El pacifista

John Boyne

Fragmento

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Sentada frente a mí en el vagón, la anciana dama de la estola de zorro recordaba algunos de los asesinatos que había cometido a lo largo de los años.

—Estuvo aquel reverendo en Leeds —comentó con una leve sonrisa y dándose toquecitos con el índice en el labio inferior—. Y la solterona de Hartlepool, aquella con un trágico secreto que acabaría siendo su perdición. Y la actriz de Londres, por supuesto, la que se lió con el marido de su hermana en cuanto él volvió de Crimea. Era una fresca, de modo que por ésa no pueden culparme. Pero sí lamento haber matado a aquella chica para todo en Connaught Square. Era una muchacha muy trabajadora, de buena familia norteña, y quizá no merecía un final tan brutal.

—Ése es uno de mis favoritos —contesté—. Si quiere saber mi opinión, le diré que lo tuvo bien merecido. Leyó unas cartas que no eran de su incumbencia.

—Lo conozco, ¿verdad? —preguntó la dama, inclinándose hacia delante con los ojos entornados para buscar rasgos familiares en mi rostro. Me llegó una fuerte combinación de lavanda y crema hidratante; el pintalabios rojo sangre le volvía viscosos los labios—. Lo he visto antes en algún sitio.

—Trabajo para el señor Pynton, de Whisby Press. Me llamo Tristan Sadler —me presenté—. Nos vimos hace unos meses en un almuerzo literario.

Tendí la mano y ella la miró fijamente, como si no supiera qué se esperaba que hiciese. Luego me la estrechó con cautela, con unos dedos que no acabaron de cerrarse en torno a los míos.

—Usted pronunció una charla sobre venenos indetectables —añadí.

—Sí, ahora me acuerdo —repuso asintiendo con rapidez—. Llevaba usted cinco libros para que se los firmara. Me impresionó su entusiasmo.

Sonreí, halagado porque se acordara de mí.

—Soy un gran admirador suyo —declaré, y la dama inclinó la cabeza con elegancia, un movimiento sin duda pulido después de más de treinta años recibiendo elogios de sus lectores—. Y el señor Pynton también. Está muy interesado en atraerla a nuestra editorial.

—Sí, conozco a Pynton —repuso ella estremeciéndose—. Un hombrecillo repugnante, con una terrible halitosis. No entiendo cómo puede soportar tenerlo cerca. Aunque ya veo por qué trabaja usted para él.

Arqueé una ceja, confuso, y ella esbozó una sonrisita.

—A Pynton le gusta rodearse de cosas hermosas —explicó—. Ya lo habrá notado en su afición por las obras de arte, y esos sofás tan recargados que parecen salidos del taller parisino de algún diseñador de moda. Me recuerda usted a su último ayudante, el del escándalo. Pero no, me temo que no hay ninguna posibilidad. Llevo más de treinta años con mi editor y me siento perfectamente satisfecha donde estoy.

Se acomodó de nuevo en el asiento, ahora con expresión gélida. Supe que había metido la pata, convirtiendo lo que podría haber sido una conversación agradable en una transacción comercial en potencia. Miré por la ventanilla, avergonzado. Al consultar el reloj, advertí que llevábamos una hora de retraso, y el tren había vuelto a detenerse sin explicación.

—Precisamente por eso ya nunca voy a la ciudad —declaró la dama de pronto. El ambiente en el vagón empezaba a estar cargado y comenzó a forcejear con la ventanilla—. Una ya no puede confiar en que el ferrocarril la lleve de vuelta a casa.

—Espere, deje que la ayude, señora —intervino el joven que iba a su lado y que desde que habíamos salido de Liverpool Street había estado hablándole en insinuantes susurros a la chica sentada junto a mí.

Se levantó y se inclinó hacia la ventanilla, levantando una brisa de sudor, para darle un buen tirón. Se abrió con una sacudida, permitiendo la entrada de aire caliente y vapor de la locomotora.

—Mi Bill tiene mucha mano con la maquinaria —declaró la joven con una risita de orgullo.

—Vale ya, Margie —repuso el joven, sonriendo levemente al sentarse de nuevo.

—Durante la guerra se dedicaba a arreglar motores, ¿verdad, Bill?

—He dicho que vale ya, Margie —repitió él con mayor frialdad.

Cuando sus ojos se cruzaron con los míos, nos miramos unos instantes y luego apartamos la vista.

—Sólo es una ventanilla, querida —intervino la dama novelista, impecablemente oportuna.

Me percaté entonces de que a los distintos bandos del compartimento nos había llevado más de una hora reconocer la presencia de los demás. Me recordó a aquella historia de los dos náufragos ingleses que pasaron cinco años en una isla desierta sin dirigirse la palabra porque nunca los habían presentado formalmente.

Veinte minutos después, el tren reanudó la marcha y llegamos por fin a Norwich con más de hora y media de retraso. La joven pareja se apeó primero, en un revuelo de nerviosa impaciencia y risitas, ávidos por llegar a su habitación, y yo ayudé a la escritora con su maleta.

—Muy amable, joven —comentó en tono distraído mientras recorría el andén con la mirada—. Mi chófer debería estar por aquí para ayudarme el resto del camino.

—Ha sido un placer verla —dije, prefiriendo no volver a tenderle la mano y ofreciéndole en cambio una breve inclinación de cabeza, como si ella fuera la reina y yo un súbdito leal—. Espero no haberla incomodado antes. Sólo he querido decir que el señor Pynton desearía tener escritoras de su calibre en nuestras filas.

Sonrió al oír aquello («soy relevante», decía su expresión) y luego se alejó, seguida por su chófer de uniforme. Me quedé donde estaba, rodeado de gente que iba de aquí para allá, perdido entre la muchedumbre, solo en la atestada estación.

Salí de entre los gruesos muros de piedra de la estación de Thorpe a una tarde inesperadamente luminosa, y descubrí que la calle en que se emplazaba mi alojamiento, Recorder Road, quedaba muy cerca y podía ir andando. Sin embargo, me encontré con que mi habitación no estaba disponible todavía.

—¡Vaya por Dios! —exclamó la casera, una mujer delgada de cutis pálido y áspero. Advertí que temblaba, aunque no hacía frío, y que se frotaba las manos con nerviosismo. Era muy alta, de esas mujeres cuya anormal estatura las hace destacar en una multitud—. Me temo que le debemos una disculpa, señor Sadler. Hoy hemos tenido mucho ajetreo, y no sé muy bien cómo explicarle qué ha pasado.

—Escribí para avisar, señora Cantwell —repuse tratando de atenuar la irritación que asomaba a mi voz—. Dije que estaría aquí poco antes de las cinco. Y ya son más de las seis. —Indiqué con la c

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