La última Sultana

Andrea D. Morales

Fragmento

Prólogo

Prólogo

A mi muy querido hijo Ahmed.

Tú eres el único destinatario de las palabras que aquí quedan recogidas. Si estás leyendo esto es que has cumplido quince años y yo ya no estoy a tu lado para verlo. Tal y como sospecho en estos momentos, habré fallecido.

En estas páginas se narra la historia de la que fue la última sultana de la dinastía nazarí, la última de la Alhambra, la última de las muchas que me precedieron y que habitaron tras las ricas celosías. Quizá encuentres más tragedia que dicha, aunque no es mi intención apenarte con estas memorias. Temo olvidar lo padecido y, por encima de ello, lo que verdaderamente temo es que tú me olvides. De la Historia se ocuparán otros, los que vengan después de mí y después de tu honorable padre. No me preocupa ser una incógnita mañana, me preocupa morir y ser una extraña para ti, que no conozcas quién fui y tampoco quién soy. A día de hoy todavía me observas con esa mirada indescifrable de quien ve y no reconoce. A veces ni siquiera respondes a tu nombre.

Debí haber empezado a escribir hace siete años y no ahora, con las prisas que me sacuden por culpa del aliento de la muerte, que me mordisquea la nuca. Pero nunca encontraba el momento para sentarme a hacerlo; la enfermedad ha tenido que postrarme en la cama para que me decidiera a ello. Es irónico que sea el descontar del tiempo lo que me ha empujado, porque siempre albergué la esperanza de descubrirte la verdad yo misma, de pronunciarla con estos labios ajados. Hace siete años aún me quedaba mucho por aprender, mucho por vivir. Estaba muy ocupada llorándote. Ese fue el precio que tuve que pagar. No lo hice gustosa, pero lo hice, pues es bien sabido que el gobierno exige sacrificios. Para acceder al trono no has de poseerlo todo, has de haberlo perdido todo. Es la pérdida lo que más conozco y la que más sufrí fue la tuya. Descuida, hijo mío, no busco tu perdón. El perdón es un privilegio que escasea y has de concedérselo a tu padre, no a mí. Yo estoy libre de falta. Solo espero que estos dolores me den tregua y que Allah me dispense un par de días para terminar la tarea que tengo entre manos. En caso de que quede inconclusa, habré marchado habiéndote fallado una vez más. Allah no lo quiera.

Mientras escribo esto te oigo jugar en el exterior. Tu risa me llega a través de las ventanas, se cuela en mi estancia como el aire fresco y revitalizante de la mañana. Tu padre me mira con el entrecejo fruncido y una mueca de preocupación. No se aparta de mi lecho. Te confiaré un secreto. A veces creo que no es una enfermedad lo que me aqueja, sino un veneno que me consume por dentro y que no sé cuándo he ingerido, pero sí quién me lo ha suministrado, aquel que un día fue sultán. Me arde en las entrañas.

Obvia esos últimos pensamientos, querido hijo. Desde hace unos días la mente se me nubla, las ideas se me enredan como intrincados brocados. Son los desvaríos de una moribunda. Debe de ser el miedo a la muerte. Sí, debe de ser eso. Acostumbrada al palacio, veo intrigas donde no las hay, porque cuando reparo en las arrugas de tu padre, cada vez de mayor profundidad, vislumbro sus errores. Y en sus errores están los míos. Y en medio de ellos, estás tú, Ahmed, mi luz.

No deseaba extenderme en cavilaciones, tampoco cesar tan seguido en la redacción de estas tristes memorias. Una única página ha devorado la jornada entera de hoy y es que me veo obligada a soltar el cálamo más de lo que me gustaría, porque siento que los dedos se me agarrotan, especialmente cuando sufro una de esas oleadas de dolor que me dejan tan exhausta. Lo estoy volviendo a hacer, escribir sobre nada. Disculpa a tu pobre madre y sus inútiles divagaciones.

¿Por dónde empezar? Por el comienzo, remontándome al origen, a mi nacimiento. Aunque he de serte sincera, querido mío, la vida se inició cuando mi camino y el de tu padre se unieron, y eso sucedió celosía por medio. Para una mujer, el mundo comienza donde acaba la celosía.

Primera parte

Primera parte

Verdad es que el amor es, en sí mismo, un accidente.

IBN HAZM,

El collar de la paloma

Capítulo 1

1

Me llamaron Umm al-Fath, Madre de la Victoria. Nunca un nombre fue tan poco apropiado para una criatura. Cuando nací, la comadrona le dijo a mi madre que carecía de baraka, que la fortuna no estaría de mi parte. Lo vio en mis ojos. Según la qabila, los tenía acuosos como si fuera a romper en un llanto gutural en cualquier momento. Le recomendó un par de remedios; aunque era imposible cambiar la suerte, al menos alejaría las desgracias. Quizá por esa declaración tan agorera fui siempre la favorita de mis padres, angustiados por el futuro.

Algalias. Durante los primeros dos años de crianza, fue mi madre la encargada de beberlo y suministrármelo a través de la lactancia mientras recitaba la sura del elefante. En cuanto se produjo mi destete, me vi en la obligación de cumplir con la desagradable tarea por mí misma. Lo bebía cada mañana bajo la atenta vigilancia de mi progenitora, que no apartaba la vista hasta asegurarse de que no quedaba ni una gota en la jarrita. Su sabor no era precisamente agradable y reconozco que alguna vez intenté engañarla arrojando el preparado por la ventana. Pero las madres conocen a sus hijos y desde entonces jamás se movió de mi lado, ojo avizor y mueca en los labios. Al casarme dejé de tomarla y a veces me pregunto si fue el detonante de lo que sucedería a continuación.

De mi madre, Fátima, recuerdo la alheña del cabello, teñido de un negro azabache, y el tinte de las manos, que eran incisiones doradas en su piel. Olía de una forma muy peculiar; el aroma se entremezclaba con el suyo propio. Tenía unos labios finos y una sonrisa deslumbrante, pero para cuando yo llegué al mundo, ya no gozaba de la misma vitalidad. Mis hermanos mayores la habían agotado y el tiempo había plantado en ella arrugas en torno a los ojos y a la comisura de la bo

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