Las hijas del agua

Sandra Barneda

Fragmento

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Uno

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«Una vida es todo lo que tenemos y la vivimos como creemos vivirla. Pero sacrificar lo que uno es y vivir sin creencia es un destino más terrible que morir».

JUANA DE ARCO (1412-1431)

Venecia, 1793

No hay milagros sin esperanza; al menos no en aquel tiempo, no en aquella ciudad. Recostada en uno de los balcones de sus aposentos, Arabella Massari contemplaba pensativa la llegada de sus invitados. En la luz del crepúsculo, que teñía el cielo de rojos y naranjas, se alzaba majestuosa la hilera de góndolas que se afanaban por llegar a Ca Massari antes de que se marchara la última luz del día. Las embarcaciones se arremolinaban y algunas se apresuraban a descargar los últimos víveres: buen vino y especias de Oriente, lechones recién sacrificados y un sinfín de exóticas aves preparadas para desplumar y hornear. A pesar del trajín de pequeños y distintos navíos por el Canalazzo, todos se movían al compás de la batuta de Arabella, la Gran Maestre. Desde lo más alto de su palacio, observaba la escena a través de sus anteojos de montura de oro, un regalo de su admirado sultán otomano Selim III. Un antiguo compañero de lecho convertido en un aliado que la protegía. Arabella acariciaba con suavidad los anteojos mientras comprobaba la calma inquietante de las aguas. Mal presagio para la misiva que debía llegar de París aquella misma noche. En los últimos meses, la hermandad había sufrido varias bajas; demasiadas muertes en poco tiempo la habían debilitado. Arabella lo había dejado claro en la última reunión: «Necesitamos convocar a más mujeres, hacernos más fuertes y más presentes. El mundo está cambiando y debemos remar en esa dirección». Adelina, Lina, su fiel criada, vieja, coja y analfabeta, sabía que en la habitación secreta, como ella la llamaba, se cocinaba el peligro. Nadie se lo había dicho, pero había oído hablar de las brujas y, aunque no pensaba que su señora lo fuera, era la única que sabía que allí se reunían una decena de mujeres cuya identidad se ocultaba tras una moretta, la máscara que durante siglos habían utilizado las damas de sociedad. Huérfana de boca, la máscara había sellado y mantenido en el riguroso silencio a las mujeres pues, para sostenerla, debían sujetarla con la boca, mordiendo una bola de madera.

Lina observaba, temerosa y escondida en la penumbra, la llegada intermitente de las damas negras al palacio. Atracaban sin ser vistas, seguían el rastro invisible pero conocido hasta que, atravesando una pared como si fueran fantasmas, desaparecían. «¡Jesús!», Adelina no podía evitar estremecerse cada vez que las contemplaba. Sin perder la fe, pegaba la oreja a la húmeda pared de piedra con la esperanza de oír algo que saciara su curiosidad. ¿Qué hacían aquellas mujeres? ¿Quiénes eran? ¿Qué planeaban? ¿Por qué se ocultaban? Sentada en una pequeña silla de madera, pasaba horas de guardia obedeciendo órdenes de su señora.

—Si se acerca alguien al palazzo, haz sonar enseguida esta campana.

Era el mismo sonido de una campana lejana la que la hacía precipitarse escaleras abajo y esconderse en un rincón con el corazón en la boca. Unos segundos más tarde, en una especie de sortilegio, la pared del palazzo volvía a abrirse para escupir sigilosamente sombras negras, siluetas enmascaradas que abandonaban el lugar entre la bruma de la noche. Lina no alcanzaba a comprender todo aquello. La vieja criada sabía que el mundo reaccionaría con idéntico recelo si supiera de la existencia de aquella hermandad. Una sociedad secreta creada para vincular a las mujeres del mundo deseosas de mostrar que no eran seres inferiores.

Arabella sabía que había llegado el momento de incorporar a las jóvenes en la lucha, y aquella noche de fiesta sería también la presentación de la joven Lucrezia Viviani.

«No creo que sea una digna candidata: es caprichosa y egoísta. Una joven malcriada, nada más», era la opinión de la mayoría de las hermanas, pero Arabella no se daba por vencida. Jamás se había equivocado en sus predicciones. Creía firmemente en lo que decían las estrellas. Aguardaba, desde hacía años, la señal de cuando esas mismas estrellas le contaron que llegaría una joven bañada en agua, capaz de dominar el mar Adriático.

—Lucrezia… Espero que sepas creer en ti tanto como yo lo hago —murmuró Arabella casi como un suspiro.

Arabella era una mujer hermosa, y aunque madura, conservaba la belleza y la fiereza de antaño. Se diría que Saturno había decidido convertirla en criatura inmortal, si bien era consciente de que la vida transcurría apresurada, más de lo que cualquier alma desearía.

—Mi señora, las cajas de fuegos ya están preparadas para iluminar el cielo a la llegada del Dogo —anunció Lina, interrumpiendo los pensamientos de Arabella.

—Me alegra que todo esté dispuesto —dijo esta mientras se dirigía hacia una diminuta caja de madera—. Apenas queda una hora para que anochezca. He de prepararme. Ya oigo las trompetas que anuncian la llegada de los patricios, y debo estar lista y acicalada para Ludovico.

Lina asintió y se puso en marcha. Mientras esperaba a su criada, Arabella se recreó en el juego de luces del ocaso en la ciudad que la vio nacer. Ver el reflejo de los últimos rayos de sol sobre las aguas era algo que le gustaba desde niña. Aquella ciudad hechizaba hasta a los más descreídos; llena de sombras, de canales estrechos y callejones perdidos. Protectora de secretos y madre de mil misterios. Pocos, hasta la fecha, podían describirla porque Venecia tenía mil caras, tantas como las máscaras que usaban sus habitantes. Obstinada, bella, caprichosa, culta, libertina, esquiva, húmeda, melancólica, decadente y nada prudente. La Serenísima no se abría a cualquiera, pero todos terminaban rindiéndose ante ella. Muchos habían querido conquistarla, pero todos habían fracasado. Arabella disfrutaba contemplando su ciudad, su hogar en plena ebullición. Cerró los ojos para deleitarse en el murmullo de las aguas rompiendo a cada remada y en el bullicio de las gentes excitadas por el gran acontecimiento. Las familias más acaudaladas acudían en sus lujosas góndolas. El Gran Canal era la calle de los poderosos, pero tampoco se libraba de la algazara y las trifulcas que ya formaban parte del corazón maltrecho de la ciudad.

***

Entre las decenas de embarcaciones estaba la de Lucrezia Viviani. La joven acudía por primera vez a un gran baile, acompañada de su fiel sirvienta Della del Pino y de su prometido Roberto Manin, hijo de Paolo Manin, el primo del Dogo. Lucrezia miraba el movimiento agitado de las aguas con cierta inquietud. Sabía que esa noche se despedía de su libertad pues en la intimidad de su casa esquivaba a su capricho las convenciones sociales a que estaba sujeta una dama de su rango. Disfrutaba jugando con los hijos de los criados, danzando como una salvaje, libre de la rectitud que su padre, el gran mercader Viviani, siempre le imponía reprendiéndola por sus modales poco refinados.

—¿Sabré ser parte de ellos, Della? <

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