Europa central

William T. Vollmann

Fragmento

 Europa Central

Índice

Europa Central

Patronímicos

VISTA DESDE UN FUERTE RUMANO EN RUINAS (1945)

Acero en movimiento (Europa, 1939-1945)

MOVIMIENTOS DE PINZA (1914-1975)

Los salvadores. Un relato cabalístico (URSS, 1918)

Movilización (Alemania, 1914)

Mujer con niño muerto (Alemania, 1927)

Has cerrado las puertas del Danubio (URSS, 1936)

Los cohetes de Elena (URSS, 1931)

Viaje inaugural (Alemania, 1933-1939)

Cuando Perceval mató al Caballero Rojo (Alemania, 1934)

Opus 40 (URSS, 1935)

Operación Fuego Mágico (Alemania, 1936)

Y secaría mis cabellos salados (URSS, 1937)

Caso Blanco (Alemania, 1939)

Operación Barbarroja (URSS, 1941)

El sonámbulo (Alemania, 1936-1945)

La palmera de Débora (URSS, 1906-1942)

Intacto (Alemania, 1939-1945)

Amplios y vastos son los confines de mi país (URSS, 1936-1968)

Romper el cerco (URSS y Alemania, 1942-1946)

El último mariscal de campo (Alemania y URSS, 1942-1957)

Zoya (URSS, 1941)

Manos limpias (Alemania, 1942-1945)

El segundo frente (URSS, 1943)

Operación Ciudadela (URSS, 1943)

Suena el teléfono (URSS, 1944)

Éxtasis (URSS, 1945)

Operación Hagen (Alemania, 1945)

Dentro de la montaña (Alemania, 1945)

Desnazificación (Alemania, 1945)

Idilios de puente aéreo (Alemania Occidental, 1951)

La Guillotina Roja (Alemania Oriental, 1963)

Nunca lo volveremos a mencionar (URSS, 1959)

Por qué ya no hablamos de Freya (Alemania Oriental, 1960)

Operación Wolund (URSS, 1961)

Opus 110 (URSS, 1943-1975)

Un pianista de Kilgore (URSS, 1958)

Victorias frustradas (Alemania Occidental, 1962)

Las noches blancas de Leningrado (URSS, 1941)

Fuentes

Un triángulo amoroso imaginario: Shostakóvich, Karmén, Konstantínovskaya

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre William T. Vollmann

Créditos

Notas

cap

Este libro está dedicado a la memoria de Danilo Kiš,

cuya obra maestra Una tumba para Boris Davidovich

me hizo compañía durante años, mientras

me preparaba para escribir este libro.

cap

La mayoría de mis sinfonías son lápidas.

D. D. SHOSTAKÓVICH[1]

cap-1

PATRONÍMICOS

Para comodidad de aquellos que tienden a perderse en las novelas rusas.

Ajmátova [Gorenko], Anna Andréyevna.

Árnshtam, Leo Oskaróvich.

Danchenko, Natalia Kovalova.

Dénisov, Edison Vasíliyevich. Apodo: Edik.

Glikman, Isaak Davidóvich.

Glivenko, Tatiana Ivánovna.

Kainova, Margarita Andréyevna.

Karmén, Román Lazárevich.

Konstantínovskaya, Elena [Yelena] Evséyevna. Apodos: Elenka, Elénochka, Lialia, Lialka, Liálochka.

Krúpskaya, Nadezhda Konstantínovna.

Lébedinski, Lev Nikoláyevich.

Lenin [Uliánov], Vladímir Ilich. A menudo llamado Ilich.

Lítvinova, Flora Pávlovna.

Nikoláyevna, Tatiana Petrovna.

Rostropóvich, Mstislav Leopóldovich.

Shebalina, Alisa Máximova.

Shostakóvich, Dimitri Dimítriyevich. Apodos: Mitia, Mitenka, etc.

Shostakóvich, Galina Dimítriyevich. Apodos: Galia, Gálisha, Gálochka.

Shostakóvich, Mariya Dimítriyevna. Apodo: Mariyusha.

Shostakóvich, Zoya Dimítriyevna.

Súpinskaya [posteriormente Shostakóvich], Irina Antónova. Apodos: Irínochka, Irinka.

Ustvólskaya, Galina Ivánovna.

Varzar [posteriormente Shostakóvich], Nina Vasílievna. Apodos: Nínochka, Ninusha, Ninka, Nita.

Vlásov, Andréi Andréyevich.

cap-2

imagen

cap-3

VISTA DESDE UN FUERTE RUMANO
EN RUINAS

(1945)

cap-4

ACERO EN MOVIMIENTO

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Muy a menudo, las cosas que nos atraen de otra persona son bastante triviales, y lo que siempre me deleitó de Blumentritt fue su fanático apego al teléfono.

Mariscal de campo ERICH VON MANSTEIN[1]

(1958)

1

Un teléfono negro y achaparrado, quiero decir un pulpo, el dios de nuestro Cuerpo de Transmisiones, se merece un descanso en Berlín (más probablemente Moscú, ciudad que un general alemán ha llamado «el corazón de todo el ser del enemigo»).[2] En algún lugar entre arrecifes de acero, un cable envuelto en gutapercha vibra: «Por la presente ... zzZZZZ ... la crítica situación ... un golpe demoledor». Pero como estas expresiones no se han autenticado (y como la pena por espiar es la muerte), no se recomienda pegar la oreja al cable que, además, está recubierto de púas electrificadas; es mejor permanecer sentado y ser obediente porque la espera no puede ser larga; las negociaciones han fracasado. Chamberlain se esfuma, gritando: «Paz en nuestro tiempo». Con toda amabilidad, Francia hace gala de un gran desinterés por el gobierno de Praga. Varias columnas motorizadas llegan a Pilsen y no se detienen. Italia adivina la recompensa del aventurerismo, algo que preferiría evitar, pero, cautivada por el teléfono, deambula sonámbula hasta el balcón para declarar: «Ahora no podemos cambiar nuestra política. No somos prostitutas».[3] El sonámbulo siempre en vela de Berlín y el realista del Kremlin que está a punto de ser embaucado se casan. «¡Esto va a estallar como una bomba!»,[4] exclama entre risas el sonámbulo. Los teléfonos empiezan a sonar en toda Europa.

En la sala redonda que tiene el tragaluz en forma de ventilador, con los dioses griegos alineados detrás del estrado, los representantes austríacos están sentados en postura rígida a sus rígidos escritorios de madera, cuyas taraceas negras y rectangulares realzan su elegancia; fueron los primeros que aceptaron nuestro futuro; su teléfono sonó en 1938. Bulgaria, denegados los créditos británicos que aun así no la habrían protegido, recibe los cuarenta y cinco millones de Reichsmarks. El realista solo le ofrece créditos al sonámbulo. Rumanía, que baraja iconos como quien juega a cartas, reitera su neutralidad con la esperanza de que hagan la vista gorda con ella. Yugoslavia le sonsaca aviones a Alemania y dinero a Francia. La húmeda sombra de Varsovia ya está perfumada con gritos ahogados de pánico. El cable vibra: «Fanática determinación ... listos para lo que se tercie».

Según el teléfono (ya que acaso sí que escuché alguna vez a hurtadillas, traicioneramente), Europa Central no es en absoluto un avispero de países, sino una zona en blanco de iconos negros y relojes con la esfera de oro cuyas divisiones territoriales en constante disputa y accidentales (en lo esencial, murallas de la época romana) pueden sobrescribirse a nuestro gusto, Gauleiters y comisarios las blanquean para convertirlas en líneas grises permeables que resultan más convenientes a las fuerzas policiales. Ahora es el momento de mirar esa marea de surcos rojos que conforman los tejados, que se extienden como un océano, todas las islas-torres deslucidas por una capa de color verde se alzan por encima de las fachadas blancas que sonríen con ventanas y se sumergen bajo nosotros en los arrecifes que aún no tienen todo el cableado telefónico; ahora es el momento de disfrutar de las sombrillas como anémonas de los cafés de Europa Central, sus viejos tejados oscurecidos por la mugre como algas, el ruido de sus cascos cada vez más estruendoso y las notas de la campana más altas, sus sombras de gente, hasta el momento, abajo en las estrechas calles. Ahora es el momento, porque mañana todo tendrá que ser, como anuncia el teléfono, arrasado sin aviso previo, destruido, aniquilado, alemanizado, sovietizado, totalmente aplastado. Es una orden. Es una necesidad. No lucharemos como esos cobardes blandengues que se refrenan a causa de su conciencia; ¡liquidaremos Europa Central! Pero aún no es demasiado tarde para negociar. Si nos dais lo que queremos en un plazo de veinticuatro horas, os compensaremos con territorios en el este infinito.

En Mecklenburgo, hemos preparado una demostración del primer avión a reacción del mundo. Con el fin de servir al éxtasis del sonámbulo, Góring promete que quinientos aviones a reacción más estarán listos en un abrir y cerrar de ojos. Luego parte a toda prisa para acudir a una cita con la estrella de cine Lida Baarova. En Moscú, el mariscal Tujachevski anuncia que «las operaciones en una futura guerra se desarrollarán como amplias tareas de maniobras a una escala gigante».[5] Lo matarán de un tiro de inmediato. Y los ministros de Europa Central, que correrán el mismo destino, aparecen en balcones que descansan sobre chicas de mármol desnudas, donde pronuncian discursos fantasiosos, mientras prestan atención por si suena el teléfono. Europa Central resistirá, dicen, como mínimo hasta el inicio del Caso Blanco. Todos los hombres recibirán una carabina automática negra y sudada, a buen seguro forjada a mano, junto con diez balas redondas de plomo, tres granadas de pina poco más grandes que la empuñadura de una pistola, y un cuerno de pólvora de marfil amarillo adornado con unas estrellas en forma de círculo...

El teléfono se regodea: «Avance liberador ... ejércitos de choque ... proporción de fuerzas mecanizadas».

Al otro lado de la siguiente frontera, donde cada línea de postes se aleja de la anterior, los orgullosos poetas militares de nuestra víctima militar palian todos los temores mediante la equiparación de la Varsovia de 1939 con el Smolensk de 1634. Mientras ellos despliegan sus inútiles destacamentos, nosotros trazamos la línea Ribbentrop-Molotov, sobre la que estampamos imagen, que significa «secreto». ¿Y por qué detenerse ahí? El sonámbulo consigue Lituania, el realista Finlandia. Nuestro credo es una lámpara cuyo calibrado resplandor se doblega en su zona. «Fueron y son los judíos los que traen negros a Renania.»[6] «Por ese motivo el Partido afirma que el trotskismo es una desviación socialdemócrata de nuestro partido.»[7] Suena el teléfono; el general Guderian recibe instrucciones para activar el Caso Amarillo. Vamos a barrer las hojas de arce teñidas de rojo y los pálidos campanarios hexagonales.

2

No llegarás a ver cómo ocurre; no permiten que esta oficina tenga ventanas, de modo que tal vez te sentirás un poco embotado en ocasiones, pero como mínimo nunca estarás solo, porque en el escritorio de acero, al alcance del brazo, descansa encorvado ese pulpo cuyos diez ojos redondos, cada uno con un número grabado, observa el mundo con odio gracias a ti. «El Pacto de Acero ... una decisión correcta ... mi voluntad inalterable ... apoyar al partido de Lenin y Stalin.» En el último cajón a mano derecha hay un libro de códigos cuyas invocaciones controlan las velocidades y cargas de acero, pero el pulpo parece estar observando. Arriésgate si te atreves; ¿hasta dónde pueden ver esos diez ojos? El sonámbulo de la cancillería del Reich podría decírtelo (aunque no es que fuera a hacerlo): son sus ojos, sin párpados, ovales, lo que les da un aspecto monótonamente idiota o histérico; en la zanja de fuera, otras cien cabezas con los ojos abiertos regresan al barro, aunque no es que tengan nada en común con el pulpo, cuya mirada es siempre sensible.

¿Y qué ocurre con el micrófono del teléfono? ¿Es cierto que puede oír hasta tu respiración mediante sus agujeros negros? En su cuartel general subterráneo, acompañado por varios guardias, el realista, exhausto, está sentado a un gran escritorio, esperando las exigencias del teléfono. A pesar de que se le da bien colgar a la gente con la misma fuerza con la que el soldado carga un obús en nuestro cañón antitanque, está pendiente de ellos, no del teléfono en sí, sin el que no puede vivir. Se subsume en él, que todo lo oye; sabe cuándo Shostakóvich pronuncia su nombre en vano. Tras la primera llamada reunirá a sus generales para que lo escuchen en esa mesa de negociaciones con mantel verde.

El sonámbulo es todo ojos; el realista es todo oídos; su apareamiento forma el teléfono.

3

Esta conciencia podría deberse, tal y como afirmarán los vencedores estadounidenses, a factores puramente mecánicos: dentro del cráneo de baquelita[*] de la entidad cuelga, bien envuelto o ahogado por una maraña de cables de color escarlata, un cerebro malvadamente complejo no mucho más grande que una nuez. Su corteza consta de dos lóbulos marrones y amarillos surcados por delgados cables de cobre. Posee ideas dispuestas de modo tan numeroso y cuidadoso como los estandartes del águila amarillo pálido de Polonia: «El bando de la contrarrevolución ... la franqueza alemana ... las calumnias de la oposición ... la solidez de la teoría vólkisch». Sabe cómo llegar a todo el mundo, desde Ajmátova (que, visionaria como es, lo confunde con un corazón de coral rosado) a Zhikov (que se engaña a sí mismo y se convence de que se puede jugar con él), desde Gerstein hasta Guderian, esos librepensadores gemelos que bailan solos en sus cárceles en las que vuelan las balas obedeciendo los deseos de involución del cerebro-teléfono del corazón del proyectil.

No confíe en ningún técnico que le asegure que este cerebro es «neutral»; dentro de poco oirá que el auricular se revuelve hecho una furia en su cuna. Kollwitz, Krúpskaya y los demás, se deshará de todos ellos, por arte de magia. Tiene su número. (Mientras el sonámbulo reprende al coronel general Paulus: «Hay que estar alerta, como la araña en su telaraña...».)[8] En resumen, impondrá el principio del mando unificado.

Establece la conexión. Suena.

Del auricular, que ahora traquetea como la motocicleta de un correo sobre los adoquines de Praga, al cuerpo negro y frío, hay un cable enrollado cuya elasticidad alarga el proceso de estrangulación. (Gracias a este teléfono, el general Vlásov fallecerá ahogado por una cuerda de piano.) De la boca del ano que hay tras el disco extrude otro intestino negro más delgado y menos elástico que el cable del auricular, y que llega hasta la clavija de la pared. «Puesto que esta mañana nuestras tropas han sido...» Una rumana pequeña y rubia con el rostro adusto está en camino; tenemos que pegarle un tiro. ¡Ahora hacia los frondosos y verdes bosques de Europa Central! «La relación de fuerzas en el sector de Stalingrado ... instalaciones de defensa de hormigón armado.» ¿Pueden sentir los tendones de goma? ¿Cómo logro que sangren? «Fanatismo despiadado ... hallaremos un modo de ocuparnos de él.» Ahora se ondulan, cuando suena el teléfono.

El teléfono suena. Está agazapado como un ídolo. ¿Cómo he podido confundirlo con un pulpo?

Más allá de la pared, unos tentáculos negros de goma se extienden por toda Europa. Mapas militares los representan como frentes, trincheras, ángulos salientes, movimientos de pinza. Los políticos hablan en código y se refieren a ellos como fronteras («destruidas, aniquiladas, totalmente aplastadas»). Los administradores se imaginan que son carreteras y ríos. Los funcionarios de salud pública las ven como los regueros negros de personas que menguan, día a día, en las calles heladas de Leningrado. Los poetas los conocen como las venas del cuerpo martirizado de la partisana Zoya. Son cualquier cosa. Pueden hacer cualquier cosa.

4

Dentro de muy poco el acero empezará a moverse, al principio lentamente, como los trenes que transportan a las tropas cuando salen de la estación, luego lo hará de forma más rápida y ubicua, los rectángulos de hombres ataviados con sus cascos de acero avanzan, flanqueados por hileras de aviones refulgentes; luego tanques, aviones y otros proyectiles acelerarán hasta el infinito. Los soldados polacos camuflan lánguidamente sus cascos con mallas. Los alemanes van al cine para enamorarse de las estrellas cinematográficas; cuando la Operación Ciudadela fracase, estarán derritiéndose por Lisca Malbran. La caballería rusa entra en acción y carga contra los tanques alemanes; las colegialas alemanas intentan neutralizar los tanques rusos y les echan agua hirviendo por las torretas. Globos de barrera flotan en el aire, gordos y con aletas, como si fueran niños imitando a peces. Tranquilo; las tropas de Europa Central se mantendrán firmes, ¡como mínimo hasta la Operación Barbarroja! (Sus disposiciones estratégicas están sucias y manchadas como una Biblia de hace varios siglos.) El acero da con todos.

El acero, imbuido de la vista mágica del sonámbulo, se ilumina a sí mismo a medida que va asesinando. (Entre la nieve acumulada del cementerio de Leningrado yacen los cadáveres dentro y fuera de ataúdes. El acero hizo esto.) Los amplios rayos de luz que surgen tras el lanzamiento de un Nebelwerfer desde su semioruga revelan la mirada del acero, señalan el alcance del acero.

Desde el grueso metal de la mirilla de una ametralladora DShK, la mirada de un soldado se apresura para que su bala sea certera. El acero necesita que él lo ponga de camino, pero ¿acaso no necesitan siempre los dioses a sus fieles? Desde el cerebro del teléfono, los pensamientos salen disparados por conductores de cobre aislados. Es el momento de empezar la Operación Blau. El Cuerpo de Transmisiones se prepara para recibir y retransmitir el parte: «Defender los logros de la potencia soviética ... un castigo severo pero justo...». ¡Y el teléfono ya está sonando de nuevo! ¿Quién responderá? Tal vez nadie salvo el Cuerpo de Transmisiones, cuyas banderas, pegadas a unos brazos que han evolucionado a partir de unos humanos, pueden transformar cualquier orden en una serie de colores articulados. ¡Suena el teléfono!

Suena el teléfono. El auricular se pega a una boca y a un oído. (¿De dónde han salido? Creía que eran míos.) Otra orden sube volando por el cable negro, baja por la espiral elástica y entra en el oído: «Bajo ninguna circunstancia accederemos a preparar la artillería, ya que eso nos haría desperdiciar mucho tiempo y nos haría perder el factor sorpresa».[9]

Suena el teléfono V; suena el teléfono S. Botas militares resuenan en las irregulares aceras de Varsovia. Los tirvakos han minado sus puentes con dinamita turca. «Creemos, por el contrario, que la combinación del motor de combustión interna y el blindaje nos permite transportar nuestras armas hasta el enemigo sin ninguna preparación de artillería...»

En toda Europa suenan los teléfonos, los teletipos empiezan a repiquetear sus hambrientos dientes, un funcionario del Cuerpo de Transmisiones ondea las banderas para que salgan los primeros aviones, e infunde velocidad a esos monstruos chapados en acero cuyos remaches y escamas refulgen y deslumbran más que los poemas de Ajmátova. Dentro de cada monstruo, hay hombres sentados que esperan para matar y morir.

Solo por si acaso, ¿no deberíamos llamar a nuestros rectángulos de nudosa carne reptil, cada nudo un hombre con casco del Ejército Rojo, esos rectángulos que marchan por la nieve hacia las cúpulas del Kremlin mientras unas gélidas franjas de cielo color púrpura se precipitan en la misma dirección, entre grupos de nubes blancas? Son iconos oscuros, casi negros. Suena el teléfono: Que empiece la Operación Pequeño Saturno. Todo se convierte en una entidad móvil compuesta de segmentos articulados. Tranquilo. En los palacios cinematográficos, Lisca Malbran nos ayudará a fingir que esto no está ocurriendo.

Ahí llegan cañones como agujas sobre bases redondas, y los cañones que sobresalen entre dos escudos grises, y los cañones que surgen de unos champiñones de acero, y los cañones largos como casas, sujetados por unos chasis lo bastante grandes para transportar a veinte personas, los cañones cuyos tubos son tan largos como torpedos y los cañones rodados con hocicos gordos y supresores de llamarada larga. Solo es una cuestión de tiempo y mano de obra. Y así se desplazan a toda prisa las hordas mecanizadas, a este y oeste de Europa.

5

Con el fin de protegerse de la culpa de la posteridad, el teléfono se matiza a sí mismo: «Siempre y cuando la operación cumpla con las siguientes condiciones: terreno apropiado, factor sorpresa y un compromiso firme». Además, advierte, cada componente debe ser metálico, sustituible, fiable, rápido y letal; a pesar del compromiso firme, no había suficientes componentes. La operación fracasará.

Algún día, desprovisto de propulsores, el acero debe caer para descansar y oxidarse. (El teléfono suplica: «Refuerzo mecánico».) Los sonrientes portadores del casco estrellado alzarán bien alto el estandarte rojo, tal y como grabó R. L. Karmén. «Aférrate a la última bala.» Luego, en el traumatizado silencio de Europa a causa de la guerra, «que nos hace desperdiciar el tiempo y perder el factor sorpresa», depósitos de cadáveres e institutos florecerán a pesar de la nieve. En uno de ellos, en un escondite sin ventanas y con teléfono, permanezco sentado a un escritorio, jugando con una bala Geco 7.65.

6

¿Qué pudo impeler millones de balas, ya fueran disparadas por hombres o no? Vosotros decís «Alemania». Ellos dicen «Rusia». Sin duda alguna, no pudo ser la propia Europa, y mucho menos Europa Central, que siempre es una chica buena y dócil. Repito: Europa es una vaquilla tierna, una virgen rellenita, una doncella R o chica P preparada para el amor, un ángel, un premio sumiso. Europa es Lisca Malbran. ¡Europa nunca ha quemado a una bruja o le ha puesto la mano encima a un judío! ¿Cómo puede uno catalogar sus joyas? En Praga, por ejemplo, se ve el cielo del alba a través de las ventanas en forma de arco de los campanarios, y ese cielo deviene más deseable al hallarse en ese marco verdigris cuyo apuntalamiento, el dedo del campanario, surge de la carne de la ciudad, de las fachadas con relieves florales, cartelas y cabezas de león cuyas calles serpenteantes y amuralladas tienen siempre tantos ojos; Europa se mantiene alerta porque la han violado muchas veces, lo que podría explicar por qué algunos de sus ojos aún brillan con la luz de la lámpara incluso ahora, pero ¿qué bien les hace verlos venir? Los primeros piojos de metal ya le están picando la piel, que está adoquinada con folículos gris oscuro y gris claro. Europa lo siente todo, lo soporta todo, alza sus dedos-iglesia ensortijados hacia el cielo para poder casarse.

¿Qué puso el acero en movimiento? El difunto imagen-Ober sturmführer Kurt Gerstein me ha aconsejado que busque las respuestas en las Escrituras, refiriéndose a las antiguas Biblias griegas de Europa Central, con sus mayúsculas rojas y grabados negros de momias aterradoras que surgen de sarcófagos estrechos; unas cuantas docenas de esos volúmenes sobrevivieron a la guerra. Para Gerstein, la «elucidación» se convirtió en un disolvente más mágico que el xileno, en el que nuestros forenses sumergen los documentos de identidad desenterrados en el bosque de Katyñ. (En ese baño, resucitan las tintas decoloradas por el fluido cadavérico.) ¿Alguna vez ha visto explotar un vagón cisterna a causa del disparo de balas incendiarias? ¡La «elucidación» debe ser más brillante que eso! Se preguntó a sí mismo lo que no se atrevió a preguntarle a su estricto padre: ¿Por qué, por qué tanta muerte? Sus Biblias rojo sangre le dijeron el porqué.

Suena el teléfono. Me informa de que la respuesta de Gerstein ha sido rechazada, que han ahorcado a Gerstein, lo han destruido, aplastado sin piedad. Pone en línea al antiguo mariscal de campo Paulus.

Paulus me aconseja que la solución a cualquier problema es tan solo una cuestión de tiempo y mano de obra.

De modo que me aplico a la tarea, en esta oscura noche de invierno, me preparo para invadir el significado de Europa; puedo hacerlo; casi puedo hacerlo, del mismo modo en que cuando uno llega a un hueco del muro de un fuerte rumano en ruinas, uno puede escudriñar las copas de los tilos; ves cómo se agitan y se apiñan, hasta que entonces, a lo lejos, caen de repente sobre los campos. imagen

cap-5

MOVIMIENTOS DE PINZA

(1914-1975)

cap-6

LOS SALVADORES:
UN RELATO CABALÍSTICO

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1

El cuento de Fania Kaplan, esa idealista esbelta, de cara pálida y pelo oscuro, se cuenta con adusta brevedad, conforme a su tiempo. Porque de igual modo que los tiranicidios desprecian la justicia lenta, asimismo ocurre con los tiranos. Entre hazaña y recompensa solo hay cuatro días, lo que en la mayoría de las historias solo comprendería una elipsis entre palabras, un cuarteto de puntos, así:.... Pero que, si mediante una lectura atenta los ampliamos hasta convertirlos en esferas, demuestran que contienen en cada caso un grupo de veinticuatro horas subterráneas grises como ratones huérfanos; y en la carne de cada hora un enjambre de momentos inútiles como hormigas cuya reina ha fallecido; y dentro de cada momento una incontable multitud de instantes que semejan sílabas arrancadas de palabras. Pero al final de este intervalo, Fania Kaplan fue transportada más allá de «tau», la última letra del alfabeto mágico. Su intentona tuvo lugar el 30 de agosto de 1918. Está escrito que cuando cayó Lenin, la joven asesina huyó histéricamente, pero luego, al recordar que el código moral de los social-revolucionarios la obligaba a dar su vida a cambio de la vida de la víctima, se detuvo, se volvió y se entregó a nuestras fuerzas de seguridad con un silencio trémulo. El 3 de septiembre, Fania Kaplan, que resultó que era conocida por sus «rasgos judíos», fue conducida hasta un estrecho patio de la plaza Lubianka, donde el comandante del Kremlin, P. D. Málkov, le pegó un tiro por detrás. (Esa lumbrera, I. M. Sverdlov, que ya había desempeñado un papel fundamental en la matanza de la familia Romanov, instruyó a Málkov: «Debes destruir sus restos sin dejar ni rastro de ella».) Hasta aquí la vida y obra de la mujer del pelo negro.

El relato de la novia de Lenin, N. K. Krúpskaya, constituye una parábola más feliz. ¿Y no posee la parábola una mayor integridad, una mayor rectitud casi podríamos decir, que toda otra forma literaria? Puesto que sus diversas convenciones tejen una alianza sagrada entre el lector, que obtiene el misterio que exige en una dosis del tamaño de un caramelo, y el escritor, cuya ausencia lo eleva a divinidad. De acuerdo, a veces ese mismo rigor traslada los hechos a una absurdidad de ensueño. En el caso de Krúpskaya, de no ser por su matrimonio casi accidental, a buen seguro habría permanecido oculta a la historia como la silenciosa letra «álef». Entonces, ¿qué era en su época de soltera? No queremos decir que fuera un cero a la izquierda; no podemos negar que su parábola, como la nuestra, empezó con el nacimiento. Pero en este género (como en el poema lírico) no puede haber causas aleatorias. Toda muerte debe ocurrir por un buen motivo. Toda palabra, hasta las boquiabiertas «o» y las sonrientes «e», debe ofrecer una resonancia con las frases anteriores y posteriores; no previsibilidad, ni mucho menos, ya que eso resultaría tedioso, sino que después de cada coma el lector retrospectivo debe hallarse en posición de decir: ¿Por qué no lo he visto venir? A Fania Kaplan, por ejemplo, nunca le comunicaron que la habían condenado a muerte. Y, sin embargo, cuando la primera bala de Málkov explotó entre sus omoplatos, ella sintió coherencia, y no dio un grito de sorpresa, sino de miedo e indignación desesperada contra la inevitabilidad. En cuanto a Krúpskaya, llamémosla la preferida de los que se dedican a elaborar parábolas; presentémosla como «la personificación perfecta de la convención». (Por este motivo sus obras son aburridísimas.) Trotski la trató con condescendencia; hacia el final Stalin le dio órdenes; el propio Lenin se limitó a usarla. Los historiadores la consideran una mediocridad fiel. Yo mismo siempre he percibido en sus escritos un esfuerzo para alcanzar la bondad, lo que me lleva a elogiarla. Al tratarse de una mujer indescriptiblemente de su época —y, por lo tanto, tal vez parecida a Fania Kaplan— llevó una vida muy agitada a causa del fervor. Del mismo modo en que la misma letra puede aparecer en dos palabras de significado opuesto, las vidas de esas dos mujeres se escriben en caracteres casi idénticos. ¿Quién soy yo para hallar en el entusiasmo de Krúpskaya algo ajeno al de Fania Kaplan? Una amó la Revolución; la otra la odió. ¿Qué fuerza las transformó en opuestos, si es que eran opuestos?

2

Leemos que, al principio (es decir, antes de que se supone que empieza su parábola), Krúpskaya era una chiquilla piadosa que le rezaba al icono de su dormitorio, por entonces una entusiasta tolstoyana. Acompañada por sus amigos atacó al adinerado propietario de una fábrica con bolas de nieve. La encontramos a la edad de quince años cortando heno para ayudar a campesinos hostiles y atónitos, luego, a los veintidós años, trabajando en una escuela nocturna para enseñar a leer y a escribir a obreros. Fue una de esas almas que anhelan ser de utilidad en este mundo más que ninguna otra cosa. Sin saberlo, se aproximó a la letra «he», que se parece a la letra griega «pi» y que, al representar una puerta, hace referencia a la propiedad. Ella ansiaba entregarse, ser poseída, saber cuál era su lugar.

Cuando cumplió veintiséis años, ella recibía, materializaba y transportaba a imprentas clandestinas los manifiestos impresos con tinta invisible que Lenin enviaba desde la cárcel. Cuenta la leyenda que una de sus mayores dichas era observar cómo aparecían las letras mágicas en el agua hirviendo, como si contuvieran un mensaje secreto escrito especialmente para ella, en lugar de tratarse de un llamamiento metálicamente impersonal a los trabajadores. (Al fin y al cabo, lector, ¿no prefiere creer que esta historia que se está tomando la molestia de leer tiene algo que decirle?) Pero por el mismo motivo por el que ella rechazaba ropa moderna, bombones y otros placeres frívolos, Krúpskaya se esforzaba para convencerse de que en la autoabnegación de transcripción residía su destino.

Cuando alcanzó la edad de veintisiete, N.K. Krúpskaya fue detenida por primera vez. Tras dos meses en arresto preventivo, fue puesta en libertad al considerar que era una doña nadie timorata que se había metido en una actividad ilegal por error, pero sus actos en nombre de los huelguistas de Kostroma fueron tan descarados y exaltados que volvieron a detenerla al cabo de dieciocho días.

De nuevo me parece ver a esa mujer social-revolucionaria de facciones marcadas que intentó matar a Lenin. Se dice que Fania Kaplan ya era una anarcoterrorista comprometida a los dieciséis años. Cuando los gendarmes irrumpieron en la habitación, ella y sus camaradas estaban sentados alrededor de la cama, ensamblando con sumo cuidado los componentes de una bomba, como esos cabalistas que, en sus diagramas plagados de círculos, disponen las diversas emanaciones y manifestaciones de Dios en rebosantes moléculas. Se dice incluso que la policía se conmovió ante la perfección de las esferas grises erizadas dispuestas sobre las sábanas blancas de la joven. Puesto que temía por la seguridad del zar, en un principio el tribunal la condenó a muerte, pero debido a su juventud y a su sexo, la sentencia fue conmutada por trabajos forzados de por vida en Siberia. Allí vivió entre ríos helados y alfabetos celestes de constelaciones hasta que la Revolución de Octubre la amnistió. Por entonces, Fania Kaplan estaba más decidida que nunca a redimir a toda Rusia de la abominación centralista.

En cuanto a la camarada Krúpskaya, que hizo gala de una impenitencia idéntica, la mantuvieron en la vacuidad de las celdas durante cinco meses, hasta que una reclusa llamada M. F. Vetrova se suicidó quemándose a lo bonzo para protestar por su propio destino. De modo que, ataviada con unas vestiduras en llamas, esta mujer (que, de otro modo, no habría dejado de ser una desconocida) dictó su cuento de rectitud moral. ¿Quién dice que los cuentos no son más que palabras? Avergonzadas por el triunfo propagandístico de Vetrova, las autoridades se sintieron obligadas a emplear la misma indulgencia que le habían concedido a Fania Kaplan con las demás reclusas. En marzo de 1897, poco después de su vigésimo octavo cumpleaños, liberaron a Krúpskaya por motivos de salud. (Fania Kaplan, por su parte, también tenía veintiocho años cuando fue liberada para siempre por las balas de Málkov.)

Una fotografía de este período revela la belleza adusta y pálida de Krúpskaya. Su frente lisa brilla como el sol invernal en un campo nevado, sus labios apretados no pueden negar por completo su propia sensualidad, y sus ojos miran con dolorosa sinceridad hacia el ideal; unos ojos oscuros estos, unos ojos anhelantes de los que manan con tenacidad unas ansias de hallar significado. Su cuello alto y recatado la oculta casi hasta la barbilla, así que no es más que una cara, cerrada pero que promete algo, como el capullo de una flor. Se ha peinado el pelo hacia atrás de forma austera, y lo lleva corto; es una recluta, una guerrera, una militante.

3

Como sabía que Lenin necesitaba un copista en su exilio siberiano, y como se enteró de que a ella también iban a exiliarla (los policías no eran unos analfabetos en cuestiones sobre peligrosidad), ella aceptó la proposición de matrimonio de conveniencia de su jefe, y respondió con esas famosas palabras, destinadas a demostrar su impermeabilidad a las instituciones burguesas: «Bueno, ¿y qué? Si ha de ser como esposa, que sea como esposa». De hecho, existen motivos para creer que bajo esta bravuconada se escondía una pasión idólatra. Al año siguiente, a su llegada, cuando Fania Kaplan celebraba su décimo aniversario, los ateos reunidos se sometieron a toda una boda por la iglesia en Shushenskoe, a la que se llama con cierta añoranza «la Italia siberiana».

La ley exigía un intercambio de anillos; y los devotos de ese género cabalístico por antonomasia, la parábola dentro de la parábola, bien podrían concentrarse en este lastimoso episodio de la ceremonia, incapaces de resistirse a diseccionar el simbolismo irónico de esos dos aros de boda de cobre que estaban uno junto al otro sobre el cojín de terciopelo negro.[*] Se dice que cuando la eternamente virginal Krúpskaya los vio por primera vez, se sonrojó. El cobre recién labrado posee un brillo característico, como el maldito oro. No es necesario que nos entretengamos ahora con correlaciones y analogías místicas, siendo como es Dios inefable; da la sensación de que la cruda luminosidad de los anillos pusieron al descubierto los sentimientos no reconocidos de ella en su reveladora mirada. Los había hecho un camarada finlandés que aún estaba aprendiendo el oficio de joyero; de hecho, estaba en deuda con Krúpskaya porque le había conseguido las herramientas, por lo que se había tomado la molestia especial de grabar los nombres de los novios con unos caracteres cuya enrevesada sinuosidad podría haber embellecido algún diagrama de esferas anidadas del siglo XVII. Se dice que la forma de los anillos recordaba a la letra «sámej», una especie de «o» que se estrecha al llegar de nuevo a su punto de partida y que luce un minúsculo brote en la parte superior, y que las novias fantasiosas consideran una piedra preciosa. ¿Debo añadir que este carácter del alfabeto místico simboliza «ayuda» y «sueño» a la vez? (Recuerde el ambiguo proverbio de Marx: La religión es el opio de las masas.)

¿Quién sabe la suerte que corrieron esos aros brillantes? El anillo que Krúpskaya deslizó por el dedo de Lenin no volvió a verse jamás. En cuanto al anillo que él deslizó por el dedo de su esposa, esta se lo quitó de inmediato para cumplir con las convenciones revolucionarias. Luego se acabó la ceremonia y regresaron a casa por caminos separados.

De modo que ella se convirtió en esclava y discípula, en la buena soldado, en la compañera de cama (o compañera de cama ocasional como debería decir, ya que en la suite del Kremlin cada cónyuge tenía una habitación privada y una cama individual con bastidor metálico),[*] en la mediocre inofensiva, la liquidadora de pesimismo, la aficionada que transcribía los ensayos de Lenin y le cosía las camisas de dormir. (Esa alemana comunista, Clara Zetkin, con mucho más glamurosa que Krúpskaya, fue a visitar a la pareja antes y después de la Revolución; sus memorias elogian con cierta benevolencia la «sinceridad, simplicidad y modestia bastante puritana» de la mujer.)

Él la llamaba Nadia. Ella lo llamaba Volodia.

4

Ese día de agosto, dos décadas después, cuando la esbelta mujer de cara pálida y cabello oscuro se acercó al Rolls-Royce de Lenin, y luego sacó su pequeña Browning y apuntó con pulso poco firme mientras una línea de determinación histérica unía las comisuras de sus labios comprimidos, deberían haber cogido a la suprema deidad de la Unión Soviética y elevarla al corazón del cielo, de igual modo que se dice que las letras del alfabeto hebreo alzan el vuelo durante el transcurso de ciertos éxtasis cabalísticos. Sin lugar a dudas, Fania Kaplan (alias Dora) contaba con eso cuando se entregó para cumplir con la promesa de «una vida por una vida». Pero a la mujer de pelo negro, a pesar de que era un miembro muy apreciado de la Organización de Combate Social y Revolucionaria (o lo que es lo mismo, una autoderrochadora), le faltaba competencia. Uno no puede abstenerse de recordar la bomba a medio construir sobre la cama de su juventud. ¿Fue el fin prematuro de esa historia una mera cuestión de mala suerte, o acaso ella y sus cómplices se habían olvidado de apostar centinelas? (Con respecto a esto, haríamos bien en invocar la letra «dálet», cuya forma —el ángulo superior derecho de un cuadrado—implica, a la vez, conocimiento y falta de iluminación, es una puerta que puede abrirse y cerrarse. La joven anarquista tenía fe[*] en que la puerta permaneciera cerrada hasta que hubieran llevado a cabo los preparativos para asesinar al ministro del Interior. La policía la forzó. Sea como fuera, el relato habría seguido y la puerta habría permanecido en su lugar.) ¿Qué otra cosa podríamos esperar? Muchos revolucionarios son intelectuales, una clase de gente cuyas aspiraciones tienden a ir por delante de sus aptitudes. Basta con pensar en ese communard de París del siglo anterior que acostumbraba a sentarse en cafés y construía unas pequeñas barricadas tan bonitas con migas de pan que todo el mundo lo admiraba; cuando llegó el alzamiento, construyó una barricada perfecta con piedras; y las tropas desfilaron a su alrededor. (¿Debemos interponer aquí que Krúpskaya era del todo inútil con una pistola, y que sus escarceos con la criptografía dibujaron varias sonrisas en los labios de los espías de la policía zarista?)

Con un exotismo típicamente histérico, Fania Kaplan había grabado unas cruces dum-dum en las balas para que representaran átomos mágicos, luego las bañó en una sustancia que creía que era veneno curare, pero que resultó no causar ningún efecto. Luego partió para probar suerte. En cuanto Lenin finalizó su discurso de los viernes a los trabajadores, ella le descerrajó tres tiros que zumbaron como la letra «mem». Uno le dio a una mujer que se quejaba por la confiscación de pan en las estaciones de ferrocarril. El segundo disparo alcanzó a Lenin en la parte superior del brazo y lo hirió en el hombro. El tercero describió una trayectoria ascendente, entró por un pulmón en dirección al cuello, pero acabó alojada en un lugar fortuito (si una herida de bala puede considerarse como tal). Lenin empalideció y se desplomó sobre el estribo, sangrando, inconsciente.

5

La Cheka mandó un coche en busca de Krúpskaya sin decirle nada a ella. Estaba aterrorizada; ese día habían asesinado a Uritski, uno de los jefes de la Cheka. En tales momentos, cuando corremos el peligro de perder al protagonista al que amamos, el relato de nuestro matrimonio empieza a brillar, y las letras tiemblan en la página como antaño hicieron nuestras almas cuando nos percatamos de la inevitabilidad del primer beso. Más tarde, si él vive, esas mismas palabras se secarán y marchitarán. Pero, de momento, el amado Nombre tiembla en cada integrante, y nos sentimos débiles y mareados. Krúpskaya ya había empezado a sufrir unos problemas cardíacos que destacarían en los capítulos restantes de su vida. Se sintió medio ahogada. Veía doble; las calles de Moscú titilaban entre las lágrimas. Cuando, al penetrar en el círculo mágico de fusileros letones, halló a su marido que parecía moribundo,[*] recobró la compostura y lo cogió de la mano en silencio. (Años más tarde, ella no derramaría ni una lágrima en su funeral.) Él estaba tumbado sobre el costado derecho. Dicen que abrió los ojos cuando el coche se detuvo; que quiso subir las escaleras por su propio pie. En el bolsillo secreto de su vestido, los dedos de ella agarraban con fuerza el anillo de cobre que él le había dado en Shushenskoe.

Los médicos ya le habían cortado el traje para quitárselo. Lenin no abría los ojos. Respiraba con los jadeos breves y desesperados de un amante que se aproxima al orgasmo; y, como si quisiera reforzar esta impresión, un reguero de sangre se había secado sobre su pecho blanco como el papel y había formado la letra «lamed», cuyo sinuoso trazo alberga asociaciones cabalísticas con el acto sexual.

Al amanecer, su respiración se volvió más profunda, y, entonces, la miró. Krúpskaya le susurró: Solo te tenemos a ti. Quédate con nosotros; sálvanos...

Para consolarla, una de las enfermeras (que estaba llorando) le dijo: Te necesita, Nadezhda Konstantínovna.

Luego todos empezaron a curarlo, a ponerle inyecciones con una jeringuilla alargada de cristal cuya forma recordaba a la letra «qof», emblema de la introspección.

En cuanto Lenin recuperó la conciencia, se volvió muy impaciente. Tenía muchas cosas que hacer para asegurarse de que su Revolución fuera irreversible. Eran escasas las ocasiones en las que Krúpskaya se encontraba a solas con él. Al principio eran los médicos, luego Trotski, Stalin y los demás, que van a saludarlo por haber sobrevivido. Él la miraba medio en broma, poniendo los ojos en blanco. Ella sabía que Lenin ansiaba volver al trabajo y estar a solas, preparar nuevos preceptos y testimonios. ¿Qué podía hacer ella para ayudarlo? ¿Cómo podía impedir que se cansara y que tuviera una recaída? Carraspeó con timidez y dijo: Imagínate que esta convalecencia es otra condena de cárcel, Volodia. ¡Sabes que puedes superarlo! Él se rió, encantado.

El 14 de septiembre ella se lo llevó a la finca confiscada de alguien, situada en el agradable pueblo de Gorki. Tras esas paredes se recuperó en secreto. Krúpskaya permanecía a su lado siempre que él se lo permitía. Mientras dormía, ella se quedaba sentada en la habitación, repitiendo su nombre con unos susurros tan enfervorizados que las enfermeras decían: ¡Es como si creyera que va a desaparecer si cierra los ojos un minuto! Cuando intentaron hacerla descansar, ella estalló en lágrimas.

Al cabo de una semana le quitaron los vendajes. Antes de que llegara octubre, empezó a caminar de nuevo sin ayuda, a pesar de que había perdido mucha sangre y de que tenía ojeras. Krúpskaya lo llevó de vuelta a casa, al Kremlin, justo antes de que acabara ese mes, y durmió con la puerta abierta por si acaso él la llamaba. Lenin había recuperado la costumbre de dar vueltas por su despacho de puntillas durante la noche, mascullando, en busca de políticas claras; esos sonidos familiares la tranquilizaban. En noviembre ya se había recuperado casi por completo. Y para celebrarlo, los bolcheviques de todas partes reprodujeron sus ídolos.

6

Fania Kaplan fue ejecutada el mismo día en que el comisario de Interior hizo pública la «Orden sobre rehenes» de infausta memoria, según la cual todos los revolucionarios sociales de derechas podían ser arrestados y retenidos para su posterior matanza colectiva, conforme a las necesidades. Solo en Perm fusilaron a treinta y seis cautivos para vengar a Lenin y a Uritski. Así pues, los terroristas recibieron una respuesta descarada. Menos de veinticuatro horas más tarde, nació el Terror Rojo. El anuncio de este nacimiento recorrió todas las líneas de telégrafo con un sonido sibilante como el de la letra «shin», cuyos tres brazos verticales culminan en tres amapolas flamígeras. Mientras tanto, la prensa pedía más sangre, más sangre. En las palabras siempre oportunas del camarada N.V. Krilenko (cuyo propio destino sería morir fusilado): No debemos ejecutar únicamente a los culpables. La ejecución de inocentes impresionará aún más a las masas.

Sin embargo, a diferencia de la asesina, cuyo sudor había apestado a ira y miedo, Krúpskaya no podía creer que un compañero revolucionario tuviera que ser ejecutado.

El Comité Central deberá decidir, dijo su marido. Él sabía que ya habían incinerado el cuerpo de Fania Kaplan, y que sus cenizas se habían enterrado en una tumba sin nombre.

Volodia, no creas que soy un conciliacionista. Mi actitud no ha cambiado durante estos treinta años.

Lo tendré en cuenta.

Siento molestarte por esto. Me he tomado su caso muy a pecho solo porque...

Él alzó lentamente su coronilla calva de las páginas de Pravda (abierto del revés para ella), que tenía la costumbre de coger con ambas manos, la miró desde la zona neutra de su escritorio, a buen resguardo de ella protegido por dos tinteros, cuyas tapas de latón relucían como las cúpulas de las iglesias ortodoxas, junto a la lámpara y el teléfono, junto a las tijeras largas y finas cuya punta la señalaba, y puso una mirada muy triste cuando dijo: ¿Dónde está el diccionario Makarov? Creo que voy a estudiarlo. La disposición alfabética de las palabras crea una especie de caos reconfortante. Ah, mira. En una columna encontramos «soñoliento, insecable, ausentismo, oscuridad, dicha» y luego «inarmonía». ¡Qué conceptos tan dispares! Y todo porque empiezan por las letras HE. Me imagino que en inglés o en hebreo, por ejemplo, seguirán un orden muy distinto. ¿Y si resulta que existe una ordenación perfecta que no se le ha ocurrido nunca a nadie? Pero, bueno, mis opiniones sobre lingüística no son importantes...

Prométeme que no permitirás que hagan eso, le suplicó Krúpskaya, que, debido a su problema de tiroides, ya tenía esos ojos protuberantes que le darían el apodo de «el Pez». (Por extraño que resulte, en su juventud, uno de sus alias revolucionarios había sido «la Lamprea».)

Lenin parpadeó y dijo: Nadia, sabes de sobra que, ahora mismo, nuestra Revolución se enfrenta a muchos peligros.

Jamás te he pedido nada. Me casé contigo; te he remendado la ropa; te he dejado tener amante e, incluso, he colaborado con ella. Salva a esta mujer, Volodia, ¡te lo suplico!

Lenin replicó: Nadia, debes controlar tus emociones.

Ella se sentó temblando y con la respiración entrecortada. Tenía sobrepeso y una mala salud; al cabo de poco, sufrió su primer infarto.

A pesar de todo Lenin era una persona abnegada. Le había llevado leche a su mujer con sus propias manos cuando la habían ingresado en un sanatorio. (En una de esas ocasiones, unos bandidos le robaron el abrigo. En otra, le expropiaron uno de los coches.) Él le había concedido poder político de acuerdo con sus capacidades. Le había dado un pequeño y vistoso escritorio en el Kremlin, una ventana con buenas vistas, un sofá flanqueado por estanterías y una biblioteca personal de veinte mil volúmenes; esos eran sus lujos. Era la primera y última vez que le pedía algo. De modo que Lenin hizo llamar al camarada I.V. Stalin, que siempre resultaba de gran ayuda en cuestiones de ese tipo. Stalin sonrió con ira y dijo que se encargaría de ello.

Solo porque se folie a Lenin no significa que yo tenga que hacer lo que ella quiera, le dijo a su suplente, Molotov, que convino rápidamente: No sabe nada de política. Nada.

Una semana más tarde Lenin le dijo a su mujer: Ya está. He investigado y podrás hablar con ella mañana. Pero todo debe mantenerse en el máximo secreto. Ahora mismo todo el mundo está en contra de nosotros.

Krúpskaya se arrodilló y le besó la mano.

7

Como era de esperar, fue a la prisión sola, con su vestido de campesina sucio y manchado, con el pelo recogido en un moño. Nevaba y las calles resultaban peligrosas por culpa del hielo. En aquellos días, se había impuesto la costumbre de que cada pase era inspeccionado por docenas de caras amenazadoras y medio analfabetas, ninguna de las cuales podía conceder al portador la absolución del miedo, pero cualquiera de ellas gozaba de absoluta autoridad para disparar. Bajo las condiciones del Terror Rojo, un acto equivocado de crueldad se perdonaba; un acto equivocado de piedad, tal vez no. Debido a su vínculo especial con Lenin, Krúpskaya poseía la seguridad de los elegidos, pero ni tan siquiera ella estaba a salvo de pequeños inconvenientes, sobre todo cuando se trataba de buscar a un enemigo convicto del pueblo. Y, sin embargo, por extraño que parezca, el centinela, que llevaba una gorra que le tapaba los ojos, abrió la chirriante puerta sin poner reparos, y cuando ella empezó a bajar por las escaleras encontró, en un laberinto de pasillos enladrillados, a otro guardia que la estaba esperando, a pesar de que lo único que le vio fue la espalda. La acompañó en silencio hasta otra escalera; sus botas rezumaban oscuridad. A través de los muros llegaban gritos rítmicos, a veces amortiguados por la tierra de aquellos pozos-tumba enterrados, a veces amplificados por los conductos de ventilación, del mismo modo que dicen que los gritos de las víctimas sicilianas resonaban desde la garganta de un toro hueco de latón, donde los condenados eran asados lentamente. Sabemos que Krúpskaya era una mujer sentimental (cuyo libro favorito en secreto era Mujercitas, de Louisa May Alcott), por lo que estos sonidos la horrorizaron. Pero ya desde su infancia, había sido imposible alterar su firme y melancólica formalidad, que se disfrazaba de optimismo. Krúpskaya siguió penosamente al guardia que, al final, se detuvo para abrir una antigua puerta de hierro con tres llaves. Se hizo a un lado, la cara oculta entre las sombras, y cerró la puerta de nuevo en cuanto ella entró.

8

Con respecto a esta celda, Krúpskaya debería haberse dado cuenta de que en las paredes había grabadas una serie de letras hebreas que casi parecían revolotear en la luminiscencia del fanal titilante. Hacía tanto tiempo, por supuesto, que había dejado atrás sus días religiosos que ya no veía lo extraño. Y, sin embargo, cualquiera puede leer en sus memorias que el corazón le latió de alegría, literalmente, cuando leyó por primera vez Das Kapital, porque Marx había demostrado, con infalibilidad científica, que el capitalismo estaba condenado. Bueno, ¿qué podía resultarle extraño a una bolchevique devota? ¿La presencia de una revolucionaria social? Pero ¿por qué buscamos lo extraño? Las motivaciones anidan en las motivaciones, como los valores numéricos de las letras de las parábolas hebreas. Si, tal y como postula la cabala, el significado más secreto es también el más preciado, debemos entonces sumergirnos en la oscuridad hermenéutica. Krúpskaya tenía que demostrarse a sí misma que era un ser tan excelso, que estaba tan por encima del personalismo vengativo, que incluso era capaz de perdonar a la persona que había estado a punto de matar a su marido-dios. Y el perdón no tiene por qué excluir el desprecio. Entre los recovecos de esta base racional se ocultaba un segundo anhelo que a duras penas se atrevía a decir, un deseo de refrendar su revolución. Pero ni tan siquiera eso explicaba la intensidad de la atracción que Krúpskaya sentía por Fania Kaplan.

Cuando era joven conoció a una profesora de dieciocho años llamada Timofeika que predicaba el socialismo a los campesinos. Krúpskaya la adoraba y expresó esa adoración mediante la emulación. Su deseo de entregarse y convertirse en Timofeika se cernió sobre ellas como una refulgente letra «tsade», que tiene forma de Y como las partes pudendas femeninas pero que acaba en forma de anzuelo, que simboliza apego, penetración y parasitismo. (No me malinterprete; jamás llegaron a tocarse. Las palabras clave de su relato no son lascivas, sino que, como de costumbre, tienen que ver con el honor, la adoración, los holocaustos a modo de sacrificio.) En cualquier caso, Timofeika fue detenida al cabo de poco; Krúpskaya no volvió a verla. Lo más probable es que acabara convirtiéndose en una revolucionaria social como Fania Kaplan. De modo que Krúpskaya hubiera tenido que romper con ella de todos modos, para no poner en un brete a Volodia, que en Siberia le había prohibido que pintara huevos de Pascua porque eso habría supuesto caer en la superstición religiosa. En su curiosidad sobre Fania Kaplan se escondía tal vez un atisbo de anhelo por la pureza de Timofeika. Y, sin embargo, como había ocurrido de forma cada vez más habitual con todo lo que era objeto de su amor, sus ansias se vieron contaminadas por la repulsión y la ira.

Así pues, Krúpskaya permanecía sentada con una mano sobre la mesa, vestida con la blusa blanca y el chaleco a rayas mugriento que tanto le gustaba, mirando tediosamente a la presa y pestañeando con sus ojos cansados y protuberantes. Su tez tenía un aspecto roñoso de tan tostada como estaba por el sol, debido a toda la labor de propaganda que había llevado a cabo al aire libre. Su pelo greñudo y las dos arrugas verticales que le separaban los ojos transmitían una expresión de apremio, casi demencial.

9

En cuanto a la reclusa, apenas se dignó volver sus ojos entornados hacia Krúpskaya. La visitante tomó esta impasible frialdad, o como mínimo cautela, como prueba de su culpabilidad. Pero en su fe socialista, así como en sus relaciones privadas con su marido, hacía tanto tiempo que se había acostumbrado a considerar irrelevantes las peculiaridades individuales que la reticencia mostrada por la presa no la afectaron. Las preguntas podían responderse sin que la «personalidad» influyera en las palabras. Las ordenadas hileras de lomos de libro que había tras el escritorio de Volodia ofrecían estadísticas, errores, energía, fertilización. ¿Qué importaba la mirada de sus autores? A ella solo le interesaba Fania Kaplan en la medida en que encarnaba una fuerza que amenazaba su interpretación de la historia.

Al final, la otra mujer, medio de lado, se apartó el pelo de los ojos con una mano pálida y larga, carraspeó y dijo con voz ronca: Bueno, ¿por qué ha venido?

Krúpskaya respondió: No he venido a salvarla. He venido a entenderla. A quitarme un peso del alma.

¡Ah! Habla como una rusa de verdad, tan mística, tan emotiva...

¿Y usted? ¿No es rusa?

Soy judía.

¿Y eso qué tiene que ver? Trotski es judío, y Sverdlov, Litvinov, Chicherin, Radek, Zinoviev, Kamenev, Krestinski...

Cuando estaba viva era una revolucionaria social, pero ahora que estoy muerta me he convertido en una pequeña judía. Cuando me detuvieron, no pararon de hablar de mis rasgos judíos...

Eso es un tópico, insistió Krúpskaya. Ya sabe que los orígenes nacionales no significan nada. No me diga que cometió ese crimen porque es judía.

Usó la expresión «ese crimen» porque no quería pronunciar el nombre de su marido enfrente de esa desgraciada. Llamarlo «Lenin» sería negar su relación con él, lo cual le parecía casi como una traición; mientras que «Volodia» hubiera sido una opción demasiado íntima; sin duda alguna, no deseaba ningún tipo de intimidad con F. D. Kaplan. En público, a menudo se decantaba por «Ilich», una opción más familiar aunque también era, en cierto modo, la oficial, y no habría sido descabellado que la usara ahí, pero prefirió que la presencia de la víctima se cerniera sobre ellas de forma innombrable, como la hoja de una guillotina gigante.

Pero ¿por qué no llamar a lo que hice un acto religioso?, preguntó la mujer con una sonrisa nerviosa y provocativa. ¿Por qué no llamarlo misterio?

Apretó los labios, alzó levemente la barbilla y Krúpskaya dijo: De modo que actuó impulsada por alguna superstición fanática...

Disparé a Lenin porque creo que es un traidor.

Entonces merece la muerte. En un momento como este, en el que Rusia está...

Claro que soy una fanática. Cuantas menos posibilidades tengo, con mayor apremio debo imaginar.

No la entiendo.

La perturbadora boca dijo: Nadezhda Konstantínovna, sabe de sobra lo que exigimos: sufragio universal, libertad de prensa, poder para los campesinos, un gobierno del pueblo representativo...

¡Pero esas expresiones pseudodemocráticas suyas están impresas en las constituciones de las repúblicas capitalistas de todo el mundo! ¿No ve que no significan nada? ¿Cómo puede apoyar el sufragio universal cuando la gente más rica controla el voto? La libertad de prensa... ¿Quién es el dueño de esa prensa? Un gobierno del pueblo... ¿De qué pueblo? Usted misma se ha convertido en un títere de la camarilla de la Guardia Blanca...

Incluso los títeres controlan a veces el destino, replicó la mujer, con una bella sonrisa.

Ustedes los social-revolucionarios siempre quieren estar en todas las salsas; ese es su error. Intentan convencer a la gente de que es posible abstenerse de elegir entre los capitalistas y nosotros. Y eso es un crimen por el que merecen que les peguen un tiro como a un perro rabioso...

Pero la criminal se limitó a sonreír al oír estos contraargumentos. Algo casi inexpresable halló una expresión en ella. ¿Qué fue? La indignación y el odio de Krúpskaya empezaban a dar paso a sensaciones de turbia confusión.

10

Los ojos de Lenin refulgieron con su famoso e irónico centelleo cuando le dijo a Stalin: Más vale que sea buena. Ya sabes que Nadia no es tonta.

Stalin le respondió con una sonrisa desagradable, pensando: Tal vez su inteligencia no va más allá de la simple polémica.

Más consonancias curiosas de palabras: Nadia también era el nombre de la esposa de ojos castaños de Stalin, veintidós años más joven que él, con la que acababa de casarse y que ya le estaba causando problemas. Era, por supuesto, tan bonita como una historia perfecta. Los mechones de pelo se le rizaban alrededor de la oreja imitando la letra «pe»; una de las pocas del alfabeto hebreo que no son angulares, está relacionada no solo con la oreja, sino también con la sumisión (y, por supuesto, su opuesto) y, por casualidad, con ese sueño de todos los políticos, el discurso eternamente perfecto. A lo largo de su vida, la camarada N. A. Stalin fue, de hecho, un oído subyugado. Más perspicaz que Krúpskaya, o, como mínimo, más sensible, sus amigos y familiares recurrían a una expresión tan manida como «una cervatilla asustadiza» para describirla. Su futuro fue el suicido. Junto a su cuerpo sangrante dejó una nota en la que denunciaba los crímenes de su marido. De este modo, ella acabó dominándolo, esa letra «pe» colgada para siempre sobre su cabeza, inalcanzable, condenándolo. Pero en 1918 aún faltaban catorce años para que tuviera lugar su discusión final. Stalin había descifrado unos cuantos caracteres del mensaje amenazador que transmitía la frente de su mujer, pero puesto que interpretó su silencio como la ausencia de todo pensamiento, se convenció a sí mismo de que no había visto nada; una penosa inversión de la paranoia con la que juzgaba a los demás seres humanos. Sobre su cara Dios escribió: «Porque el temor que me espantaba me ha venido, y me ha acontecido lo que yo temía».[*] Sin lugar a dudas, ese lema tiñó su propia interpretación respecto a Krúpskaya. Su preocupación de esposa se había interpuesto en ocasiones entre Lenin y él, algo que resultaba imperdonable. Y en este caso, el apego desenfrenado que sentía por una traidora a la que no conocía constituía, cuando menos, un ataque al partido. Esa mujer dejaba en ridículo a Lenin. Ahí tenía la oportunidad de hacerle un favor a Lenin y de poner a esa bruja en su sitio. Es más, ahora tenía los medios para chantajear a Lenin, en caso de que alguna vez tuviera que hacerlo.

Así pues, cuando la actriz entró en su despacho y se detuvo ante él tan tiesa como la letra «vav», que parece un clavo, Stalin se encendió la pipa, la miró de arriba abajo, y dijo: Bueno, camarada, ¿es consciente de que le han concedido una inmensa responsabilidad moral?

Sí, camarada Stalin, yo...

Tengo mis dudas de que así sea. Escúcheme. No queremos que esa hija de puta vuelva a causarnos problemas. El hecho de que comparta baño con Lenin no me obliga a respetarla. ¡Eh! ¿Ha oído lo que he dicho? No está enferma, ¿verdad?

No, camarada Stalin.

Debe conseguir que Krúpskaya la odie, y no permita que la coja en un renuncio. Puede recurrir a la confusión, ¿lo entiende? Nu, usted es judía, así que actúe como tal.

La voluntad de Stalin, si la mujer vestida de negro lo había entendido bien, era que castigara y aterrorizara a Krúpskaya. Cada sílaba que saliera de su boca debía convertirse en un animal salvaje para atacar el alma de la distinguida dama.

A diferencia de la mayoría de las presas de la época, la mujer podía ver un futuro tan brillante como si fuera una estrella de seis puntas de fuego violeta alrededor de la cual giraban todos los símbolos de los cielos. Hasta que dejó de existir, Lenin y Stalin se preocuparon de que su ardid quedara al descubierto. Y, por lo tanto, ella tuvo que refugiarse en palabras gnómicas. Su aprensión no hizo más que aumentar, hasta que se dio cuenta de que aquel camino tan oscuro —confusión, tal y como él lo había llamado— no le serviría de nada. Daba igual lo que dijera o hiciera, estaba condenada.

Y de este modo se sintió más sujeta al silencio, como la propia Fania Kaplan, que lo único que había hecho, según se decía, era mirar por la ventana de su celda, esperando el disparo por la espalda. Todo era inútil.

Pero en cuanto Krúpskaya entró en la celda, la mujer la compadeció. Sería fiel al texto cuyas letras se arrastraban a su alrededor con tanta inquietud. «Las suertes se echan en el regazo, pero la decisión es de Jehová.»[*]

11

La mayoría de los críticos literarios están de acuerdo en que la ficción no puede reducirse a mera falsedad. Los protagonistas bien construidos cobran vida, la pornografía causa orgasmos, y la pretensión de que la vida es lo que queremos que sea bien puede dar lugar a la condición deseada. De ahí las parábolas religiosas, el realismo socialista, la propaganda nazi. Y si esta historia, asimismo, se arrastra en un supernaturalismo reaccionario, eso puede deberse a que su autor anhela ver letras que se escabullen por los techos, que empiezan a cosificarse con gran cautela para convertirse en ángeles. Porque si ellos pueden, entonces, ¿por qué no también nosotros?

Un similar anhelo de autonomía acicateó sin duda a la prisionera cuando, con voz baja y triste, susurró: Nadezhda Konstantínovna, ¿ha leído alguna vez la Cabala?

No tengo tiempo para esas sandeces. Usted dirá lo que quiera pero...

Está escrito que el hombre es la mano motriz, y Dios solo la sombra. Solo el hombre puede salvar a Dios. Y, ahora, usted y Lenin son los dos dioses de Rusia. ¡No lo niegue, Nadezhda Konstantínovna! Usted misma es «Dios».[*] Y solo yo puedo salvarla. Solo yo puedo restaurar su gloria.

Krúpskaya se medio levantó y la miró sin salir de su asombro.

Así que es usted de esas, dijo. Ni tan siquiera es inteligente.

En absoluto. Pero, como mínimo, soy real. Intenté matar a Lenin porque él quería ser Dios, pero ahora que ha conseguido su objetivo se ha convertido en mi sombra, de modo que debo adorarlo. Y usted también, con sus temores, su aislamiento y su estupidez, ¡también es mi sombra! De no ser por mí, no estaría usted aquí...

Deberían internarla en un manicomio. Me voy.

Busco palabras ocultas, dijo la mujer ante la cara impertérrita y la mirada fija de Krúpskaya. Y luego, con un hilo de voz (ya que, sin duda, Stalin estaba escuchando al otro lado de la pared), susurró: ¿Es usted fiel a sí misma?

¡Cómo se atreve! ¿Por qué debería contestarle, asesina?

No le pido que se justifique, Nadezhda Konstantínovna. Solo le pido compasión.

A Krúpskaya le latía el corazón desbocado. Se frotó la frente y, entre jadeos, se preguntó cuándo llegaría el derrame cerebral que acabaría con ella.

¿Tendrá compasión de mí?, le preguntaba la mujer.

Yo...

Míreme. Mire dónde estoy. ¿Tendrá compasión de mí?

A Krúpskaya le entraron ganas de llorar, pero no se atrevió. Carraspeó y, con voz entrecortada, dijo: Recuerdo que cuando estaba en la cárcel creía fervientemente que la lucha armada era necesaria. Y yo... creo que también usted debe de sentir fervientemente.

Una sombra de éxtasis tiñó la cara de la mujer, que se arrodilló ante Krúpskaya sobre las losas de la celda, y echó la cabeza hacia atrás, para ofrecerle la garganta, en una postura que recordaba la letra «bet», que significa sabiduría y locura.

¡Pero si está trastornada! Necesita un médico. Le diré a Ilich...

No se moleste, Nadezhda Konstantínovna...

Entonces Krúpskaya se puso a temblar y le dijo: Usted no es Fania Kaplan, ¿verdad?

Si no soy quien digo que soy, extraiga sus propias conclusiones...

¿Está muerta?

La mujer se alzó y dijo: Dicho de otro modo, desea saber si soy la asesina en persona, o la manifestación de una asesina.

¿Quién es usted?

Soy su revelación.

Entonces la mujer (que, a diferencia de Krúpskaya y de Fania Kaplan, intentaba retrasar su muerte) se arrodilló de nuevo y empezó a murmurar estas palabras: «Suryah, príncipe de la Presencia, he ayunado con la cabeza entre las rodillas; ahora te imploro ciento doce veces con el nombre de Dios. Te imploro con el nombre NADEZHDA KONSTANINOVNA KRÚPSKAYA HA-SHEM ELOHEI YISRAIL».

Palideciendo más y más en la oscuridad hasta que su carne parecía una llama blanca, ciento once veces (cada vez con una única y larga respiración) repitió este nombre clandestino, asintiendo con la cabeza a cada sílaba, contando con los dedos de sus manos estiradas en éxtasis.

Krúpskaya se sentó, paralizada. Posteriormente apenas pudo recordar sus sensaciones. Fue como si no hubiera estado allí, o como si hubiera estado en un sentido insustancial, como una voluta de humo... Y luego, susurrando «LIARSIY IEHOLE MEHS-AH AYAKSPURK ANVONITNATSNOK ADHZEDAN», la mujer fue presa de unos temblores y cayó al suelo mientras echaba espumarajos por la boca, y la oscuridad que se reflejaba en sus ojos era como la oscuridad de las narinas de Krúpskaya. En ese momento, las retorcidas letras hebreas de las paredes se volvieron rojas como el fuego y alzaron el vuelo, formaron un enjambre alrededor de la cara de la mujer, por lo que sus facciones se oscurecieron, del mismo modo en que la ejecución de Fania Kaplan quedó velada por el misterioso rugido del motor de un automóvil (Málkov tenía miedo de que los transeúntes pudieran oír los gritos). Luego las letras desaparecieron por la boca de la mujer. Krúpskaya estaba sin habla. La mujer empezó a brillar más y más, hasta que la luz que emanaba fue tan blanca y pura como una página de la Tora.

Se levantó y se acercó a Krúpskaya, que, poseída por un extraño impulso, la besó en la boca, de modo que ambas bebieron una de la otra, por fin.

Entonces, con una voz tan suave como el encaje de los escaparates rusos antes de que la revolución los desvalijara, dijo la mujer: La he contemplado, le he rezado y he restaurado su gloria con el poder de la rectitud. Está usted libre de toda culpa. Pero en cuanto a mí, ahora que la he contemplado, voy a morir seguro.

¿Quién es usted?, le preguntó Krúpskaya, apretándole la mano.

Si se lo dijera, ¿haría eso que se apartara de mí?

¿Quién es usted?

Soy usted. Me he convertido en usted. Me he entregado por completo a usted. ¿Y ahora qué hará? Es inocente y perfecta, de modo que puede hacer lo que quiera.

¿Quién es usted?

Soy incognoscible, susurró la mujer. Soy nada.

12

Tras pasar junto a las bayonetas pétreas de los chekistas irónicamente educados dispuestos frente a los muros del Kremlin, subió tres largos tramos de escaleras, apretando sus manos temblorosas. Su adoradora había bebido de ella el beso de la iluminación, pero ¿quién puede iluminar a Dios en sí? Krúpskaya se sentía como si estuviera atrapada en un círculo de fuego.

Ayer hablábamos sobre legalizarlos; ¡hoy los arrestamos!, oyó decir a Volodia con aquella risa alegre tan típica de él. Así es como se ataja la contrarrevolución...

Poco después, la camarada Angélica BalabanofF fue a hacerle una visita. Cuando sacó el tema de la ejecución de Fania Kaplan, se dice que Krúpskaya rompió a llorar.[*]

13

Tal vez la parábola debería finalizar aquí porque en sus últimos años Krúpskaya compartió una escasa hermandad con ambas Fania Kaplan. Predicó, dio conferencias, viajó, creó escuelas, y durante todo ese tiempo permaneció encantada, aunque ella fuera incapaz de admitirlo, por el viejo lema de los narodniks «Yendo con la gente».—¡Bueno, de modo que aún se parecía a los asesinos de su marido! ¿Cómo vamos a acabar ahora?—. Escribió austeros ensayos sobre pedagogía. (A Krúpskaya le encantaban los niños y la habría hecho muy feliz dar a luz al suyo. Pero Volodia ya estaba embalsamado en el mausoleo al que ella se había opuesto.)[*] En sus escritos recurría con frecuencia a esta expresión: «La tarea que tenemos ante nosotros...». En los años en los que su partido asesinaba ucranios a millones, un camarada, del que, de otro modo, no habría quedado constancia, le contó la historia de un pobre niño al que le gustaba dibujar flores, pero que había nacido con una parálisis de cintura para abajo, por lo que tenía que quedarse siempre en casa y a duras penas tenía la oportunidad de ver plantas reales; como de costumbre, Krúpskaya se echó a llorar; quería hacer algo. ¿Y qué derecho tengo a menospreciar esos llantos? ¿Acaso no hacía acopio de bondad y buen juicio para usarlo contra sus adversarios? —Desde el punto de vista cabalístico, ahora poseía una cierta afinidad con la letra «yod», que semeja una bala deformada extraída de un cadáver y que significa, principalmente, praxis. En resumen, siguió la línea correcta ya que siguió siendo digna de la experiencia suprema. Los reclusos le decían: Me tratan bien...—. Antes de la muerte de Volodia, ella ya se dedicaba a transmitir directrices en las que exigía a las bibliotecas que eliminaran libros indeseables, incluidos los éxtasis nocivamente superficiales de los tolstoyanos. Culpe a Volodia si quiere. Fueron sus instrucciones las que obligaron hace tiempo a Krúpskaya a romper su relación con los narodniks, cuyas imprentas publicaron, con un tipo ilegal, sus ensayos escritos con tinta invisible en la cárcel. Así pues, ¿fue Volodia el elemento clave de su sumisión? ¿O, sencillamente, fue su falta de confianza intelectual en sí misma lo que la convenció siempre de que aún sabía demasiado poco para prestar un sacrificio por cuenta propia?

Cuando empezó la nueva oleada de «represiones» en 1928, los campesinos, que la adoraban, le mandaron muchas cartas en las que le pedían que salvara a sus familias de la dekulakización, el exilio y la cárcel. Ni tan siquiera podía responder a todas. Krúpskaya se decía a sí misma: Mi lectura personal de estas palabras es irrelevante. Hay que salvar la Revolución. El éxtasis había desaparecido. Ya no albergaba la esperanza de escribir en el Libro de la Vida, ni de ser la editora de Lenin; lo único que le quedaba era leer en voz alta todo lo que cayera en sus manos. En 1936, la encontramos escribiendo en apoyo de los juicios con fines propagandísticos de Stalin que muchos de sus antiguos compañeros de armas merecían que les pegaran un tiro como si fueran perros rabiosos (un tópico rebuscado de la época). Por aquel entonces se había convertido en una babushka triste y de cara redonda, en una buena kotntnunistka que miraba el mundo lentamente. A veces oía susurros que le decían que Fania Kaplan aún estaba viva. Ella se tragaba con toda la credulidad esos rumores, que se le presentaban como ofrendas.

Superior en su destino a la asesina asesinada, escapó incluso de los juicios con fines propagandísticos. El rumor de que Stalin la envenenó no merece crédito alguno. Murió de arteriesclerosis en 1939,[1] lo que me parece una enfermedad, por extraño que parezca, muy apropiada para alguien cuya vitalidad y espontaneidad se habían endurecido con el paso del tiempo. Stalin fue uno de los destacados personajes que llevó su urna funeraria hasta el nicho que la aguardaba en el muro del Kremlin. imagen

cap-7

MOVILIZACIÓN

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A menudo, he podido comprobar conmigo mismo que mi voluntad ha tomado una decisión antes, incluso, de que haya acabado de pensar.

BISMARCK (c. 1878)[1]

1

En la época del kaiser, varias cruces de hierro pendían de la Puerta de Brandenburgo y se organizaban desfiles de caballos blancos y de oficiales prusianos cuyas inmensas botonaduras de latón brillaban intensamente. (Al principio, a los rusos les daba igual; el zar y el kaiser eran primos.) Tras nuestras espectaculares aventuras en Francia, habíamos empezado a superar el temor humano a la muerte e, incluso (en algunas noches muy calurosas), a hablar entre nosotros sobre el destino. Uno de los presentes en la cervecería se levantó de un salto y proclamó a gritos que ese iba a ser el año en el que empezaría nuestro siglo de una vez por todas, con catorce años de retraso; ¡aquellos catorce años perdidos no importaban porque nos quedaban mil más por delante! Y nadie se rió. Al cabo de poco estábamos todos en la calle. El aroma de los tilos en julio, el resplandor de los ríos, las promesas del kaiser y la perfumada humedad que desprendían los pechos de las mujeres se disolvían y entremezclaban para formar una solución supersaturada cuyas moléculas se diseminaban, se encaramaban a los tilos, abrían las alas, y luego, incapaces de permanecer solas más allá del límite de saturación, se unían de nuevo a los lemas cristalinos del kaiser.

Una generación antes, el canciller de Hierro había comentado: «Siempre he encontrado la palabra imagen en labios de aquellos estadistas que quieren algo de una potencia extranjera a la que jamás se lo atreverían a pedir en su propio nombre».[2] Y, así, el kaiser, que inauguró un siglo de honestidad perfecta, se divorció de la palabra «Europa». Dijo «Alemania». De pronto, los grandes almacenes de Berlín se convirtieron en lugares tan espaciosos y con tanto cristal como los invernaderos. Las esferas de reloj que los coronaban abrieron sus manecillas doradas para abrazar un futuro de verano imperecedero.

El kaiser gritó: «¡Alemania!». En las paredes exteriores del Zeughaus, los cascos de piedra que, durante casi dos siglos, habían hecho sombra obedientemente a otros tantos cuellos de piedra cobraron vida. En la oscuridad de cada casco, gotas de entusiasmada humedad se esforzaban por convertirse en águilas.

2

La mayoría de las figuras aladas de los puentes de Berlín han alzado el vuelo ya que ciertas cosas salieron mal en Europa, que debía convertirse en Alemania; de hecho, los errores maduraron y se transformaron en bombas, por lo que nuestros ángeles huyeron o acabaron hechos añicos. Pero incluso ahora (escribo esto en el año 2002), Berlín sigue siendo la ciudad de las águilas; y en 1914, cuando todo empezó a suceder, podíamos presumir, si se me permite decirlo, de una ciudad embellecida hasta la perfección gracias a esas regias aves de la guerra, que nos inspiraban a la vez que nos protegían, a veces se disfrazaban de deidades aladas sobre columnas —pienso en la Victoria dorada que aún flexiona sus alas encaramada al falo triunfal de la Siegessáule—, a veces protegían nuestros muertos, como hace, por ejemplo, el águila negra en oro que hay sobre el antiguo palio de Ana Isabel Luisa, la hija del margrave.

En la época de Hitler aún creíamos lo bastante en los libros como para quemarlos. Imagínese, entonces, cuánta vida podía conferir nuestra fe a las efigies de piedra de águilas en los tiempos del kaiser, ¡cuando las creencias sí que significaban algo! El tiempo aún no había quemado la Puerta de Brandenburgo hasta teñirla del color de la tierra. Ninguna de las personas de las viejas fotografías estaba muerta, ¡ni una! Los sauces verde pálido se inclinaban sobre el agua, llevados por el ansia de casarse con sus propios reflejos para, de ese modo, completar el círculo de la eternidad; varios lo consiguieron. En los puentes y columnas, las águilas chillaban. Nuevos átomos de humedad se alzaban para convertirse en águilas.

3

Ahí apareció nuestro kaiser, con brío y firmeza; era un hombre más adusto que una estatua de Bismarck en una cripta; su alma era un sarcófago de decorado con dragones lagarto dorados y caras boquiabiertas que se amalgaman con un fondo negro de bronce. Apareció con uniforme, con su cruz de hierro y su fajín negro, por la puerta de una cripta situada entre dos columnas coronadas por un par de ángeles-águilas. Había estado en íntima comunión con la efigie funeraria del kaiser Federico III, el féretro dorado de Federico I. Apoyó una oreja sobre el mármol y oyó gruñir: «Alemania».

¿Quiere saber más? Bajo ese féretro, el mármol era atravesado por un ingenioso túnel. Ahí es donde empezaba el secreto; más abajo se volvía de alto secreto. Era ahí donde siempre sudaba la piedra y los túneles dejaban de bifurcarse; solo había una opción. El hondo pasadizo acababa en un nicho, en una de cuyas paredes se había incrustado un medallón para siempre (es decir, hasta 1945). ¿Con quién guardaba parecido? ¿Con quién iba a guardarlo sino con él, aquel que había obtenido el beso de la paz del Papa cuando toda Europa estaba contra nosotros, aquel que envió nuestros primeros tentáculos de hierro hacia el este eslavo, aquel que había iniciado la Tercera Cruzada? Oh, sí, era la cara redonda, cruel y de pájaro de Barbarroja bajo esa corona achaparrada; tenía unos ojos protuberantes; en la mano, un manojo de puntas de lanza; nos miraba a todos desde su disco-moneda pesado y redondo. Y, así, el kaiser se acercó hasta él. Se arrodilló y pegó la oreja contra la cara de Barbarroja, como hacemos nosotros con los teléfonos. Y Barbarroja dijo con un suspiro que no fue ni bronco ni líquido: «Alemania».

El kaiser se levantó. Ahora tenía «Alemania» en los labios. Iba a pronunciar «Alemania».

En espera de sus palabras, los hombres que estábamos en la cervecería nos preparamos para lanzar los sombreros al aire. Habíamos traído a nuestros hijos, esposas y madres de aspecto marcial, todos con una mirada inexpresiva, serenos y fuertes, los niños protegidos por las manos de sus madres, las madres al abrigo del perfil dorado de Federico I que, a su vez, era sostenido por unas águilas amenazadoras y horripilantes.

Nuestro kaiser empezó a hablar. Cerrando el puño enfundado en un guante blanco, dijo que como pueblo valientemente honesto que éramos, debíamos cumplir con nuestra promesa a los austríacos y castigar a los serbios; que eso significaba emprender la guerra contra Inglaterra y Francia; que como Rusia se negaba a mantenerse imparcial en la cuestión serbia, la única opción correcta era declararle también la guerra a Rusia.

Entonces el kaiser gritó «¡Alemania!», y antes de que pudiéramos agitar los sombreros, todas las caras de medusa adormiladas que nos habían mirado con odio desde la creación de Berlín, que fue la creación del mundo, se despertaron. Tenían ganas de guerra y de aventuras. Dentro de muy poco nuestras chicas vestidas de blanco se estarían despidiendo de las tropas que partirían en tren.

En el Schlossbrücke, una diosa alada sostenía a un guerrero desnudo y moribundo sobre un águila que estaba a punto de comerse una serpiente. Su carne era de piedra, pero ahora la serpiente se retorcía, el guerrero gemía, la diosa se reía, ¡y el águila chillaba! En la catedral de Berlín, una inmensa águila blanca, maciza y amenazadora, con una cola ancha, se había hecho pasar por ángel durante siglos. También empezó a chillar, agitando las alas hasta que hizo volar todas las postales del pequeño quiosco que había fuera. Las vidrieras de colores de la iglesia refulgían de amarillo. Entonces, los cañones de plata del órgano empezaron a disparar; notas musicales de oro y plata surcaron el aire; y junto a mí, un hombrecito pálido, a buen seguro un vagabundo, despeinado y con un bigote oscuro y trapezoidal, empezó a dar saltos, sonriendo al mundo con ojos de sonámbulo. Era el mismo que había dado un salto en la cervecería. Me agarró la mano y gritó: ¡Los he visto! ¡Los he visto cobrar vida! Ha ocurrido cuando el kaiser ha dicho «Alemania»...

Era un hombrecillo ridículo. Pero echó la cabeza hacia atrás para gritar: «¡Alemania!» y su grito ahogó el del kaiser; es más, a medida que se alejaba se hacía más fuerte, y cuando dejó atrás el museo egipcio y el castillo Charlottenburg, era tan fuerte que nos estallaron los oídos y dejamos de oírlo. Y entonces, enredaderas y parras de fuego empezaron a alzarse para ocultar Europa, como hicieron en la música del fuego mágico de Wagner. imagen

cap-8

MUJER CON NIÑO MUERTO

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Una novia llora hasta el alba; una hermana llora hasta que consigue un anillo de oro; una madre llora hasta el final de sus días.

Proverbio ruso[1]

1

Berlín 1914, la muchedumbre gritó y agitó los sombreros cuando se anunció la movilización, esa fue su época, la época de las águilas. En una ocasión había conocido a Rodin. Ese mero hecho es una prueba de lo mayor que era en esa terrible y nueva Europa.

A instancias del kaiser, invalidaron su propia decisión y, al final, no le concedieron la medalla de oro; resulta que, además de ser mujer, tenía opiniones izquierdistas.[2] Ahí estaba ella, de pie; a pesar de su pelo cano aún ofrecía un aspecto joven vestida con una bata pálida, sus muñecas enfundadas en unas mangas blancas y cruzadas sobre la oscuridad, altiva y furiosa en la derrota. Karl enfureció por ella, luego le llevó flores. Y ahora el kaiser había huido y no regresaría jamás. Su Alemania conocida, odiada y adoradora de héroes había muerto con sus héroes, después de lo cual las águilas dejaron de chillar, fingiendo ser de piedra de nuevo. ¿Qué iba a ser de nosotros ahora? Su única esperanza era el socialismo mundial.[3]

Los niños rusos jugaban con la cabeza caída de la estatua de Alejandro II; los niños alemanes suspiraban por un salvador. En cuanto a ella, seguía dibujando a vuela pluma esos carteles tan crudos en los que aparecían hombres enfermos, madres desesperadas, niños aterrorizados y hechos un ovillo mientras el esqueleto se preparaba para atacar. En cierto sentido, la serie de los Tejedores había sido la obra de toda su vida. En otro sentido, la obra de toda su vida era la iteración y reiteración de una única imagen, que alcanzó su expresión final en la obra en la que ella se encontraba de pie ante una mujer a la que había tallado en piedra, la miraba a la cara —su propia cara— mientras lloraba y le acariciaba las mejillas de granito.[4] Eso aún no había sucedido. En ese momento no podía dejar de pensar en la paciente de Karl, frau Becker, que no paraba de perder hijos; cinco de los once ya estaban bajo tierra. Frau Becker hablaba del tema como si nada tuviera que ver con ella: los mayores se habían muerto, y los pequeños siempre regresaban.[5] Käthe hizo, en su honor, otro grabado de una madre con un hijo muerto. Resulta extraño pensar que en el pasado se hubiera encontrado sin nada que hacer...

¡Mira! ¡Banderas rojas en Unter den Linden! Gritaban los soldados; ¿quién sabía qué iban a hacer? Karl le había suplicado que se quedara en casa, pero ella no habría soportado perderse algo así. Estaba en la Puerta de Brandenburgo cuando tiraron sus escarapelas al polvo. Peter los habría imitado, estaba convencida de ello.[6]

Luego, desde la ventana de la cancillería del Reich, herr Scheidemann proclamó la república. Daba igual que lo único que quisiera fuera impedir que Liebknecht extendiera la revolución de Lenin; ¡demos gracias a Dios por el resultado! Eso hizo chillar a las águilas, por supuesto, pero los vítores de la multitud las ahogaron. Ella llegó corriendo para presenciar la escena, aún vestida con la bata pálida que llevaba en su estudio; la idea de fraternidad humana la llevó hasta allí. ¡Una república en Alemania! Estaba muy feliz. Y entonces, furiosa consigo misma por haberse sentido feliz, recordó la primera victoria de la guerra de Peter, el 11-8-14 fue cuando recuperamos Alsacia-Lorena para el Reich; incluso los socialdemócratas quedaron hipnotizados por el 11-8-14; descargamos una lluvia de rosas sobre nuestros soldados cuando desfilaron por la puerta de Brandenburgo, e incluso la familia del doctor Karl KoUwitz colgó la bandera imperial del balcón;[7] no lo habían hecho en su vida, y no volverían a hacerlo. ¿Quién celebraba el 11-8-14 ahora? Hacía tiempo que Alsacia-Lorena había vuelto a manos de los franceses, y nuestros soldados, los mismos que la habían conquistado para nosotros, ahora pasaban hambre o estaban mutilados o formaban una línea de cadáveres pegados unos a otros en una zanja. Tan solo un instante antes se había sentido feliz por la república de Scheidemann, ¿y por qué? Al otro lado de la calle, un hombrecillo loco con bigote agitaba el puño hecho una furia, dando patadas en el suelo como Rumpelstilzchen,[8] mientras que junto a ella una multitud de trabajadores no paraba de cantar la Internacional.

El hecho es que el año anterior, cuando llegaron noticias de la Revolución rusa, ella lloró de alegría. No se avergonzaba de esas lágrimas y jamás lo haría.

¡Y ahora una república! Aquello era algo magnífico...

Volvió corriendo a casa para decirle a Karl que teníamos una república. Él la alzó en el aire, preso de la alegría. Y luego se fue la electricidad.

Los trabajadores del ferrocarril atacaban de nuevo; las tropas vigilaban los puentes, cada soldado con su granada de mano. Aquí la policía llegó con el repiqueteo huero de los cascos de los caballos; una hilera de Minna verdes aguardaban para llevarse a los prisioneros. Y los espartaquistas fueron derrotados; era la vieja historia; la gente cantaba «Deutschland, Deutschland über alies».

La misma canción que entonaron cuando Peter y Hans partieron con sus regimientos. Ella recordaba la bandera de Peter colgada del balcón, los himnos que llegaban del campanario, y luego «Deutschland, Deutschland über alies».[9] ¡Qué jóvenes eran entonces! Y antes de eso, cuando era pequeño, Peter les gritaba «¡Hurra!» a los zepelines.

Ella le preguntó a Hans si lo recordaba, y él asintió en silencio. Hans vivía por su cuenta, en el cuarto piso.

Oyó disparos en las calles. Karl estaba en la ciudad; no sabía dónde estaba Hans.

El día en que ella votó por primera vez en su vida debería haber sido una ocasión feliz; pero el día anterior escribió en su diario: «Asesinato vil e indignante de Liebknecht y Luxemburgo».[10] Todo cambió en su república para siempre, del mismo modo en que había cambiado en su corazón cuando recibió la noticia sobre Peter. Después de vivir durante tantos años sobre la consulta de Karl y de oír, en ocasiones, los quejidos de sus pacientes a través del suelo, ella tenía la sensación de que el sufrimiento de los demás la oprimía con más fuerza; como artista, como izquierdista, como alemana y como ser humano, por encima de todo, como madre de Peter, no podía evitar sentir aquello aunque lo hubiera intentado. De modo que no solo se imaginó los últimos momentos de los dos mártires; los experimentó. (Asimismo, Karl lloró cuando lo oyó.) Al cabo de nueve días, Liebknecht fue enterrado, junto con treinta y ocho personas más. «Para Rosa Luxemburgo un féretro vacío cerca de Liebknecht.»[11] Tiraron a Rosa al Landwehrkanal.

El relato de la tumba vacía de Pascua la perseguía. ¡Ojalá pudiéramos dejar la muerte atrás! ¡Oh, cuántos sueños tenía! Los escribía en su diario; se los contaba a Karl y a su hermana Lise. Intentaba no torturar a Hans con ellos; no habría sido justo. La tumba ocupada era peor, mucho peor; por otro lado, ¿cuántas veces en toda su vida había encontrado la lápida a un lado, el esqueleto despojado de su presa? La mejor esperanza que podía albergar uno era la república de Scheidemann. Bajo esas condiciones, ¿no era un monumento vacío lo peor de todo? El ataúd de Rosa Luxemburgo no estaba vacío porque hubiera resucitado, sino porque había desaparecido. Eso era lo que hacían los asesinos entonces, cuando...

Esculpió los dolientes en claroscuro sobre el féretro blanco como la nieve de Liebknecht, cada golpe de escoplo sobre las caras grabadas parecía un músculo bajo una capa de carne desollada. Los comunistas le dijeron que no tenía derecho a hacerlo porque no era una de ellos. Pero la familia le había pedido que fuera. Pusieron rosas rojas en la frente del cadáver para ocultar los agujeros de bala. Fuera, los derechistas cantaban «Heil Dir im Siegerkranz».

Liebknecht no fue el último. La situación devino casi insoportable aunque, por supuesto, no podía compararse con la guerra mundial. Si se piensa bien, ¿qué podía hacer ella salvo trabajar y echarse una siesta de vez en cuando en la habitación de Peter cuando Karl no estaba allí para que le hicieran daño? Lo que él siempre quiso de ella fue una intimidad cada vez mayor sin límite. Ahora se había dado cuenta de que ella nunca había deseado eso, jamás. No había espacio.

Los trenes de Berlín seguían cruzando como un rayo los puentes de acero; los barcos de Berlín seguían perforando debajo de ellos. Nuestros exhaustos veteranos de primera línea seguían reuniéndose; ahora se hacían llamar Viejos Combatientes a pesar de que la mayoría rondaba la veintena. Derechistas e izquierdistas se mataban unos a otros, llevados por su ira.

Fue a la morgue y contó hasta doscientos cuarenta y cuatro cadáveres asesinados, desnudos tras el cristal, con la ropa subida a la altura de la barriga. Oía llorar a la gente que amó a aquellos muertos. Se dijo a sí misma: Oh, qué lugar tan, tan deprimente...[12] Luego se fue a su casa, en la Weissenbürgerstrasse, para grabar en lágrimas y pintar con sangre lo que había visto. La guerra mundial, por supuesto, había sido peor; jamás debía olvidar eso.

Otro de los hijos de frau Becker había muerto. Karl dijo que no se pudo hacer nada, dadas las condiciones en las que tenía que vivir la familia. De hecho, él se emocionó. Daba la sensación de que ni tan siquiera los que aún estaban vivos crecían mucho. Ella recordaba lo mucho que creció Peter al cumplir catorce años...

Podía oír cómo lloraba frau Becker en la consulta de Karl. Él debía darle un sedante. Luego regresó el aprendiz del tendero, aunque por entonces ya era casi medianoche; lo oía toser; y la atmósfera de la consulta de Karl, húmeda a causa de las lágrimas y el esputo, empezó a filtrarse en su habitación. Iba a hacer otro grabado en madera de frau Becker, pero no ahora, porque no tenía fuerzas. A veces se le entumecían los dedos y sus obras se resentían; deseaba sentir. Pero cuando recuperaba la sensibilidad, a menudo se apoderaba de toda ella, y entonces solo podía llorar o mirar al suelo. Entró en la habitación de Peter y cerró la puerta. Ahí se sentía en paz.

Hace muchos años, Karl y ella tuvieron una discusión, por lo que ella durmió sola. Luego Peter, que era muy pequeño, tuvo una pesadilla y fue corriendo a su cama. En cuanto lo abrazó, todo el desconsuelo que sentía se desvaneció. Aquello ya no ocurría, desde luego. Oh, se sentía cansada, ¡muy cansada! Aún no era tan vieja como para sentirse cansada. Se dijo a sí misma: Trabaja.

Trabajó sin hacer referencia al furibundo protocubismo de aquellos años, el pasado clásico y figurativo estaba tan muerto como el Segundo Reich en sí, ¡muerto, muerto!; tan muerto como los funcionarios zaristas que se habían hundido bajo los terrenos llenos de hierbajos y embarrados para que el partido de Lenin y Stalin pudiera desfilar sobre sus caras en descomposición. Desde 1912 había reservado una habitación de Siegmundshof para las artes plásticas. Era ahí donde pensaba crear a la mujer de luto de piedra. Principalmente esculpía, hacía grabados y pintaba en ese piso de la Weissenbürgerstrasse. Eran los años en los que las figuras de los cuadros de los demás eran cada vez más planas, más estridentes, más distorsionadas, los colores le hacían daño aunque le gustaban algunos de los jinetes caligráficos de Kandinsky. Las caricaturas desesperadamente furiosas de Grosz, la amargura radiográfica de Otto Dix, por no mencionar el constructivismo abstracto; no se dejaba llevar por esa corriente. Käthe Kollwitz seguía pintando a gente pobre, hambrienta (figuras blancas en campos oscuros, tiza oscura sobre papel Ingres marrón), mujeres violadas, madres con hijos moribundos. Al final se dibujaba casi únicamente a sí misma, su cara simiesca y afligida pensando y padeciendo. Ella también era una madre con un hijo muerto.

2

El hijo murió al cabo de poco. Fue el primero de su regimiento en morir. Falleció inocentemente, como nuestro héroe alemán Sigfrido, que en las crónicas latinas, los poemas épicos nórdicos, los poemas y canciones alemanes muere una y otra vez, invencible en el frente, apuñalado por la espalda. (Goethe era el escritor favorito de ella, a buen seguro porque no fue un hombre feliz.) Él nunca vio cómo se le acercó la muerte porque esta siempre fue provocada por una máquina; ¿cómo hubiera podido luchar contra ella?

(La gente olvida que Hagen, el hombre que asesinó a Sigfrido, también era alemán. Tenía sus motivos. Esta era la guerra de Sigfrido. La próxima sería la de Hagen.)

Tras la primera angustia, el período de soledad que aún le quedaba por atravesar a ella, demasiado fuerte o demasiado débil para suicidarse, era tan inmenso como la entrada de la guerra en nuestra Grosser Brockhaus de 1935: cuarenta y siete páginas, diez tablas, doce mapas a todo color, fotorretratos de nuestros héroes alemanes.

3

Tal y como he dicho, ella vivía en la Weissenbürgerstrasse con Karl, en un barrio cuyos pilares de tejados rojos y varias plantas encerraban patios húmedos para los trabajadores pobres. Vivió ahí durante cincuenta y dos años, en los que llevó a cabo tareas como la litografía Caídos (1921), que representa a una madre que se lleva las manos a la cara presa de un profundo dolor, con sus hijos reunidos a su alrededor, desconcertados, preocupados, afligidos, que se estiran para alcanzarla y para que ella les proporcione un consuelo que, en ese preciso instante, no puede ofrecerles. La niña del fondo, que parece agarrar una muñeca, la mira con la misma cara blanca con puntos negros de ficha de dominó de tantos otros niños muertos. Luego llegaron las viudas, y más madres afligidas; podría haber constituido un tema. Eso ocurría dentro. Fuera, la policía seguía llevándose a los huelguistas en los Minna verdes. Los trabajadores seguían en huelga. En su honor grabó en una lámina de cobre las arrugas, hilos y sombras de los pantalones de los prisioneros apiñados tras la alambrada. Lo imprimió y lloró para siempre unas lágrimas trémulas y brillantes de tinta. Los pájaros del Tiergarten, la luz del verde verano del Tiergarten, ella no tenía nada de eso. Tenía negrura.

A veces compraba esperanza en los pequeños quioscos de prensa que se montaban entre los puestos de flores; quería estar informada de lo que acontecía en Rusia. ¿Por qué no iba a tener aún esperanza?

Sin embargo, el putsch de Kapp, cuando Berlín se quedó completamente a oscuras, y luego los combates callejeros entre huelguistas y miembros de los Freikorps con esvásticas, los tiroteos y los gritos, siguió y siguió. Tras la guerra mundial, cabría imaginar que la gente habría aprendido algo. Obviamente, ¿cómo no iba a ser así? Ella tenía cuatro años cuando los alemanes alzaron sus espadas, tras obtener la victoria, en el salón de los espejos de Versalles; era eso lo que aún querían los alemanes. A veces se sentía muy cansada; aquello no tenía principio ni fin. Karl se había convertido en un socialdemócrata; tras el asesinato de Luxemburgo y Liebknecht, él dijo que había llegado el momento de ser realistas, sobre todo en la república de Scheidemann. Käthe no se lo discutió. Ella se sentía más comunista que socialdemócrata, y hacía litografías para los comunistas porque estos se mostraban más activos y enérgicos. De todos modos, Karl siempre había sido una persona «realista». Unas semanas después de recibir el telegrama sobre Peter, el regimiento de Hans fue enviado a una zona donde había tifus. Karl propuso escribir al Ministerio de la Guerra para desaconsejar esta decisión por motivos médicos. Cuando Käthe, contenta pero aun así sorprendida de que se atreviera a emprender una tentativa tan vana, le preguntó en qué demonios estaba pensando, él le contestó, casi con maldad, pensó ella posteriormente: Tú solo tienes fuerzas para el sacrificio y para desprenderte de cosas, no para nimiedades o para estar al corriente de algo.[13] A pesar de que Karl tenía la cara más huesuda y menos pelo, apenas había envejecido. La melena de Käthe, sin embargo, era una mata de canas.

En las primeras horas del invierno, cuando oyó enfrentamientos en la calle, su dolor por Alemania se entremezcló con aquellos sueños recurrentes que tenía y en los que Peter aún estaba vivo; en ocasiones, él y Hans estaban juntos en el campo de batalla; ella intentaba ayudarlo a averiguar lo que debía hacer para evitar que volvieran a pegarle un tiro.[14]

4

Él cayó el 22-10-14, en Flandes, diez días después de que empezara su guerra. Fue el primero en morir de su regimiento.

Peter era el voluntario. El otro hijo, Hans, al que apenas conocía, sobrevivió, por supuesto. Él pudo ver más allá de la guerra, su esqueleto de política. Posteriormente se hizo médico, como Karl. Siempre fue realista.

5

Karl no concedió permiso a Peter para ir, por lo que este acudió a su madre.[15 ]Käthe nunca llegó a comprender cómo su hijo logró que superara sus miedos, pero lo consiguió, tras lo cual su padre, como era habitual, obedeció a su mujer.

Luego llegó el telegrama: IHR SOHN IST GEFALLEN.[16]

Su amigo Liebermann le dio este consejo: Trabaja.

6

Al haber sido criada por una madre perfecta e intocable, ella estaba predestinada —de hecho, la trajeron al mundo— para ser igual y, al mismo tiempo, emanar una sensación maternal secreta y generosa. Y entonces, de una nube negra azabache, los brazos largos y grises de la muerte se estiraron para recoger a su hijo de entre la cosecha de inocentes niños. ¿Cuántas mujeres hemos visto marchitarse porque no pudieron dar todo el amor que albergaban en ellas? La Gran enciclopedia soviética, que la critica de forma favorable, explica que Käthe «percibió la primera guerra mundial a través del prisma de la tragedia personal, que impuso un tono sombrío y expiatorio a su obra creativa». De ahí sus figuras enloquecidas que bailan boquiabiertas alrededor de la guillotina; de ahí esos brazos alargados y de músculos estriados que se alzan al cielo llevados por el dolor y la furia.

Durante gran parte de la década siguiente, diseñó carteles para el Partido Comunista alemán. Entretanto, no dejó de hacer aquellos autorretratos simiescos y afligidos; hizo la enésima xilografía de una madre que grita y sostiene a su hijo muerto en brazos, mientras otras madres se reúnen tras ella en la procesión hasta la tumba.

7

El mito según el cual la muerte de su hijo sirvió de inspiración para su obra se ha explotado con gran facilidad. Por ejemplo, Muerte, madre e hijo data de 1910, cuando a Peter aún le quedaban cuatro años de vida. Formalmente se asemeja al boceto en tiza del año anterior, titulado Adiós: la madre aprieta la cara de su hijo, adorable, blanca como la leche y realista, contra la suya, mucho más grande y gris, que, en su dolor, parecía desintegrarse en la mancha negra, negra que había bajo ella. En 1903, tanto en su Pietá como en su Madre con hijo muerto, invirtió las posiciones y la madre sostenía el pequeño cadáver por arriba, reposando su cabeza sobre el pecho mientras la cabeza del hijo colgaba inerte, los labios ligeramente abiertos en la cara blanca. Ese mismo año hubo otro Madre con hijo muerto, este casi blakeano en el primer plano de la pierna, el pie y los dedos; la madre estaba sentada con las piernas cruzadas, una rodilla levantada, la cabeza inclinada sobre el hijo, cuya forma, envuelta en un borrón fálico, se fundía con la suya; la oreja de la madre, su frente arrugada y un ojo hundido estaban ahí, pero de un modo descompuesto y enfurruñado típico de los embriones y las obras de arte no acabadas; el kaiser no habría visto ninguna virtud en esto.

En 1911, Peter crecía muy rápido pero seguía estando por debajo de su peso ideal; leía el Nuevo Testamento en griego e iba corriendo a ver zepelines; mientras, su madre finalizaba su Madre en la cama de un hijo muerto, de nuevo la cara blanca, blanca, esta vez parecía casi una calavera, las sábanas burdamente sombreadas, y luego la cara de la madre, oscurecida por el fondo negro, con la llama de una sola vela que brilla tristemente tras ella; sus dedos oscuros y pesados se estiran para acariciar la mejilla blanca; las profundas y oscuras órbitas de sus ojos parecen tener fibras musculares, como las de un cadáver diseccionado. El amor y el dolor lentos que KoUwitz ha superpuesto a la ordinariez casi reptil del cuerpo vivo, dan lugar a algo sencillamente horroroso. Al cabo de poco hizo otra versión del grabado Madre e hijo muerto, esta vez titulado Tod und Frau um das Kind ringend (1911), la cara medio abierta del niño destaca en una cara algo más oscura, mientras que la de la madre es, proporcionalmente, más clara, por lo que las dos rendijas negras de su boca y su ojo destacan sobremanera; en este caso también aparece la muerte, un esqueleto blanco cuyas órbitas redondas miran a madre e hijo con una sensación a medio camino entre la curiosidad y el regocijo; jirones de carne, que tal vez ocultan las costillas, la unen a las dos formas a las que ha empezado a separar. Pasaremos por alto variaciones como Muerte y mujer, en la que el niño lucha con todas sus débiles fuerzas para evitar que la muerte se lleve a su madre; supongo que se hace la idea.

Cuatro años antes de la guerra mundial y dos años antes de que el kaiser ordenara la retirada de su cartel, en el que exigía la construcción de parques en los edificios de apartamentos (una niña triste junto a una pared, con un bebé enfermo en brazos; tras ellos, el cartel dice PROHIBIDO JUGAR), escribió en su diario: «Hoy he empezado a trabajar en la escultura Mujer con niño muerto».[17]

8

A lo largo de varios años, se dedicó a observar por la ventana al mismo hombre enjuto que hacía muecas bajo su sombrero de copa. Jamás llegó a saber cómo se llamaba, pero llegó a reconocer sus pasos sobre los adoquines. Durante un tiempo, el hombre apareció acompañado por un chiquillo rubio con los ojos hundidos, pero este murió de tuberculosis, y luego también cayó enfermo el hombre; era uno de los pacientes de Karl, pero se negaba a decirle su nombre; se sentía muy avergonzado porque no podía pagarle. Quizá Karl lo había salvado; se mantenía con vida año tras año. Käthe, que acababa de ser madre, aún estaba trabajando en su serie de los Tejedores cuando lo conoció; aún estaba garabateando las finas y oscuras líneas de angustia sobre el papel marrón, dando vida a los pálidos niños, a las débiles figuras de negro, a la muerte. En una ocasión, debió de ser alrededor de 1895, el hombre enjuto se quitó el sombrero de copa para rascarse la cabeza, y entonces, justo entonces, cuando los ojos de él estaban a punto de cruzarse con los de ella, ella lo atrapó, hizo un esbozo de su cabeza en tres o cuatro segundos de lucha apasionada; sí, lo poseyó; ahora era suyo; su agonía ya no era en vano; se convirtió en uno de sus tejedores.

En 1921 dibujó un cartel para la Russenhilfe; quería hacer todo lo que estuviera al alcance de su mano para ayudar a los comunistas en su lucha contra la hambruna que asolaba a su país. Pero no se molestó en afiliarse al partido porque sus tácticas no la convencían. Hizo dos pares de manos que se alzaban con respeto para aguantar la cabeza de una persona eslava, alguien con el pelo oscuro y que tenía los ojos cerrados a causa de su extrema debilidad. Todos los proletarios enfermos a los que trataba Karl, cuyas historias eran tristísimas y que a menudo vivían y morían sin que nadie pudiera ayudarlos, Käthe los recordó cuando dibujó esa cara rusa. No, no todos ellos. Ese hombre del sombrero de copa, cuando pasaba bajo su ventana, transmitía una impresión tan dramática que ella tomaba su barra de grafito, pero aquel hombre poseía demasiada furia y muy poca debilidad. El hijo de frau Becker, el chico oscuro que había muerto el año pasado, Käthe recordaba aquellos ojos entornados que ponía cuando estaba a punto de morir. Ella lo introdujo en aquella cara eslava. Le echó un vistazo y se dijo a sí misma: Es buena, gracias a Dios.[18] Karl asintió, como hacía siempre.

Ella se sentó en la habitación de Peter y meditó acerca de la posibilidad de hacer una serie de carteles muy sencillos sobre Lenin. Pero cuando ella y Hans, por una casualidad, se pusieron a hablar de política, ella le dijo: Ahora mismo me interesan otros problemas, problemas humanos esenciales como la muerte.

Pero tu grabado sobre Liebknecht...

Con cierta severidad, Käthe le espetó: No soy la vieja Käthe Kollwitz luchadora y llena de odio.[19]

De hecho, permaneció tan inalterable como las malas hierbas veraniegas de color verde pálido y los árboles que había junto al agua, porque su angustia era tan fiable como los ladrillos ocres.

9

En 1922 dibujó la luna-cráneo de la muerte en la oscuridad sobre niños agachados que se convulsionan en concierto con nuestros millones de voluntarios encadenados del siglo; el título es Hambre, y he leído que esta imagen[20]mal reproducida en una monografía de segunda mano, permaneció a la espera durante décadas como una mina antipersona con el objetivo concreto de horrorizar a la hija de Shostakóvich, Galina; un día, cuando ella, que aún estaba soltera y se cree que estaba en Leningrado para asistir al estreno de la Undécima sinfonía de su padre, estaba rebuscando en los quioscos de libros de la avenida Nevski, la mina explotó: Galina, que estaba intentando encontrar un regalo para el santo de su hermano, abrió el volumen por accidente... Bueno, ¿acaso no es eso una tautología? ¿No es todo accidente un accidente? No exageraré; no afirmaré que la joven gritó; al fin y al cabo, había sobrevivido a la Gran Guerra Patriótica, a pesar de que no la recordaba toda; ¡había visto suficientes cráneos! De todas formas, tal era el poder de esta imagen que tuvo una pesadilla, y a la mañana siguiente, su famoso padre, que en ese momento se sentía algo angustiado, vio un atisbo de desdicha en la cara de su hija que le sentó como un puñetazo en el estómago; esta sensación, traducida de modo muy adecuado en el acorde Re-Re-Sch,[21] se abrió camino posteriormente hasta su Decimoquinta sinfonía y el impío Opus 110.

Mientras, el hombre del sombrero de copa paseaba tristemente bajo la ventana de Käthe Kollwitz.

10

En 1926, A. Lunacharski, que era a la sazón el comisario de Cultura de nuestro pueblo, le hizo el siguiente cumplido: «Aspira a lograr un efecto inmediato, le parte a uno el corazón desde el primer momento en que ve alguna de sus obras. Es una gran agitadora».[22] Fue el año en que acompañó a Karl a Roggevelde, para visitar la tumba de Peter por primera vez.

En 1927, se encontraba entre los miembros del jurado de la Academia Prusiana, aquellos ancianos de pelo corto y traje oscuro ataviados con bastones y sombreros de copa, con ambas manos aferradas a la estera de uno de sus grabados mientras que el hombre que había junto a ella, con el sombrero reposando sobre su panza, observaba respetuosamente la obra de arte.[23] Tal vez lamentaban que el kaiser no les hubiera permitido concederle la medalla de oro veintinueve años antes. Aquellos hombres le recordaban a Hans y Peter cuando eran pequeños, los dos pares de ojos mirándola por encima de los cuellos blancos que tanto odiaban. Aquella sala refulgía con una luz de privilegio celestial. Le entregaron un premio.

Tras la ceremonia, un caballero del Frente Nacional intentó hablar con ella sobre el papel místico de la maternidad, y el profesor Moholy-Nagy, recién salido de la Bauhaus, la reprendió por su última composición, otro grabado blanco sobre negro de una mujer y un niño que se dirigían hacia la muerte, ya que era demasiado estática y oscura.

Al fin y al cabo, dijo ella cansada, es una representación de la muerte.

Es una necesidad biológica básica, le endilgó Moholy-Nagy, que los seres humanos absorban color, que extraigan color.[24]

¿A qué se refiere con necesidad biológica?

Vivimos en una era gris.

Así que usted es triste, como yo.

¡No diga eso! Rechazo tajantemente la emoción.

Con toda la delicadeza de la que pudo hacer acopio (había mucha gente en la sala), le dijo ella: Todos hemos quedado heridos por los años de guerra. En su caso, tal vez tiene miedo de sentir porque...

El profesor Moholy-Nagy la interrumpió con ansias de venganza: La pintura tradicional se ha convertido en una reliquia histórica y está acabada.[25]

Ella le sonrió. Entonces, se volvió lentamente para recibir más felicitaciones de elitistas y militaristas, de aquellos que habían matado a Peter, y no solo a Peter, sino a todos los jóvenes equipados con cascos que, con el rostro pálido, avanzaron penosamente por trincheras en zigzag y atravesaron parajes infernales, caían doce de golpe, los jóvenes de piel ahumada con dagas que se arrastraban por túneles para matarse unos a otros, los jóvenes valientes que se precipitaban contra alambradas, fueron empalados y ahorcados ahí mismo hasta que el viento-bala los atravesó; o si tenían suerte pasaban a ser prisioneros bizqueantes, obligados a marchar entre líneas de franceses a caballo; entonces podían albergar esperanzas de volver a casa años más tarde, amargados, pobres y llenos de odio, listos para la siguiente guerra. Cuando ella no pudo soportarlo más, cogió el tranvía en dirección a la Weissenbürgerstrasse. Se fue a casa para estar con su marido, agotado por el exceso de trabajo, y cuyos pacientes le habían servido en muchas ocasiones como modelo de pobreza.

El hombre del sombrero de copa estaba fuera. Esta vez lo espió mientras conversaba con ese joven aprendiz de tendero tuberculoso que estaba cautivado con Hitler; Karl dijo que podía hacer muy poco por él; estaría en la tumba dentro de seis meses. Käthe le preguntó en una ocasión al chico por qué, qué tenía en contra de los judíos, por qué le deseaba más odio y guerra a Alemania. Este le contestó: Discúlpeme, frau Kollwitz, pero me gustaría defender alguna causa. Me gustaría tener algún objetivo.[26] Ahora ambos llevaban brazaletes con la esvástica. Tenía la sensación de que nunca los había visto tan alegres.

Ellos ni tan siquiera repararon en ella al principio. Luego la vieron. El hombre del sombrero de copa dijo: Bueno, bueno, es frau Kollwitz de nuevo.

Ella se dio cuenta de que, durante todos esos años, él también la había observado.

Ya había aguantado suficiente en la Academia Prusiana. No tenía nada que decirle.

Pero el hombre del sombrero de copa sí. Se le acercó un par de pasos mientras el aprendiz de tendero de rostro cenizo lo miraba con ojos brillantes, y le dijo: ¿Sabe cuál es la diferencia entre usted y nosotros, frau Kollwitz? Que somos optimistas.

Aquello la sorprendió tanto que se quedó casi sin respiración porque era cierto.

El aprendiz moribundo metió baza: No nos rendimos nunca. Incluso al final, todavía creíamos en la victoria.

Ella lo miró a la cara y le dijo: ¿Cree en ella ahora?

Sí, frau KoUwitz; nosotros, como mínimo, mantenemos la fe.

Ella subió corriendo a la consulta de Karl; la puerta estaba cerrada y se oían los gruñidos de un hombre. Necesitaba a Karl en ese instante, pero así eran las cosas. El último tramo de escaleras la dejó agotada. Abrió la puerta del piso y fue directa a la habitación de Peter.

Fue la noche en la que soñó que el hombre del sombrero de copa se acercó dos pasos, y dos pasos más, hasta que se convirtió en un dibujo que había hecho en el pasado, de una madre que coge a su hijo-soldado muerto cuando este cae de forma espantosa en sus brazos; fue a la mañana siguiente, temprano, cuando se despertó en los brazos de Karl, sollozando, cuando se dio cuenta de que la muerte se había convertido en una amiga; e iba a hacer un famoso autorretrato (número de catálogo 157) en el que la muerte la coge dulcemente de la mano. (Mientras el sonámbulo se reía ante el coronel Hagen: ¿No cree que eso es bastante judío?) Rufdes Todes, lo tituló. Esa mano que desciende en el momento adecuado para tocarle el hombro a la artista, ¿de quién era? No era un esqueleto, pero tampoco la mano de Peter. Su mano le resultaba eternamente frágil y pequeña, del mismo modo en que no era un hombre adulto, sino un niño bonito y desnudo. La mano de Rufdes Todes era pesada y vieja; tal vez era la de Karl; su tacto era familiar; apelaba a ella de modo que, cansada y en absoluto sorprendida, pudiera acompañar a su propietario para echarse y descansar en paz. Pero aunque la mano no fuera la de Peter, sí que se echó en la cama de Peter.[27]

11

Ese mismo año, en 1927, los pueblos fraternales de la URSS se prepararon para celebrar los éxitos del poder soviético. A pesar de Trotski, los kulaks y los monopolistas burgueses, ¡habíamos construido una democracia socialista! En concreto, la pauperización de las masas bajo el capitalismo, que nuestra estimada amiga K. KoUwitz ha reproducido de forma tan poderosa en su obra gráfica, se desvaneció para siempre, como las prostitutas de preguerra de la avenida Nevski. Es más, habíamos llevado a cabo esta hazaña del humanismo sin ceder terreno a la anaconda capitalista que nos rodeaba. En 1927, podíamos mostrarle al mundo una cadena ininterrumpida e irrompible de victorias. Fue el mismo año en el que un avión de nuestra serie R-3 cubrió el primer vuelo Moscú-Tokio-Moscú. En el frente musical, Shostakóvich aún no había caído en desgracia. Desde un punto de vista fotográfico y metalúrgico, nos defendíamos bien; en el frente educativo, casi habíamos acabado con el analfabetismo.

Así pues, para celebrar el décimo aniversario de nuestra revolución, se decidió invitar a novecientos cuarenta y siete delegados extranjeros, entre los que K. Kollwitz enseguida me vino a la cabeza:[*] K. Kollwitz, que se identificaba de forma tan sincera con la clase trabajadora —el kaiser la había calificado de artista visceral—; K. Kollwitz, que nunca se había afiliado al partido y cuya presencia en nuestro país supondría una prueba de nuestra amplitud de miras y de nuestra buena voluntad; K. Kollwitz, cuyos retablos teñidos por el dolor de los mártires-trabajadores, al estar ambientados en Alemania, demostraban la superioridad de nuestro sistema —yo mismo admiro especialmente su litografía de una mujer proletaria de perfil (1903), cuyas manos viejas y cansadas se entrelazan de modo indeciso, y cuyo rostro pálido se inclina sumisamente en la oscuridad; Kollwitz dibuja el pelo con puntos en lugar de líneas, por lo que esta trabajadora parece una presidiaría rapada—; K. Kollwitz, que tenía bastantes posibilidades de morir antes de poder volverse contra nosotros; tenía sesenta años, estaba cansada y acabada. La retrospección demuestra que hicimos una buena apuesta; en 1944, su penúltimo año de vida, mientras el sonámbulo perdía claramente su guerra contra nosotros, descubrimos una carta a sus hijos en la que les aconseja que enseñen ruso al pequeño Arne: «Puesto que ambos países parecen destinados a mantener estrechos vínculos ... dejad que aprenda el idioma cuando aún hay tiempo».[29] Ese mismo mes escribió: «Mi única esperanza reside en el socialismo mundial». (No hace falta decir que también escribió: «El deseo, el anhelo insaciable de muerte permanece. Ahora acabo, estimados hijos. Os doy las gracias de todo corazón».)[30 ]En otras palabras, fue tan fiable como nuestro biplano Polikárpov-Grigoróvich 1-5 de 1930 (doscientos ochenta kilómetros por hora).

De modo que el doctor Kollwitz y su mujer se subieron al tranvía con el que pasaron junto a un edificio de cuatro pisos que tenía las ventanas tapiadas con tablas de maderas, árboles y pájaros, sombras cerca del puente del río; luego llegó un batallón cuyas catorce pancartas de color carmesí criticaban a los grandes financieros que dirigían la hidra judía, y a ella le pareció ver a aquel hombre, aquel hombre enjuto que había pasado tantos años bajo su ventana haciendo muecas bajo su sombrero de copa, pero que en esa ocasión lucía un uniforme marrón y su brazo derecho tocaba el cielo y gritaba extasiado. El tranvía hizo sonar la campana, dobló la esquina, y antes de que se dieran cuenta habían llegado a la Ostbahn Station. Un grupo de figuras inclinadas y encorvadas pedían limosna junto a las escaleras; bien podrían haber salido de uno de sus grabados. Käthe les dio todas las monedas que llevaba en los bolsillos, mientras que Karl, que sonreía armado de paciencia y se acariciaba su barba gris plomo, cuidaba el equipaje.

Llevaban una maleta cada uno. Compraron sus billetes a sabiendas de que se los reembolsaríamos. Luego subieron al andén. Llegó el tren. Tenían los asientos reservados. Guardaron su equipaje y se sentaron. Y el tren empezó a moverse. Ella jamás olvidaría ese tren cargado de tropas que partía tan lentamente, ni a Peter, que le decía adiós desde la ventana. A modo de despedida, el kaiser les dijo alegremente a las tropas que partían hacia el frente: «¡Volved a casa cuando caigan las hojas!».

Una chica con flequillo de un rubio rojizo bajó la ventana del vagón para apoyar el mentón en ella; se inclinó hacia delante, miró a la gente, se estiró y se volvió con la agilidad de un tritón. Karl le ajustó la lámpara de lectura a Käthe. Ella permaneció sentada, escribiendo en su diario: «Y debo hacer los grabados sobre la muerte. ¡Debo, debo, debo!».[31] Siempre había tenido ganas de visitar Rusia.

El chico alemán que los acompañaba en el compartimiento, sus delgadas piernas cruzadas mientras se mesaba la larga melena negra de forma medio consciente, leía a Hólderlin, con una botella de agua bajo el brazo. De repente se dio cuenta de que la mujer de ese doctor era alguien importante; pero por entonces era demasiado tarde. Bueno, bueno, creemos que Hólderlin o Kollwitz es una «elección», pero ¿qué es la cultura sino una forma de organización social determinada históricamente?

A medida que avanzaba el tren, aumentaba el frío. Cuando cruzaron la frontera nevaba. Es otro mundo, dijo Karl. Como tuvieron que cambiar de tren y esperar a que inspeccionaran sus documentos, llegaron con tres horas de retraso a la estación báltico-bielorrusa, pero un hombre que llevaba unas botas de color frambuesa los recibió en el andén. Los condujo hasta uno de nuestros automóviles rusos negros y de techo plano, cuya carrocería descendía a ambos lados sobre las ruedas, como las mandíbulas apretadas de las mantis religiosas; Karl la ayudó a entrar y, a pesar de que el coche avanzaba lentamente, por culpa del hielo, antes de darse cuenta se encontraban exactamente donde se suponía que debían estar. El equipaje fue enviado al hotel.

Karl tenía ganas de estirar las piernas; tenía ganas de dar un paseo por la calle Tverskaya, pero le dijeron que no había tiempo a causa del retraso del tren. Miró con tristeza hacia el otro lado de la calle, al escaparate de una pastelería. Ahí estaba la comisaria de la exposición, temblando y esperando. Ahí estaba la bella intérprete, que lucía una melena oscura. El hombre de las botas de color frambuesa, que parecía estar riéndose de algún chiste que solo él conocía, se despidió y se fue con el chófer. Entonces, Käthe y Karl tuvieron que dejar sus abrigos. Ella se sentía algo mareada; no sabía exactamente el motivo; Karl tuvo que ayudarla a quitárselo. Ella siempre había tenido muchas ganas de estar ahí y, sin embargo, ahora apenas sentía curiosidad alguna. Y le preocupaba hacer algo mal, dejarse algo importante en el bolsillo de su abrigo u ofender a esos rusos, a pesar de que parecían gente muy alegre. La intérprete, por ejemplo, debía de estar muy nerviosa, ya que era tal su cordialidad que Käthe no podía pensar. El nombre de la intérprete bien podría haber sido Elena; a Käthe empezaba a fallarle la memoria. Seguro que Karl se acordaba, pero ¿cómo iba a preguntárselo cuando la chica estaba ahí mismo? Daba igual. La comisaria no paraba de hablar y gesticular. Ese marido que le llevaba rosas rojas a la cama, que lloraba cuando veía una obra suya acabada, y que examinaba a Peter en la consulta para compartir luego todas sus preocupaciones por la fragilidad del chico, ¡era un gran hombre! Él le murmuró dulcemente al oído: Estoy orgullosísimo de ti, Käthe. Ella le cogió la mano.

En las paredes de la sala de exposiciones, su dolor se encontraba en su sitio, enmarcado y con sus correspondientes títulos: xilografías en la galería principal, litografías a la izquierda, grabados importantes a la derecha, dibujos en la otra galería;[32] tal vez no era la forma en que ella lo habría hecho, pero aquella comisaria nerviosa a la par que eufórica, que no paraba de morderse las uñas, la miraba con tal veneración que no le quedaba más remedio que expresar una total satisfacción con la organización, la selección y la iluminación de las obras de Käthe Kollwitz, de los innumerables niños con los ojos desorbitados y que alzan la mirada, las pálidas figuras que se apoyan en las manos, las mujeres demacradas y mugrientas cuyos sucios rostros estaban iluminados por la lámpara de arco de la explotación. Todos eran gente real cuyas tragedias estaban tan vinculadas a la vida como a cualquier otra cosa: Grete, cuya locura poseía un fuerte componente sexual y que a la edad de treinta años ya estaba casada y seguía siendo virgen; Anna, que sufría hemorragias y dolor a causa de las constantes relaciones sexuales y que había considerado la posibilidad de suicidarse; aquella anciana Proletariarfrau que permaneció con semblante adusto y enfadado frente al depósito de cadáveres después del fusilamiento de aquellos doscientos cuarenta y cuatro comunistas.[33] En medio de otras composiciones centradas en la agonía y distorsionadas por el dolor, sus xilografías lo dominaban todo, con su descarnado pseudorrealismo.

Y ahí había un fotorretrato ampliado de Käthe de hacía mucho tiempo. Cuando rondaba la veintena se parecía de un modo extraño a la mujer de Lenin, Nadezhda Krúpskaya, que tan solo era dos años más joven que ella. Ambas mujeres tenían la misma mirada intensa, los mismos labios apretados como si quisieran ocultar lo carnosos que eran.[34] Käthe miró a su joven yo durante un largo rato. Por algún motivo, no sabía cuál, no se atrevió a mirar a Karl.

La presentaron al pueblo soviético del siguiente modo: «Su familia estuvo involucrada en el movimiento de los trabajadores».[35] La sala estaba llena a rebosar con las obras de toda su vida, y los rusos la miraban de un modo tan cariñoso, que ella apenas sabía quién era. La fotografiaron sentada en el centro de una reunión de nuestros artistas soviéticos, sus ancianos párpados medio cerrados, jóvenes mujeres que se inclinaban junto a ella cariñosamente, la luz que resplandecía en las gafas de los pintores, los fotógrafos y los actores, un hombre del teatro Meyerhold se mantenía a un lado con pose rígida o irónica, como si supiera que no iba a permanecer en este mundo durante mucho más tiempo. Karl se mantenía en un segundo plano, como si pretendiera subestimarse a sí mismo, salvo cuando lo llamaban. Sus pobres pacientes decían de él: «El doctor llegó de inmediato, pero su factura nunca».[36]

Otro hombre con botas de color frambuesa que dijo que era crítico de arte señaló uno de sus grabados y le exigió de malas maneras que se lo explicara.

Bueno, dijo Käthe, se trata de la típica desgracia de la familia de un trabajador: un hombre bebe o enferma, luego se convierte en un parásito o se vuelve loco, o se suicida. Y, entonces, ya sabe, el sufrimiento de la mujer siempre es igual.

Pero eso ya no ocurre aquí porque todos formamos parte del colectivo.

Me alegro mucho, dijo ella. ¡Me hace muy, muy feliz estar en un sitio donde sí hay esperanza!

El hombre asintió sin sonreír y escribió algo en una libreta.[37]

Dedicaron una sala entera a la serie de los Tejedores, en la que todas las arrugas eran oscuras, el suelo hecho de finas líneas, todo marchaba o progresaba o se resquebrajaba: manos estiradas, cuerpos inclinados, puños que agarraban piedras, casas oscuras con cadáveres en el suelo, viudas enloquecidas que alzaban las manos hacia la nada. Esa era la obra cuya medalla de oro había sido vetada por el propio kaiser.

Una mujer proletaria exclamó de modo muy enérgico, pero a través de la intérprete de melena oscura, que desde que frau Kollwitz había perdido a su hijo en la última guerra, se había unido a nosotros en nuestro inquebrantable odio a las clases.

He experimentado esos sentimientos, sí.

¿Es cierto lo de su hijo?, preguntó la intérprete. ¡Frau Kollwitz, lo siento mucho! En mi familia también...

Y la comisaria revoloteaba alrededor de ellos, toda emocionada, prorrumpiendo en exclamaciones de admiración.

Käthe sabía que sus nuevos amigos, con su conmovedora naturaleza eslava, poseían la misma capacidad de análisis de su obra que sus compatriotas, y, de hecho, sus comentarios, sobre todo los relacionados con la serie de los Tejedores, carecían de pasión e inteligencia. De igual modo, la intérprete no sabía nada del hecho más importante de su vida, por no hablar de la pobre comisaria, que, al igual que muchos de sus compañeros, era tal la presión a la que se veía sometida para conseguir que ese acontecimiento fuera un éxito que no tenía tiempo para departir con la creadora de la obra; la mujer que pensaba sustituir el odio por la pena; aquella gente la infectó con la decepción, que ella combatía con el mismo denuedo que los Viejos Combatientes empleaban para hacer frente al enemigo.

Frau Kollwitz, ¿es cierto que los derechistas la llaman enemiga de la nación?

Karl rió orgulloso, y ella lo admitió con una media sonrisa.

Varios de sus nuevos colegas —¡unos teóricos muy listos, frágiles y jóvenes!, ni que decir tiene que, salvo uno, todos estaban condenados— opinaban que como la revolución era un proceso dinámico y, en última instancia, generalizado, el arte también debía ser dinámico; le señalaron que los cuadros y los grabados podían representar solo momentos, mientras que una película podía desenrollar el tiempo cuando el proyeccionista la sacaba de la lata. Es más, insistió un joven con su excelente alemán (llevaba unas gafas pequeñas y ovaladas, como Hans en su época de estudiante), la secuencia temporal de un movimiento podía transmitirse de forma más efectiva mediante la articulación acústica que la óptica.[38]

Eso escapa a mi comprensión, le respondió ella con calma. Apenas lo escuchaba. Había una mujer a la que había visto por la mañana, una anciana que solo sabía lo que era trabajar duro; podría haber sido una de las pacientes de su marido. Seguía deseando haber podido abrazarla.

Su Mujer con niño muerto es una propaganda fantástica, decía el joven. Nos moviliza de un modo muy efectivo contra los baños de sangre y las matanzas que continuarán siendo inevitables mientras el capital domine el mundo.

Gracias, respondió ella.

Usted cree que no tengo compasión. Ahora me doy cuenta. Para usted solo soy un cabeza hueca enamorado de una idea.

Es una bella idea, replicó ella, con toda la educación. (¡Qué cansada estaba!)

Aquello pareció envalentonarlo. Se le acercó un poco más y le confesó: Antes creía que si lograba llevar una vida sin que nadie sintiera compasión por mí, habría tenido éxito. Y adoraba las masas porque no suscitaban mi compasión, ni tan siquiera cuando perecían... Percibo su decepción y desaprobación (¿o es tal vez compasión lo que veo en su mirada?). Quizá no me he explicado. En ese momento simplemente tomé un decisión: ¡al diablo con los sentimientos personales! Solo quería vivir como parte de un colectivo.[39]

Käthe no pudo reprimir una risa. Empezaba a gustarle.

¿Y aún es lo que quiere?

Por supuesto.

El joven, que se llamaba camarada Alexandrov, se ofreció a acompañarla a ella y a su marido a un concierto de Shostakóvich.[40] Al parecer, por aquel entonces el tal Shostakóvich era el niño mimado de la Unión Soviética. Su Segunda sinfonía estaba a punto de estrenarse en Leningrado, dijo el joven. Karl estaba feliz porque por fin podría hacer su ansiado paseo. Había vivido con ella durante todos esos años, y no es que la serie de los Tejedores fuera algo novedoso para él. De hecho, Käthe había trabajado durante tantos años en esa serie que para ella casi era como si estuviera muerta; cuando la volvió a ver esa noche, lo único que le vino a la cabeza fue que habría hecho unos cuantos detalles de modo distinto; lo demás, estaba como estaba. En cuanto al paseo, Käthe habría preferido irse a casa. Me encantaría ir al concierto, dijo ella, mientras acariciaba el pelo gris de su marido.

¡Mira, Käthe!, exclamó él, asombrado. ¡En esa tienda solo venden mantequilla! ¡Y todo el mundo hace cola para comprar!

Cierto, dijo el joven, que le lanzó una larga mirada. Los Romanov dejaron nuestro país sumido en el caos.

Karl se quedó mudo. En cuanto a Käthe, ni tan siquiera había visto la tienda de la que hablaba. La acera estaba tan helada y la noche era tan oscura que debía ir con cuidado para mantener el equilibrio. De hecho, había bastante que ver. El Museo del Ateísmo estaba abierto. El elaborado encaje de la torre de radio Shujov aún no estaba acabado; las ventanas salientes de la central eléctrica de Zholtovski no empezarían a resplandecer hasta dentro de dos años; pero nadie podía negar que íbamos muy adelantados con respecto a Berlín. (Kiel Rojo, Leipzig Rojo, Munich Rojo, Frankfurt Rojo, Stuttgart Rojo, ¡todas habían caído como la estatua de Alejandro III!) Junto a la entrada de un edificio había una anciana temblorosa que intentaba vender figuritas de masa y azúcar. Käthe le habría comprado una por lástima, pero el camarada Alexandrov, que cada vez le recordaba más a su hijo Hans, le dijo que no tenían tiempo. Käthe no miró a Karl a la cara.

El concierto al que asistieron, el Scherzo en mi bemol mayor, tenía un toque moderno, pero sin llegar a serlo del todo. A su marido, tal y como pudo comprobar por su vaga sonrisa, no le gustó en absoluto. ¡Cuánto tenía que aguantar por ella! Käthe, por su parte, prefería a Schnabel, cuya música ella calificaba como «buena, consoladora y clara». Cuando escuchaba a Beethoven en el gramófono, se abrían los cielos.[41] Ese scherzo era como una mirada al infierno. El hedor de la pena ascendía por esa tierra gris e inerte. Mientras los músicos daban rienda suelta a los gemidos de Shostakóvich, la sala parecía enfriarse tanto que no se habría sorprendido de ver carámbanos en el techo. Aun así, aquella música tenía algo que la obsesionaba, no era tan solo su color acústico, que semejaba una horripilante aurora boreal en aquel entorno gris, sino un mensaje codificado que la desconcertaba. Le comentó esa sensación al camarada Alexandrov, que, con gran elegancia, le contestó: Pues si es incompresible, entonces ha fracasado. A ella le pareció un comentario bastante duro. Al final vio al tal Shostakóvich ya que lo hicieron subir al escenario para que saludara al público. A Käthe le pareció que era un chico atractivo, algo nervioso pero lleno de vida. Todo era tan raro en Rusia...

Parece cansada, frau Kollwitz. Si lo desea, podemos regresar a su hotel en trineo. Así disfrutará de la iluminación del paseo Tverskói.

A decir verdad, estaba muy, muy cansada, pero respondió: Gracias, parece muy tentador, pero estoy bien.

Como desee.

Caminaron y caminaron, mientras Rusia se arremolinaba extasiada a su alrededor, como los tranvías soviéticos que viraban en el mosaico de adoquines, el cruce casi vacío, salvo por unos cuantos rezagados que cruzaban tras el tranvía, pero luego solo la nada de piedra y la nada de cemento llana y eterna.

Y ahora creo que vamos a tomar un tranvía, frau Kollwitz. Herr doktor Kollwitz, su mujer parece agotada, ¿no le parece?

Con las manos cruzadas, el conductor del tranvía la observó por el espejo retrovisor.

La portera y su hijo pequeño dormían en un colchón bajo las escaleras, las mejillas regordetas del niño apretadas contra la cansada boca de la madre, que tenía sus manos agotadas por el trabajo alrededor del cuello de su hijo. La observadora y anciana cara de Karl, cuyas gafas le conferían un aspecto pseudoentusiasta, se volvió hacia los durmientes, y luego suspiró.

A la mañana siguiente, mientras el camarada Alexandrov acompañaba a su marido a ver la Plaza Roja, una visita que lo aburrió, y la catedral de San Basilio, cuyas cúpulas decoradas a rayas, con pinas listadas, remolinos de helado y olas de océano, le parecieron como de cuento de hadas, ella se quedó en el hotel; era una mujer mayor; solo quería dormir. A Karl, que se desvivía por ella, y que nunca se había cansado de decirle cuánto bien y cuánta suerte le había traído, lo quería mucho; ¡lo odiaba mucho! «El matrimonio es una especie de obra de arte», le dijo en una ocasión a su amiga Lene Bloch.[42] Karl nunca comprendió por qué sentía esa necesidad de estar sola. Se trataba de algo que le dolía. ¡No era que ella no lo amara! Ella había aprendido a ocultarle lo feliz que era cuando se encerraba en la habitación de Peter. Incluso Rusia la ahogaba; debía de ser muy, muy mayor.

Luego hubo un desfile en la Plaza Roja,[43] con el mausoleo de Lenin siempre en segundo plano, de modo que Käthe decidió ir a verlo: un desfile militar, luego trabajadores armados, seguidos de manifestaciones. En cierto sentido, era algo tan bonito como un oficio religioso en Marienkirche. Karl, el socialdemócrata llevado por la empatía, vitoreó a los participantes en el desfile junto con el resto del público, a pesar de que no entendía ni una palabra. Fue ahí y entonces cuando Käthe hizo el dibujo a lápiz titulado Escuchando, que sería litografiado al año siguiente con el título traducido a su equivalente en ruso, Slushayuoshchie,[44] los ojos aún más brillantes e inocentes, y con un mayor contraste. (Otto Nagel: «Al volver de Moscú, Käthe Kollwitz trajo consigo una bella página que posteriormente fue labrada en piedra».)[45 ]En ese momento, Escuchando era tan solo un dibujo a lápiz de tres cabezas jóvenes embelesadas que miraban arriba, la más lejana de las cuales estaba boquiabierta como el niño muerto, pero los ojos de este joven transmiten vida, asombro e inspiración, ¡ya que oye las palabras del camarada Stalin! La siguiente es una cabeza con los labios cerrados; ha perdido el hilo del discurso; luego, en primer plano, sentado en su regazo, abrazándolo con su brazo derecho, con la cabeza sobre el hombro, está el niño, con la cara blanca, los ojos abiertos de par en par, la boca abierta, que transmite una expresión de curiosidad y sorpresa, pero que se encuentra en la misma posición que muchos de los niños muertos de Kollwitz, la cabeza inclinada hacia atrás, inerte. Pero ¿qué estoy diciendo? ¡No estaba en absoluto inerte! Cuando tomaban un café o una taza de chocolate caliente con los niños en una cafetería a la sombra de los árboles, a veces los pequeños se agarraban al respaldo de las sillas ¡y observaban el mundo de aquel modo! Y Peter había dicho...

Y su marido dijo: No dejo de soñar con estos sustanciosos pasteles rusos.

12

Esta historia, como el libro en sí, es un derivado. En su insuperable Una tumba para Boris Davidovich, el escritor serbio Danilo Kis, relata una fábula: Édouard Herriot, el socialista radical francés del más alto rango, orador carismático y político eficaz (gracias a él, en parte, Francia reconoció al gobierno soviético), visita Odesa. Monsieur Herriot, casi puedo llamarlo el camarada Herriot, tiene una debilidad: se muestra bastante escrupuloso en cuanto a la persecución de los sacerdotes. Por desgracia, debe llegar en cuatro horas, ¡y ya hace tiempo que hemos convertido la catedral de Santa Sofía en una fábrica de cerveza! ¿Qué hacemos? ¡Mantengamos la calma! Hay que quitar la pancarta antirreligiosa que hay fuera. «Bajo mi supervisión personal, ciento veinte internos del campamento de prisioneros regional llevaron a cabo la restauración de la iglesia, en menos de cuatro horas.»[46] Y Herriot se traga el anzuelo.

¿Y qué ocurre con Käthe Kollwitz? ¿Acaso ella no quería también tragarse el anzuelo? Como mínimo, ¿no deseaba sentir por una vez la antítesis de ese dolor malsano al que se había visto condenada hacía mucho tiempo? ¿Y qué si era una luz falsa? A finales de ese año, de vuelta en Berlín, retomó su diario y elogió «Moscú por su ambiente tan distinto, que nos permitió a Karl y a mí regresar con energías renovadas».[47] Habría sido muy fácil escribir esta historia como una suerte de parábola mediante la cual habían logrado embaucar a su corazón. Pero Käthe vio a aquella portera, a pesar de que ellos habrían preferido que no hubiera sido así. Ella percibió unos significados secretos en el tono del camarada Alexandrov. Para ella, los discursos de la Plaza Roja significaban menos que los niños embelesados que los escuchaban. Era demasiado consciente de que el jurado de la Academia Prusiana, al igual que sus predecesores en los tiempos del kaiser, habrían preferido incluirla en la lista de Frauensport, Frauenheitn, Frauenhaus (término en desuso para referirse a los burdeles), Frauenkauf, en lugar de reconocerla como artista. ¿Por qué no reconocerle el mérito de suponer que ella también era capaz de calar a sus homólogos soviéticos? Por ejemplo, cuando el camarada Alexandrov, a pesar de que tal vez deseaba saber de verdad, aunque lo más probable es que tan solo quisiera determinar el grado de su cooperación, le preguntó acerca de su opinión sobre la pauperización del proletariado alemán, ella lo miró a los ojos sin pestañear, y contestó: Cuando el hombre y la mujer gozan de buena salud, la vida del trabajador no es insoportable.[48]

En retrospectiva, ¿qué debería haber pensado o entendido ella? La felicidad de los demás, el estar en armonía con ellos, siempre habían sido uno de los mayores placeres de su vida;[49] ¿acaso no debería serlo de todo el mundo? Teniendo en cuenta la limitación que imponían sus orígenes burgueses, ¿no deberían haber tenido en cuenta a su favor y para la «posteridad» la empatía que sentía por las clases trabajadoras, y no esperar más de ella? Bien puede ser que sus impresiones sobre Rusia estuvieran cortadas por el mismo patrón que el monumento en memoria de Peter, que en el pasado representó al propio Peter, pero que ahora representa a sus padres. A veces temo que ocurra lo mismo con las impresiones de todo el mundo con respecto a todo. (Danilo Kis lo expresaría mucho mejor, con su característico estilo irónico; por desgracia, está en el mismo lugar que Peter.) Quizá sí que continuó trabajando sin ilusiones. Sería demasiado fácil escribir que alguien la escuchó a escondidas mientras dibujaba Escuchando. Pero aunque fuera cierto, y aunque no se hubiera dado cuenta, entonces, ¿qué?

He sabido, no gracias a sus diarios, sino al camarada Alexandrov, con quien mantengo una estrecha relación, que en cierta ocasión en la que él hizo un comentario que ella pudo interpretar como siniestro, ya que tuvo la sensación de que le estaban pidiendo que alabara el retrato del camarada Stalin (de pelo oscuro, mostacho oscuro, con un aspecto no muy asiático, casi sonriente), ella se limitó a contestar: Cada uno debemos cumplir con nuestras propias obligaciones.

Es justo decir que esta nueva Rusia Roja de camiones con morro, cada vez más numerosos, y de tranvías con el techo plano la obnubilaba literalmente, y que por esta atractiva Elena —sí, su verdadero nombre era Elena— de pelo oscuro, que le contaba a todo el mundo que el motivo por el que frau Kollwitz se había dedicado al grabado era para distribuir el máximo número de sus obras entre la clase trabajadora,[50] Käthe sintió de repente que la invadía un sentimiento físico, como no había sentido por ninguna mujer desde que era mucho, mucho más joven. Oyó un zumbido en los oídos. Presa de un gran ánimo intentó cantar la «Canción de la Hélice...».

13

Cuando le llegó la hora de irse, hicieron otra fiesta en su honor, por supuesto, y cuando llegó a la estación de tren se encontró con que varias personas se habían congregado de forma espontánea en su honor; algunas de ellas incluso llevaban pancartas. Entre el gentío había un fotoperiodista de Odesa;[51] le pidió permiso para hacerle una fotografía con la cámara de su padre ya fallecido; con un hilo de voz y de forma muy tímida, la informó de que tenía la esperanza de que el director de Vsiermirnaya Ilustratsia, amigo suyo, publicara un retrato de la gran artista K. Kollwitz. Por aquel entonces ella ya estaba muy, muy cansada; pero también sentía pena por él, de modo que aceptó.

El fotógrafo fue muy sincero y muy rápido. Y acabó cayéndole bien a Käthe. Le preguntó si quería posar justo ahí, en el andén de la estación, con su última obra maestra, Escuchando, que estaba inspirada en nuestra Unión Soviética, pero ella le explicó que ya estaba embalada. Él sonrió, comprensivo.

Ella le preguntó qué quería hacer con su vida, y él respondió que pretendía documentar el progreso de la Revolución comunista aquí y en todo el mundo. Estaba sopesando la posibilidad de asistir a la

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