Lazos familiares (Belgravia 3)

Julian Fellowes

Fragmento

doc-07

Lymington Park no era la sede más antigua de la dinastía Bellasis, pero sin duda sí la más grandiosa. Habían empezado su andadura en la aristocracia terrateniente en una modesta casa solariega en Leicestershire, pero la boda con una heredera a principios del siglo XVII había aportado la heredad de Hampshire a modo de bienvenida dote y la familia había estado encantada de mudarse más al sur. Una llamada desesperada del rey Carlos I, en plena guerra civil, había traído la promesa de un condado y el hijo del rey decapitado hizo realidad la promesa cuando ocupó el trono rodeado de gloria en la Restauración. Aunque fue el segundo conde quien decidió que la casa existente no estaba ya a la altura de su posición y en su lugar se propuso un gran palacio de estilo palladiano diseñado por William Kent. Se costeó gracias a unas cuantas inversiones sensatas hechas en los primeros días del Imperio, pero una recesión repentina impidió que los planes se hicieran realidad y a la postre fue el abuelo del actual conde quien empleó al arquitecto George Steuart, en la década de 1780, para que diseñara un envoltorio nuevo y más grandioso del edificio original. El resultado no podía tildarse de acogedor, ni siquiera de confortable, pero reflejaba tradición y alta cuna y cuando Peregrine Bellasis, quinto conde de Brockenhurst, cruzaba el espacioso vestíbulo o se sentaba en la biblioteca rodeado de sus valiosos libros y con sus perros a los pies, o subía la escalera con las paredes llenas de retratos de sus antecesores, sentía que era el escenario apropiado para un noble. Su mujer, Caroline, sabía llevar una residencia así, o más bien reunir el equipo adecuado para que la llevara, y aunque su interés por la casa, al igual que el resto de sus intereses, yacía bajo tierra, en la tumba de su hijo, sabía mantener las apariencias y ejercer de señora del condado.

Pero aquella mañana sus pensamientos estaban en otros asuntos. Dio las gracias a su doncella, Dawson, cuando le puso la bandeja con el desayuno sobre las rodillas y miró por los ventanales un grupo de gamos desplazarse silenciosos por los jardines. Sonrió y la extrañeza de la sensación pareció paralizarla durante un instante.

—¿Se encuentra bien, señora? —Dawson parecía preocupada.

Caroline asintió con la cabeza.

—Estoy perfectamente, gracias. Llamaré cuando vaya a vestirme.

La doncella asintió con la cabeza y salió. Lady Brockenhurst se sirvió el café despacio. ¿Por qué se sentía aliviada? ¿Tan extraño era que una joven arpía hubiera tratado de chantajear a su hijo muerto? Esa era sin duda la razón de la existencia del niño, y sin embargo… Cerró los ojos. A Edmund le encantaba Lymington. Desde niño había conocido cada centímetro de la heredad. Podían haberle dejado en cualquier parte de ella con los ojos vendados y habría encontrado el camino de vuelta sin ayuda. Aunque ayuda no le habría faltado nunca, puesto que hasta el último guardés, arrendatario y bracero habían cobrado afecto al niño. Caroline sabía muy bien que no era querida, como tampoco lo era su marido. Eran respetados, pero nada más. Los aldeanos los consideraban fríos y sin sentimientos, estrictos, crueles incluso, pero habían traído al mundo a un prodigio. Así veían a Edmund, como un prodigio, un niño dorado al que todos querían. Al menos así había terminado pareciendo a medida que transcurrían los años vacíos y solitarios hasta que, con la pátina embellecedora de la historia, también ella se convenció de que había dado a luz al hijo perfecto. Habían querido tener más, claro. Al final, después de tres mortinatos, solo quedó Edmund para ocupar las habitaciones de los niños en la segunda planta, y sin embargo había sido suficiente. Era lo que Caroline se decía entonces, y era la verdad. Edmund era suficiente. Mientras crecía, los arrendatarios y aldeanos esperaban con ilusión el día que heredara. Eso también lo sabía Caroline, y así lo contaba, aunque fuera en perjuicio propio. Edmund era para ellos su esperanza de un futuro mejor, y era posible que se lo hubiera proporcionado. En cambio, ahora tenían que tolerar a Peregrine y esperar a John: un hombre mayor sin interés por la vida al que sucedería un pavo real avaricioso y egoísta que se ocuparía de ellos tanto como de los guijarros del camino. Qué triste.

Y sin embargo aquella mañana Caroline se sentía distinta. Paseó la vista por la habitación, forrada de seda verde pálido a rayas, con un espejo alto y de marco dorado encima de la repisa de la chimenea y una colección de grabados en las paredes, preguntándose qué sería lo que la hacía sentirse tan diferente. Luego, con cierta sorpresa, se dio cuenta de que estaba feliz. Aquella sensación era algo tan olvidado que le llevó un rato identificarla. Pero así era. Se sentía feliz al pensar que su hijo había dejado un hijo. No cambiaría nada. El título, las propiedades, la casa de Londres y todo lo demás seguirían siendo de John, pero Edmund había dejado un hijo y ¿por qué no iban a poder conocerlo? ¿Por qué no buscarlo y encontrarlo? Después de todo, no serían la primera familia noble que hiciera público un niño natural. Los bastardos del difunto rey eran recibidos en la corte por la joven reina. Sin duda podrían sacarlo del anonimato. Sin duda debía de quedar alguna propiedad fuera de los bienes vinculados. Su imaginación empezaba a desbordarse con un sinnúmero de posibilidades. ¿No había dicho aquella fastidiosa mujer que el niño había sido criado por un clérigo en un hogar respetable, y no por ella y su vulgar marido? Con un poco de suerte, se parecería a su padre y no a su madre. Incluso podía ser hasta cierto punto un caballero. Claro que sabía que había dado su palabra de no decir nada que revelara la verdad, pero ¿era necesario cumplir la palabra cuando había sido dada a alguien como la señora Trenchard? Se estremeció. Caroline Brockenhurst era una mujer fría y una esnob, eso podía admitirlo, pero no era mentirosa ni deshonesta. Sabía que no podía romper su promesa y convertirse en una embustera. Tenía que haber otra manera de sortear el laberinto.

Lord Brockenhurst seguía en el comedor cuando ella bajó, absorto en su ejemplar de The Times.

—Parece que Peel podría ganar las elecciones —dijo sin levantar la vista—. Al parecer Melbourne abandona. A ella no le va a gustar.

—Creo que el príncipe prefiere a sir Robert Peel.

—Como era de esperar. Es alemán.

Lady Brockenhurst no tenía interés en seguir con aquel tema de conversación.

—¿Te acuerdas de que Stephen y Grace vienen a comer?

—¿Traen a John?

—Creo que sí. Está hospedado con ellos.

—Vaya por Dios. —Su marido no levantó la vista del periódico—. Supongo que querrán dinero.

—Gracias, Jenkins. —Lady Brockenhurst sonrió al mayordomo que esperaba junto al aparador. Este inclinó la cabeza y salió—. En serio, Peregrine, ¿es que no vamos a tener ningún secreto?

—Por Jenkins no te preocupes. Sabe más de esta fami

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