco quiénes hicieron los tres viajes anteriores, pero lo preguntaré y más adelante daré los datos.

La zona que surcaremos por el momento es donde anteriormente varios navegantes españoles se adentraron con el fin de explorar en sus aguas los archipiélagos de las islas Molucas y Japón, siendo ya de todos conocida la famosísima vuelta al mundo de Magallanes y Elcano, concluida en 1521.

Ésta era una región atribuida a Portugal, según el tratado de Tordesillas de ١٤٩٩, que separaba las tierras reservadas a la colonización de los portugueses y españoles mediante una línea imaginaria que discurría de norte a sur, ubicada a ٣٧٠ leguas al oeste del archipiélago de Cabo Verde. No sería sobre estos datos que Legazpi nos hablaría, puesto que toda la tripulación estaba al tanto de ello antes de subir al barco.

Todos los navíos partían de la costa occidental de la Nueva España, siguiendo una ruta larga, pero relativamente rápida y segura, a través del océano Pacífico. Al referirme a tantos datos precisos, no es que yo sea una avezada navegante, ¡nada más lejos!, es simplemente mi sentido de supervivencia el que me hace acercarme a tales conocimientos. No es cualquier cosa aventurarse en un viaje que durará alrededor de tres meses, y quizá más; sin contar con las tormentas, los encallamientos, los asaltos de piratas y todo lo que la Divinidad se digne mandar como acompañamiento.

Una vez en cubierta, llena a reventar con la población de la embarcación, Legazpi abrió el pliego firmado por el rey Felipe II con las órdenes. El mandato era navegar hasta las Filipinas (en un principio llamadas por Magallanes islas de San Lorenzo), para después intentar el tornaviaje. La última frase decía así: “Lo principal que en esta jornada se pretende es saber la vuelta, pues la ida se sabe que se hace en poco tiempo”.

¡Qué terrible noticia! Enseguida supimos que íbamos a la conquista de territorios inhóspitos que, según el tratado de Tordesillas, le pertenecían a Portugal, o sea, ¡guerra! Legazpi no sólo comandaba una flota exploratoria como pensábamos, sino que iba a asentarse en tierras que invadiría, a sabiendas de que legalmente no le pertenecían a España, en pos de dominarlas para ella. ¡Para eso nos llevaban a nosotras, diecinueve mujeres, a poblar los primeros asentamientos de europeos en tierras asiáticas!

Finalmente por lo menos empezaron a aclararse ciertas incógnitas que me invadieron desde el inicio de este viaje, pues cada vez que preguntaba, la respuesta sin faltar era la misma:

—Todavía eres muy joven para entender.

—¿Muy joven para entender, muy joven para entender?

En realidad yo era muy capaz, quizá demasiado, de plantear preguntas “impertinentes” y averiguar así el próximo futuro terriblemente incierto y peligroso que se nos avecinaba.

—¡Por supuesto, si está muy claro!

Todo el “conjuro” tenía su principio en las dudas que existían sobre el punto exacto por el que pasaba la línea divisoria del globo terráqueo, lugar donde los españoles, preocupados por el monopolio portugués del comercio de las especias orientales, aspiraban a afianzarse a costa de lo que fuese. ¿Acaso estaría consciente de tamaña treta Urdaneta o sólo se le pidió trazar la ruta más confiable? ¿Pero quién es Urdaneta?

Es verdad, todavía no he hecho las presentaciones oficiales. Andrés Urdaneta, fraile agustino guipuzcoano y una de las máximas autoridades en navegación oceánica, era quien estaba al mando de la dirección náutica. Se ganó la confianza del virrey Luis de Velasco, a quien aseguró, según cuentan, sin un ápice de jactancia, que él “haría volver no una nave sino una carreta”. Pero el virrey, a su vez, convenció al rey Felipe II, en 1559, de organizar un nuevo viaje al Pacífico.

No sólo los peligros de altamar nos acechaban sino también los de tierra. ¡A saber cuál de los dos sería más terrible!

¡Pero basta ya de tanta información náutica! Quiero hacer ahora las presentaciones de los viajeros de esta aventura. Los apellidos son falsos ya que tuvimos que inventarlos, requisito de La Casa de la Contratación en Sevilla e indispensables para viajar.

Mi madre: Berenguela López de Ayala, marquesa del Albercón. Mi aya: Virtudes Márquez Sánchez, quien, siendo nativa de algún pueblo de Veracruz, no conoció a sus padres. A ella la vendieron desde pequeña como esclava por ser zamba. Virtudes llegó a la casa paterna siendo adolescente. Pero igual de falso era el certificado de buena conducta que las acompañaba. Mi madre tuvo que pagar doble precio por su pasaje, al ser muy singular

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