Una renta para toda la vida (Belgravia 8)

Julian Fellowes

Fragmento

doc-07

John Bellasis se armó de valor antes de cruzar el umbral de la casa de sus padres en Harley Street. No estaba seguro de por qué le desagradaba tanto. Quizá porque el lugar era mísero, comparado con el espléndido palacio de su tía en Belgrave Square. Quizá porque le recordaba que sus orígenes no eran todo lo distinguidos que deberían. O tal vez la razón era más simple. Tal vez sus padres sencillamente le aburrían. Eran personas insípidas, abrumadas de problemas provocados por ellas mismas y, en honor a la verdad, en ocasiones sentía una creciente impaciencia porque su padre hiciera mutis por el foro y le dejara a él como heredero directo de su tío. Fuera cual fuera la verdad, cuando abrió la puerta y entró lo hizo con cierta desgana.

Almorzar con sus padres en casa no era una invitación que aceptara por lo común con demasiado entusiasmo. Acostumbraba a inventar alguna excusa: un compromiso urgente e importante que por desgracia no podía posponer. Pero hoy estaba —una vez más— necesitado de fondos y no le quedaba otra alternativa que mostrarse cortés con su madre, que siempre consentía a su hijo y rara vez le negaba algo. No era una fortuna, pero necesitaba que lo ayudara a llegar a las Navidades, y luego estaba el asunto de los pagos a Ellis y Turton. Una pequeña inversión a cambio de una sustanciosa recompensa, o eso esperaba.

No estaba seguro de lo que descubrirían el mayordomo y la doncella, pero su instinto le decía que los Trenchard ocultaban algo. Y a esas alturas, cualquier hecho que arrojara luz sobre Charles Pope y sus relaciones sería de ayuda. John tenía sus esperanzas puestas en el mayordomo. Reconocía a una persona mercenaria cuando la veía, y un mayordomo gozaba de mayor libertad de movimientos dentro de una residencia privada que una doncella. Turton tenía carta blanca para entrar donde quisiera, y podía acceder a llaves que estarían fuera del alcance de criados de menor rango. Por supuesto Turton había simulado sorpresa y consternación cuando se le sugirió que espiara los papeles del señor Trenchard, pero era asombroso lo persuasiva que podía resultar una oferta del sueldo de seis meses.

Cuando entró en la salita situada en la parte delantera de la casa, John encontró a su padre en una butaca de respaldo alto junto a la ventana leyendo un ejemplar de The Times.

—¿Madre no está? —preguntó paseando la vista por la habitación. Si estaba, tal vez podría librarse del almuerzo e ir directo al apremiante asunto de las finanzas.

Era una habitación decorada de forma peculiar. La mayor parte de los muebles, y desde luego los retratos, con sus gruesos marcos dorados y poses rebuscadas, resultaban demasiado ampulosos para el entorno. La escala no era apropiada, saltaba a la vista que aquellas mesas y sillas provenían de una estancia de mayor tamaño. Incluso las lámparas resultaban voluminosas. El conjunto generaba una sensación de claustrofobia que impregnaba toda la casa.

—Tu madre está en una reunión del comité. —Stephen dobló el periódico—. Algo relacionado con el arrabal de Old Nichol.

—¿El Old Nichol? ¿Por qué pierde el tiempo con ese hatajo apestoso de camorristas y ladrones? —John arrugó la nariz.

—No lo sé. Para salvarlos de sí mismos, sin duda. Ya sabes cómo es. —Stephen suspiró y se rascó la tersa cabeza—. Antes de que vuelva creo que debería contarte… —Vaciló. No era propio de él sentirse avergonzado, pero ahora lo estaba—. Esa deuda con Schmitt sigue preocupándome.

—Pensaba que la había saldado.

—Y lo hice. El conde Sikorsky fue generoso y me prestó algo de dinero a comienzos del verano, y el resto lo obtuve del banco. Pero han pasado seis semanas y Sikorsky empieza a hacer preguntas. Quiere su dinero.

—¿Y qué esperaba?

Stephen ignoró la pregunta de su hijo.

—En una ocasión hablaste de un prestamista polaco.

—Que cobra un cincuenta por ciento de interés. Y pedir a un prestamista para pagar a otro… —John se sentó. Aquel momento tenía que llegar. Su padre había tomado prestada una suma desproporcionada sin disponer de medios para devolverla. Había intentado no pensar en ello, pero ahora había que hacerle frente. Movió la cabeza. John se consideraba irresponsable, pero sin duda las mujeres eran una adicción menos peligrosa que el juego.

Stephen miraba por la ventana con expresión bastante desesperada. Estaba hasta el cuello de deudas, y era cuestión de tiempo antes de que se uniera a esos mendigos y vagabundos andrajosos que vivían en las calles. ¿O lo llevarían a Marshalsea y lo encerrarían hasta que pagara? En realidad la situación era cómica; su mujer se afanaba por ayudar a los pobres cuando en realidad sus servicios eran necesarios en su casa.

Por primera vez en su vida John sintió sincera lástima de su padre al verlo hundirse con gesto triste en su butaca. No era culpa suya haber nacido en segundo lugar. John siempre había sido de la opinión, consciente o inconscientemente, de que todo era culpa de uno de sus progenitores. Suya era la culpa de que no vivieran en Lymington Park, de que no tuvieran una mansión en Belgrave Square e incluso de que él, John, fuera el primogénito del segundo hijo y no del primero. Cuando ocurrió era un niño, pero ahora, si había de ser sincero, sentía que era justo que Edmund Bellasis hubiese muerto convirtiéndolo a él en heredero. Al menos ahora había una solución a la vista. De otro modo no habría esperanza para ninguno.

—Tal vez la tía Caroline pueda ser de ayuda —dijo John sacudiéndose una mota de polvo de los pantalones.

—¿Eso crees? Me sorprendes. —Su padre se volvió para mirarle con las manos juntas y ojos implorantes—. Pensaba que habíamos renunciado a esa posibilidad.

—Ya veremos. —John se frotó las manos—. Tengo a un hombre trabajando en el caso, como suele decirse.

—¿Quieres decir que sigues investigando a ese tal señor Pope?

—Así es.

—Sin duda ahí hay algo. Su interés por él es muy extraño, inapropiado incluso. —El semblante ligeramente sudoroso de Stephen brillaba con la luz del sol y sus ojos oscuros recorrían la habitación—. Una cosa te voy a decir: Caroline esconde algo.

—Estoy de acuerdo —asintió John poniéndose en pie. Había algo en la desesperación de su padre que le desconcertaba—. Y cuando disponga de información la desafiaré con ella y, al mismo tiempo, sacaré a relucir nuestra escasez de fondos y le recordaré que somos familia y que las familias deben ayudarse.

—Debes tener cuidado.

John asintió con la cabeza.

—Lo tendré.

Stephen empezó a pensar en voz alta.

—Si Peregrine nos hubiera ayudado cuando se lo pedí, ahora no nos encontraríamos en esta situación.

Aquello era demasiado para que John lo dejara pasar.

—Si no se hubiera jugado un dinero que no tiene, querido padre, no estaríamos en esta situación. Y, en cualquier caso, no estamos en ninguna situación. Solo usted. Yo, que yo sepa, no le debo dinero a uno de los prestamistas más temibles de Londres.

Stephen había renunciado ya a intentar defenderse.

—Tienes que ayudarme.

—John —exclamó Grace entrando por la puerta—. Qué alegría verte.

John miró a su madre. Llevaba un sencillo vestido gris oscuro, con mangas largas y ajustadas y un discreto adorno bl

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