La casa de modas - PRECUELA

Julia Kröhn

Fragmento

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Fráncfort, septiembre de 1848

El día en que la vida de mi madre dio un vuelco completo ella llevaba un vestido de novia.

Puede que eso no sea motivo de asombro: a fin de cuentas, el matrimonio, junto con la maternidad, se considera el evento más importante en la vida de una mujer. Hay incluso quienes afirman que con él la mujer, la débil hiedra, logra por fin enredarse al tronco de un roble. Quien fuera que pensara así no sabía gran cosa de la hiedra y seguramente tampoco de las mujeres. Yo, por ejemplo, nunca he sido ni cariñosa, ni dulce, ni abnegada. Pero ahora esta no es la cuestión; ahora la cuestión es el vestido de novia que mi madre llevaba ese día, que ni era suyo, ni tampoco iba a casarse con él, sino que pertenecía a la señorita Charlotte, la hija mayor de la respetable familia Lohmann de Fráncfort. A la prenda se le habían tenido que hacer algunos arreglos porque, como a Charlotte le gustaba comer entre horas y, en especial, pastel de manzana al vino y Bethmännchen, las típicas pastitas de mazapán de Fráncfort, había aumentado de talla. Ella, por supuesto, sostenía que no había comido de más, sino que mi madre, que era la que le había hecho el vestido, se había equivocado al tomarle las medidas. Fuera como fuera, mi madre tenía que deslizarse de rodillas en torno al vestido. Como siempre, llevaba prendidos al cinturón un alfiletero, el dedal y las tijeras de plata con las que iba soltando un poco de tejido. Las mujeres del servicio —tanto las cocineras como la doncella de Charlotte, las criadas e incluso las lavanderas y las planchadoras que apenas abandonaban las dependencias del sótano— aprovecharon la ocasión para admirar el vestido.

Un parloteo en aumento iba llenando la estancia, algo que sin duda la señora Lohmann habría prohibido de no haberse tenido que retirar a su dormitorio aquejada de dolor de espalda, donde se aplicaba un tratamiento de calor con ceniza y huesos de cereza también calientes.

—¿A quién se le ocurre casarse con un vestido así?

—Pero ¿qué dices? Hace años, la reina Victoria llevó un vestido muy parecido cuando se casó con el príncipe Alberto.

—Lo que le queda bien a una reina no le puede quedar bien a ninguna señorita.

—Pero el padre de ella es un rey del dinero.

—¿Y no te parece que el dinero apesta bastante más que una corona?

Henriette —así se llamaba mi madre— levantó la mirada.

—Desde luego el vestido no apesta. Huele a aspérula y a lavanda.

Justamente esa misma mañana le había echado una mezcla de ambos polvos para resguardarlo de las polillas.

El parloteo se desvaneció cuando Pauline, una criada, dio unas palmadas sonoras:

—¡Basta de cháchara, y menos aún sobre reinas! ¿Acaso desde marzo no resuena en la ciudad el clamor, cada vez más fuerte, de que todas las personas son iguales?

La cocinera se mostró de acuerdo. Aunque no compartía en absoluto la idea de que todas las personas fueran iguales —ella, sin duda, era de un rango superior al de las lavanderas—, estaba harta de cuchicheos, risitas, codazos mutuos y de tanto fisgonear el vestido de novia. Ordenó a las mujeres que regresaran a sus tareas y, al cabo de poco, cada una volvía a dedicarse a sus obligaciones: la una a lavar ropa delicada, la otra a preparar el sebo y otra, a su vez, a limpiar cazuelas oxidadas.

Pauline hizo como si compartiera el ahínco general y pasó el plumero por encima del armario de madera de cerezo. Pero, apenas se quedó a solas con Henriette, se detuvo, volvió a contemplar el vestido y meneó la cabeza.

—No se puede negar que… es poco habitual.

Henriette asintió; sabía exactamente lo que quería decir Pauline.

Que la señorita Charlotte para su boda llevara un vestido nuevo y no el de su madre ya no era algo desacostumbrado, sino que se estaba volviendo frecuente entre las familias acomodadas. Igual que el uso de tejidos muy ligeros como la muselina, el organdí y el tul, o las mangas acampanadas ahuecadas y los volantes suaves aplicados en faldas ampulosas. Tampoco el hecho en sí de que para ese vestido no se hubieran empleado cinco o siete metros de tela, sino un total de nueve, era algo digno de mención. Ni tampoco, desde luego, las hombreras anchas o la falda que ya no ocultaba los tobillos. Todo aquello era propio de esa época.

No. Lo desacostumbrado del vestido era su color.

A las campesinas les gustaba llevar velo blanco sobre un vestido negro. A las hijas de los burgueses ricos, una guarnición de encajes sobre una tela de seda tornasolada de tonalidades entre amarillo y violeta. Aquel vestido, en cambio, solo era blanco. Como un papel sin escribir, o como las peonías que florecían delante de la casa, aunque en esa época ya estaban marchitas.

—Según la señorita Charlotte, el blanco representa la honradez y la finura —murmuró Henriette.

—Finura no es precisamente la primera palabra que me viene a la cabeza al pensar en la señorita Charlotte —se burló Pauline.

—¡Qué mala eres! Además, el blanco es distinción, pureza virginal y…

—Y el azúcar que tanto le gusta a ella.

Henriette hizo como si no hubiera oído el soniquete desdeñoso en las palabras de Pauline.

—Lo más seguro es que se rocíe el pelo con agua azucarada para hacerse ricitos. Encima se pondrá un velo y una corona de flores de naranjo y de mirto.

—Lo cual combina muy bien con el vestido, pero no con su cara. Su cara no es blanca: tiene el tono de una salchicha amarilla.

—¡Qué mala eres! —repitió Henriette con tono reprobador, aunque sin poder evitar una sonrisa malévola. A pesar de que las libertades que se tomaba Pauline a menudo la horrorizaban, en su fuero interno la divertían a la vez.

Hacía poco la criada había llegado incluso a probar la comida preparada para los señores que el nuevo montaplatos debería haber llevado de la cocina al comedor. El aparato se había quedado atascado en algún punto del recorrido y, mientras Henriette la agarraba por las piernas para poder subir de nuevo la bandeja, Pauline había tenido que inclinarse y meter el cuerpo muy adentro en el hueco. La chica entonces había aprovechado la ocasión para meter los dedos primero en el asado de carnero con pepinos y, luego, en el pudin de vainilla con gratinado de almendras.

—¡No puedes hacer eso! —había exclamado Henriette mientras Pauline se relamía encantada los dedos.

—¿Por qué no? Está riquísimo. Mucho mejor que nuestras patatas y la sémola de avena por las que encima nos restan dos groschen de plata del sueldo.

—¡Pero ahora en el pudin hay un agujero!

—Mejor un agujero en el pudin que en el estómago.

Si la memoria no le fallaba, Pauline había llegado a proponer rellenarlo con salchicha amarilla. Al fin y al cabo, había afirmado, no solo combinaba con el cutis de la señorita Charlotte, sino también con el color del pudin de vainilla. Al final habían vertido salsa de frambuesas por encima.

—Y, por cierto, ¿me puedes decir por qué soy tan mala? —preguntó Pauline entonces—. A fin de cuentas

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