Índice
Portadilla
Índice
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Segunda parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Tercera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Agradecimientos
Sobre la autora
Créditos
Grupo Santillana
Capítulo
1
La reina Isabel había salido de cuentas. Cuatro días ya e no paría, que más parecía que, primeriza como era, y moza, no quisiera entrar en trance ni levantarse las sayas ante los notarios y pasar la vergüenza consiguiente; o tal vez fuera la criatura que no deseaba abandonar el vientre de su madre; o, sencillamente, que todavía no estaba de Dios.
El caso es que iba para cuatro días y la alta dama no entraba en parto, e los notarios e oficiales del señor rey don Juan, el segundo, acompañados de dos parteras y dos vecinos de la villa de Madrigal —gente honrada y cabal—, llevaban cuatro jornadas de retén y estaban cansados de jugar al ajedrez y de dormitar en dura silla —lo que venían haciendo—, y hartos de Gonzalo Chacón, el mayordomo de la reina, que se encaraba con ellos pretendiendo que no abandonaran el aposento ni para ir a la letrina y no les dejaba llegarse a las cocinas a echar un bocado ni a beber un vaso de vino, lo que era necio, pues la parturienta no se había personado todavía en la habitación. Y se comentaba de ella que, sujeta de los brazos por dos de sus camareras, andaba escaleras arriba y abajo del palacio y recorriendo el jardín para asentar bien a la criatura y facilitar así su venida al mundo. Mismamente como acostumbraban a hacer las mujeres en Portugal, al parecer, pues que la dama era lusitana y hacía lo mismo que todas las mujeres de aquel país y no era cuestión de pedirle que otra cosa hiciere.
Tal cuchicheaban los hombres entre ellos, pero las comadres, las dos acreditadas parteras de la villa, hacían corrillo aparte y convenían en que ya podía subir y bajar escaleras la señora, que los niños vienen al mundo cuando el Señor lo tiene a bien y ellos están dispuestos, y que llegar antes es malo y venir tarde también, e pedían a los hombres templanza, que es virtud.
Los notarios, en cuanto el oficial de la casa abandonaba el aposento e iba a ver dónde paraba la señora, murmuraban de él e sostenían que se había precipitado, porque, según las instrucciones del señor rey, debían haber sido convocados tras el primer dolor o después de romper aguas, pero no antes. Y rezongaban que el tal Gonzalo Chacón era hombre impaciente, aunque llevara cierta razón. Pero no tanta razón como para que ellos pasaran cuatro días en vela, pues que doña Isabel era la segunda esposa de don Juan, que ya tenía un hijo y heredero, el príncipe don Enrique, nacido de doña María de Aragón, su primera mujer. Un hombre hecho y derecho que, además, gozaba de perfecta salud y, si bien no tenía todavía un descendiente que le sucediera después de sus días en el trono, y ya se hablara en todo el reino de su impotencia para procrear, como era joven, seguramente lo tendría, de modo que el que naciera o la que naciera en la ocasión presente, plegue a Dios que fuera varón, sería infante, pero no más; no rey, no reina.
Las parteras, que no habían asistido nunca a una soberana, se quedaron pasmadas cuando fueron informadas cumplidamente por los notarios de cómo había de ser la parición de doña Isabel. De que habría hombres escribiendo con detalle del suceso y que a ellas les rebuscarían los dichos hombres debajo de las faldas por ver si llevaban una criatura escondida con mala intención —con propósito de trocarla por la que habría de nacer o poner a la que llevaran si nacía muerta— y otros desatinos