El niño en la cima de la montaña

John Boyne

Fragmento

9788415631378-4

1

Tres manchas rojas en un pañuelo

Pese a que el padre de Pierrot Fischer no había muerto en la Gran Guerra, su madre, Émilie, siempre decía que la guerra lo había matado.

Pierrot no era el único niño de siete años en París que vivía sólo con uno de los progenitores. El niño que se sentaba delante de él en el colegio no veía a su ma­dre desde que ella se había fugado con un vendedor de enciclopedias, y el matón de la clase, que llamaba a Pierrot Le Petit por lo pequeñajo que era, vivía con sus abuelos en una habitación sobre el estanco que regentaban en la avenue de la Motte-Picquet, donde se pasaba la mayor parte del tiempo dejando caer desde la ventana globos llenos de agua sobre las cabezas de los transeúntes, para luego insistir en que él no había tenido nada que ver con el asunto.

También el mejor amigo de Pierrot, Anshel Bron­stein, vivía solo con su madre, madame Bronstein, en un apartamento en la planta baja de su propio edificio en la cercana avenue Charles-Floquet, pues su padre se había ahogado dos años antes cuando trataba de cruzar a nado el canal de la Mancha.

Pierrot y Anshel, nacidos con sólo dos semanas de diferencia, se habían criado prácticamente como hermanos, con una madre ocupándose de ambos críos cuando la otra necesitaba echarse un rato. Aun así, nunca se peleaban, como suelen hacer tantos hermanos. Anshel era sordo de nacimiento, de modo que los dos niños habían desarrollado muy pronto un lenguaje de signos con el que se comunicaban con facilidad, expresando con dedos ágiles cuanto necesitaban decir. Incluso habían creado símbolos especiales para ellos mismos, en lugar de utilizar sus nombres. Anshel eligió el signo del perro para Pierrot, pues consideraba a su amigo generoso y leal, mientras que Pierrot adoptó el signo del zorro para Anshel, de quien todos decían que era el niño más listo de la clase. Cuando utilizaban esos nombres, sus manos se movían así:

Pasaban juntos la mayor parte del tiempo, chutando una pelota de fútbol en el Champ-de-Mars o leyendo los mismos libros. Tan íntima era su amistad que Pierrot era la única persona a la que Anshel permitía leer las historias que escribía en su dormitorio por las noches. Ni siquiera madame Bronstein sabía que su hijo quería ser escritor.

—Ésta es buena —indicó por señas Pierrot, con los dedos aleteando en el aire mientras le tendía un fajo de páginas a su amigo—. Me ha gustado la escena del caballo y la parte en la que descubren el oro escondido en el ataúd. —Y devolviéndole un segundo montón, dijo—: Ésta no lo es tanto, pero sólo porque tu letra es tan terrible que hay partes que ni siquiera he conseguido leer. —Entonces, agitando un tercer fajo de páginas en el aire como si estuviera en un desfile, añadió—: Y ésta no tiene ni pies ni cabeza. Yo en tu lugar la tiraría directamente a la papelera.

—Es experimental —explicó Anshel, a quien no le importaban las críticas, pero a veces se ponía un poco a la defensiva cuando a su amigo no le gustaba alguna de sus historias.

—No —insistió Pierrot, negando con la cabeza—. Sencillamente no tiene sentido. No debes dejar que nadie la lea. Pensarán que has perdido la chaveta.

A Pierrot también le gustaba la idea de escribir historias, pero nunca conseguía quedarse sentado el rato suficiente para plasmar las palabras en la página. En vez de eso, se instalaba en una silla frente a su amigo y narraba mediante señas cosas que se inventaba o alguna aventura que había oído en el colegio. Anshel lo observaba con atención, para transcribirlo todo más tarde.

—¿Así que esto lo he escrito yo? —preguntaba Pierrot cuando por fin su amigo le daba las páginas y él las leía.

—No, lo he escrito yo —contestaba Anshel, negando con la cabeza—. Pero la historia es tuya.

Émilie, la madre de Pierrot, apenas hablaba ya de su esposo, pero el niño pensaba en su padre constantemente. Wilhelm Fischer había vivido con su mujer y su hijo hasta hacía tres años, pero se había marchado de París en el verano de 1933, unos meses después de que Pierrot cumpliera los cuatro. Él lo recordaba como un hombre alto que imitaba los sonidos de un caballo cuando lo llevaba por las calles sobre sus anchos hombros, a ratos al galope, algo que siempre lo hacía chillar de pura satisfacción. También le enseñaba alemán, para que recordara su ascendencia, y ponía mucho empeño en ayudarlo a tocar canciones sencillas al piano, aunque Pierrot sabía que nunca llegaría a hacerlo tan bien como él. Su padre interpretaba melodías tradicionales que emocionaban a los invitados hasta las lágrimas, en especial cuando las acompañaba con aquella voz dulce y potente, que tenía la capacidad de evocar recuerdos y pesares. Pier­rot quizá no tuviera grandes dotes musicales, pero lo compensaba con su facilidad para las lenguas: pasaba de hablar alemán con su padre a usar el francés con su madre sin la menor dificultad. Su numerito para las fiestas consistía en cantar La Marseillaise en alemán y luego Das Deutschlandlied en francés, una habi­lidad que a veces hacía sentir incómodos a los asistentes a la cena.

—No quiero que vuelvas a hacer eso, Pierrot —dijo su madre una noche, después de que su interpretación hubiera causado una pequeña desavenencia con unos vecinos—. Si quieres lucirte, aprende otra cosa. Juegos malabares, trucos de magia o a hacer el pino. Cualquier cosa que no suponga cantar en alemán.

—¿Qué tiene de malo el alemán? —quiso saber Pierrot.

—Sí, Émilie —intervino el padre desde la butaca del rincón, donde había pasado la velada bebiendo vino en exceso, algo que siempre lo dejaba rumiando sobre las malas experiencias que lo obsesionaban—. ¿Qué tiene de malo el alemán?

—¿No has tenido ya suficiente, Wilhelm? —preguntó ella, volviéndose para mirarlo con los brazos en jarras.

—¿Suficiente de qué? ¿De que tus amigos se dediquen a insultar a mi país?

—No estaban insultándolo —respondió ella—. Es sólo que les cuesta olvidar la guerra, nada más. Sobre todo a aquellos que perdieron a sus seres queridos en las trincheras.

—Pero no les importa venir a mi casa a comerse mi comida y beberse mi vino.

El padre esperó a que Émilie hubiese vuelto a la cocina para llamar a Pierrot y rodearle la cintura con un brazo.

—Algún día recuperaremos lo que nos pertenece —dijo, mirando al niño a los ojos—. Y cuando lo hagamos, recuerda de qué lado estás. Es posible que hayas nacido en Francia y vivas en París, pero eres alemán hasta la médula, como yo. No lo olvides, Pierrot.

A veces, su padre despertaba en plena noche y sus gritos reverberaban en los pasillos oscuros y desiertos de su apartamento; el perro de Pierrot, D’Artagnan, saltaba aterrado de su cesta, subía a la cama del niño y se colaba bajo las sábanas junto a su amo, temblando. Pierrot se tapaba con la manta hasta la barbilla y escuchaba a través de las finas paredes cómo su madre trataba de calmar a su padre, susurrándole que todo iba bien, que estaba en casa con su familia, que sólo había sido una pesadilla.

—Pero no ha sido una pesadilla —oyó decir a su padre en cierta ocasión, con voz te

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