Prólogo
Londres, 1806. Día de Navidad
Y pensar que había estado a punto de decirle que se quedase a cenar con ella.
Katharina Sharpe miró con ojos entornados al jefe de la división Pampilo y deseó en silenciosa oración que uno de los relámpagos que resonaban en la calle entrase por la ventana y lo fulminase en el acto.
Había tenido la inocente creencia de que tal vez pasase a verla para compartir un momento de fraternidad. Eso era lo que había pensado cuando le había llegado una nota advirtiéndole de su visita en un día tan señalado. Pero no. Nada tenía su presencia que ver con aquello. La única razón para prevenirla había sido la factible posibilidad de que estuviera camino de Chiswick. En cuanto le había respondido que ya había vuelto de su viaje, había tardado menos de media hora en presentarse.
—No puedes estar hablando en serio —protestó con un matiz de incredulidad filtrándose en su voz.
Samuel Gardner —en su defensa debía ser dicho— mostró así mismo una renuencia poco común a la hora de responder. El hecho de saber que tampoco le gustaba lo que le estaba encomendando no hacía que la orden resultase menos gravosa.
—¿Crees que no he buscado otras soluciones? —No lo siseó, pero tampoco anduvo muy lejos—. Han pasado dos semanas desde el atentado y no encuentro ningún maldito modo de acercarme a él. El marqués no es en absoluto la criatura social que aparenta ser. No tiene amigos a los que sobornar, no organiza absolutamente ningún evento en su casa, no tiene amantes a las que reclutar. —Se encogió de hombros con frustración—. Nada. Ni siquiera se puede captar a los criados. Los hemos probado y no ha habido manera de que se inclinen a obedecer órdenes de nadie más.
Lo cual casaba perfectamente con el papel que creían que Adrien Courtois desempeñaba en Londres. El marqués de Rigaud era, según los datos de que disponían, el hombre que llevaba varios meses conspirando con la inteligencia francesa para asesinar al primer ministro británico, William Grenville. Habían estado a punto de conseguirlo dos semanas atrás, cuando Rigaud había disparado en una partida de caza contra el barón haciéndolo pasar por un accidente. Por suerte, uno de los agentes de Pampilo lo había evitado y además había encontrado una prueba irrefutable de quién era el hombre a quien debían acusar.
Aunque Rigaud llevaba gran parte de su vida viviendo en Londres y se le consideraba un súbdito británico, todo parecía indicar que sus lealtades habían virado —o tal vez siempre habían estado— hacia su país natal. Nadie podría haberlo esperado de un hombre que parecía haberse adaptado a la perfección a la pompa y boato de la aristocracia londinense; un dandi que se movía por las sinuosas corrientes sociales del Imperio británico con elegancia y la distinción añadida de ser un buen amigo del príncipe regente. Al parecer, ni siquiera el brutal asesinato de sus padres a manos de los revolucionarios y bajo el amparo del Comité de Salvación Pública había logrado plantar en él la semilla del odio hacia su sangre gala.
—Así que, en vez de reclutar a una de sus amantes, vas a mandar a tu propia recluta. ¡No puedo creer que me utilices así! Teníamos un trato.
¿Lo tenían?, se preguntó acto seguido. Las normas en su relación siempre habían sido difusas, siempre cambiantes. El contrato que firmaron cuatro años atrás había sufrido variaciones sustanciales, adaptándose a unas circunstancias que cada día parecían complicarse más. Katharina era consciente de que ella misma había sido la responsable de alguna de esas concesiones. Lo que había comenzado como un inevitable compromiso había terminado convirtiéndose en un deber sagrado que a veces trascendía a su propio bienestar.
—Yo no te utilizo, Kath —sentenció con aquel semblante imperturbable que la desquiciaba a veces—. Solo te digo lo que tenemos que hacer si queremos evitar que consigan su objetivo.
Que no era otro que el de asesinar al barón Grenville y desestabilizar al Gobierno inglés. Nada más, y nada menos.
Kath bufó.
Sentado en el sofá de piel color chocolate de su estudio personal, Samuel parecía un hombre cómodo con sus circunstancias, a pesar de que a ella le constaba que no se sentía complacido con la conversación. Su postura declamaba absoluta tranquilidad, su cuerpo atlético y bien entrenado para la acción parecía relajado, con un brazo reposando sobre el respaldo y el otro sobre el regazo. Los inteligentes ojos azules no perdían un detalle de su persona. Cada vez que Katharina daba un paso intranquilo por la sala, él la seguía como un rapaz.
Cualquiera que lo viese desde la ventana pensaría que estaban teniendo una charla de lo más tranquila y aburrida. Si en vez de un observador masculino, fuera una mujer la que mirase, no lograría formarse ningún juicio porque no podría ver más allá de la irresistible estampa que representaba uno de los hombres más apuestos de Londres recostado con disipación en un sofá mullido y perfecto para confesiones nocturnas.
Pero Katharina Sharpe no era cualquier mujer. Aunque a veces no lograra anticiparse a él, ella era la única que veía más allá de los enigmáticos ojos azules y la cara de ángel caído: la serenidad de Gardner no era inquebrantable.
Quería odiarlo. A veces le gustaría poder liberar la tensión que la comía por dentro gritándole lo tirano que era, lo mucho que la desquiciaba, lo harta que estaba de soportarlo. Pero, cuando la furia pasaba, casi siempre comprendía que Samuel no era el responsable de sus circunstancias. Muy por el contrario, con toda su arrogancia e impertinencia, ese hombre era la única persona que se preocupaba por su bienestar. La protegía, siempre, y la quería, a su modo. Por eso, a pesar de haber alcanzado una posición cómoda en la vida, no llegaba nunca a tomar la decisión de abandonarlo.
—Oh, por supuesto. Tú eres demasiado anfibológico para darme una orden tajante porque sabes que te irá mucho mejor si soy yo quien toma la resolución. —Se irguió en toda su estatura, decidida a presentar batalla—. Pero esta vez no te va a resultar tan fácil. He oído los rumores sobre el marqués; pertenece a ese club horrendo de Grape Lane[1], y solo hay que mirarlo para darse cuenta de que ninguna mujer está a salvo en su compañía.
De todos los lupanares de Londres, el regentado por Jerrod Brown era el más depravado y polémico. Había oído cosas preocupantes sobre el Shinners y las prácticas que allí se llevaban a cabo; historias que costaba asimilar como reales, comportamientos que no parecían propios de gente normal. Si Rigaud lo frecuentaba, eso solo podía significar que era un pervertido.
—Creo que tienes una visión un tanto distorsionada de lo que hacen los hombres en sus clubes, Katharina. —¿Fue un rubor lo que se adivinó en el semblante de Samuel? Kath fue incapaz de hablar por un instante al caer en la cuenta de que tal vez él también visitase aquel tipo de antros—. Te aseguro que si el marqués fuera un peligro para tu integridad física yo no sugeriría la posibilidad de que lo investigases. Lo conozco lo suficiente para pensar que tu vida no corre peligro.
Kath negó con vehemencia. No temía que Adrien Courtois quisiera atacarla; contra eso podía defenderse. Una de las principales obligaciones de cualquier agente que trabajase en Pampilo era pasar por una exhaustiva formación que incluía tácticas de evasión y lucha. Lo que le asustaba era entrar en una relación en la que un hombre quisiera tener todo el poder sobre ella: someterse y soportar humillaciones no formaba parte de su repertorio de espía.
—Dicen que no ha tenido ninguna amante estable. Nunca —agregó, sintiendo como crecía su inquietud—. ¿Sabes por qué, Samuel? —Él se limitó a mirarla—. Porque no quiere correr el riesgo de que alguna se vaya de la lengua y termine por denunciar la clase de depravado que es.
—¿De dónde sacas todas esas teorías? Si puedo saberlo.
Esa era una pregunta que Kath no podía responder con sinceridad. Su amistad con Amelia Watefield era del más absoluto desconocimiento público, incluso para el jefe de Pampilo. No era un motivo de orgullo haber tenido que recurrir a una prostituta en busca de consejo y asesoramiento —que era lo que ella se había visto obligada a hacer cuando apenas contaba con diecinueve años— para poder enfrentarse al mundo que Samuel Gardner le servía en bandeja.
Para convertirse en una de las mujeres más codiciadas de la sociedad londinense había tenido que desarrollar una personalidad que trascendiese lo aparente. No solo debía parecer sofisticada, mundana y audaz, sino estar preparada para serlo cuando llegase el momento. En lo concerniente a los secretos de la intimidad entre hombres y mujeres, que era una lección básica de su entrenamiento, había recurrido a los consejos de una profesional. Lo poco o mucho que sabía sobre seducción lo había aprendido de una de las mejores. La escasa información que tenía de Rigaud también provenía de Amelia.
«Es el tipo de hombres al que no debes acercarte, Katharina. No podrás ganar contra él», le había advertido un día, casualmente, cuando hablaban de una mujer a la que ambas detestaban. Aunque cierta y valiosa, no podía revelar quién le había facilitado esa información, por lo que tuvo que culpar del chisme a otra de sus confidentes, quien, para ser justos, también estaba presente.
—Maggie Betford —subrayó con énfasis—. Me dijo que lady Keller estaba trastornada después de haber tenido un breve affaire con él. Habló de torturas, Samuel.
El Jefe de espías abrió los ojos de par en par, y Kath se sintió algo culpable por estar guardándose parte de la información. Maggie, que era una afamada costurera de Petticoat Lane con quien ella había establecido una fructífera amistad —interesada por ambas partes— le había narrado, a ella y a Amelia, la experiencia vivida por lady Keller con el marqués de Rigaud. Lo que no estaba contando era que la condesa viuda había admitido la tortura con un innegable regocijo y que había ido a la modista para encargar un guardarropa especialmente provocativo que luego había tenido que ir a anular entre lágrimas cuando había descubierto que el marqués no estaba dispuesto a continuar con el romance. Fue ahí cuando Amelia dijo haber oído hablar de él: «guapo y peligroso», había añadido.
—Venga, Kath, ya sabes lo excéntrica que es lady Keller. Tú apenas la soportas. —argumentó su interlocutor con bastante acierto—. Te aseguro que Rigaud no es ningún peligro para tu integridad física; puede que le guste... jugar fuerte —esa vez, estaba segura de que él se había sonrojado—, pero no es ningún monstruo.
—Eso no lo sabes.
—Claro que lo sé. Lo conozco. Y te aseguro que si las pruebas no apuntaran a él de una forma tan palmaria, ni siquiera creería que tuviera alguna participación en el atentado. No es... —Samuel dudó— el tipo de hombre que se mezclaría en asuntos turbios. Le gusta demasiado su vida disipada para ponerla en riesgo. —Cuando vio la protesta que estaba a punto de surgir de su boca, la silenció con un gesto de la mano—. Y con disipado no quiero decir pervertido. De verdad, creo que todas las cosas que has oído de él no son más que chismes.
—Puede que solo se trate de rumores —agregó, sintiéndose mezquina por jugar la baza de la compasión—, pero en cualquier caso no parece la clase de hombre que se deje manejar. Aunque lograse acceder a él, ¿no crees que alguien con su experiencia podría descubrir que no soy quien finjo ser?—le recordó, con cierto matiz desesperado en la voz—. Siempre hemos elegido a mis protectores en base a un método, Samuel, con un concepto muy claro: que nosotros estuviésemos al mando. No creo que eso pueda aplicarse a Rigaud. Me descubrirá, no lo dudes.
Y esa era su principal preocupación; en eso podía resumirse su miedo. Kath había logrado vivir durante casi tres años en un papel ficticio gracias a la colaboración de hombres muy poderosos en Londres, pero también por la cautela con la que habían seleccionado a sus protectores. En esa ocasión, la elección no era una cuestión de estrategia, sino de urgencia, lo que solo podía terminar en un resultado desastroso.
Por primera vez desde que llegó a su casa esa noche, Kath pudo ver como flaqueaba la compostura del Jefe de espías. Este se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas, con gesto contrariado.
—No tiene por qué, siempre que tejamos bien nuestra telaraña, Kath. Tendremos que alargar la fase de la conquista para que puedas estar cerca de él y...
—¿Tendremos? —interrumpió—. Tú no tendrás que hacer nada. Desaparecerás —le recordó con un filo cortante en la voz—. Te ocultarás en tus sombras para manejar los hilos, que es lo que haces siempre, y esperarás a que yo resuelva el problema.
—Aunque creas lo contrario siempre estoy vigilando tus pasos y velando por ti —arguyó, molesto—. Te ayudo en la medida que puedo.
—¿También me ayudarás a meterme en su cama? ¿A soportar sus extravagancias? ¿Sus obscenidades?
—Mierda, Kath —farfulló con indignación—, ¿crees que quiero que te acuestes con ese bastardo?
Samuel se levantó del sofá, mostrando auténtico disgusto. Kath no corría el riesgo de pensar que aquella reacción se debía a alguna clase de sentimientos hacia ella. Sabía que él la apreciaba, que se habían convertido en buenos amigos —por llamar de algún modo a la relación extraña que los unía—, pero su conato de furia nada tenía que ver con algún afán posesivo, no.
Durante el tiempo que llevaban «juntos» en Pampilo, solo en una ocasión habían cometido el disparate de acostarse. Fue una noche de absoluto caos en la que ambos estuvieron a punto de morir; Samuel atravesaba sus horas más bajas después de haber perdido a su mano derecha en la agencia, y Kath empezaba a comprender el mundo dónde se había metido, con el consiguiente abatimiento que eso le produjo. El resultado fue una violenta explosión de desahogo que después les tuvo tres semanas evitándose el uno al otro.
Era difícil —si no imposible— que eso volviera a ocurrir; los dos habían aprendido que no se debían mezclar los negocios con el placer.
No obstante, el amago de furia en Gardner fue tan efímero como un suspiro. Enseguida se recompuso y esbozó una expresión determinante.
—No puedo obligarte. Jamás lo he hecho —repuso en tono condescendiente—. Solo puedo confiar en que quieras hacer tu trabajo y en que sepas manejar a ese hombre.
¡Maldición! Si apelaba a su sentido de la lealtad o de la responsabilidad estaba perdida. Por muy obstinada que se estuviera poniendo, en realidad sabía que tenía que hacerlo. Ella misma había participado en la investigación desde el principio. Quería atrapar al culpable de los atentados contra Grenville tanto como cualquier otro agente.
—¿Y si me descubre?
—Dudo que sea capaz de ver más allá de tu belleza, tal y como ha ocurrido siempre, pero en caso de que intente propasarse o de que te descubra, tienes mi permiso para meterle un tiro entre las cejas.
—Eso si no lo hace él antes —bufó.
No era disparatado. Rigaud había sido el brazo ejecutor de una conspiración para derrocar al Gobierno. Había apretado el gatillo para matar a Grenville sin ningún tipo de contemplación. Kath no dudaba que si la descubría o sospechaba de ella, era muy capaz de asesinarla, aunque de eso sí podía intentar defenderse. No sería la primera vez.
—Empiezo a creer que he cometido un error al proponértelo —farfulló Samuel, cruzando los brazos sobre su amplio pecho.
Kath torció el gesto y después dejó salir un suspiro resignado.
—Lo haré —claudicó—. Alguien tiene que hacerlo, maldita sea.
Respondió al gesto aliviado de su jefe dándole un empellón en el hombro.
—No te regodees, imbécil —añadió—. Odio que tengas razón.
—Lo haremos bien, Kath —prometió, evitando cualquier contacto. Por mucho que bajase la guardia con ella, Samuel no era propenso a las muestras de afecto. Aquel matiz de dulzura en la voz y la orgullosa expresión en sus radiantes ojos azules era lo máximo que podía conseguir de él—. Te prometo que haré todo cuanto pueda por protegerte.
—Eso ya lo sé —admitió con aire remolón—. Siempre lo haces.
Daba igual lo arriesgado que fuera el plan o lo obstinada que ella se pusiera para que la dejase trabajar con libertad, Samuel siempre era terriblemente protector con sus agentes; al menos con los que él había reclutado. Esa forma de trabajar tenía un doble efecto: sus espías gozaban de una gran seguridad y también le profesaban una lealtad absoluta.
Con un asentimiento agradecido, Samuel se giró para abandonar el estudio. Cogió su sombrero y su abrigo, que había dejado al entrar sobre una mesita auxiliar, y tiró de las manillas de las puertas dobles correderas.
—¿Quieres acompañarme al banquete de la boda de Sullivan? —preguntó con voz opaca, sin girarse hacia ella.
—¿Para que te sientas mejor contigo mismo? —bufó con sarcasmo—. Olvídalo.
Incluso estando de espaldas a ella, Kath supo adivinar la sonrisa que se habría dibujado en la cara de su mentor. Ella también sonrió, aunque no tuviese motivos.
1
Dos semanas después...
Su hedonista y organizada vida empezaba a tambalearse, y Adrien no podía dejar de presentir que solo era el inicio de más problemas.
Lord Tadley había conseguido algún préstamo, no sabía de qué modo ni quién podía estar tan loco como para haberle prestado dinero, pero se lo había visto apostando en el Ginger’s y eso solo podía significar que tenía suficiente liquidez como para arriesgarla.
Tampoco marchaban mejor sus investigaciones secretas. Había estado a punto de poner en riesgo su identidad unas semanas atrás. Un error de cálculo imperdonable que, por fortuna, no había tenido terribles consecuencias, pero que le habían demostrado cierta vulnerabilidad de sus métodos.
Aunque lo que más le preocupaba en el momento presente era la prolongada ausencia de Natan. ¿Se había metido su hermano en algún negocio ruinoso? Les había enseñado a Marcel y él lo mejor que había podido. Cuando murieron sus padres y tuvieron que abandonar Francia, asumió no solo la responsabilidad sobre su educación sino también sobre su formación personal. Siempre les dijo lo peligrosa que era la ambición cuando esta se enredaba con la temeridad. Marcel no lo había escuchado, y eso le había causado la muerte. ¿Estaba ocurriendo lo mismo con Natan?
Ese viaje urgente por negocios que le había hecho salir en estampida pocas semanas atrás era cuando menos sospechoso; sobre todo porque su esposa Winnifred no estaba al tanto de su paradero. La última conversación que habían tenido tampoco le tranquilizaba.
—No puedo soportar la idea de que su muerte quede impune —dijo, después de varias copas de coñac e innumerables recuerdos compartidos sobre Marcel.
—Yo tampoco. —Adrien se veía atormentado constantemente por la culpabilidad de no haber sabido protegerlo—. Pero tenemos que seguir adelante y honrar su memoria.
—¿La honramos? ¿Cómo? No hacemos nada para castigar a los responsables.
—Nada se puede hacer —mintió él.
No solo se podía, sino que Adrien lo había hecho y lo continuaría haciendo mientras le quedase aliento en el cuerpo. El responsable de su asesinato jamás volvería a gozar de la vida acomodada que habían conocido antes de Marcel. Pero eso no podía contárselo a Natan. Para él, el pequeño de los Courtois había muerto rodeado de heroísmo, cuando la realidad era que había recibido un tiro en el cráneo por prostituirse para la mujer menos adecuada. Tal vez debería haber sido honesto y así no tendría que andar preocupándose por lo que su hermano pudiera estar haciendo, pero en aquellos aciagos días se había impuesto su orgullo. Adrien había trabajado mucho para ocultar los pasos de Marcel, la forma tan absurda en que había muerto, para que el escándalo nunca los alcanzase.
Chasqueó la lengua con desazón y terminó de un trago su copa de champagne. Oteó el concurrido salón de lady Bradford y saludó con una ensayada sonrisa a lord Gladstone, mientras tomaba otra copa de la bandeja que pasó ante sus narices; sentía el extravagante impulso de emborracharse y no acertaba a saber por qué.
A pesar de aquellos atormentados pensamientos, sabía que su apariencia era estoica, ubicado en el lateral de las escaleras que daban a la terraza de Bradford Hill. Desde allí podía ver a todos los presentes, estudiarlos, vigilarlos. Era su pasatiempo favorito.
Precisamente, porque se hallaba pendiente de los movimientos de todo el mundo, no le pasó inadvertido el momento en que Katharina Sharpe llegó a la fiesta. Bien, con toda probabilidad, él no era el único que se había percatado de su aparición.
No era bonita. Sería ridículo utilizar tan insignificante adjetivo para ella. No podía tampoco calificarla de atractiva, porque su sensualidad era de un derroche y delicadeza que superaba cualquier baremo. La señorita Sharpe era sencillamente la perfección hecha pecado.
Él no la conocía. No en el sentido estricto del verbo. Sabía de su existencia, obviamente —nadie en Londres ignoraba quién era ella—, pero nunca los habían presentado. Adrien estaba muy al margen de la esfera de gente que solía frecuentar la cortesana y tampoco había hecho el menor intento por acercarse a ella. Incluso desde la distancia, cualquier hombre podía adivinar que Katharina Sharpe era lo más parecido a una droga que un ser humano puede ser. Esa noche, sin ir más lejos, podía robar el aliento a cualquier eunuco embutida en una exquisita creación de color ciruela.
La joven era un absoluto misterio para él. Las únicas relaciones que se le conocían habían sido estables y con miembros destacados de la aristocracia; también con un banquero que él recordase. Amén de los muchos hombres que aseguraban haberse acostado con ella con relatos poco verosímiles. Había sido, precisamente, su discreción la que le había labrado una reputación que podría calificarse de intachable a pesar de la profesión que ejercía. Arqueó una ceja al pensarlo, ¿se podía calificar como tal? ¿A unos cuantos amantes? Conocía a bastantes profesionales del placer. No, lo de Katharina Sharpe no podía ser comparado con aquel otro modo de vida.
Fuera como fuese, aquellos hombres con los que había estado la habían elevado a la categoría de inalcanzable. Alguien como él, que podía presumir en último extremo de caerle en gracia al príncipe regente, no podía ni siquiera soñar con acceder a una mujer como ella.
Adrien sonrió al recordar la primera vez que divisó el rostro de la hermosa Katharina. Estaba sentado en una mesa de juego, en la fiesta de la viuda Edworth, cuando ella apareció en su campo de visión a través de las puertas abiertas de la sala. Se había parado a saludar a alguien y los ojos de ambos se encontraron por casualidad. Los de la dama se apartaron enseguida, los de Adrien quedaron anclados a su belleza. En aquel preciso instante la codició como no había codiciado nada en su vida. Pensó en levantarse de la mesa y hacer cuanto fuera necesario por hablar con ella, bailar con ella o incluso casarse con ella. Pero en cuanto volvió a prestar atención a lo que se decía en la mesa descubrió quién era y lo imposible de aquel arrebato suyo.
Suspiró. De todos modos, Katharina Sharpe supondría una distracción indeseable y sumamente peligrosa para alguien como él. Podía controlar hasta cierto punto a las mujeres que entraban y salían de su vida, pero estaba convencido de que eso sería impensable con una beldad semejante.
Precisamente porque tenía ese concepto muy claro, se quedó paralizado cuando se dio cuenta de que lady Bradford tomaba del brazo a la preciosa cortesana y se giraba con mirada entusiasta hacia él. Cuando Adrien las vio caminar a ambas en su dirección, sintió que se le tensaba la mandíbula.
Katharina Sharpe venía hacia él, con la mirada llena de curiosidad y el paso elegante y delicado de un cisne. La mayor belleza de todo Londres se le acercaba, y él se sintió absurdamente turbado por ello.
Llegaron hasta su posición antes de que le diera tiempo a aclararse la mente.
—Milord, ¡ha venido! —La alegría de lady Bradford no podía ser más auténtica.
Adrien le sonrió con una mueca que debió parecer incómoda, como sin duda lo era.
—Lady Bradford —la saludó no bien se detuvieron en el escalón inferior.
—Le estaba diciendo a la señorita Sharpe lo difícil que resulta que nos honre con su presencia. Cada vez se prodiga menos por los salones.
Ciertamente, Adrien había estado muy ocupado durante los últimos meses, pero solo recordaba haber declinado su invitación una vez.
—Me disculpo por todo. —Hizo una reverencia elegante para demostrar su arrepentimiento.
—Bien, pues aquí la tiene. —La condesa parecía exultante de haberla traído hasta él.
Adrien tuvo que preguntar:
—¿Perdón?
—¿No le había dicho a mi cuñada que quería conocer a la señorita Sharpe? —Los ojos de la mujer se llenaron de desconfianza y frunció el ceño—. ¿Era usted, no?
—Pues...
La situación se le antojó de lo más incómoda. La joven se había ruborizado también al darse cuenta de que eran víctimas de una confusión, pero no podía decir que no era su deseo conocerla; sería de lo más grosero.
—Lo habría hecho de haber sabido que milady podía conseguirme tan codiciada presentación. —Hizo un gesto casual para restarle importancia—. No puedo estar más contento con su iniciativa, querida.
—Maravilloso, maravilloso —dijo, reconfortada—. Déjeme presentarlos de forma adecuada. Milord, ella es la señorita Katharina Sharpe. Querida, le presento a Adrien Courtois, marqués de Rigaud.
—Es un placer, milord.
Otra poderosa arma que añadir al arsenal de la cortesana: su voz. Era cadenciosa, suave y con un ligero matiz ronco que alteraba el pulso de un hombre. Adrien tomó su mano pequeña y esbelta y depositó un beso lento sobre el guante de satén; un aroma suave a limones dulces flotó hasta su nariz. Cuando levantó de nuevo la mirada hacia ella no pudo ocultar su fascinación.
—Au contraire, mademoiselle, el gusto es completamente mío.
Adrien utilizaba su lengua materna en contadas ocasiones, aunque por algún motivo, que él desconocía, le resultaba imposible prescindir de ella cuando trataba con mujeres hermosas. El francés parecía más adecuado para seducir que el inglés, y no sabía muy bien por qué, esa era la actitud que su cerebro había adoptado desde el primer segundo con Katharina Sharpe. Tal vez no hubiera otro modo de enfrentarse a una mujer como ella.
—Exagera, milord.
Adrien ancló su mirada en los impresionantes ojos azul zafiro. Tenían un ligero matiz rasgado, como los de un zorro, lo cual confería a sus delicadas facciones un aire exótico que se veía refrendado por el cabello de un negro puro y brillante. Sus cejas y pestañas eran pobladas, como suaves cepillos de terciopelo; el aderezo perfecto para un rostro de proporciones armoniosas.
—¿Se está divirtiendo esta noche, señorita Sharpe? —preguntó, interesado.
No tenía la más remota idea de qué motivos podían haber llevado a la joven hasta sus brazos —la teoría del malentendido no acababa de convencerle—, pero después de verla tan de cerca, Adrien no tenía la menor intención de dejar que se fuera.
—Oh, desde luego, lady Bradford es una excelente anfitriona —dijo con una sonrisa en dirección a la susodicha.
—Gracias, querida.
—Es cierto, ella siempre está pendiente de todo —terció Adrien—. De hecho, creo que su hermana la busca para que atienda al duque de Mardston, que acaba de llegar.
—Ay, Dios mío. —La condesa viuda se giró hacia la entrada con cara de espanto—. Pero si había declinado la invitación. Perdónenme, queridos, tengo que ver cómo deshago este entuerto.
Su anfitriona se fue murmurando entre dientes, cosa que pareció sorprender a la señorita Sharpe.
—Mardston no se habla con su hermano y su cuñada —explicó. Aquellos ojos del color del aciano se volvieron hacia él con curiosidad—. Dado que ambos se estaban paseando hace un rato por el salón, intuyo que lady Bradford los invitó cuando supo que el duque no venía.
—Y ahora tiene a dos facciones de una de las familias más poderosas de Inglaterra enfrentadas en su baile —concluyó ella con acierto y con una sonrisa pícara que le encogió el estómago
—Así es. —Adrien asintió justo al tiempo que escuchaba los primeros acordes de una polonesa—. ¿Baila conmigo, señorita Sharpe? —preguntó de repente, llevado por un impulso.
Ella lo miró con indecisión por un instante, como si no hubiera esperado la propuesta. Fue tal la expresión inocente que se dibujó en su rostro que Adrien se preguntó qué edad tendría. No aparentaba más de veinte, por Dios.
La sensación solo duró un instante. Asombrado, contempló como todo vestigio de aturdimiento desaparecía de su expresión, y ella esbozaba una sonrisa llena de sensualidad.
—Oh, lo cierto es que había reservado este baile al señor Arnold.
Adrien oteó el salón y vio que el hombrecillo se acercaba a ellos. Le lanzó tal mirada de advertencia que el tipo se detuvo en seco. Adrien le hizo un gesto con la cabeza y, acto seguido, Arnold se dio la vuelta y se fue en la dirección contraria.
—Resuelto.
—Es usted terrible —soltó ella con un movimiento que mostraba su divertida desaprobación.
Mientras bailaban, Adrien fue consciente de cómo la observaban el resto de hombres. Era algo más que interés o fascinación. Algunos de ellos la miraban con posesividad, como si hubieran descubierto que esa noche podían alcanzar sus más peregrinas fantasías.
Adrien ni siquiera podía culparlos. Ella era exquisita, sin atenuantes. Y además jugaba con la baza de que cualquiera de los presentes —soltero, casado o viudo— estaría dispuesto a arruinarse para convertirse en su nuevo protector. Un puesto, que si los rumores eran ciertos, estaba vacante.
—¿Cómo lo soporta? —le dio por preguntar cuando se cruzaron.
Ella no parecía envanecer por toda aquella atención, pero tampoco podía decirse que la hiciera sentir incómoda. Katharina Sharpe se movía por las atosigantes aguas del deseo masculino con naturalidad e incluso con una pizca de desdén.
—Concentrándome en lo que de verdad me interesa —explicó cuando volvió a su lado.
Tenían que continuar en fila con el resto de los bailarines hasta el fondo del salón. Adrien sintió que se estremecía al colocar la mano sobre su cintura para guiarla. El efecto que aquella mujer provocaba en él resultaba desconcertante y sobrecogedor.
—¿Y qué sería eso? —inquirió.
—¿En este momento? Usted.
Adrien se sintió bastante orgulloso de no trastabillar ante semejante declaración. Giró el rostro hacia ella, sin contener un ápice su interés. La señorita Sharpe se ruborizó y dejó salir una melódica carcajada.
—Me refiero a que intento no pensar en cómo me mira la gente y lo consigo si centro la atención en aquella persona con la que estoy charlando o, como en este caso, bailando.
—Creo que prefiero quedarme con la explicación que había conjurado mi mente.
Aquello era bastante directo. Y contraproducente, además, si a ella le molestaban las insinuaciones abiertas, pero Adrien no pudo evitarlo. Le apetecía bromear con ella, pero, por encima de todo, sintió la imperiosa necesidad de dejar patente su interés.
—Es usted un truhan, milord.
—De la peor clase, querida —le susurró antes de apartarse para ejecutar los pasos de baile.
Otro hombre fue entonces el encargado de cruzarse con su pareja y Adrien la perdió de vista por un segundo. Se descubrió ansioso por volver a tenerla entre sus brazos, por apartarla de todos los demás caballeros que suspiraban por sus encantos. Se le hizo eterno hasta que los cruces de la polonesa volvieron a traerla hasta él.
—¿Dónde se había metido? —preguntó con un ceño fingido.
—Lord Vartham me había secuestrado —rio ella.
—Tendré que retarlo a duelo.
Katharina Sharpe lo miró de hito en hito y ejecutó el compás final con una graciosa pirueta antes de inclinarse como el resto de bailarines para concluir la pieza.
Adrien fue consciente de que si bien estaban bromeando, la expresión que él lucía no debía ser muy divertida ni alegre. Se sentía tenso por la atracción sexual que ella le despertaba, de modo que se resignó a parecer un tanto arbitrario en su comportamiento.
—Me veo obligado a intimidar —miró su carnet de baile— a lord Edgware también para que no acuda a buscarla en el vals. Nuestro baile ha sido insuficiente y frustrante; por culpa de Vartham, probablemente.
—No será capaz —murmuró ella elevando una delicada mano hacia su esbelta cintura.
—Sería capaz de mucho más que eso, Katharina. —Se inclinó sobre su mano y la besó con un toque tan largo y apretado que era toda una declaración de intenciones—. La veo después.
Adrien sabía que bailar dos veces con una misma dama tenía ciertos significados, pero eso no podía aplicarse a un francés exiliado, que era el papel que él representaba. Quería bailar de nuevo con ella, apretarla contra su cuerpo tanto como permitieran los pasos de vals, coquetear, sumergirla en aquellas mismas emociones cálidas y oscuras que él estaba sintiendo. Llamarla por su nombre, como acababa de hacer, y sentir que ella se estremecía al escucharlo.
¿Sería absurdo decir que el resto de la velada sintió como que flotaba?
Pero eso fue lo que ocurrió, sin embargo. Comenzó a plantearse que Katharina Sharpe había llegado hasta él por un motivo, y no dejó de observarla de manera subrepticia cada vez que tuvo ocasión. Ella también lo buscaba, aunque después apartaba la vista como si hubiera sido descubierta en una falta.
La anticipación no hacía más que crecer en su interior; lo corroía como un ácido en las entrañas. De todos los hombres de aquel salón, era a él a quien buscaba, y ese fue un conocimiento que comenzó a despertar en él una suerte de codicia.
«No hay mayor peligro que dejar que la ambición se enrede con la temeridad», eran sus propias palabras, mas las desoyó, porque su instinto le decía que no podía dejar pasar la oportunidad de acercarse a ella y probar suerte.
Cuando al fin llegó el momento del vals, no supo si Wakefield había ido a buscarla o no, porque como un auténtico cacique, llegó hasta ella y la arrastró hasta el centro del salón antes de que la orquesta empezara a tocar el primer compás. En el momento en que Adrien rodeó su cintura y sintió la mano femenina contra su hombro, todo lo demás dejó de tener trascendencia para él.
La estrechó contra su cuerpo más allá de lo que dictaba el decoro y la meció por la pista de baile en aquel silencioso ritual en el que los dos se mantuvieron la mirada, estudiándose sin restricciones.
—Tengo un palco en la ópera para el miércoles —le comunicó en voz baja, pegando la boca a su oído. Sabía que estaba a punto de entrar en un terreno peligroso, pero era algo que sencillamente no podía evitar. El baile estaba a punto de terminar y, aunque se dijese que no debía alentar ningún acercamiento con aquella mujer, no podía pensar en otra cosa que en la ansiedad que le producía no saber cuándo volvería a verla—. Acudiré a ver Rodelinda. Me gustaría mucho que me acompañase.
La señorita Sharpe se apartó con una expresión indescifrable. Por un segundo, Adrien temió que dijese que no, que lo rechazase, pero solo fue hasta que ella cerró los ojos con un leve pestañeo de rendición.
—Será un placer, milord —la oyó decir antes de que el crescendo del vals los trajera de vuelta a la realidad.
—La recogeré a las ocho —le anunció cuando ambos se detuvieron, aún con las manos del uno sobre el otro.
—Nos veremos allí —lo corrigió.
A Adrien no le importó. El modo en que ella quisiera citarse no le pareció relevante en ese momento. Lo esencial era que había aceptado acudir con él a la ópera y que todo el mundo en Londres sabría lo que eso significaba.
2
Katharina se miró en el espejo con ojos críticos. Debía ser el vestido más lujoso y sensual que había llevado nunca. Era una creación exuberante, de muselina y seda en tono azul aciano. Las mangas se ajustaban a sus brazos como una segunda piel y se cerraban en «uve» en torno a un escote bajo, que se hundía lo justo entre sus senos para mostrarlos altos y lozanos. La cinturilla, ancha y alta, marcaba la estrechez de su cintura e insinuaba la curva de la cadera, aunque no había nada que el delicado tejido de la falda dejase a la imaginación. Las tiras de piedras brillantes y espiguillas plateadas bordeaban los puños amplios y el faldón bajo sus pechos, dotando al diseño de una elegancia que le fascinaba.
Se había vestido para impresionar, para seducir al hombre al que debía llevar ante la justicia. Un hombre astuto, inteligente y muy peligroso. Uno que, para su sorpresa, había caído presa de su embrujo, como una mosca en un tarro de miel. Él se había mostrado osado, inflexible durante su encuentro en la fiesta de lady Bradford. Había sacado ese carácter dominante y decidido que ella sabía que mostraría. Y la había llamado Katharina. Lo que no había esperado era encontrar también en él ese matiz de divertida astucia con que había burlado a sus parejas de baile. Aquello, debía admitir, le había gustado.
De modo que allí estaba. Su plan se había puesto en marcha mucho antes de lo que ella pensaba.
No estaba preparada. Se sentía expuesta y vulnerable como nunca antes. Por eso necesitaba llevar un vestido que la llenase de soberbia y vanidad, que le recordase que ella era Katharina Sharpe, la mejor cortesana de Londres, una mujer segura y valiente que no se doblegaba ante la mirada de un hombre. Por más que esa mirada fuera tan cruda y llena de oscuro deseo como lo era la de Adrien Courtois, marqués de Rigaud.
Todavía le costaba ignorar el estremecimiento que la recorría con solo recordar el encuentro. Una sensación que le advertía de aquello que ya le habían dicho sobre él: era peligroso y difícil de manejar.
Rigaud era un hombre de un atractivo sobrecogedor. Vestía de modo tan elegante e impecable que se había ganado la fama de dandy entre las damas, si bien no había un solo artificio o afeite en su aspecto. Era refinado, cierto, pero absolutamente viril. Una elegante pantera que se paseaba por el salón escondiendo a los mortales su auténtica naturaleza; su salvajismo soterrado entre capas y capas de compostura, con aquel dejo de acento francés casi imperceptible que solo arrastraba algunas erres y que le parecía absolutamente encantador.
Su porte aristocrático combinaba con unas facciones suaves, de proporciones griegas. Sería todo un adonis si no fuera por su rebelde cabello negro, que se ondulaba en torno a las sienes y el cuello. Oh, por supuesto, y sus ojos. Katharina no podía quitarse la sensación de ser observada por ellos, incluso mucho tiempo después de haber sido el objeto de su escrutinio.
El marqués de Rigaud era un peligro para la cordura de cualquier mujer en la que pusiera aquellos melancólicos ojos negros como el carbón. Y él había elegido ponerlos en ella.
Sería una ilusa y una cínica si no se admitiese a sí misma que eso la llenaba de anticipación. El marqués era peligroso, se repetía, la peor clase de hombre: un traidor. Y, sin embargo, no sentía tanto miedo como debería. Por el contrario, se había sorprendido al descubrir que su mirada profunda y su humor extraño habían despertado algo instintivo en su interior, una calidez que nunca antes había sentido hacia un hombre al que acabara de conocer. Katharina se consideraba inmune a los intentos salaces de los hombres por conmoverla, pero debía admitir que el marqués la ponía nerviosa.
No tenía sentido engañarse, ni crear excusas para ocultar la verdad irrevocable que había descubierto esa noche: no saldría indemne de esa misión.
—Su carruaje la espera, señorita.
Kath se volvió y le ofreció una sonrisa trémula a su doncella.
Agnes Bakefield la había acompañado desde que Samuel la contratase cuando comenzó a trabajar para Pampilo. A ella no tenía que ocultarle nada, pero aun así lo hizo. No le contó acerca del temor que latía en su pecho con fuerza atronadora, porque ni siquiera tenía aún palabras para describirlo.
—¿Has pedido a Arnold que lo prepare todo?
Su mayordomo, Arnold Perton, era otro activo contratado por Samuel. Escapaba del canon corriente para un empleado de ese rango, pues era poseedor de un cuerpo robusto y de unas habilidades poco frecuentes que iban desde la protección personal de Kath hasta la logística más enrevesada para sostener cada una de sus tapaderas. Arnold se veía obligado a hacer muchas cosas que le desagradaban, pero jamás protestaba por ello.
Agnes torció el gesto. A ella tampoco le gustaban la mayoría de sus misiones.
—Ha dado las órdenes pertinentes, señorita —dijo con un tono lleno de resignado disgusto.
A pesar de poder ser calificada de mandona y circunspecta, su doncella era la figura más cariñosa que había tenido a su alrededor desde que cayó en el inframundo. Agnes Bakefield rondaba los cincuenta, aunque nadie lo diría por su vitalidad. Poseía una belleza madura y serena con aquellos ojos grises y el cabello rubio entreverado de canas.
Con un suspiro conclusivo, Kath asintió y cogió de sus regordetas manos la capa que esta le tendía.
—Entonces no tiene sentido posponerlo más.
—Está realmente hermosa esta noche —la animó al intuir su zozobra.
Katharina se acercó y le besó la mejilla antes de salir de la habitación.
—Deséame suerte, Agnes
—Usted no la necesita —la despidió con un guiño.
¿La necesitaba? Subió al carruaje reflexionando sobre ello. No tenía ninguna garantía de que Rigaud hubiera picado el anzuelo. Cierto que la había invitado a su palco en la ópera, pero era una dignidad que ofrecía a muchas mujeres, según tenía entendido. El marqués era todo un calavera, pero jamás se le habían conocido amantes estables, que era el puesto que ella aspiraba a ocupar.
Sabía que él había mostrado atracción, pero ¿tanto como para ofrecerle el tipo de trato que ella andaba buscando? Se estremeció en el asiento de su lujosa berlina y se arrebujó en la capa de chenilla y terciopelo a juego con el vestido. ¿Cómo había terminado buscando la protección real de un hombre? Hasta ese momento su papel jamás se lo había exigido; sus protectores conocidos siempre habían sido tapaderas muy bien urdidas; hombres seleccionados para cebar su fama de mujer selecta e inalcanzable. Pero lo que pretendía establecer con el marqués era una relación auténtica.
Si el solo contacto de su cuerpo en el baile le había provocado tal honda impresión, no quería pararse a considerar lo que ocurriría cuando intimasen. Samuel había dejado en el aire el asunto, permitiéndole decidir a ella qué tipo de acercamiento quería poner en práctica con Rigaud, pero era una presunción del todo absurda. Solo había una cosa que el marqués pudiera querer de ella: sexo. Crudo y depravado sexo, si las habladurías sobre su pertenencia al club Shinners eran ciertas. Aunque después de un primer contacto con él también empezaba a dudar de aquellas teorías. Era un hombre demasiado tentador como para verse obligado a imponer su cuerpo a una mujer.
Cerró los ojos con fuerza e inspiró el aire muy lentamente. Podía hacerlo. Por el amor de Dios, deseaba hacerlo. No podía ser tan hipócrita como para no reconocerse a sí misma que ese hombre le provocaba tanto temor como lujuria. El problema era que no tenía la experiencia ni la fortaleza de espíritu necesaria para manejar a un tipo como él.
Procuró recomponerse y centrar sus caóticas emociones cuando vio que giraban en la esquina de Drury Lane. Tenía que establecer una estrategia, una seducción lenta que le permitiera ir accediendo al círculo más cercano de Rigaud para encontrar las pruebas incriminatorias que necesitaban sin llegar a generar con él un grado de intimidad peligroso. Llevar al marqués ante la justicia debía ser su prioridad, por mucho que pudieran enrevesarse las cosas en el camino.
Llegó al teatro imbuida de toda la determinación que le era posible, dadas las circunstancias. Un elegante lacayo, que debía pertenecer al servicio del marqués, la aguardaba junto al carruaje y le pidió que lo acompañase al interior. Rigaud era poseedor de una vasta fortuna, que se traducía en extravagancias como aquella: mandar a un sirviente para que la recogiera en la puerta y la llevara hasta el palco.
Kath se maravilló de nuevo con la exquisita decoración del Covent Garden. Sus paredes forradas con paneles adamascados y los detalles en escayola y pan de oro que subían hasta el techo en retornadas columnas, eran casi tan dignas de admiración como las obras que se representaban en su escenario. Pero Kath no pudo centrar su atención mucho tiempo en el entorno, porque enseguida llegó al palco de Rigaud.
La sorprendió encontrarlo solo. No se había parado a pensar en si habría más invitados. Acudir en pareja a la ópera era una clara demostración de intenciones, una clamorosa exhibición para todos aquellos que se pudieran preguntar qué hacía el marqués con ella. Katharina inspiró hondo; el afilado atractivo de su presa hizo que volviera a tambalearse su compostura. Kath se preguntó entonces quién era realmente la víctima de quién.
Él lucía una chaqueta entallada en un tono vino tan vibrante que era imposible no pararse a mirar el modo en que marcaba sus potentes hombros y sus fuertes brazos. La camisa almidonada era de un blanco puro, al igual que el corbatín. El chaleco con patrón de cuadros que se dejaba ver por debajo de la levita le otorgaba un toque de elegancia y distinción que muy pocos hombres en Londres podían lograr solo con la ropa.
—Mi querida señorita Sharpe —gorjeó en un tono sereno y ronco—, estaba impaciente por que llegara.
El marqués se inclinó para besar el dorso de la mano que ella le tendió. Rigaud no solo posó sus labios, sino que los apretó contra su guante de tal modo que el calor de su boca le traspasó la piel.
—Buenas noches, milord. Le agradezco muchísimo que me haya invitado a compartir esta velada. Adoro a Handel.
Rigaud le sonrió de un modo absolutamente varonil y encantador antes de conducirla a su asiento. Después se sentó en la silla que estaba junto a la suya, mientras Katharina tomaba buena nota de todos los presentes en el teatro, quienes a su vez habían posado los ojos en ella nada más verla aparecer. Su papel en sociedad levantaba gran expectación. La gente la observaba allá donde iba, tanto hombres como mujeres, y esa noche no iba a ser diferente. Mucho menos teniendo en cuenta que se la veía con un nuevo acompañante que todos darían por sentado que era o terminaría siendo su nuevo protector.
Eran la comidilla de la ópera, desde el foso hasta la galería, y ambos lo sabían. A fin de cuentas, la nobleza pocas veces acudía al teatro para prestar atención al escenario.
El marqués saludó a lord Cornfield y su esposa, que se ubicaban en el palco contiguo. Kath hizo una pequeña venia y observó de pasada a los que se hallaban en las tribunas de enfrente. No hubo nadie por quien tuviera que preocuparse. Lord Jeanford parecía haber cejado en su empeño de perseguirla después de varios meses en los que le había complicado bastante la vida.
—¿Ha visto alguna vez Rodelinda? —le preguntó él, con