El Ruiseñor

Kristin Hannah

Fragmento

libro-3

1

9 de abril de 1995
Costa de Oregón

Si algo he aprendido en mi larga vida es esto: en el amor descubrimos quiénes queremos ser; en la guerra descubrimos quiénes somos. Los jóvenes de hoy quieren saberlo todo de todo el mundo. Creen que hablando de un problema lo resolverán. Yo procedo de una generación más reservada. Comprendemos el valor de olvidar, el aliciente de reinventarnos.

Últimamente, sin embargo, pienso a menudo en la guerra y en mi pasado, en las personas que he perdido.

Perdido.

Suena como si no supiera dónde he dejado a mis seres queridos; quizá los puse en un lugar que no les correspondía y, a continuación, les di la espalda, demasiado confusa para volver sobre mis pasos.

No están perdidos. Tampoco en un lugar mejor. Se han ido. A medida que se acerca el fin de mis días, sé que el dolor, al igual que la añoranza, se instala en nuestro ADN y se convierte para siempre en parte de nosotros.

En los meses transcurridos desde la muerte de mi marido y mi diagnóstico, he envejecido. Mi piel tiene el aspecto arrugado de un papel encerado que alguien ha intentado alisar y reutilizar. Los ojos me fallan a menudo, en la oscuridad, cuando los faros de los coches destellan, cuando llueve. Es irritante no poder confiar ya en la vista. Quizá por eso miro hacia atrás. El pasado tiene una nitidez que ya no soy capaz de apreciar en el presente.

Quiero pensar que, cuando me vaya, encontraré paz, que veré a todas las personas que he querido y amado. Quiero pensar al menos que seré perdonada.

Aunque no sé a quién pretendo engañar.

Mi casa, bautizada The Peaks por un magnate de la industria maderera que la construyó hace más de cien años, está en venta, y me estoy preparando para mudarme porque mi hijo cree que es lo que debería hacer.

Está intentando cuidarme, demostrarme lo mucho que me quiere en este momento tan difícil, así que le dejo mangonearme. ¿Qué más me da morirme en un sitio o en otro? Porque de eso se trata, en realidad. A estas alturas, ya no importa dónde viva. Estoy metiendo en cajas la vida junto al mar en Oregón a la que me acostumbré hace casi cincuenta años. No hay muchas cosas que quiera llevarme conmigo. Pero una sí.

Tiro del asa colgante que abre la escalerilla que conduce al desván. Se despliega desde el techo como un caballero tendiendo la mano.

Los endebles escalones tiemblan bajo mis pies cuando trepo hasta el desván, que huele a cerrado y a moho. Una bombilla solitaria pende del pecho. Tiro del cordel.

Es como estar en la bodega de un viejo barco de vapor. Anchos tablones de madera recubren las paredes; las telarañas tiñen de plata los resquicios y cuelgan en hebras de las hendiduras entre los maderos. El techo está tan inclinado que solo puedo erguirme en el centro de la habitación.

Veo la mecedora que usaba cuando mis nietos eran pequeños, luego una cuna vieja y un desvencijado caballo de balancín con los muelles oxidados, también la silla que mi hija estaba repintando cuando cayó enferma. Hay cajas pegadas a la pared, marcadas: «Navidad», «Acción de Gracias», «Pascua», «Halloween», «Vajillas», «Deportes». En esas cajas están las cosas que ya no suelo usar, pero de las que soy incapaz de desprenderme. Para mí, admitir que no voy a poner el árbol de Navidad equivale a rendirme, y eso es algo que nunca se me ha dado bien. En un rincón está lo que busco: un baúl antiquísimo cubierto de etiquetas.

Con esfuerzo, arrastro el pesado baúl al centro del desván, hasta justo debajo de la bombilla que pende del techo. Me arrodillo, pero el dolor en las articulaciones me resulta insoportable, así que me siento en el suelo.

Por primera vez en treinta años abro la tapa del baúl. La bandeja superior está llena de recuerdos infantiles. Zapatos diminutos, moldes de manos de cerámica, dibujos hechos con lápices de colores poblados de monigotes y soles sonrientes, boletines de notas, fotografías de festivales de danza.

Levanto la bandeja del baúl y la dejo a un lado.

Los recuerdos del fondo forman un montón desordenado: varios diarios gastados encuadernados en cuero; un paquete de viejas postales; unos pocos libros de poesía de Julien Rossignol y una caja de zapatos que contiene cientos de fotografías en blanco y negro.

Encima de todo hay un trozo de papel amarillo desvaído.

Me tiemblan las manos cuando lo cojo. Es una carte d’identité, un carné de identidad, de la guerra. Veo la fotografía pequeña, de pasaporte, de una mujer joven. Juliette Gervaise.

—¿Mamá?

Oigo a mi hijo subir por los escalones de madera que rechinan bajo su peso y sus pisadas van acompasadas con los latidos de mi corazón. ¿Me ha llamado antes?

—¿Mamá? No deberías estar aquí. Joder, estas escaleras no son seguras. —Se queda de pie a mi lado—. Una caída y…

Le toco la pernera del pantalón, niego suavemente con la cabeza. No puedo alzar la vista. Lo único que soy capaz de decir es:

—No.

Se arrodilla y luego se sienta. Huelo su loción de afeitar, acre y sutil, y también un ligero tufillo a humo. Ha salido a fumarse un cigarrillo, un hábito al que renunció hace años y que retomó tras mi último diagnóstico. No tiene sentido que exprese en voz alta mi desaprobación. Es médico. Sabe lo que hace.

Mi primera reacción es meter el carné en el baúl y cerrar la tapa, esconderlo otra vez. Es lo que llevo haciendo toda la vida.

Pero ahora me voy a morir. No enseguida, quizá, pero tampoco dentro de mucho tiempo, y siento la necesidad de repasar mi vida.

—Mamá, estás llorando.

—Ah, ¿sí?

Quiero contarle la verdad, pero no puedo. Mi incapacidad hace que me sienta ridícula, avergonzada. A mi edad no debería tenerle miedo a nada. Desde luego no a mi pasado.

Me limito a decir:

—Quiero llevarme este baúl.

—Es demasiado grande. Meteré en una caja más pequeña las cosas que te quieras llevar.

Su afán por controlarme me hace sonreír.

—Te quiero y estoy enferma otra vez. Por esa razón te dejo mangonearme, pero todavía no estoy muerta. Quiero llevarme este baúl.

—Pero ¿qué tiene dentro que te haga falta? No hay más que dibujos nuestros y cachivaches.

Si le hubiera contado la verdad hace tiempo, o hubiera bailado y bebido y cantado más, tal vez me vería como soy y no como a una madre corriente y siempre formal. La destinataria de su afecto es una versión incompleta de mí. Siempre creí que ese era mi deseo: ser querida y admirada. Ahora pienso que quizá me gustaría ser conocida.

—Considéralo mi última voluntad.

Me doy cuenta de que quiere decirme que no hable así, pero tiene miedo de que se le quiebre la voz. Carraspea.

—Has podido con él dos veces. Volverás a hacerlo.

Los dos sabemos que eso no es verdad, estoy frágil y débil. No puedo ni dormir ni comer sin ayuda de la ciencia médica.

—Pues claro que sí.

—Solo quiero protegerte.

Sonrío. Qué ingenuos son los estadounidenses.

Hubo un tiempo en que compartí su optimismo. En que pensaba que el mundo era un lugar seguro. Pero eso fue hace muchos años.

—¿Quién es Juliette Gervaise? —dice Julien, y oírle pronunciar ese nombre me provoca

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