El linaje maldito

Rafaela Cano

Fragmento

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1

El día había amanecido en Crato con una niebla tan espesa que apenas se distinguía la gran mole de piedra del monasterio de Santa María de Flor da Rosa, perteneciente a la Orden Militar y Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta. Rodeado por un largo muro, se alzaba majestuoso en una extensión inmensa de tierras en la región del Alentejo. Frente a su grandiosidad, las pocas casas que constituían la aldea de Flor da Rosa, algunas adosadas al propio muro, parecían minúsculas dependencias del propio monasterio.

A mediodía, con el tibio sol de enero esforzándose por asomar entre los jirones de niebla, los pelados y retorcidos troncos de las vides comenzaron a emerger como grandes muñones de la tierra.

Las figuras de los hermanos se recortaron encorvadas sobre las viejas cepas, pero llevaban allí desde tercia. Los más expertos se aplicaban en el manejo de la podadera, cortando minuciosamente sarmientos y zarcillos; los más jóvenes los recogían y los amontonaban para luego retirarlos en carretillas, antes de que alguna planta enferma de yesca infectara al resto.

Cuando la campana tocó para el rezo del ángelus, se dejó oír por todo el monasterio y llegó hasta las viñas, donde los freires interrumpieron el trabajo y, persignándose, se arrodillaron y rezaron con devoción.

Una vez cumplido el precepto, volvieron a la tarea.

—Un día, a no faltar mucho, dejaré de sentir las manos y me las cortarán —murmuró frey Tadeo mientras se echaba el aliento en ellas.

—Vamos, hermano, aún le quedan a vuestra paternidad muchos frutos que arrancarles a estas vides antes de quedaros sin manos —comentó sonriente uno de los freires jóvenes al tiempo que recogía un haz de sarmientos.

Frey Tadeo se detuvo un momento con la podadera en la mano y miró hacia los ventanales de la biblioteca. Los hermanos reanudaban también su tarea sentándose junto a las ventanas para aprovechar mejor la claridad del día.

—Se debe de trabajar bien con el sol entrando por las ventanas y el brasero calentándote los pies, y no con este frío congelándote los miembros. ¿No predicamos que todos somos iguales? Entonces ¿por qué unos son caballeros y nosotros sus sirvientes? —preguntó al resto.

Ninguno de los freires le contestó. Ya estaban acostumbrados a sus quejas sobre el trabajo, el frío que pasaban en los campos o lo poco agradecida que se mostraba la comunidad con quienes realizaban las tareas más ingratas como la de cuidar las viñas, aunque luego fueran los primeros en beberse el vino.

—¡Vaya! ¡No sabía yo que habíamos acatado la orden de san Bruno que prohíbe hablar! —añadió burlón al ver cómo los freires se afanaban en el trabajo sin contestarle.

—Dios encomienda a cada uno de nosotros una labor, démosle gracias por ello —contestó al fin frey Dionisio, un joven freire que a pesar de llevar poco tiempo en el monasterio era un gran entendido de la vid.

—¿Nos la encomienda Dios o el prior? ¿O mejor dicho, los caballeros nobles? Estoy cansado, ¿me oyen vuestras paternidades? —preguntó de nuevo, sabiendo, ahora sí, que ninguno contestaría a su pregunta.

A pesar de todo, frey Tadeo siguió podando las últimas cepas, las que llegaban hasta el muro del monasterio. De pronto se quedó con la podadera en la mano y la voz se le ahogó en la garganta. Repuesto del susto, gritó con todas sus fuerzas y los hermanos acudieron raudos en su auxilio. Cuando llegaron, pudieron contemplar horrorizados el cuerpo de frey Andrés, el boticario, semienterrado en un montón de hojarasca.

En la biblioteca del monasterio, los freires dedicados a la restauración y encuadernación de libros, a su copiar y a organizar documentos interrumpieron su trabajo al oír la campana y posaron las rodillas en las frías losas del suelo.

Frey Armando, el encargado de la biblioteca desde hacía años, se apoyó en un pupitre y consiguió casi tocar el suelo con una rodilla. Aún no estaba en la ancianidad, pero los fríos del invierno, decía, se le metían en los huesos y apenas podía caminar apoyándose en frey Eugenio, su ayudante. Había días en que los dolores menguaban y entonces se manejaba solo, pero últimamente parecían no darle tregua.

Angelus Domini nuntiavit, Mariae. —Su voz cadenciosa se dejó oír en la estancia.

Et concepit de Spiritu Sancto —contestaron los freires.

Cuando acabaron la oración siguieron con las rodillas en el suelo, sabían que su maestro aún no había dado por terminado el rezo.

—Líbranos, Señor, del Maligno que acecha en cada rincón de esta casa, en cada rincón de nuestra celda y en cada rincón de nuestro corazón. Haz, Señor, que seamos capaces de reconocerlo si es que habita entre nosotros —dijo elevando la voz y subiendo los brazos hacia el cielo—. Mirad que el diablo ha de meter a alguno de vosotros en la cárcel, para que seáis tentados en la fe.

—¡Líbranos, Señor! —recitaron los freires al unísono.

Dos freires jóvenes se miraron y contuvieron un amago de sonrisa.

—Hermano Miguel, ¿acaso el Maligno os incita a la risa? ¿Acaso se ha encarnado en vuestra persona y se burla de las revelaciones de san Juan? —le reprendió frey Armando con voz potente.

Al aludido se le borró la sonrisa de golpe y un escalofrío le recorrió la espalda; sabía cómo se las gastaba su maestro en las cuestiones relacionadas con el Apocalipsis y con Satanás.

—Pido perdón a vuestra paternidad.

Todos volvieron a su tarea, pero los gritos provenientes de la viña hicieron que acudieran prestos a las ventanas. Des­de allí vieron a los hermanos correr despavoridos.

En el palacio del monasterio, la imponente chimenea, alimentada por sirvientes con grandes troncos de encina, caldeaba la estancia del prior.

Don Luis de Avís, hermano del rey don Juan, era desde hacía unos meses el prior del monasterio más rico de Portugal, pero lo había visitado pocas veces, y cuando lo hacía, acostumbraba a quedarse en el palacio anexo al monasterio. Tenía veintiún años y, a pesar de que se había ordenado como diácono primero y luego como presbítero, solo estaba dispuesto a cumplir uno de los cuatro votos de la Orden: el de tomar las armas para la defensa de los cristianos; los otros tres, pobreza, obediencia y castidad, aunque tuvo que prometerlos, no tenía intención de cumplirlos. Ya pediría a Dios perdón por ello las veces que hicieran falta.

El sonido de la campana se coló en la estancia donde el prior departía con sus primos frey Duarte de Braganza, administrador del monasterio, y don Alfonso. Al escucharlo, los tres se arrodillaron y rezaron el ángelus. Luego volvieron a sentarse en los sillones fraileros, cerca del hogar, y continuaron con la conversación.

Unos golpes en la puerta los interrumpieron. Un freire joven, alto y fuerte, asomó la cabeza y pidió licencia para entrar.

—¿Me ha mandado llamar vuestra ilustrísima? —preguntó.

—Pasad, pasad, frey Atilio, tomad asiento —dijo el prior haciendo un gesto con la mano para que el recién llegado ocupara el lugar que le indicaba.

El freire entró un poco cohibido, no porque estuviera ante el prior sino porque nunca olvidaba que este era hijo del rey don Manuel.

—Este caballero es mi primo don Alfonso

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