La visión de Malintzin

Kyra Galván

Fragmento

La visión de Malintzin

1

Desde la tumba

DICEN QUE LA HISTORIA LA ESCRIBEN LOS VENCEDORES, pero no siempre es así. La verdad es que la Historia se forma por diversas voces y se registra desde diferentes puntos de vista. Unos la cuentan dependiendo de cómo la vivieron o según se la contaron; otros, como un cuento que se va deshilachando de generación en generación, y algunos más la pintan con pinceles en papel amate o la graban en su corazón con hierros ardientes. Incluso hay quienes la heredan como un tesoro o una condena en la sangre que corre por sus venas o en el color de la piel. Los vencedores dan su versión como si fuera la única y verdadera, mientras que los vencidos van grabando sus historias donde pueden: en la tierra, en el aire, en los vegetales, en el reguero de sangre, en el alma rota, en el grito ahogado. La conservan de diferentes mane­ras, en recuerdos desvanecidos, en los telares, en el barro cocido, pero igualmente la depositan en sus vientres, en las moléculas familiares, debajo de las uñas.

Hace ya mucho tiempo que estoy muerta. El polvo, la tierra y el viento se han acumulado profusamente sobre donde alguna vez reposó mi cuerpo, el envoltorio que estuvo vivo y fue joven y tuvo la carne firme y elástica.

Hasta el día de hoy, nadie ha descubierto mi tumba. Nadie la ha desecrado. Mejor así. Mis huesos han desaparecido. Son polvo que se ha mezclado con la tierra tibia, con las lombrices y los gusanos y las hojas caídas. Es una buena lección que nos da la muerte. Nada nos llevamos, nada nos añade a nuestra estatura. Nuestras acciones se van borrando, las arrogancias las arrastra el tiempo como máculas de nube que somos. Nada queda, sino tal vez alguna palabra que nos recuerda, algún apunte perdido, un retrato esbozado con prisa.

Las ofrendas de conchas marinas, los aretes, los pectorales, las pulseras de oro, el copal, los sahumerios, los collares de jade y coralina, las perlas, los huipiles entretejidos con plumas, los lienzos de algodón, los xoloitzcuintles de barro y las guirnaldas de flores con que me enterraron, quedarán como testigos amordazados cuando los descubran. Dirán mucho y no dirán nada. El INAH mandará acordonar el sitio, limpiarán escrupulosamente la tierra con sus escobillas, analizarán cada objeto, datarán su época aproximada, su procedencia, su estado de conservación, y harán un inventario del número de objetos encontrados y de las capas en que se fueron colocando. Tomarán fotografías de la distribución y tamaño de los objetos. Clasificarán la especie a la que pertenecen los invertebrados marinos de la ofrenda. Es probable que de los tejidos de algodón sólo sobrevivan unos cuántos jirones, y de las plumas, casi nada. Si tienen suerte, es probable que también descubran mis manuscritos, los que mandé escribir y pintar, y luego resguardar en una caja de piedra, como antaño se enterraban las ofrendas a los dioses en el Templo Mayor de Tenochtitlán. Adelantarán teorías, aplicarán procesos para conservar las piezas y colocarlas en vitrinas selladas y quizá algún día, en un futuro no muy lejano, la gente las admire en un museo. Habrá controversia en cuanto a la edad del esqueleto y la causa de la muerte, pero la vida que latió en esos huesos se habrá ido, las ideas que circularon por mi cerebro ya no estarán, mis palabras, que alguna vez resonaron en mi garganta, se habrán diluido.

Hoy soy poco menos que polvo, pero mi consciencia está viva y es ella la que les contará la Historia, mi historia. Ahora puedo verlo y sentirlo todo, razonar y mirar para atrás y para adelante. Es privilegio de los muertos, y no por eso, de menor sustancia.

Ya no quedan rastros de ese siglo turbulento en el que viví, de las pieles que palpitaron llenas de vida y carcomidas por las pasiones, de los hechos que sucedieron y cambiaron el curso de la Historia. Han pasado cinco siglos, más de nueve atados de fuego nuevo, ciento ochenta y dos mil días con sus noches, y nadie sabe realmente qué fue vivir en aquellos momentos, qué cielos y qué alegrías y tormentos se sucedieron en nuestras vidas, y, sin embargo, en esos días se gestaron las bases para que estos territorios se volvieran un país, un lugar que crecería y se unificaría, pero en el que nunca habría paz, estaría condenado al castigo y a la aflicción y siempre estaría dividido en dos. Inmerso en esa dualidad tan bien representada por el dios doble: Quetzalcóatl-Tezcatlipoca, luz y oscuridad, blanco y negro, bondad y maldad, riqueza y pobreza, sequía e inundación.

Y aunque en aquel momento lo veíamos todo de muy diferente manera, la verdad es que estuvimos perdidos desde un principio en esa guerra. No teníamos posibilidades de ganar. Nos chingaron. Ya estaba escrito por los dioses, por los de ellos, que serían los victoriosos, y por los nuestros, que renunciaron, se dieron por vencidos desde antes de empezar. Y ese trauma lo llevamos muy adentro, tatuado en nuestros corazones de venado. Y así como un venado herido, traspasado por la bala de plata de un antiguo arcabuz, así hemos corrido con el corazón ensangrentado, con el corazón en la mano, y hemos pasado como exhalación por las páginas de la Historia. Llevamos quinientos años muriéndonos.

Yo sigo agonizando y llorando a mis hijos perdidos. A los que salieron de mis entrañas y a todos ustedes, porque les prometieron el paraíso terrenal y no se los cumplieron, les ofrecieron el cielo y la vida eterna, la protección y la bondad de los nuevos dioses, y no se los dieron, les prometieron reinos que les escamotearon. Les enseñaron mañas que no existían: el desorden, la ambición y la corrupción. El engaño fue su mejor maestro y el maltrato, su compañía. Y es por eso que lloro a todos los hijos de estas tierras, que siguen luchando contra el hambre, el despojo y la violencia.

Desde el comienzo, cuando los extranjeros llegaron en el año uno caña, o 1519 para ellos, los eventos sucedieron muy rápido. La guerra duró sólo dos años, dos vueltas al sol, o al menos así pareció. Pero nuestro padecimiento perduró mucho más: ha sido un sufrimiento sin fin.

Mi vida fue breve, porque así son las vidas humanas. Sólo un momento aquí en la Tierra.

Quiero contarles que en realidad fui muy afortunada, porque tuve dos muertes, una temprana y otra tardía. Algunos estudiosos, entre muchos que se han quemado las pestañas estudiando mi vida, como Camilla Townsend, Rosa María Zúñiga y Juan Miralles, plantean que morí alrededor de 1527, basándose sobre todo en dos hechos: que mi hija María así lo aseguró en un pleito por la herencia de su padre, y porque Juan Jaramillo, mi esposo, volvió a casarse aproximadamente en 1528.

Hay, sin embargo, un historiador inglés de mucho prestigio, llamado Hugh Thomas, quien murió en 2017 y que anda vagando todavía por el inframundo, sin encontrar la salida hacia la luz, que aseguró haber encontrado una carta en el Archivo General de la Nación, escrita por mi hijo Martín Cortés Malintzin, donde aseguraba que yo aún vivía en 1551.

Es por eso por lo que les voy a contar la historia completa de lo que pasó después de la caída de T

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