Liberación

Sándor Márai

Fragmento

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2

Encuentra al sabatario en su garita de portero. Está leyendo el periódico a la luz amortiguada de una lámpara cubierta con un pañuelo; lleva unas gafas de montura metálica, reparadas con un trozo de cinta. Se las quita con parsimonia, pliega las patillas, las guarda en el bolsillo y luego mira a Erzsébet. No pregunta nada. Pasea la vista por la penumbra de la garita. Le indica que salgan a la oscuridad de la escalera. Una vez allí, sin verse las caras, hablan en voz muy baja. Erzsébet va directa al grano, como en un sueño. No da detalles, ni se presenta.

—¿Puede aceptar a una persona?

El hombre guarda silencio. El aliento le huele a ajo, probablemente acaba de cenar.

—Es difícil —contesta.

No pregunta de quién se trata, ni por qué, ni quién es Erzsébet, tampoco se opone ni promete nada. Y esa profesionalidad, esa imparcialidad lacónica tranquiliza a la joven. El miedo que le atenaza el corazón desde hace horas se desvanece al oír esa voz. Sabe que no ha venido en vano, y que no ha sido casual que se acordara de pronto del sabatario; la inunda una sensación cálida, como una oleada de felicidad. Los enamorados experimentan algo similar cuando les recorre el cuerpo una corriente de confianza. Ahora sabe que cada cosa tiene su razón de ser.

Siente los latidos del corazón y su cuerpo abraza una esperanza repentina. Aquel judío perseguido tuvo buenas razones para mencionarle al sabatario. Cada cosa tiene su razón de ser... Siente una felicidad cálida, plena de humildad y esperanza, como si fuera la primera vez que entiende el significado de la palabra «creer». Existe algo más que el conocimiento, la experiencia, lo que enseña la observación de la realidad y la ciencia... algo más. Y ahora ese algo está aquí.

¿Qué es? Pues este hombre, el sabatario, un ser taciturno e inmóvil en la oscuridad, del cual Erzsébet sabe lo que piensa en este preciso instante, cree saber lo que siente, conocer sus ideas. ¿Qué clase de persona es? ¿Un devoto sectario, un fanático religioso que obedece una orden de Cristo? ¿O es algo más, algo diferente? ¿Un hombre en el cual las Sagradas Escrituras —las palabras supremas que permiten al hombre responder a sí mismo y al mundo— se han traducido en actos? Un hombre a punto de ahogarse debe de observar de igual manera el titubeo de la mano tendida hacia él... De hecho, el sabatario aún calla.

—Muy difícil... —repite al fin, con voz grave y apenas audible—. Cada día más difícil.

Erzsébet contiene la respiración. ¿Qué puede decir? ¿Qué puede pedir? ¿Qué prometer? Hubo un tiempo en que la gente aceptaba correr cualquier riesgo a cambio de dinero y joyas... Pero esa época ya ha pasado. Y el sabatario además no es de ese tipo de personas, está segura. El riesgo es demasiado alto, ya no valen ni los argumentos ni la persuasión, quien en estos tiempos acepte esconder a alguien se lo juega todo... y por eso mismo no puede pedírsele nada.

—¿Es un hombre? —pregunta de repente el sabatario.

—Un hombre, sí —responde la joven casi en un suspiro.

El sabatario enciende una linterna. Dirige el crudo haz de luz al rostro de Erzsébet. Ella lo soporta entornando los párpados. Él examina su rostro atenta y minuciosamente, como si le sobrara tiempo y supiera que en momentos así ésa es la única forma de comunicar, de intercambiar ideas, porque las palabras sobran y no son de fiar. Transcurre medio minuto, puede que más. Luego apaga la linterna.

—Usted vive enfrente —dice con lentitud—. Usted es... —Y pronuncia el nombre de la joven.

—¿Cómo lo sabe? —pregunta ella con la boca seca.

Pese a que están a oscuras, le parece que el hombre se encoge de hombros.

—Lo sé —responde impasible—. La veo todas las madrugadas. Me lo dijeron... —Y a continuación, casi con aspereza, inquiere—: ¿A quién quiere traer?

—A mi padre —contesta ella, ya tranquila. Y de nuevo le parece ver que el hombre asiente con la cabeza, como si hubiera recibido la respuesta esperada.

Vuelven en silencio a la garita. El portero cierra la puerta acristalada y le señala una silla. Erzsébet se sienta. Él toma asiento ante ella, se inclina sobre el periódico y se pone a liar un cigarrillo.

—¿Dónde está ahora? —pregunta como de pasada. Cuando la joven se dispone a contestar, la interrumpe—: No estoy preguntándole la dirección. Jamás la revele. A nadie, tampoco a mí. Sólo quiero saber si está lejos. ¿Diez minutos? ¿Media hora?...

Erzsébet calcula mentalmente.

—A un cuarto de hora —contesta.

El hombre observa el reloj de cuco colgado de la pared.

—Las nueve y cuarto —dice—. Si pudiera traerlo ahora mismo...

Ella se levanta, dispuesta a intentarlo.

—Espere. No vengan aquí. En la calle de al lado el hojalatero tiene una entrada por el sótano —explica el hombre—. ¿Lo ha entendido? —añade con aire severo—. Repítamelo.

Erzsébet recita la lección.

—Bien, veo que lo ha entendido. —Y en un tono delicado y con una tristeza impotente que la joven nunca había oído en boca de nadie, el portero añade—: Esto es muy difícil, señorita. Es que ya hay cinco personas abajo. Al viejo tendré que emparedarlo con los demás. Es la única forma.

Erzsébet comprende que el «viejo» es su padre, y que el sabatario quiere meterlo en un sótano tapiado, con otras cinco personas sepultadas en vida.

—Es la única manera —repite el hombre en voz baja, moviendo la cabeza con resignación—. Por desgracia, los hermanos pasan a menudo por aquí.

No, claro, no se refiere a los sabatarios, sino a los «hermanos» cruces flechadas.

—¿Lo acepta, pues? —se limita a decir ella.

—Sí.

Salen a la escalera y se separan en la entrada.

Así sucedió. Su padre fue aceptado. ¿Por qué? En las siguientes semanas la joven tendrá oportunidad de meditar sobre la cuestión mientras permanezca refugiada en el edificio de enfrente. Entre bombardeos, explosiones de obuses y granadas, tendrá la posibilidad y el tiempo de pensar en lo que sucede en el sótano tapiado de la casa de enfrente donde malviven seis personas, en un espacio similar a una despensa, casi sin aire, sin luz, sin retrete ni cama, y en el que a diario una mano,

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