El silencio de las olas

Ángela Banzas

Fragmento

Capítulo 1

1

Santiago de Compostela, noviembre de 1983

«Aprende a amar tu destino. Cuando otros vean solo lluvia y la repudien, tú sonríe a la tierra agrietada y mortecina esperando a la simiente que crecerá mañana. Sé paciente y persevera, pues en la oscuridad la luz brilla con más fuerza. Las mujeres de nuestra familia no soplamos al viento, aprovechamos su fuerza y mecemos a nuestros hijos con ella. Aramos el campo y molemos el trigo, luchando en esta vida para descansar algún día». Marta recordaba las palabras de su madre antes de dejarse ir al encuentro de su padre, confiando en hallarlo en las Alturas. Siempre supo que iría pronto detrás de él. Conocedora de su tiempo, le había pedido que sacase lustre a los zapatos, aunque llevaba sin salir desde mediados de agosto, el día del entierro. Decía que aquel sol la había fatigado y poco o nada le quedaba ya por hacer en invierno. No quería flores, tampoco un adiós con olor a naftalina. Insistió en que airease el traje de los domingos. No el de las romerías, sino el de las misas importantes, como el Corpus o el Domingo de Ramos.

Marta Castro preparaba la cena, con la mente dispersa entre recuerdos y tareas pendientes. Necesitaba tumbarse un poco, la espalda la torturaba. Tantas horas entre hilvanes y remates, con pausas exprimidas para atender la casa, a los animales y a las niñas, suponía una factura de difícil pago. Pensó en sentarse unos minutos mientras el agua rompía a hervir. Lanzó una mirada a las rígidas manecillas del reloj, que la controlaba desde lo alto de la pared tiznada de la cocina, y desechó la idea de inmediato. Posponía el descanso, eso hacía, eso creía que debía hacer, mientras aguardaba un porvenir de mar en calma y puestas de sol infinitas. Así era la medida del tiempo al desconocer si habría un después o un mañana. Introdujo otro leño en la cocina económica, abrió el tiro de la chimenea para guiar la salida del humo y, casi de forma inmediata, una nube gris y densa la envolvió. Humo que siempre encontraba la rendija justa por la que colarse, obligándola a cerrar los ojos unos segundos y a defenderse con unos golpes de tos. Dejó el atizador colgado en la manija de la portezuela de hierro y alcanzó un paño en el que limpiarse las manos. El crepitar de la madera iluminó con destellos fugaces y anaranjados su rostro, tiempo atrás vivo como una cendra, ahora portador fatigado de facciones delicadas y mirada inmensa. Las crestas de la lumbre asomaban con fuerza por el ojo de los tres anillos sobre los que debía colocar la olla de nuevo. Se concedió un parpadeo pausado, sintió el mimo del calor tiñendo sus mejillas y dibujó una sonrisa que parecía eterna, reconciliada y cansada. Sabía que algún día, al igual que su madre, cuando el último grano de arena se dejase llevar con su aliento, rogaría a ese mar desconocido que meciese sin prisa sus cenizas absueltas. Tan humana la contradicción.

El reloj marcaba ya las ocho y media. Ahora solo podía pensar en que Ricardo llegaría en cualquier momento de su taller de carpintero. Trabajaba mucho, en un horario inflexible y bien delimitado en el tiempo y en el espacio, como para soportar retrasos de un plato humeante en la mesa. Así lo entendía él y así lo aceptaba ella. Una cena bien hecha y hablar lo justo y necesario para no incomodar. Llegaba cansado.

Con la tensión de la última mirada al reloj, Marta cogió de nuevo el atizador de la portezuela y avivó los fuegos cuanto pudo. A sus veintiséis años parecía mayor, fruto, quizá, de aquella lucha con el minutero. Pero ella nunca se quejaba. No podía. No con los labios. Su cuerpo delataba la necesidad de descanso. Y sus padres ya no estaban, ni en el frente ni en la retaguardia. Se habían ido. Y ya nadie se paraba a auxiliar sus pesares silenciosos y renuentes; a tender una mano tan cálida como valiente.

Tiempo atrás habría pensado que debía cumplir penitencia. No supo elegir a los hombres. No supo presentarse ante ellos como una buena esposa, exhibiendo sin pudor su belleza, su voz y hasta su risa. Había sido una joven alegre con ganas de cambiar el mundo. Y lo había conseguido, al lado de una mayoría sin miedo, en su breve etapa universitaria; entonando cánticos a favor de la libertad y la democracia, entre asambleas cargadas de energía, en las que cada voz era la voz de un ideal que logró materializarse en 1978. Año en el que su destino mutó en más de un sentido. Año en el que un embarazo la sorprendió en la Facultad de Periodismo de Santiago. Así cambiaron sus prioridades, sus necesidades. Se prometió volver algún día y terminar la carrera que con tanta ilusión había empezado. Era el orgullo discreto y silencioso de su madre, pero ella nunca mostró decepción; hija de las circunstancias como tantos, ni tan siquiera los estudios había comenzado. El exilio forzoso de una España convulsa la señaló como una presa a batir, rompiendo la ensoñación de ser dueña de su destino. Distintos motivos, la misma consecuencia: aguja e hilo, día y noche, tejiendo el futuro de nuevo. Así la había educado su madre para luchar, para vivir, para salir siempre adelante, pero se enamoró, se enamoró de la forma apasionada en que se viven los sueños y entonces llegó la decepción, y con ella el dolor, un dolor inmenso que transformaría su historia para siempre. El mismo hombre que un día la había protegido con su cuerpo de un grupo de falangistas extemporáneos, que buscaban amedrentarla por eslóganes y demás discursos estudiantiles, se esfumó tras señalarla con un beso que ni el mismo Judas Iscariote. Con indiferencia, permitió que reminiscencias de una España oscura y atrincherada se la llevaran, a punta de pistola sobre su vientre abultado, con el fin de someter su voluntad entre amenazas. Aquellos hombres sin compasión, grandes en sus uniformes, diminutos en todo lo demás, no consiguieron lo que buscaban, pero después de haberla golpeado como a un enemigo de guerra, sin guerra, acorralado como a una presa en una cacería de diez a uno, ella había cambiado, totalmente y para siempre. Su energía se había desvanecido. La tristeza había conseguido envolver su cuerpo, más lento, más pesado. Estaba cansada y se dejaba arrastrar por inercias tan fáciles como prudentes. Se había resignado a cambiar ella y a que el mundo avanzara a su ritmo; doblegada, mermada y, al final, diluida en una identidad que ya no reconocía cuando se miraba al espejo.

Así transcurrieron los meses. Su madre la acompañaba cada día sin lograr llegar a ella, acariciarla, despertarla. Había levantado un muro a su alrededor. Robusto y sofocante, con los cimientos en el engaño de un hombre y las almenas en el miedo a ser alcanzada de nuevo.

Y entonces nació Ana. El sol brillaba en lo alto, inundando de claridad los ojos tristes de Marta. Pétalos en verdes prados, pájaros con sus cantos, la niña había nacido en el mes de mayo. Y con ella, la oportunidad de volver a sentir la vida y el mundo. Abrió sus ojos pocos minutos después de iniciar el camino fuera de su madre, como si no quisiera perder detalle de cuanto sucedía a su alrede

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