La doncella guerrera

Teresa Sagrera

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Marzo de 1476

El miedo es un veneno que lo inunda todo sin piedad; avanza cautelosamente zigzagueando entre los pensamientos; hurgando con encarnizamiento en cualquier brecha por minúscula que sea, hasta penetrar en lo más hondo de nuestra existencia. Actúa sin misericordia, persiguiendo la vulnerabilidad de una duda; la debilidad de una pena; la añoranza de otro tiempo. Nunca estamos a resguardo de su pernicioso efecto, quedando vilmente expuestos a él, desnudos como cuando vinimos al mundo, solos ante el frío infinito de la noche eterna. No hay guarida que pueda protegernos del hielo que corre por nuestras venas.

Juana García llevaba más de un año recorriendo los territorios de la Corona de Castilla junto a las tropas leales a Isabel la Católica. Más de un año viviendo prisionera dentro de aquella coraza de acero y de la armadura de cabeza del caballero Diego Oliveros. Y se sentía tan extraña como un huésped en una posada desconocida. El tiempo había macerado sus anhelos, y estos habían madurado hasta agriarse. Todo lo que en un primer momento le parecía venturoso y halagador, había mutado hasta resultarle nauseabundo. Pero es imposible huir cuando tú mismo eres el carcelero. No existe ninguna posibilidad de engaño. Ningún plan para una fuga perfecta. Todo está bajo control, y a la vez no se controla nada.

Las dudas se agolpaban dentro de su cuerpo, con una fuerza insoportable, a punto de desbordarse. ¿Por qué había dejado cuanto amaba para volcarse en lo desconocido? ¿Cuándo acabaría aquella maldita guerra? Las ansias de volver a ser ella misma eran más poderosas que cualquier otro fin. Y cada día que pasaba, se sentía más atada a un presente desgarrador que la iba carcomiendo poco a poco. Aquellos encuentros furtivos conseguían ahogar su dolor por unos instantes, aunque después avivaran aún más el deseo de liberarse de aquel yugo y el miedo a ser descubierta. Afortunadamente, por más atemorizada que estuviera, siempre conservaba el control sobre sí misma.

Cuando la nostalgia le resultaba tan devastadora como un agudo dolor, tan solo la consolaba la compañía de su caballo, Sultán. Aquel pura sangre árabe había sido un regalo de su padre y le recordaba los buenos momentos compartidos con él. Pasaba largas horas cepillando su pelaje negro azabache, cuidando y limpiando sus cascos, procurando que no le faltase ni la comida ni el agua o susurrándole muy cerca mientras el animal la observaba con aquellos ojos grandes, tan abiertos. Juana tenía la certeza que a él no había logrado engañarlo con su ropa de varón, porque su mirada iba mucho más allá, era capaz de ver su alma. Por eso, estar junto a él era la única posibilidad de sentirse ella misma.

Más de una noche, como aquella, tendida junto a la tropa, contemplaba las estrellas durante horas, sin poder dejar de pensar que eran las mismas estrellas que iluminaban la noche a sus hermanas y a sus padres. El firmamento de su añorado Arintero.

Y una pesadilla la perseguía a todas horas: no quería morir encerrada en aquella falsa identidad. Deseaba olvidar todo lo que habían visto sus ojos, tanta muerte innecesaria, tanta devastación, tantos abusos cometidos contra el pueblo por aquellos que decían luchar en nombre de los reyes de uno y otro bando. Nada tenían que ver todas las desgracias vividas con las historias gloriosas que había leído de jovencita en los libros de su padre. Le resultaba incomprensible que él, que había luchado en la guerra durante su juventud, que conocía sobradamente ese mundo, no la hubiera retenido en casa, aunque hubiese tenido que atarla. Había preferido arriesgar su vida, sabiendo que la enviaba al mismo infierno, para alimentar su orgullo.

Juana había necesitado todo aquel tiempo para darse cuenta de que quizá no era tan distinta a su madre y sus hermanas como ella imaginaba. Que ninguna vida justificaba luchar por la Corona de Castilla. Que era una mujer, que siempre lo había sido y se sentía orgullosa de ello. Que nada envidiaba a todos esos aguerridos caballeros que luchaban en nombre de una panda de nobles, y que se inclinaban por una u otra reina según sus propios intereses.

Quería poder regresar a Arintero y borrar de su mente los momentos que habían hecho crecer la fama del valor y el coraje de aquel guerrero valiente y esforzado, el caballero Diego Oliveros.

Primera parte. Enero-febrero de 1475

PRIMERA PARTE

Enero-febrero de 1475

1. Vientos de guerra

1

Vientos de guerra

Pasada la Navidad, los vientos empezaron a remover aires de guerra por las tierras castellanas. Desde Hondarribia hasta las orillas del Guadalquivir, nobles, hidalgos, obispos y clérigos no hablaban de otra cosa. La noche del 11 de diciembre había muerto el rey Enrique IV, y no eran pocos los que creían que no había sido por causas naturales. Su hermanastra, Isabel, había tardado tan solo dos días en proclamarse reina de la Corona de Castilla.

Aquel domingo, 10 de enero de 1475, el cielo de Arintero era de color plomizo, y la humedad calaba hasta los huesos de aquellos que se habían atrevido a acudir a misa. Las montañas leonesas que abrazaban la aldea estaban cubiertas por un espeso manto de nieve. Dentro del valle, la nevada era mucho menor que otros inviernos, tan solo de tres o cuatro palmos, a diferencia de otros años en que los lugareños estaban acostumbrados a que la nieve les cubriera medio cuerpo. De las pequeñas casas de piedra con tejados de madera y paja se alzaban finas columnas de humo. Entretanto, los carámbanos del tejado de la iglesia dedicada a Santiago apóstol resonaban en un gotear continuo bajo el tenue sol de invierno, las campanas marcaban a desgana el mediodía y p

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