Las tinieblas y el alba (edición especial con estuche y libreta)

Ken Follett

Fragmento

1. Jueves, 17 de junio de 997

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Jueves, 17 de junio de 997

Edgar había descubierto que era muy difícil permanecer en vela durante toda una noche, aunque fuese la noche más importante de su vida.

Había extendido su capa sobre la estera de juncos del suelo y en ese momento yacía tumbado sobre ella, vestido con la túnica de lana de color pardo que le llegaba hasta las rodillas y que era lo único que llevaba en verano, día y noche. En invierno se arrebujaba con la capa y se acostaba junto al fuego, pero en esas fechas hacía calor: apenas quedaba una semana para el solsticio de verano, el día de San Juan.

Edgar siempre sabía qué día era. La mayoría de la gente tenía que preguntárselo a los clérigos, que eran quienes se ocupaban de los calendarios. El hermano mayor de Edgar, Erman, le había dicho en cierta ocasión: «¿Cómo es que sabes cuándo es el día de Pascua?», y él le había respondido: «Porque es el primer domingo tras la primera luna llena después del 21 de marzo, evidentemente». Añadir la apostilla de «evidentemente» había sido un error, porque Erman le había dado un puñetazo en el estómago, castigándolo por su sarcasmo. De eso hacía algunos años, cuando Edgar era pequeño. Ahora ya era mayor; cumpliría los dieciocho tres días después de la festividad de San Juan. Sus hermanos ya no le daban puñetazos.

Sacudió la cabeza. Aquellos pensamientos volátiles hacían que le entrara el sueño, y a punto estuvo de quedarse dormido, de modo que trató de ponerse lo más incómodo posible, apuntalándose sobre el puño para permanecer despierto.

Se preguntó cuánto tiempo más tendría que esperar aún.

Volvió la cabeza y miró alrededor, a la luz del fuego. Su casa era como casi todas las demás casas del pueblo de Combe: paredes hechas con tablones de madera de roble, una techumbre de paja y un suelo de tierra parcialmente cubierto con juncos de la ribera del río cercano. No había ventanas. En mitad del único espacio había un recuadro formado con piedras que rodeaba el hogar. Encima del fuego había un armazón de hierro triangular del que se podía colgar un puchero, y sus patas proyectaban sombras tentaculares sobre la parte inferior del techo. Por todas las paredes había clavijas de madera de las que colgaban prendas de ropa, utensilios de cocina y herramientas para la construcción de barcos.

Edgar no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, porque se había quedado adormilado, quizá más de una vez. Un rato antes había escuchado los ruidos propios del pueblo preparándose para la noche: las voces de un par de borrachos canturreando una tonada obscena, las amargas acusaciones de una disputa conyugal en una casa vecina, un portazo, los ladridos de un perro y, en algún lugar próximo, los sollozos de una mujer. Sin embargo, en ese momento no se oía más que la suave canción de cuna que entonaban las olas en una resguardada playa. Miró hacia la puerta, buscando alguna reveladora rendija de luz en sus bordes, pero solo vio oscuridad. Eso significaba que o bien la luna ya se había ocultado —por lo que era noche cerrada—, o bien el cielo estaba nublado, lo cual no le serviría de nada.

El resto de los miembros de su familia estaban desperdigados por la habitación, acostados cerca de las paredes, donde se respiraba menos humo. Padre y madre dormían dándose la espalda. A veces se despertaban en plena noche y se abrazaban, se hablaban en susurros y se movían al unísono, hasta que se separaban de pronto, jadeando; sin embargo, en ese instante se hallaban profundamente dormidos, acompañados por los ronquidos de padre. Erman, el hermano mayor, de veinte años, estaba tumbado cerca de Edgar, y Eadbald, el mediano, en el rincón. Edgar oía su respiración apacible y regular.

Por fin oyó el tañido de la campana de la iglesia.

Había un monasterio en las afueras del pueblo. Los monjes habían ideado un método para calcular las horas de noche: fabricaban velas graduadas que señalaban el tiempo a medida que iban consumiéndose. Una hora antes del alba, tocaban la campana y luego se levantaban para rezar el oficio de maitines.

Edgar permaneció inmóvil; puede que el sonido de la campana hubiese despertado a su madre, que tenía el sueño muy ligero. Dio tiempo a que esta volviera a sumirse en un profundo sueño y entonces Edgar se levantó.

Con gran sigilo, recogió del suelo su capa, sus zapatos y su cinto, donde llevaba envainado su puñal. Atravesó la estancia descalzo, esquivando el escaso mobiliario: una mesa, dos taburetes y un banco. La puerta se abrió sin hacer ruido, pues Edgar había engrasado las bisagras de madera el día anterior con una generosa cantidad de sebo de oveja.

Si algún miembro de su familia se despertaba en ese instante y le preguntaba qué hacía, le diría que iba afuera a orinar, rezando para que no se fijase en que llevaba los zapatos en la mano.

Eadbald soltó un gruñido y Edgar se quedó inmóvil. ¿Se habría despertado su hermano o simplemente había emitido aquel ruido en sueños? Imposible saberlo, pero Eadbald era el más pasivo de los tres, siempre reacio a crear conflictos, al igual que su madre. No armaría ningún alboroto.

Edgar salió de la casa y cerró la puerta a su espalda con sumo cuidado.

La luna había desaparecido, pero el cielo estaba sereno y la playa, cuajada de estrellas. Entre la casa y la marca de la pleamar había un pequeño astillero. Padre era constructor de barcos, y sus tres hijos trabajaban con él. Era un buen profesional y un mal comerciante, por lo que madre se encargaba de todas las decisiones relativas al dinero, en especial el difícil cálculo de saber qué precio pedir por algo tan complejo como una embarcación o una nave. Si algún cliente trataba de regatear, su padre siempre estaba dispuesto a ceder, pero su madre lo obligaba a mantenerse firme y a no dar su brazo a torcer.

Edgar miró al astillero mientras se ataba los cordones de los zapatos y se ceñía el cinto. Solo había un barco en construcción en esos momentos, una pequeña embarcación de remo para remontar el río. Junto a ella se apilaba una abundante y valiosa cantidad de madera, los troncos partidos por la mitad y en cuartos, listos para que les dieran forma y los amoldaran a las partes de un barco. Una vez al mes aproximadamente, la familia al completo se adentraba en el bosque y talaba un roble maduro. Empezaban su padre y Edgar, descargando hachazos de forma alterna con hachas de mango largo y arrancando una precisa cuña del tronco. Luego descansaban mientras Erman y Eadbald tomaban el relevo. Cuando el árbol caía al fin al suelo, lo cortaban en partes más pequeñas y luego enviaban la madera flotando río abajo hasta Combe. Tenían que pagar, por supuesto, pues el bosque pertenecía a Wigelm, el barón o thane, a quienes la mayoría de los habitantes de Combe pagaban su terrazgo, y este exigía doce peniques de plata por cada árbol.

Amén de la pila de madera, en el astiller

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