La aventura (Belgravia 5)

Julian Fellowes

Fragmento

doc-07

Susan Trenchard estaba acostada oyendo las campanas de All Saints, en Isleworth. De tanto en tanto le llegaban ruidos del río: barqueros llamándose entre sí, el chapoteo de un remo. Paseó la vista por la habitación. Estaba decorada como el dormitorio de una gran mansión más que como una casa de huéspedes, con gruesas cortinas de brocado, una chimenea de estilo clásico y una elegante cama con dosel que encontraba muy cómoda. Otra mujer se habría alarmado al descubrir que John Bellasis mantenía una pequeña residencia en Isleworth con una única habitación para comer, un dormitorio espacioso y lujosamente amueblado y poco más, a excepción de una zona de servicio y, era de suponer, un cuarto para el hombre casi mudo que les atendía. De nuevo, el hecho de que el criado no hubiera hecho preguntas cuando llegaron y en lugar de ello les hubiera servido un delicioso almuerzo antes de hacerles pasar a un dormitorio con las cortinas echadas y el fuego encendido podría haber dado a entender que conocía demasiado bien aquella clase de encuentros. Pero Susan estaba demasiado complacida, demasiado satisfecha —más satisfecha, de hecho, de lo que lo había estado en años— para poner pegas a su felicidad. Se estiró.

—Tal vez deberías vestirte. —John estaba a los pies de la cama abotonándose los pantalones—. Yo ceno en la ciudad, y tú debes volver a tiempo para cambiarte.

—¿De verdad tenemos que irnos?

Susan se sentó en la cama. El pelo castaño rojizo le caía en rizos sobre los hombros. Se mordió el labio inferior abultado y miró a John. En ese estado de ánimo resultaba irresistible y lo sabía. John fue a sentarse a su lado y le pasó el dedo índice por uno de los lados del cuello, trazando la curva de la clavícula, mientras Susan cerraba los ojos. Le acarició la barbilla y la besó.

Qué revelación tan extraordinaria había resultado ser Susan Trenchard. Su encuentro en la velada de su tía había sido fortuito y en absoluto planeado, pero era el mejor descubrimiento de la temporada. Estaba convencido de que le tendría entretenido durante semanas.

Tenía que agradecer a Speer, la doncella de Susan, que hubiera hecho posible aquella aventura. A pesar de su aspecto enjuto e infeliz, se había mostrado más que dispuesta a ser cómplice de la seducción de su señora. Aunque Susan tampoco había necesitado que le insistiera mucho, sobre todo cuando la requería alguien tan competente en las artes amatorias como John. Siempre tenía buena vista a la hora de elegir a la mujer a la que quería llevar por el mal camino. El aburrimiento de Susan y la falta de afecto por su marido le habían resultado evidentes desde el momento en que la abordó aquella noche en Brockenhurst House. Lo único que necesitó fue halagarla un poco, decirle lo bonita que era, fruncir el ceño simulando interés por sus opiniones y, poco a poco, se había convencido de que conseguiría arrebatársela al pusilánime de Oliver Trenchard. A la postre, las mujeres eran criaturas bien simples, pensó mientras miraba sus ojos azul pálido. Podían temblar de indecisión, simular consternación y horror ante la idea misma, pero John sabía que aquello no eran más que etapas que era necesario superar. Desde el momento en que Susan rio con sus chistes, supo que podría hacerla suya cuando quisiera.

Había dado seguimiento a su encuentro en Belgrave Square con una carta. En aras de la discreción, la había enviado por correo, con un sello de un penique. En ella le exponía, con términos floridos y románticos, lo mucho que había disfrutado de su compañía y que la consideraba una belleza singular. No conseguía sacársela de la cabeza, había escrito con fervor, sonriendo al imaginarla leyendo sus palabras.

Había sugerido que tomaran el té en el hotel Morley’s, en Trafalgar Square. Era un establecimiento muy frecuentado, pero normalmente no por personas del círculo íntimo de John. La invitación había sido una especie de examen. Si Susan era de esas mujeres capaces de inventarse una excusa para cruzar Londres y reunirse con él en pleno día, entonces era una mujer que jugaba con la verdad, capaz de mentir y por tanto a la que merecía la pena seducir. Apenas consiguió contener la sensación de triunfo cuando la vio entrar por las puertas giratorias del hotel acompañada de Speer.

Por supuesto hay que decir que John se equivocaba en casi todo. Tenía en tan alta estima sus poderes de seducción que nunca se le pasó por la cabeza que Susan Trenchard no necesitara ser seducida. Lo cierto era que una vez supo de las brillantes perspectivas económicas de John, y a la vista de la atracción que había sentido por él cuando se conocieron, Susan había decidido que primero sería su amante y después, si todo marchaba bien, decidiría hasta dónde progresaría la relación. John debería haber sabido que el simple hecho de haber hecho partícipe a su doncella del secreto —algo de lo que no había duda, puesto que la había acompañado al hotel— quería decir que Susan era partícipe activa, y no pasiva, del plan. Sabía muy bien que nadie cuestionaría que una mujer casada saliera de su casa con su doncella. Había muchas razones legítimas para desplazarse por Londres u otro lugar: hacer compras, almorzar, visitar a alguien, siempre que fuera con una doncella. Convertir a Speer en confidente garantizaba el éxito del plan de Susan. Estaba dispuesta a dejar que John se atribuyera el mérito de llamar su atención y arrastrarla al pecado —a los hombres les gusta siempre pensar que llevan la voz cantante—, pero lo cierto era que si Susan no hubiera decidido descarriarse, aquello no habría ocurrido.

El día en cuestión le dijo a Oliver que iba a encontrarse con una antigua compañera del colegio que vivía en el campo y ver una exposición en la National Gallery. Oliver ni siquiera se había molestado en preguntar el nombre de la mujer con la que se iba a encontrar. Pareció contento de que Susan se mantuviera ocupada.

Speer desapareció con mucho tacto en cuanto estuvieron en el vestíbulo del hotel y dejó que su señora se acercara a John sola. Este estaba sentado en un rincón, cerca de un piano de cola, con una frondosa palmera a su espalda. Era más atractivo de lo que Susan recordaba, mucho más atractivo que el infeliz de su marido. Mientras caminaba entre sillas y mesas se dio cuenta, para su sorpresa, de que ahora que había llegado el momento estaba un poco nerviosa. No era la posibilidad de tener una aventura. Sabía desde un año o dos atrás que terminaría teniendo una, tan insatisfactorios se habían vuelto los ocasionales escarceos con Oliver. Y era estéril, algo que le había causado gran dolor de corazón en el pasado pero que ahora le resultaba útil. Se permitió sonreír. Los nervios debían de ser lo único que conservaba de su modestia infantil, un fragmento que había sobrevivido intacto al proceso de endurecimiento que la había convertido en la mujer que era. Mantuvo la cabeza baja para evitar cualquier contacto visual con los grupos de señoras sentadas tomando el té. El Morley’s no era la clase de hotel que frecuentaría su círculo íntimo, en eso al menos John había acertado, pero toda precaución era poca. La ciudad era un pañuelo y

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